Esto lo hemos hecho todo nosotros —dijo Alciana extendiendo la mano sobre la isla de Qalathar, verde y radiante, con un mar muy azul, como debía de verse en verano. Bajo la superficie del agua, el fondo rocoso de la isla era una sombra oscura e indistinguible—. Lo hemos sondeado pese a nuestro ajustado presupuesto. El Instituto Oceanógrafico dijo que Qalathar no era lo bastante importante para construir un modelo de éter con tanto detalle. — Notable —afirmé descansando las manos sobre el borde de la mesa de éter y estudiando la imagen. El grado de detalle era increíble, incluso para las tierras que habían sido registradas mediante un único sondeo superficial con globos. Sólo un sector del oeste estaba vacío, pero ya sabía el motivo. El registro submarino era extremadamente preciso, mucho más de lo que nunca lo había visto en Lepidor, incluso en los buques que nos visitaban, puesto que el estudio de las costas de mi tierra no había sido jamás prioritario. Al menos hasta hace poco—. El instituto apenas ha sondeado Thetia, Taneth y las principales rutas de viaje —explicó su compañero oceanógrafo Tamanes, la otra persona en la amplia sala cartográfica de la estación—. ¿Cómo habéis obtenido el equipo?
—Conseguimos el prototipo cuando el instituto central ya no lo necesitó —dijo Tamanes sonriendo—. Tiene la mala costumbre de explotarnos en plena cara, pero funciona.
—Mira esto —advirtió Alciana a mis espaldas mientras manejaba los controles y la imagen se ampliaba a toda velocidad a medida que nos aproximábamos al pequeño sector blanco que ocupaba Tandaris. VI cómo la ciudad pasaba de ser sólo una forma a mostrar todos sus detalles en una representación casi perfecta en la que no faltaban los parques y sus árboles. Luego nos sumergimos bajo el agua. La luz de la sala cambió hasta ser un suave brillo azul y en la mesa pudo verse un enorme acantilado, con sus irregularidades y sus cuevas, que se extendía por todo el perímetro de la ciudad. Habían sido capaces de sondear un largo trecho bajo el mar, ventaja que brindaban los nuevos equipos desarrollados por los thetianos unos años antes—. ¿A cuánta profundidad desciende?
—A unos trece o catorce kilómetros alrededor de toda la isla, salvo en la costa de la Perdición. Nadie se arriesgaría a perder su equipo allí y, en todo caso, la gente se mantiene alejada de esa costa. Alciana volvió a mover la imagen, haciendo que la isla rotase al azar, y luego observamos con detalle la costa noroeste.
Allí había una zona montañosa según la escala del continente, una sucesión casi continua de acantilados, interrumpida cada tanto por las cavernas, y comprobé con sólo verlas que nunca podrían ser puertos submarinos seguros. La imagen desaparecía casi de inmediato sobre la isla, como cubierta por un velo de niebla. La seguridad de Tehama y el lago Sagrado se encontraba en algún sitio por allí, donde la gran catarata se elevaba un kilómetro y medio en su punto más alto.
Bajo aquellos oscuros acantilados, la roca era una pesadilla de murallas impenetrables y espolones que resultaban singularmente rizados en relación con el resto de la imagen, como si hubiesen sido registrados por una sonda de primera generación. En el límite inferior de la imagen y a muchos kilómetros de la costa había escarpados pináculos de roca que sobresalían del vacío circundante como si fuesen cimas de islas sumergidas.
—¿Por qué demonios enviarían aquí a la Revelación? —pensé en voz alta. Es probable que estuviesen acostumbrados a oír esa pregunta, pero, aun así, yo sabía muy poco al respecto. No tenía nada que ver con el Aeón, pero despertaba mi curiosidad.
—¿Quién sabe? —respondió Tamanes, encogiéndose de hombros—. Quizá pensaron que podría descubrir por qué toda esta zona resulta tan peligrosa. Esas rocas y acantilados causan impacto a quien los ve, pero sólo representan un riesgo para los buques de superficie. Sin embargo, allí hemos perdido algunas mantas a varios kilómetros de la costa y nadie sabe el motivo.
—Tal vez pensaron que era la puerta trasera para llegar a Tehama —sugirió Alciana—. Después de todo, hubo sacerdotes implicados y todos sabemos que intentan llegar a este lugar desde hace tiempo.
Tamanes le miró fugazmente en señal de advertencia, pensando que yo no me había dado cuenta. —Una extraña puerta trasera si la hay la de intentar alcanzar la superficie a través del fondo del mar. Supongo que sólo buscaban descubrir por qué ese lugar es tan traicionero. Un par de buques imperiales habían desaparecido allí unos meses antes, y el emperador, en uno de sus momentos más lúcidos, estaba dando el toque final a la Revelación.
Ése había sido mi abuelo Aetius V, por entonces un anciano que se pasaba el tiempo experimentando con diversas sustancias que le daba su exarca. ¡Qué orgullo para la raza humana era nuestra familia!
—¿Esa larga ensenada es también parte de la costa de la Perdición? —pregunté señalando un profundo y filoso quiebro en la costa junto a uno de los extremos de la imagen, en el límite mismo de las altas cumbres—. No parece haber ninguna población allí. —Sí, es más de lo mismo. La gente está segura en la parte nuestra de la ensenada, pues no puede ser alcanzada desde el mar y es muy complicado acceder por tierra. No hemos registrado imágenes, pero por alguna razón parte de allí una fuerte corriente, mucho más potente que los tres o cuatro pequeños ríos que la nutren. Dado que de nuestro lado es bastante inaccesible y del otro está Tehama, no podemos investigar los motivos. Pero no tiene mayor importancia.
Al mirar un mapa de Qalathar tan realista, comprendí cómo la tierra natal de Ravenna podía permanecer aislada, delimitada por la costa de la Perdición, la ensenada y un conjunto de impenetrables montañas que parecían superar con creces las dimensiones de Qalathar. De cualquier modo, pensé, era una isla extraña: la más grande con diferencia de todo el Archipiélago, dejando atrás con mucho a Beraetha y las más grandes de las islas thetianas; tenía montañas, mientras que todas las demás eran poco más que bultos en el mar, y la rodeaban aguas turbulentas y mares poco profundos. En su Geografía, Bostra había hablado poco de Qalathar, dedicando, en cambio, un profundo análisis al inmenso cráter que constituía Thetia, un anillo de islas montañosas alrededor de un mar carente de profundidad e increíblemente rico. Por desgracia, Qalathar no había resultado lo bastante atractiva o relevante para merecer su atención.
Les agradecí que me hubiesen mostrado el mapa, y dejamos la sala, apagando la mesa de éter antes de partir. Tamanes se retiró excusándose porque debía acabar unos trabajos, pero Alciana me invitó a comer en el café de enfrente. Era similar a decenas de otros locales de la ciudad, con una terraza exterior para sentarse en verano y unas pocas mesas dentro para café y comidas rápidas. Parecía más acorde con el puerto que con la ciudad, deduje cuando me llegó el aroma de los platos de pescado. Colgados de las paredes había antiguos instrumentos oceanográficos y una red de pesca había sido extendida de adorno entre las vigas del techo.
Era evidente que el propietario conocía a Alciana, pues la saludó con un gesto nada más entrar. VI a dos hombres de mediana edad con túnicas azules comiendo en un rincón lejano y se me ocurrió que aquél debía de ser el punto de encuentro y restaurante favorito de los oceanógrafos. Aparte de ellos y de dos marinos que bebían café con toda tranquilidad en el bar, no había nadie más en el local.
—¿Qué queréis tomar? —preguntó el propietario, que me estudiaba con suspicacia desde sus ojos hundidos.
—Cathan es también oceanógrafo —informó Alciana sin rodeos, y luego se volvió hacia mí—: ¿Te gustan las hojas de parra rellenas? Aquí las hacen con pescado, son muy sabrosas. —Perfecto— asentí.
—Entonces una ración grande y dos cafés, por favor. En el Archipiélago todos tomaban café, eso se daba por hecho. Esperamos a que llegasen los cafés y nos sentamos lejos del bar a una mesa cuyos asientos de madera tenían altos respaldos. En otra de las paredes había montada una antigua estantería de metal con numerosos y relucientes tubos de ensayo de cristal. El ambiente era mucho más tranquilo que en otro local semejante, y el hecho de que estuviese tan vacío a la hora de la comida en un día laborable no parecía una buena señal.
—Unos amigos míos se reunirán con nosotros más tarde, si es que pueden salir —dijo Alciana bebiendo café. Como pude comprobar, éste no era particularmente bueno, pero tampoco estaba mal—. Hoy no ha venido nadie del instituto; parece que todos están ocupados.
¿Cuántos oceanógrafos sois en la estación? —De momento veintiuno. El director envió a dos aprendices a la universidad de Thetia cuando comenzaron los problemas, pues quería alejarlos del peligro.
No había ninguna universidad en el Archipiélago, al menos no como las conocíamos en el resto del mundo. Poseidonis había tenido una que competía en nivel con las mejores de Thetia, también Vararu, pero ambas habían sido destruidas, de modo que no existían universidades en la región y las más cercanas eran las de Mare Alastre y Castillo Polinskarn, las dos en el sur de Thetia. Tampoco quedaban archivos históricos importantes.
—¿Cree el director que el instituto se verá implicado?
—Cathan, tengo que admitir una cosa, que en realidad es el verdadero motivo por el que te invité a comer. Yo nunca he dejado Qalathar y tú has recorrido el Archipiélago de cabo a rabo desde que comenzó la Inquisición, además pareces enterado de qué es lo que está sucediendo.
—No he viajado tanto como me hubiese gustado. —Pues yo mucho menos. Pero, a nosotros, el Instituto Oceanográfico central no nos informa de nada al respecto, y supongo que ya deben de saber cómo están las cosas. ¿Has visitado las estaciones de Ilthys o Ral’Tumar?
Hice una pausa, recordando lo que me había sucedido en Ral’Tumar. Alciana merecía saberlo, en especial ahora que las cosas se volvían tan incómodas.
—En Ilthys estuve muy poco. Creían que podían contar con la protección de los thetianos, que allí tienen mucha influencia. —Sí, la tienen en todos sitios menos aquí. ¿Y en Ral’Tumar?
—Malas noticias. Allí pasé un par de días en la biblioteca. Los inquisidores llegaron el último día y arrestaron a todos salvo a uno de los oceanógrafos, una chica que consiguió huir hacia Thetia, según tengo entendido, para alertar al instituto de lo que había ocurrido.
La mirada de horror y miedo de Alciana era desalentadora. Evidentemente, no tenía ni idea. Ésas eran todas las persecuciones que yo había presenciado desde entonces, aunque el mago mental había advertido a Amalthea en Ral’Tumar de que se produciría una purga y le había ordenado informar al instituto. ¿Habría conseguido Amalthea llegar a Thetia o sería otra víctima más de la ambigüedad del mago mental? Para entonces ya debían de haber sido avisados por la tripulación de los buques, las mantas mercantes que habían pasado por Ral’Tumar en las siguientes seis semanas. Pero no había llegado a Qalathar ninguna embarcación procedente de Thetia y el destacamento más amenazado de todos carecía de cualquier información por parte del instituto central.
—¿Hablas en serio? —preguntó Alciana—. Me temo que sí. En Ral’Tumar estaban llevando a cabo una Investigación con delfines, me parece que utilizándolos en la flota pesquera, y los zelotes lo denunciaron como una práctica antinatural. Lamento no saber qué ha sucedido desde entonces. —Hasta hoy supuse que nos dejarían en paz; ninguno de nosotros ha sido arrestado por ahora, pero si ellos fueron apresados por eso… Nosotros hemos hecho tantas cosas… —¿Vigilan con detalle los zelotes de Qalathar todos los ritos y costumbres?
—No como en Ral’Tumar. Aquí todos sufrimos con el Dominio, pero dudo que alguien denunciase a los integrantes de la estación. Al menos, a mí no me ha pasado. Ya sabes, los inquisidores vinieron a buscar ayer a una de nuestras vecinas y la sacaron de su casa a primera hora de la mañana. Ella tiene mucha devoción por Althana, pero no lo sabe mucha gente. Algún amigo suyo debe haberla delatado, y eso es nuevo aquí. Por lo general, uno espera esas cosas de enemigos, de personas que son rivales comerciales o integrantes de familias con las que existe enemistad.
¿Había sido Palatina quien dijo que todo este asunto de la Inquisición sería aprovechado por algunos? Hasta entonces me había parecido increíble, ¿cómo pensarlo tras conocer a tanta gente en la vanguardia de la lucha? Pero lo cierto era que sólo los heréticos declarados, los que habían estado en las ciudadelas, podrían resistir los alegatos de Sarhaddon.
—¿Por qué habrían de cambiar las cosas?
—¿Has prestado atención al segundo y tercer sermón de Sarhaddon?
—Por supuesto, en la casa de Alidrisi.
—Lo sé, no tuvimos tiempo de comentarlo ayer por la noche. Yo estaba hablando en el balcón con Tamanes y Diodemes y no me parecieron contentos. Ya conoces a Diodemes, alguien que parece deseoso de debatir. Sarhaddon habló mucho sobre el sacrilegio, sobre cómo la magia puede adoptar diversas formas y también es posible ocultarla.
—Intenta manchar, ensombrecer la reputación de nuestros magos, poner a la gente en su contra. Especialmente a los magos de la Sombra.
—¡No imagino cómo es posible «ensombrecer» a un mago de la Sombra! —dijo Alciana con una leve sonrisa—. Tú has estado en la Ciudadela; eso no es muy común en un thetiano. —Vivo en Océanus.
—Debes de ser importante, por la forma en que te mira la gente. Pero de cualquier modo eso no importa ahora. Desde aquel segundo sermón las cosas parecen haber cambiado: personas que no me conocen me miran con suspicacia cuando paso a su lado en la calle. Sólo han transcurrido tres días, pero noto ya una diferencia que me preocupa.
—La gente piensa que vosotros también sois magos. —No creo que tanto, pero sí es cierto que siempre se nos ha considerado un grupo aparte, algo especial. Sarhaddon estaba en lo cierto la primera vez: nosotros estudiamos el mar e intentamos comprenderlo por medio de alquimia y extrañas pruebas que no podrían entender los que no son oceanógrafos. Podemos pronosticar lo que sucederá en el mar a grandes distancias, del mismo modo que el Dominio puede predecir las tormentas—. Lo que puede parecer magia. —El Instituto Oceanográfico ya había sido perseguido con anterioridad, aunque por lo general las víctimas lo eran a título personal, individuos demasiado involucrados en alguna investigación sospechosa—. Pero tampoco pueden prescindir de nosotros. —Si pueden arrestar a toda la estación de Ral’Tumar, ¿qué les impediría hacerlo aquí? Todo el mundo sabe que Diodemes es un herético, y que también lo somos muchos de nosotros, en verdad, casi la mitad de los integrantes de la estación, y tampoco ninguno de los otros adora a Ranthas con especial fervor. Está claro que no hubiésemos escogido ser oceanógrafos si no nos apasionase el mar. Interrumpimos la conversación cuando se nos acercó el sombrío propietario con un plato repleto de hojas de parra rellenas y el pan insípido que habitualmente las acompañaba. No dijo ni una palabra cuando Alciana le dio las gracias y volvió a alejarse sin más hacia la barra.
—Es un viejo gruñón —me susurró Alciana—, pero una buena persona. No nos denunciará a ninguno, pues eso le quitaría la mitad de clientes. De hecho, ayudó a una persona a huir hace unos diez años. —¿Qué habéis estado haciendo que pueda desagradar al Dominio?— pregunté mientras mordía una de las hojas de parra. Estaba tan sabrosa como ella me había dicho. No las había probado nunca rellenas de pescado.
—En realidad es difícil decirlo, pero si entrenar delfines es considerado antinatural, no sé cómo podríamos estar a salvo. Hasta ahora hemos colocado rastreadores en focas y las hemos seguido en una raya. A diferencia de la mente más compleja de los delfines, a las focas lo único que parece importarles es encontrar peces. También hacemos otras tareas, más técnicas, que podrían no gustarles. Pero si vienen a por nosotros seguro que encontrarán buenas excusas. Pero lo que más me preocupa no es eso, sino el modo en que Sarhaddon nos menciona en cada discurso, para luego empezar a hablar cinco minutos más tarde de sacrilegio, magos escondidos y los peligros de la magia herética. Creo que la gente está conectando con Sarhaddon y sus compañeros, y eso es lo peor que podría suceder.
—Pero todavía os necesitan, la ciudad no podría funcionar sin una estación oceanográfica.
—La ciudad puede funcionar con apenas un puñado de oceanógrafos —admitió Alciana con seriedad—. Deja de intentar tranquilizarme. Te alojas en el palacio del virrey y pareces conocer a todo el mundo. Me pregunto si podrías ayudar. Comenta lo que te he dicho con tus conocidos, pregúntales si opinan igual. Tamanes y Diodemes están de acuerdo conmigo. A propósito, puedes mencionar sus nombres. Todos piensan que soy demasiado nerviosa y frívola para confiar en mí.
—Haré lo que pueda —prometí—, aunque no estoy seguro de que nadie pueda protegeros si llegan los inquisidores. El virrey pudo salvarnos porque estábamos dentro de su palacio y rodeados por su guardia, pero vosotros debéis permanecer en la estación, y la población no os ayudará.
—Tampoco podemos marcharnos. Si alguno lo hiciera, el Dominio lo consideraría una admisión de culpa.
Oí el sonido de la puerta al abrirse y sentí una corriente de aire frío colándose desde el exterior. Hacía bastante más frío que por la mañana; los escasos días de bonanza parecían estar llegando a su fin y se avecinaba una nueva tormenta. Me alegré de haber visto la ciudad en mejores condiciones, aunque sólo fuese fugazmente.
—Así que aquí estás, Alciana —dijo Bamalco, el técnico de Mons Ferranis, que venía con Tekraea. Éste había estado con otros marinos del Archipiélago en Lepidor; de hecho, Sarhaddon había amenazado entonces con matarlo si no deponían las armas. Su llegada alteró la tranquilidad del local: ambos hablaban en voz muy alta y sonora.
Alciana les dirigió una fría sonrisa, y nos hicimos a un lado para dejarles sitio.
—¿Éstas son las hojas de parra rellenas de pescado de las que me habías hablado? —preguntó Tekraea cogiendo una con avidez—. Sí, pero puedes pedir un plato para ti. Aquí no hay suficiente para cuatro comensales —respondió Alciana retirándole la mano. Él se puso entonces de pie con reticencia y fue a por más—. Ahora hablando en serio, ¿ya te ha puesto al día Alciana? —me preguntó Bamalco. Asentí y él puso cara de satisfacción—. Bien. Yo he hablado con Laeas, que a su vez se lo comentará al virrey, pero todavía está por ver lo que él puede hacer. —Creía que confiabas en él— repuse.
—Sí, pero, con todo, sigue siendo un cambresiano; hay que tenerlo siempre presente. Y es muy hábil para cambiar de bando cuando le viene bien.
—Y no es la faraona —añadió Tekraea regresando a su asiento—. A Sagantha le conviene sacarla de su escondite.
—No estoy muy convencido de que sepa dónde está la faraona —repliqué, aunque mejor me hubiese callado. Persea no había sido de mucha ayuda; quizá lo fueran estos dos—. ¡Vamos! ¡Tiene que saberlo!
—Alidrisi lo sabe, pero nunca oí que el virrey estuviese al tanto —objeté negando con la cabeza—. Ellos no ven las cosas de la misma manera —intervino Bamalco—. Sagantha es demasiado moderado para el gusto de Alidrisi. Algo no muy conveniente si tú tienes razón y Alidrisi sabe dónde se encuentra la faraona.
—¿Es popular Alidrisi? —pregunté con cautela.
—En algunos círculos sí, pero no es fácil tratar con él. Yo apoyaría siempre al virrey: tiene más experiencia y no es tan extremista. Lo haría incluso pese a que es cambresiano. —Es mitad del Archipiélago— nos recordó Tekraea. —Quizá si volviese a contactar con la faraona ella podría aparecer con más facilidad. Sagantha es el virrey y, después de todo, su poder es mucho más real que el de los otros.
—El clan de Kalessos es más numeroso que las tropas del virrey. Al menos ahora que han reunido todas sus fuerzas.
—Kalessos tiene muchas enemistades. Habría problemas si uno de los clanes, como el de Kalessos, acaparara a la faraona. Ella es independiente, no un títere, y me gustaría que dejasen de tratarla como tal.
—Ella no tiene a nadie más en quien confiar —le aseguró Bamalco con delicadeza—. La han estado escondiendo durante toda su vida, y ella les debe ese favor.
—Y ellos nos deben a nosotros una gobernante que pueda hacer algo contra los chacales que nos acechan —sostuvo Tekraea, furioso—. Secuestrar personas en medio de la noche, conducirlas ante tribunales que desconocen la justicia. Fanáticos sedientos de poder, al fin y al cabo. Y Sarhaddon no es mejor que los demás, Cathan, por mucho que lo creas. Está envenenando la mente de la gente, que ya ve magos por todos los rincones. Eso es lo que está haciendo. Está creando una vasta conspiración de magos del mal, y cualquier herético podría ser uno, corrompen todo lo que tocan. Sarhaddon ya no puede atacar directamente a los dioses como lo hizo el primer día, de modo que nos ataca a nosotros.
—Pero si detuviese la cruzada… —empezó a decir Alciana, y Bamalco le hizo señales de que bajase la voz.
—¿Cómo? ¿Convenciéndonos de que es mejor que nos echemos al suelo y les permitamos caminar sobre nosotros?
—¿Preferirías que viniesen y masacrasen indiscriminadamente a todos? —¿Por qué aparecieron la última vez?— preguntó Tekraea con fastidio. —Porque querían prohibir nuestras costumbres. Y cuando nosotros nos resistimos nos invadieron. Ahora, como todos están asustados, nadie desea luchar. Sólo tienen que decirnos lo que no debemos hacer, arrestan a un puñado de personas y todos se ponen en fila. La Asamblea nunca se reúne, debemos incinerar a nuestros muertos, el festival del Mar se ha convertido en el festival de Ranthas. Y, como nos hemos opuesto a ellos en los últimos meses, han enviado a esos inquisidores, los rojos y los negros. Los de negro llegan para llevarse a la gente. Sarhaddon y sus hermanos de rojo, para ofrecernos una oportunidad de salvación. —Tekraea dijo la última palabra con profunda amargura—. Salvación si hacemos lo que ellos nos dicen, —prosiguió— porque haremos cualquier cosa para evitar una cruzada. Destruirán lo que quede y proclamarán que es por nuestro propio bien.
—Pero la alternativa es morir o ser esclavizados —interrumpió
Alciana —¿no lo comprendes? Me he enterado de lo que os sucedió a ti y a Cathan en Lepidor, cuando la primada intentaba obtener armas para una cruzada. No se trata de una sola nube en el horizonte, Tekraea, están cubriendo el cielo. La gente vive con costumbres diferentes, pero si vienen los cruzados ya no vivirá nadie. —¿Y vale la pena seguir viviendo sin importar las circunstancias? Hemos sido poderosos en el pasado y podemos volver a serlo. Se pueden construir buques o comprarlos, ¿o no? Lo mismo sucede con las armas. Orethura era demasiado pacífico para permitirlo, pero tuvo la posibilidad de hacerlo. Si hubiese organizado una flota, seríamos todavía dueños de nuestro futuro. Si fuésemos más fuertes, accederían a ayudarnos gente como los cambresianos—. Admiro tus ideales, Tekraea —dijo con tristeza Bamalco mientras negaba con la cabeza—, pero tienes que vivir en el mundo real. No tenemos astilleros como para construir una flota que pudiese destruir la suya, y ¿quién va a vendernos armas? Recordé entonces que el motivo original de mi viaje al Archipiélago había sido vender armas a los disidentes. Pero, de un modo u otro, había pospuesto esa parte de mi misión. No me atreví a hablarle de eso a Persea en ese momento, pues si les vendíamos armas, acabarían todas en manos de Alidrisi. Y quizá eso no mejorase la situación.
Eché una mirada al bar, pero no VI al propietario por ningún sitio. —¿Hay mucha gente que piense de ese modo?— pregunté. —¿Qué quieres decir?— replicó Bamalco. Su rostro se había vuelto de pronto inescrutable.
—Tekraea, tú no sigues a ninguno de los líderes en particular, ¿verdad? —Algo así— admitió, y los demás asintieron. —Si lo hicieses, eres muy bueno ocultándolo —dijo Alciana—. Hay personas como Alciana —afirmé— que no pueden actuar de veras porque tienen mucho que perder. Otra gente simplemente no lo haría, y luego están los que son fieles a Alidrisi y sus compañeros. Pero el resto, los de Lepidor, por ejemplo, ¿qué opina? Persea desconfía de Alidrisi. Aparenta tener las mismas convicciones que él, pero estoy convencido de que ella y sus amigos van por su cuenta. —Todos están divididos, si es a eso a lo que te refieres —dijo Bamalco—. Alidrisi tiene a varios grupos y a algunos les brinda ayuda a cambio, pero no es realmente más líder que el virrey. Nuestro problema es que ni siquiera juntos seríamos una auténtica fuerza, ni formaríamos guerrillas eficientes si es que piensas en ello.
—No sé con seguridad en qué estoy pensando —dije mientras acababa la última hoja de parra—. Tampoco quiero interferir de ese modo porque no es mi patria.
—Si deseas ayudar, puedes hacerlo —repuso Tekraea—. Sé que no eres del Archipiélago, pero después de lo de Lepidor cuentas como uno de nosotros. Y además eres thetiano, lo que te coloca a mitad de camino. Gran parte de nuestra desgracia es que carecemos de amigos que ocupen cargos importantes en el mundo.
—¿Me incluyes a mí en esa definición?
—Tienes contactos con las grandes familias, eres amigo de Palatina y tienes cierto grado de parentesco con alguna destacada familia thetiana. Eso es algo importante por lo que a nosotros respecta: implica que podrías ayudarnos. Si tienes alguna idea…
—Hablaré con Palatina —afirmé—. Ella es mejor que yo elaborando ideas y podría dar sentido a mis confusas especulaciones.
Permanecí con ellos mientras Bamalco y Tekraea daban cuenta de otra ración de hojas de parra. Luego nos incorporamos para irnos. Los dos marinos se habían marchado, pero los oceanógrafos seguían en su rincón. Cuando estábamos a punto de salir del bar, apareció el propietario de detrás de una cortina de abalorios que ocultaba la cocina y me dio un golpecito en el hombro.
—Debo advertirte una cosa: si eres oceanógrafo, no vengas aquí luciendo los colores del instituto. No te preguntaré por qué no llevas la túnica en este momento, pero no lo hagas a partir de ahora. La gente conoce a nuestros oceanógrafos, pero podría resultar un poco hostil con uno extranjero.
Luego, mientras intercambiábamos incómodas miradas, volvió a desvanecerse tras la cortina igual que había aparecido.
—No me gusta cómo ha sonado eso —comentó Bamalco cuando subimos las capuchas de nuestros impermeables para salir al lluvioso exterior—. Alciana, ten cuidado. Y tú también, Cathan.
Alciana y Bamalco se marcharon en la dirección opuesta, pero Tekraea me acompañó parte del camino de regreso a palacio.
—Os he visto a ti y a Palatina en los últimos días, pero ¿dónde está Ravenna? Me pareció verla hace un par de semanas, pero nadie me habló de ella.
Giré abruptamente la cabeza y lo miré fijamente, pero en sus ojos no había ninguna malicia. Era muy sincero, y sus rojos cabellos hacían juego con su vital personalidad. De ningún modo haría una pregunta capciosa o que escondiese una trampa. —Discutimos— respondí con brevedad y casi sin mentir. —No sé dónde está.
—Sé que los dos sois magos. ¿Cuántos de nuestros magos serían necesarios para enfrentarse a los que el Dominio ha traído?
—No creo que seamos suficientes, ¿por qué lo preguntas? —le dije. Además de Ravenna y de mí, sólo conocía la existencia de los viejos magos de la Sombra. De hecho, Ukmadorian había dicho en la Ciudadela que las demás órdenes tenían más magos, pero nunca llegó a especificar un número exacto.
—La mitad del miedo de la gente es a los magos del Dominio. Ambos hemos visto en Lepidor que los sacri son sólo de carne y hueso. Los guardias de tu padre y nuestros marinos no eran en absoluto tan poderosos como los sacri, pero conseguimos matarlos a todos. Los magos son más que eso; tú mismo sabes lo duro que es ser privado del Fuego. Si pudiésemos dejarlos fuera de combate, creo que el pueblo se mostraría un poco más valiente.
—Supongo que necesitaríamos igualarlos en número al menos. —¿Incluso si volvieseis a emplear las tormentas?— Sólo puedo hacerlo con Ravenna, y se trata de algo poco controlable. Con aquella tormenta quedó destrozada media Lepidor, y Tandaris no está construida de manera tan resistente. —Ese asesino de Sarhaddon ha hablado mucho de la magia maligna. No estaría de más que le recordases algún día en qué consiste. ¿Por qué le permitiste seguir adelante con su plan? Quiero decir… ¿lo odias tanto como nosotros?
No quería revelarle a Tekraea todo lo que Sarhaddon me había dicho, pues tampoco me había podido convencer totalmente a mí mismo. Además, Tekraea era una de las pocas personas que yo conocía cuya convicción era realmente más fuerte que sus dudas.
—Fue mi amigo hace mucho tiempo, y quise creer que era diferente. Incluso después de lo que hizo allí. Puedo recordarlo llamando locos a los zelotes. Esperaba que fuese uno de los sacerdotes más sensatos. Existen algunos. —Sarhaddon no es uno de ellos— afirmó Tekraea negando con la cabeza antes de que se separasen nuestros caminos. —Ya lo verás.