Nos marchamos de Tandaris bajo una penetrante llovizna. Las oscuras nubes presagiaban tormentas más fuertes. Seis jinetes envueltos en pesadas capas impermeables luchábamos contra la lluvia sobre discretos corceles de crines bronceadas. Nuestra partida no llamó la atención de los inquisidores ni de los guardias que custodiaban los portales. Era el momento más frío del invierno pero todavía se veía a gente yendo y viniendo por la carretera principal de la isla. Por mucho que les hubiese gustado, no tuvieron tiempo de interrogarnos.
Ninguno de nosotros llevaba espada, lo que me preocupaba bastante. No había en Qalathar bandidos propiamente dichos, por lo que no teníamos ninguna razón fundada para llevar más armas que las varas de lucha del Archipiélago, que el Dominio consideraba inútiles. Yo había perdido la práctica pues no las había tocado desde la Ciudadela.
Al principio cabalgamos en paralelo al mar, a lo largo de la colina sobre la que había sido edificada la ciudad. Las olas rompían unos pocos metros por debajo del acantilado a nuestra derecha. Una fuerte brisa soplaba desde las aguas, salpicando nuestra ropa y, en ocasiones, mojándonos. Las piedras del camino eran resbaladizas y el precipicio a nuestro lado parecía bastante inestable. Era posible distinguir señales de derrumbes recientes, espacios yermos donde la vegetación aún no había tenido tiempo de volver a crecer. Según nos dijo Persea, ese camino había permanecido inutilizable durante buena parte del invierno, y no era difícil comprender por qué.
Tandaris desapareció de nuestro campo visual, oculta tras la desigual masa de riscos, tan pronto como cogimos la primera curva. Por delante de nosotros, la costa se combaba, plana por un instante para luego elevarse progresivamente. Suaves colinas abrían paso a altas montañas cuyas cumbres se perdían entre las nubes. Los promontorios que marcaban el horizonte estaban a unos setenta u ochenta kilómetros de distancia, invisibles con ese tiempo. La costa de la Perdición se iniciaba de ese lado de la cadena montañosa pero también permanecía oculta.
La colina que se alzaba junto a nosotros desapareció, reemplazada por terrazas de cultivo dispuestas sobre su ladera. Eché un último vistazo a la ciudad, cuyas blancas murallas se extendían desparejas a lo largo de la pendiente. Tenía el mismo aspecto desde la tierra que desde el mar, aunque ahora estaba observando el lado opuesto del espolón que conducía a la ciudadela, de modo que la mayor parte de la ciudad se perdía a la vista. El brillante marrón rojizo de la torre del templo parecía fuera de lugar en medio de las casas blancas y azules. Habría allí cerca de media docena de sacri custodiando la ciudad y las poblaciones circundantes. No les deseé ningún bien. Tampoco es que me diese mucha alegría la larga cabalgata que tenía por delante. Llevaba meses sin montar (la última vez había sido en Lepidor) y me esperaba un trayecto de ochenta kilómetros con un tiempo horrible. Rogué que estuviese lo bastante fuerte cuatro o cinco horas más tarde, cuando llegásemos a nuestro destino y me tocase andar a gachas y escalar pendientes.
Como era inevitable, todos habían querido acompañarme, pero la opinión de los más sensatos había prevalecido. Palatina venía con nosotros, por cierto, junto a Persea y una de sus amigas, que también había estado en Lepidor. Tekraea y Bamako nos seguían también. Laeas tenía obligaciones que cumplir en palacio y era el responsable de aliviar las preocupaciones de Sagantha; también estaba a cargo de organizar el escondite para Ravenna. Lo ayudaría Tamanes, que no podía rehuir sus obligaciones oceanograficas. De los dos desconocidos que habían estado presentes en la reunión, uno vigilaría a Alidrisi y el otro ya había partido a caballo para reconocer el camino y sus recovecos. Nos apartamos del acantilado siguiendo el camino que separaba los campos vacíos de varias hileras de árboles que me recordaban mi tierra. La llanura parecía mucho más grande ahora que cuando la había visto desde la ciudad, aunque las colinas que la rodeaban seguían estando muy cercanas, con las laderas cultivadas en terrazas o con bosquetes. Qalathar debía de ser hermosa en verano, pero en aquel momento parecía cargada de presagios. No podía asegurar si eso se debía al tiempo o al ambiente que reinaba. O quizá a la ausencia de todo movimiento en los campos, una quietud sólo quebrada por las blancas aldeas apiñadas en la colina.
Entramos en una avenida de cipreses que protegían del viento el camino que iba desde la ciudad hasta las colinas que tenía enfrente, bifurcándose aquí y allá entre los campos. Al parecer, la gente utilizaba allí árboles en lugar de muros, quizá porque los vientos no eran tan poderosos. Los cipreses no hubiesen resistido las devastadoras tormentas de Lepidor.
—¿Se inunda alguna vez la llanura? —le preguntó Palatina a Persea.
—Una o dos veces al año —respondió Persea—. Ahora las aguas muy crecidas. Pero los ríos son muy pequeños, no pueden causar demasiados problemas.
—Entonces ¿no podéis inundar las tierras como estrategia defensiva?
—Supongo que se podría, pero habría que evacuar la zona a toda prisa. De todas formas, no creo que fuese de mucha utilidad. Tandaris no puede soportar un asedio, las murallas son demasiado débiles, y lo mismo sucede en el resto de la isla. El Dominio se ha asegurado de que nunca tengamos la suficiente confianza en nosotros mismos para volver a enfrentarnos a él. Por eso sus soldados destruyeron el Aerolito; ni siquiera intentaron apoderarse de él.
—Teniendo el templo ya no lo necesitaban. No nos cruzamos con nadie hasta que la avenida de cipreses enlazó con la carretera principal, que nacía en el portal del Campo, a unos cinco kilómetros de las murallas. Allí vimos a unos pocos jinetes y uno o dos carromatos, pero ningún transeúnte. La gente llevaba las capuchas firmemente prendidas a la cabeza, y algunos también se cubrían la cara con pañuelos. Nadie nos miró al pasar a nuestro lado. Nos cruzamos también con un carruaje oficial de un clan, cuyas ventanas estaban cubiertas con cortinas. El cochero iba acurrucado bajo un estrecho toldo.
—¿Hay inquisidores en los pueblos? —le pregunté a Persea inclinándome hacia adelante para cabalgar a su lado y dejando un poco atrás a Palatina—. ¿O están todos en la ciudad?
—Hay unos cuantos en cada población, y además las recorren tribunales ambulantes. Llegan siempre en mitad de la noche, para evitar que alguien pueda escapar. Por eso no es seguro permanecer en un lugar habitado.
—Pero no hay ningún riesgo subiendo hacia la costa de Perdición, ¿verdad? —No, Cathan, ésa es una cosa menos de la que preocuparse. ¿Crees que Ravenna se habría marchado ya si hubiese querido?— No —dijo Palatina rotundamente al otro lado de Persea—. Recordad que no es una prisionera. Sin embargo, Alidrisi no puede permitir que escape de sus garras. Midian está detrás de Ravenna, incluso aunque ignore que es la faraona. Creo que ésa es la mejor razón para mantenerla fuera de escena en medio de la nada. Y si, por decirlo de algún modo, ella no consigue hacerse con botas apropiadas y una gruesa capa impermeable, sencillamente no podrá salir. Tan simple como eso.
—¿No podría coger la ropa de los guardias?
—Piensa de forma práctica. ¿Desearías tú vagar por las montañas bajo una lluvia torrencial calzando botas que son de lejos demasiado grandes para ti? Además, ella no conoce esta sierra y podría perderse con facilidad. No, en su lugar, yo no lo intentaría. Existen otras maneras, como conquistar el afecto de los guardias, que podría funcionar si ella no fuese quien es. Pero ellos no la tienen presa, sino que están protegiéndola. Y si saben que se trata de la faraona, serán muy escrupulosos.
—Esperemos que ella quiera escapar —repuse mientras cruzábamos un pequeño rio de rápida corriente, demasiado estrecho para ser navegable pero crecido por la lluvia. El agua llegaba casi al tope de los arcos del puente.
—Cathan, te preocupas demasiado —me dijo Palatina con firmeza—. Estamos hablando de Ravenna. ¿Crees de verdad que ella desea permanecer encerrada allí a capricho de Alidrisi? El es una de las personas que ha estado utilizándola como a una pieza de ajedrez, y sigue haciéndolo. Está claro que Ravenna querrá quitárselo de encima. —Entonces ¿cómo ha ido a parar allí? Cuando nosotros llegamos— dije dirigiéndome a Persea —, el virrey estaba al tanto de lo que sucedía e incluso debió de hablar con ella. ¿Por qué no se le ocurrió mantenerla a su lado?
El camino se curvaba en torno a una pequeña colina de desnuda tierra marrón, donde, del lado de la costa, había sido plantada una hilera de higueras como protección contra el viento.
—Me preguntaba cuándo dirías eso. Sí, ella fue a ver a Sagantha la noche misma en que desembarcó. Laeas y yo no la vimos porque ya estábamos durmiendo y sólo supimos de su llegada a la mañana siguiente. Charlaron durante un rato, y luego Sagantha decidió que no era seguro para ella permanecer en el palacio, pues eso atraería la atención de Midian. No creo que Midian supiese que vosotros estabais aquí hasta el regreso de Sagantha: sus verdaderos objetivos eran Mauriz y Telesta. De cualquier modo, no estoy yendo al grano. Sagantha procuró que Ravenna se alojase aquella noche en algún otro sitio y al día siguiente planeaba trasladarla aun sitio seguro en las afueras de la ciudad. Ella se opuso a la idea, y me parece que se zafó de la guardia de palacio. El virrey mandó entonces una patrulla en su busca, pero uno de sus guardias, perteneciente al clan Kalessos, le contó la noticia a Alidrisi, que se las arregló para que Ravenna cayese en su poder. —Entonces ella no tuvo mejor suerte que nosotros— comentó Palatina. —Quizá su viaje fuese más tranquilo. No sé cómo consiguió salir de Ilthys, sólo que abandonó el consulado y se metió en aquella manta sin que nadie lo notase.
—Eso no habla muy bien de la seguridad de Scartaris —replicó Persea, desdeñosa—. Sus guardias llevan esa armadura que los hace parecer peces, pero resultan casi igual de útiles que ellos. En cuanto a Polinskarn, su concepto de la discreción consiste probablemente en arrojar a la cara de los intrusos unos cuantos de sus libros y luego inventar un motivo histórico mediante el que justificarse.
—¿No intentó Sagantha que Ravenna regresase a su lado?
—No. Dijo que Alidrisi podría protegerla en su nombre, ya que él no tenía el número de soldados necesario para ello. Suena como si no le importase, pero no es el caso. Creo que Sagantha sabe dónde está y que tiene pensado en cierta manera cómo recobrarla.
—¿Por qué no nos lo dijiste anoche? —pregunté!
—Porque todavía no era el momento y, si lo recuerdas, intentamos lograr que Ravenna se libre de todos los que quieren aprovecharse de ella. Sagantha es mejor que Alidrisi, pero Ravenna no confia en ninguno de los dos. Espero que no suceda lo mismo con nosotros; somos sus amigos.
—No tengas demasiadas esperanzas —repuso Palatina—. Conseguir su confianza puede llevarle mucho tiempo a cualquiera.
—No estoy de acuerdo —afirmé de pronto, furioso tanto conmigo mismo como con Palatina—. Ella no fue franca con nosotros porque no podía serlo. Habíais comenzado a planear el resurgir de una república para el primer instante en que se os presentase la ocasión, echando por tierra todo lo que se suponía que habíamos planeado. Y yo fui demasiado débil para negarme. Quizá ella pensó que, después de todo lo que había sucedido en Lepidor, yo me habría tenido que oponer. No lo sé, pero tanto tú como yo la decepcionamos. ¿Qué la obligaba a arriesgarse otra vez?
—Pero, aunque seamos tan poco de fiar como tú dices, somos de lo mejorcito que hay por aquí.
—Ojalá. Pero Ravenna podría pensar que hemos regresado sólo porque el plan inicial fracasó y vuelve a sernos útil, y porque no puedo soportar estar lejos de ella.
—Bueno, es posible que ella tenga tantos deseos de verte como tú —afirmó Palatina. Luego se inclinó en su montura y comenzó a hablar con Bamalco.
Espoleé a mi caballo para colocarme junto a Persea y observé por delante cómo las colinas se dibujaban cada vez más cercanas a través de la cortina de lluvia. Habíamos alimentado a los caballos para que resistiesen, pero era preciso detenernos para descansar, pues no podíamos permitirnos ir ahora a toda velocidad y correr el riesgo de que luego estuviesen agotados. Si estarían después en condiciones de conducirnos de regreso, era una incógnita. Existían demasiadas incertidumbres en esta misión, y parecía una estrategia bastante desprovista de lógica, sobre todo considerando que no teníamos la seguridad de que Ravenna estuviese oculta allí. En una o dos horas, Alidrisi partiría rumbo a Kalessos. Si no se detenía e iba directamente hacia allí, sin desviarse en ningún momento hacia el interior de las montañas, ¿qué pasaría entonces? En ese caso nos habríamos equivocado y eso sería todo, a menos que le revelásemos a Sagantha lo que estábamos haciendo.
Todavía no me había respondido a mi propia pregunta cuando el camino empezó a elevarse y nos acercábamos al límite de la llanura. La ciudad era ahora una extensión de edificios blancos en la distancia, y nosotros salíamos de las plantaciones de maíz y nos adentrábamos en terreno de olivos. Todas las laderas que nos rodeaban, estuviesen o no aterrazadas, mostraban ordenadas filas de nudosos árboles, interrumpidas aquí y allá por gruesas líneas de cipreses para contener el viento. Todo parecía ahora soso y desnudo. Las delgadas capas de tierra sobre la que crecían estaban contenidas por los bancales. Cruzando la primera colina había más olivos, un pequeño valle repleto de ellos, en medio de los cuales corría un arroyo bastante crecido. Divisé un par de casas de piedra comunicadas con el camino principal por estrechos senderos. Pero no había ninguna persona a la vista, lo que era totalmente coherente; ¿qué iba a hacer alguien ahí en mitad del invierno? ¿O ya no lo era? ¿Cuánto faltaba para que acabase el invierno? Parecía haberse vuelto eterno, un estéril compás de espera, oculto y frío, en el palacio de Sagantha. Antes habíamos sufrido las incomodidades del viaje en barco, las semanas en Ilthys, Ral’Tumar… por no olvidar que no nos habíamos marchado de Lepidor hasta quince días después de comenzado el invierno. Calculé el tiempo con cuidado, incluso los días sueltos aquí y allá. Hacía ya unos tres meses desde que Palatina se había acercado, sentados en aquella colina y mirando el mar, a decirnos que el invierno había empezado. Tres meses de un tiempo horrible, de frío penetrante y fuertes vientos.
Tenía que acabar pronto. Me tranquilicé al constatar que no podía durar mucho más, quizá unas dos semanas, cuatro con mala suerte. Había sido un año bastante malo. Y quizá por eso el invierno se alargaba un poco más. De hecho, todavía no se había anunciado nada al respecto por parte del Dominio o del instituto.
Pero ya no sentía que el invierno fuese a durar para siempre. Unos cuantos días más de mal tiempo y cambiaría: las nubes se disiparían y subirían las temperaturas. Y podía imaginarme Qalathar en mejor momento, libre del azote del clima, de esa sucesión de inviernos y veranos que vivía el planeta y que nadie comprendía.
De acuerdo con el relato de la Historia, todo había sido mucho más simple y menos abrupto antes de la guerra (¿para qué mentiría Carausius al respecto, si es que había faltado a la verdad en algo?). En aquellos tiempos había unos pocos meses un poco más fríos y cargados de lluvias, pero eso era todo. El sol solía brillar incluso entonces, y tanto en la tropical Thetia como en Qalathar, algunos días de invierno no se podían distinguir de los de verano. ¿Por qué se había transformado ese suave frescor en los endemoniados meses de oscuridad? Eso era un misterio para todos, y diría que incluso para el Dominio o el instituto. Quizá ése fuera uno de los secretos que podía revelar el Aeón.
Estaba pensando aún en la llegada del verano cuando los valles de olivos quedaron atrás y ascendimos al siguiente nivel: bosques y pastos. Las colinas se elevaban ahora a ambos lados y el empedrado del camino empezaba a mostrar desperfectos, agujeros aquí y allá y bordes irregulares en algunos tramos. Ya habíamos pasado los poblados de la llanura y el tráfico de gente era mucho menor. Habíamos visto dos jinetes y aparecía un carruaje en la siguiente curva, pero nada más. Para ser la carretera principal de Qalathar no resultaba demasiado impactante y me pregunté si eso se debería al Dominio o al invierno. Lo sabríamos en unos días, cuando el invierno acabase.
Charlé durante un rato con Persea, hasta que el camino viró de repente rodeando un gran promontorio rocoso, y la lluvia comenzó a caer con fuerza contra nuestras caras. Las colinas de la derecha se volvían cada vez más altas y rocosas, pero la ruta todavía no se bifurcaba.
—¿Es mi imaginación o hace más viento? —me gritó cuando dimos la vuelta y pudimos volver a levantar la cabeza—. No es tu imaginación —contesté mirando al cielo, donde se congregaban oscuras y amenazadoras nubes grises. Una nueva tormenta, y según mis cálculos, aún no era mediodía. No llevábamos ningún reloj de éter para saber la hora.
—También llueve más fuerte. Es típico. Será una noche horrible.
—Espero que sea peor para ellos que para nosotros. Un kilómetro más adelante nos detuvimos para que descansasen los caballos en medio de las ruinas de lo que debió de haber sido un pequeño hostal de paso, abandonado hacía muchos años. Según contó la amiga de Persea, existían muchas posadas semejantes, construidas por Orethura como postas de viaje, testigos del mismo destino que tantas otras cosas durante la cruzada. Éste en particular no ofrecía señales de haber sido incendiado, y no me pareció probable que los ejércitos de los cruzados llegasen tan lejos. La población del Archipiélago se había rendido antes de que cualquier enemigo pusiese siquiera un pie en la propia Qalathar. La destrucción de las islas Ilahi y el saqueo de Poseidonis les habían enseñado una lección y habían provisto al ejército de un suculento botín.
Bamalco repartió las provisiones que, afortunadamente estaban secas, porque habían sido guardadas en una bolsa recubierta de aceite. Disfrutamos de una especie de almuerzo mientras los caballos descansaban y comían. Ya podrían volver a hacerlo más tarde, mientras yo intentase entrar en la villa, fortificación o lo que fuera. ¡Por favor, Thetis, que Ravenna esté allí! Me importaba poco que ella quisiese o no acompañarnos, ya que eso podía negociarse. Pero tenía que estar allí. Después de todas esas semanas de espera y de no hacer nada, sorteando la sombra de la Inquisición… Luego montamos y volvimos a ponernos en marcha, atravesando valles cubiertos de bosques, uno tras otro, hacia la izquierda, hacia el sur… A lo lejos podían verse montañas cada vez más altas, pero colinas aún. Cruzamos a continuación un río casi torrencial sobre un puente de piedra muy desgastado y, cuando alzamos las cabezas, divisamos por fin la sierra. Enormes siluetas oscuras contra un cielo gris, irguiéndose borrosas ante nosotros. Las cumbres estaban ocultas y apenas podía apreciarse una masa grisácea detrás. Quizá en un claro día estival hubiese podido ver con claridad el hueco que se abría justo delante de nosotros, extendiéndose a lo largo de la ensenada hasta el extremo de Tehama. Pero ahora era imposible.
Con las montañas a la vista, aceleramos el paso durante un rato y cabalgamos bordeando el límite de un alto prado en el que pastaban varias cabras. Era el primer signo de vida que habíamos visto fuera de la carretera, salvo por el chillido de las aves que parecían sobrevolar los más recónditos rincones. No pude distinguir a ningún pastor, pero supuse que estaría en algún sitio. Del otro lado del camino, por encima del arroyo, había una irregular pila de piedras que pudo haber sido una vivienda.
Nos cruzamos con otra pequeña comitiva que viajaba en sentido contrario, la primera en un buen lapso de tiempo. Era evidente que cabalgaban a toda prisa para cruzar las montañas antes de que la tormenta estallase con toda su fuerza. Y, entonces, en lo que a primera vista parecía un barranco irregular como cualquier otro, vimos la línea gris de un camino que conducía hacia un lado, subiendo una pequeña colina. Lo seguí con la mirada y divisé una curva muy cerrada a unos doscientos metros de distancia, y luego otro trozo del sendero recorriendo la colina siguiente. Incluso desde tan lejos parecía irregular y en mal estado, pero no había dudas de adonde llevaba. Habíamos llegado a la primera bifurcación. Aminoramos la marcha y recorrimos la zona con sumo cuidado. Sentí que los músculos de las piernas comenzaban a dolerme, pero no tanto como había temido. De cualquier modo, quedaban aún varios kilómetros de cabalgata, y eso no haría más que empeorar. Palatina había cogido unos ungüentos de palacio, que en su opinión resultaban excelentes tras una marcha a caballo demasiado larga. Deseé que tuviese razón.
Persea echó una mirada alrededor tras detenernos después de la bifurcación, para comprobar que nadie nos siguiese. Nos rodeaban matas de arbustos y el bosque se encontraba unos pocos metros a la izquierda del camino. ¿Dónde estaba el explorador? Aunque había salido con dos caballos al amanecer, tenía que investigar muchos sitios y, en consecuencia cabalgar mucho más que nosotros, así que era posible que todavía no hubiese llegado.
Pero entonces oímos un grito y salió un hombre entre las rocas que había más abajo del camino.
—¡Aquí estamos! —lo llamó Palatina—. ¿Ha salido todo bien? —le preguntó cuando se acercó.
Él asintió con cansancio. —Salid del camino para que no os vea nadie. Hay una cueva aquí abajo.
Se trataba de otra de las mejoras de Orethura: una cueva ampliada y profundizada, convertida en refugio, donde varias personas podían guarecerse del mal tiempo. En un espacio lateral había sitio para los caballos. Fue un descanso inesperado para todos.
—¿Cuántos caminos hay? —preguntó Palatina nada más sentarnos en los anchos salientes de piedra de la cueva. Había incluso donde encender una fogata, aunque el respiradero estaba obstruido y no teníamos leña.
—Cinco bifurcaciones —informó—. La que acabáis de ver y dos más bastante cercanas entre sí a unos seis kilómetros de distancia. Otra a catorce kilómetros y una última a unos diecisiete kilómetros. Si Alidrisi viaja con coche de caballos, como afirma Persea, ha de ocultarlo en algún sitio mientras sube, o éste sigue camino sin él.
—¿Cómo explicaría que el carruaje llegase sin él a Kalessos? —Eso pensé— asintió el explorador, con el rizado cabello cayéndole sobre los ojos. Lo echó a un lado con un gesto de extrañeza y siguió hablando. —Por eso busqué sitios donde pudiese esconderlo. No hay ninguno a menos de tres kilómetros de la bifurcación más lejana, ni a un lado ni a otro. Y el camino que sigue es demasiado empinado. Tanto el cruce que hay a catorce kilómetros como los dos que están a unos seis tienen escondites bastante cerca. Y he encontrado rastros evidentes de que alguien ha detenido un coche de caballos hace muy poco en el más cercano de todos, quizá durante la semana pasada. Todos los caminos suben hacia las montañas. No me adentré demasiado porque no me dio tiempo. ¡Ah!, la bifurcación en la que estamos no tiene donde ocultar ningún carruaje. Y lo que es más interesante, VI huellas de cascos recientes a unos pocos metros del primero de los dos desvíos situados a seis kilómetros.
—Echemos una mirada al mapa —sugirió Palatina, y Persea le tendió un mapa de hule de la zona, que habíamos cogido de la sala de cartografía del palacio. Lo desenrollamos en un espacio seco del suelo de la caverna—. Estamos aquí —informó el explorador, señalando un punto en el que no había marcada ninguna desviación—. Las dos siguientes y la última están indicadas en el mapa aquí y aquí. La que está a catorce kilómetros no figura, pero se encuentra aquí, junto a este pequeño lago.
—Éste es el valle Sidino… Matrodo… y la que está a catorce kilómetros ni siquiera tiene nombre. La última es Prothtos.
—No podemos cubrir todas las desviaciones —dijo Bamalco—. Parecía factible cuando estábamos en Tandaris, pero no ahora. Si enviamos a alguien a vigilar la más lejana y Alidrisi coge una de las cercanas, otra persona deberá ir a alertar a quien se encuentra en el extremo y luego ambas tendrán que regresar. De modo que sólo dos personas deberían hacer treinta y cinco kilómetros de cabalgata. Eso es casi la distancia que hemos recorrido hasta aquí. Otro debería cubrir veintiocho kilómetros más hasta la bifurcación situada a catorce kilómetros, lo que es casi tan difícil como lo anterior. Digo, a menos que haya una buena razón para descartar esas dos bifurcaciones.
—Yo he hecho esos trayectos y puedo afirmar que no es ninguna broma —afirmó el explorador.
—Supongo que tienes razón —dijo Palatina analizando el mapa con detalle.
—No, tiene razón —añadió rotundamente la amiga de Persea. Era más alta y musculosa que la mayoría de los qalatharis. Se me ocurrió que podía ser del sur del Archipiélago, como Laeas—. A menos que dejemos gente apostada y quedar en que emprenda el regreso a determinada hora.
—Eso tampoco es práctico —objetó Bamalco.
—Su escondite podría estar en el valle Prothtos —intervino Tekraea de pronto—. Mi clan tiene terrenos escarpados allí arriba, que limitan con los de Kalessos. Aunque son tierras muy expuestas y no nos agradan demasiado. No sé si Alidrisi correría tantos riesgos.
—Gracias —comentó Palatina—. La siguiente bifurcación me parece más atractiva. No figura en el mapa, ni siquiera parece haber espacio para un camino y resulta muy difícil de acceder.
—Pero está bastante limitado —interrumpió el explorador—. Ese camino es muy empinado y rocoso. Ya que debemos eliminar algunos, podríamos hacerlo con éste porque es casi imposible subir a caballo.
—Bien, bien —dijo Palatina, pensativa. No le gustaba nada tener que dejar de vigilar algunos senderos, pero yo me mostré de acuerdo con los demás. Aquella bifurcación estaba demasiado lejos. Si Alidrisi no cogía ninguno de los tres primeros caminos, podíamos suponer que se había dirigido al siguiente. Y si él y Ravenna no estaban allí, entonces nos habríamos equivocado o, como último recurso, Tekraea podría pedir ayuda a la gente de su clan. Con un poco más de tiempo, habríamos hecho las cosas mejor, pero la última noche habíamos pensado que no podíamos posponerlo. Dos días más tarde, era el Día de Ranthas, e ir cabalgando por ahí habría resultado sospechoso. Debíamos actuar en aquel momento o arriesgarnos a otros tres días de espera.
Finalmente decidimos que cuatro de nosotros vigilarían la doble bifurcación; el explorador había dicho que desde cualquiera de tos dos senderos se podía ver el otro. Palatina, Tekraea, Bamalco y yo nos dirigiríamos allí, mientras que Persea, su amiga y el explorador permanecerían en el primer camino donde estábamos.
—Por desgracia no en esta fresca cueva —lamentó Palatina—. Si se detienen aquí, la mirarán sin duda, de modo que en ambos sitios tendremos que encontrar puntos estratégicos donde podamos ver sin ser vistos y desde donde podamos enviar un mensajero a caballo sin que lo note la gente del carruaje.
—Quizá entonces lo mejor sea el bosque.
—No si oscurece —repuso el explorador—. No conviene tener a alguien vagando entre los árboles, intentando encontrar la manera de regresar al camino. Podría perderse.
—Si eso sucede todos nos preocuparemos —añadió Palatina—. Persea, en caso de que no se detengan en la primera bifurcación, tú y los demás esperaréis. Luego montaréis y os ocultaréis. Otra alternativa es que enviéis a alguien cabalgando a través del bosque hasta la siguiente curva del camino. —Lo podría hacer yo —se ofreció el explorador—. Pero en otro caballo. El mío necesita un largo descanso.
—¿Y tú no estás exhausto? —le preguntó Palatina.
—No tanto —dijo sonriendo—. No se me presenta con frecuencia la oportunidad de participar en algo tan importante.
—¿A cuánta distancia de aquí estará ahora Alidrisi? —preguntó Palatina mirando todavía el mapa—. No tengo mucha idea de carruajes recorriendo largos trayectos.
—Si salió cuando estaba previsto, una media hora después que nosotros… entonces ha de estar a una hora o una hora y media de aquí. —Pero él no se habrá detenido a descansar, de modo que será mejor que nos pongamos en movimiento. Las horas que tenemos por delante serán incómodas para todos, y el tiempo empeorará. Tened cuidado de no ser arrastrados por los torrentes que bajan de las montañas. ¿Alguien sabe qué extensión tienen los valles en esta zona?
Palatina señalaba el cruce doble situado a seis kilómetros de distancia, donde los caminos de dos de los valles laterales convergían en un mismo punto del mapa.
—Matrodo mide unos dieciséis kilómetros de largo y va a dar al mar —informó Tekraea—. O eso creo. Por encima de los acantilados. El otro parece más extenso en el mapa pero no sé con seguridad si lo es realmente.
—También ése termina en el mar —dijo la amiga de Persea.
—¿Estamos seguros de que es imposible navegar por la ensenada? —pregunté—. Si todos piensan que lo es, ¿no sería la mejor de todas las defensas tener una raya atracada al lado del acantilado y lista para huir?
—No has visto nunca la costa de la Perdición —objetó Tekraea—. Tamanes tenía razón. Eso exigiría contar con un piloto muy experto, en verano, y con un gran barco.
—A pesar de todo, deberíamos tenerlo en consideración —opinó Palatina, y volviendo a enrollar el mapa preguntó—: ¿Os importa que me lo guarde?
—No, quédatelo. Ahora debemos marcharnos. Os quedan seis kilómetros más cabalgando bajo la lluvia.
—No me lo recuerdes.
A la cueva llegaba el repiqueteo de la lluvia al golpear contra las piedras, y por muy gris y oscuro que estuviese allí dentro nos resistíamos a salir. Sólo cuando Palatina cogió el impermeable y se subió la capucha para ponerse al frente de su grupo oí que varios caballos se aproximaban. Estaban muy cerca.
Percibí el horror en los rostros y cogí a Palatina del brazo y la empujé hacia atrás ocultándonos en la roca.
—¡Preparad de inmediato las varas de combate! —susurró ella mientras el sonido de los cascos aminoraba hasta cesar. Alguien desmontó apenas a unos metros de distancia y me pareció oír una voz, aunque a causa del ruido de la lluvia y el viento no pude entender lo que decía.
—Demasiado tarde —dijo Palatina. Salimos al exterior y nos encontramos con cinco figuras encapuchadas y con capas impermeables, aún sobre sus monturas. Otra, de cuya espalda colgaba un arco con flechas, estaba de pie junto a un magnífico corcel de crines plateadas.
—¡Oh, no! —exclamó Persea.
—Te estás volviendo descuidada, Palatina —comentó Mauriz tranquilamente.