CAPÍTULO XXV

Todos permanecimos en silencio mientras Sarhaddon hacía la señal de la llama y descendía de la plataforma junto a su compañero para unirse a sus hermanos venáticos. La multitud, absorta y en silencio, no se movió ni reagrupó de ningún modo mientras los monjes formaban una pequeña procesión, encabezada por el que llevaba el incensario, que se había enfriado hacía tiempo. Entonces, de pronto y como despertando de un hechizo, el gentío cobró vida, desplazándose en todas direcciones y sin dejar de hablar. Tanto ruido resultaba muy molesto tras horas de oír sólo a Sarhaddon.

Algunas personas de los extremos comenzaron a dispersarse, pero muchas se dirigieron al centro de la plaza, y se hicieron corros en torno a los venáticos. Por un tenso momento creí que iban a ser empujados y hostigados en dirección al templo, donde sin duda los esperarían los sacri listos para intervenir.

Pero el humor de la población era muy diferente, y las conversaciones que llegaban hasta el balcón se hacían en voz baja y con gran intensidad, pero sin un tono enfurecido ni acusador. Comenzaron a abrirse claros entre la multitud, y los venáticos no avanzaron hacia el templo, sino que permanecieron en la plaza, donde súbitamente se vieron rodeados de una enorme masa de gente. Tras unas palabras del compañero de Sarhaddon, la comitiva de venáticos se separó. Un momento después, había seis hombres blancos rodeados de personas que gesticulaban excitadas.

Un poco antes había empezado a despejarse el balcón. Entonces sentí que se liberaba la presión sobre mi pierna cuando alguien se levantó para entrar en el salón, dejando más espacio libre. Todos comenzaron a hablar a la vez, y en sus voces podía sentirse la misma excitación que se percibía en la calle. Durante un momento permanecí con la mirada fija en la plaza, observando el ir y venir de la multitud.

Entonces la oceanógrafa que estaba a mi lado se alejó de la baranda a medida que más gente se iba del balcón.

—Disculpa, no te he dejado mucho espacio, ¿verdad? —me dijo con expresión de incomodidad—. ¿No estás de acuerdo con él?

—Son thetianos —afirmé por segunda vez aquel día, pues no deseaba complicar las cosas—. Si observas a nuestro emperador, es difícil no creer a Sarhaddon.

—Pero… niega todo lo que me enseñaron. Ya no estoy segura de qué es lo que debo creer.

—¿Estabas tú en…? —pregunté, dejando la frase inconclusa al ver que me había entendido—. Sí, estaba en la fortaleza del Agua hace tres años. No sé si la has visto, pero tiene un aspecto muy thetiano. Pienso en las últimas palabras que ha dicho Sarhaddon y en cómo les ha dado la vuelta a las cosas. —Alzó las manos en un gesto de frustración típico del Archipiélago—. Siempre había pensado que me hubiese gustado conocer a Carausius, pero las cosas que dice el Dominio de él son tan horribles… Y la sola idea de que Aetius destruyese su propia capital de ese modo, con toda la gente dentro… ¿Puede alguien ser tan monstruoso?

«Cada año, en el aniversario de la caída de Aran Cthun, la Marina y las legiones celebran un homenaje en honor de los caídos para recordar aquella gesta y la muerte de Aetius». Las palabras de Telesta resonaban en mi cabeza. Debían de ser verdad, pues Telesta quería que confiase en ella. ¿Harían algo semejante por un hombre que había condenado a muerte a muchas de sus propias familias como parte de una estrategia?

Pero Aetius era un Tar’ Conantur. ¿Por que no iba a ser como el resto de sus retorcidos parientes? ¿Por qué iba a haber esas tres únicas excepciones en la letanía de muerte y sangre que nos había acompañado a lo largo de los siglos? Una parte de mí sabía que Sarhaddon sólo estaba haciendo eso para conseguir algo, y que dos meses atrás yo no hubiese creído seguramente ni una de sus palabras. Pero ahora eso me resultaba imposible tras haber conocido a Orosius.

—Así que ahí estás —dijo Palatina volviendo a mi lado. En su expresión había más preocupación que duda. Menos torpe que yo, se presentó a sí misma ante la oceanógrafa, que se llamaba Alciana.

—¿Sois primos? —preguntó Alciana después de decirle también mi nombre. Palatina asintió—. No pareces tan preocupada.

—No confio en Sarhaddon —explicó Palatina—. Al menos no en como ve las cosas. Es probable que las ciudadelas se creasen de ese modo, pero eso no implica por necesidad que sus fundadores fuesen esos asesinos de los que ha hablado. Los militares consideran todavía un héroe a Aetius, y no sería así de haber sido responsable del sacrificio de tantas vidas.

—Aetius era un Tar’ Conantur —afirmé—. ¿Por qué habría de ser un dechado de virtudes cuando el resto de sus parientes han demostrado ser tan perversos?

—Sólo has oído hablar de los que lo fueron —respondió Palatina con vehemencia—. Los que han tenido vidas normales no resultan interesantes y es imposible utilizarlos como propaganda.

—¿Por qué entonces ninguno de ellos fue emperador? —objeté—. ¿O acaso te refieres sólo a los que nunca han tenido poder y por lo tanto han sido incapaces de forjarse un nombre por sí mismos?

—La princesa Neptunia puede no ser muy cariñosa, ni una madre excelente, pero tampoco es un monstruo. En absoluto. Tampoco lo era el viejo emperador.

—El viejo emperador nos abandonó a nuestro propio destino —repuso Alciana tranquilamente, paseando la mirada del uno al otro—. El actual puede ser mucho peor. Creo que Cathan tiene razón.

—Entonces ¿crees lo que ha dicho Sarhaddon?

—Lo repito, ya no sé qué creer. El Dominio quema a la gente por estar en desacuerdo con su religión. ¿Acaso Carausius o Aetius hicieron eso alguna vez?

—No, no lo hicieron. Me parece que Sarhaddon está intentando convencer a la gente común, a los que nunca fueron a las ciudadelas. Su adoctrinamiento fue mucho más severo que el nuestro, si es que lo que recibimos nosotros puede llamarse así. ¿Sabes de alguien por aquí que pueda debatir con él a su nivel y que no tenga miedo?

—Todos tienen miedo —se lamentó Alciana—. Quizá Diodemes, el oceanógrafo de cabellos grises que habéis visto por aquí, podría animarse a hacerlo. Pero ¿qué le sucederá si lo hace? Todo Qalathar sabrá que es un hereje, y en el momento en que acabe la amnistía de los venáticos lo arrestarán. Quien participe en el debate, deberá perder la discusión y acabar convirtiéndose para salvarse.

—¿Y alguien de las ciudadelas? —sugerí—. Alguien que no tema las consecuencias porque luego pueda desaparecer. —Pero tardaría varias semanas en llegar, y puede que luego lo siguieran al regresar.

—Da la sensación de que la gente responde favorablemente a Sarhaddon —dijo Palatina señalando a la plaza, que se vaciaba con rapidez. Nosotros éramos los únicos que continuábamos en el balcón. Los venáticos seguían abajo, cerca de la tarima, cada monje codeado de bastantes personas—. Diría que eso es lo que busca. —Me parece que estoy de acuerdo con ellos —advirtió Alciana—. Llevamos meses hablando de la cruzada, y más aún desde la llegada de los inquisidores. Veo a los sacri todos los días cuando camino desde mi casa hasta la estación del Instituto Oceanográfico, y mis padres me han contado lo que ocurrió la última vez. Todos mis familiares son herejes, pero no quieren morir. Yo tampoco. Pero eso es lo que sucederá si empieza otra cruzada. No tengo madera de mártir.

Al final siempre se llega a eso, pensé, a preguntarnos si la fe es más importante que vivir una vida normal o que el mismo hecho de vivir. La historia es importante, es verdad, pero las mayores equivocaciones del Dominio pertenecían al pasado. ¿Valía la pena morir para recordarlas?, ¿sacrificarse por un pasado que quizá no hubiese sido siquiera como nos habían enseñado?

—Creo que todo está más claro ahora —comentó Palatina, pensativa—. Nos preguntábamos qué era lo que quería Sarhaddon y creo que ahora lo sabemos. Él separará a los mártires del resto, porque ahora existe la oportunidad de ceder sin pagar un precio y de salvarse ante el peligro de nuevos inquisidores y de otra cruzada. Sólo perseguirán y capturarán a los que quedemos fuera. —Sarhaddon aclaró que sólo intentaba salvar a los que querían ser salvados— añadí.

—Pensé que no podría salir victorioso ante tanta gente, que era sólo un sueño. Ahora veo que incluso tú dudas, Cathan, y todo se vuelve muy real.

—Vosotros sois amigos de Persea, de modo que probablemente tenéis que ver con los disidentes —dijo Alciana e hizo una pausa—. Y no sois de Qalathar. Es probable que ya os lo hayan dicho, pero debéis daros cuenta de que si se desata una nueva cruzada será el fin del Archipiélago. Perderemos la libertad que nos queda y esta ciudad será conquistada. Todos lo sabemos. No podemos oponernos a ellos; no somos lo bastante fuertes. Cualquier acción que emprendamos será tan efectiva como la picadura de un mosquito. Incluso si luchásemos y consiguiésemos vencer, cuentan con todo un mundo dispuesto a proporcionarles tropas con las que volver a intentarlo, incluyendo las del emperador. —Mientras hablaba, Alciana jugueteaba con el dobladillo de la manga, un gesto que no concordaba con su aspecto culto y mundano, y me recordaba a Palatina—. Apenas os conozco y no sé por qué os estoy diciendo esto —prosiguió—, pero son personas como Persea y Alidrisi las que darán problemas. Intento no pensar en lo que sucedería si vinieran los cruzados, pero, en ocasiones, cuando estoy triste, no puedo evitarlo. Convertirían esta tierra en un desierto e instalarían sus tiendas de campaña sobre sus ruinas. Y matarían o esclavizarían a todos los que conocemos, incluyendo a mi propia familia, si es que sobrevivo a la destrucción de la ciudad. Yo, como soy joven y bonita, sería vendida como concubina en Haleth en lugar de ser asesinada. Vosotros no tenéis idea de lo que eso significa, ser consciente de que eso puede sucederos y de que no hay manera de impedirlo. No sé qué debe hacerse respecto a Sarhaddon y su mensaje, así que oiré más discursos, pero no creo tanto en Thetis para morir por ella. De modo que si no confiáis en Sarhaddon, no vayáis por allí diciéndoselo a todo el mundo o intentando rebatir su mensaje. Os lo ruego. Permitid que, por una vez, decidamos nosotros.

—Cathan ya ha hecho todo eso, sinceramente —repuso Palatina mientras Alciana volvía a fijar su seria mirada en ambos, pero yo no quise pronunciar palabra—. Sarhaddon conoce a Cathan, acudió directamente a él cuando llegó aquí. Cathan ayudó a convencer al virrey de que le permitiese llevar adelante su plan.

—¿Así que has sido tú? —preguntó Alciana dirigiéndose a mí—. Había oído algo, pero sabía que no había sido Persea ni ninguno de sus compañeros. ¿Por qué? ¿Por qué si ni siquiera eres uno de los nuestros?

—Pregúntale a Persea —respondió Palatina antes de que yo pudiese hablar—. Ella te lo dirá.

¿Lo sabía Persea?, me pregunté. ¿Lo sabía alguien? Lo había hecho por el motivo que había dicho Alciana, exceptuando que no soportaba sufrir. /

—Lo haré —aseguró Alciana—, y gracias.

Se volvió y avanzó hacia el salón sin decir nada más. Por un momento distinguí a Alidrisi a un lado, observándonos. Entonces también él cambió de lugar. Todo parecía exactamente igual que antes del discurso: la luz, el salón y la misma incertidumbre en la gente. Pero el clima era cada vez más grave.

—¿Por qué has sacado eso a relucir? —le pregunté a Palatina—. No había necesidad de decírselo. —No conviene que piensen en nosotros como interferencias extranjeras.

—¿Y crees que dejarán de hacerlo? —Quizá sigan haciéndolo, pero sabrán también que les hiciste un favor y si en algún momento nos vemos en graves problemas, eso podría ayudarnos.

—¿Sigues pensando en ventajas políticas, incluso tras el discurso? Eso sólo puede resultar eficaz si no es una estratagema. —¿Qué te sucede, Cathan? Apenas has dicho nada desde que te viste con Sarhaddon hace dos días. Supongo que no te habrá convencido con sus ideas sobre Aetius y los demás. ¿O me equivoco? ¿Podría haber escrito la Historia el monstruo al que se refirió? Nadie puede componer una obra tan extensa sobre sus propias experiencias sin que se haga evidente su carácter. Carausius no fue un asesino demente, así que ¿por qué insistes en tener una visión tan negativa de tu propia familia? Incluso mi madre, como te he dicho, pese a no ser una madre ideal nunca se ha comportado de forma cruel. ¿Es que te ves a ti mismo de ese modo? ¿Así me ves a mí?— No. Yo soy hijo de Perseus, ¿verdad? —repliqué mirándola con atención—. Él estaba más preocupado por su arte y su poesía que por gobernar un imperio. Mi otro padre, hablo del conde Elníbal, üiijo que casarse con mi madre fue la única decisión que el emperador tomó por sí mismo. ¡Menos mal que así fue! ¿También la desprecias a ella? —preguntó Palatina en voz baja y con mucha calma—. Tu madre no es una Tar’ Conantur, no existe en ella ni una gota de su sangre. Ama el mar tanto como tú y es mucho más valiente de lo que jamás lo fue tu padre. Puedes pensar que la parte de ti que responde a los Tar’ Conantur es la única que cuenta, pero tanto tú como yo tenemos un padre y una madre, y tú nunca has preguntado por tu madre. El resto del salón dejó de existir para mí, y sentí una combinación de culpa y vergüenza al percatarme de la gran verdad que me decía Palatina. La gente hablaba sobre mi hermano y sobre mi padre, pero sólo mi padre adoptivo, el conde, había mencionado alguna vez a la emperatriz. Para mí, mi madre era la condesa de Lepidor y siempre lo sería. Nunca podría considerar a Perseus como un padre; era más bien como un abuelo muerto antes de mi nacimiento.

—¿La conociste? —pregunté finalmente—. ¿Por qué nadie la menciona jamás?

—La vi por última vez cuando yo tenía quince años. Perseus murió joven, tenía apenas treinta y siete años y Orosius, tres. Tras su muerte, ella permaneció en Selerian Alastre para criar a Orosius. Supongo que intentó lo imposible para que creciese en un ambiente lo más normal posible. Pero el exarca no toleraba su presencia y acabó obligando o persuadiendo a Orosius para hacer que ella se fuera. Supongo que pasó sus últimos años en soledad, mientras Orosius se convertía en un monstruo, algo que debió de hacerla muy infeliz. Le dolió tener que marcharse y maldijo al exarca antes de hacerlo. De hecho, él aún sigue allí, envejeciendo sin ascender jamás.

»Ella era demasiado vital para aquella corte, aunque supongo que no en opinión de Perseus, y fue mejor madre que la mía. Tenía el pelo rojo cobrizo, un color increíble, y sus ojos eran verdes. Y, pese a que se reía con frecuencia, nunca fue verdaderamente feliz allí. Ya sabes que venía de Exilio; era del océano, de lugares muy lejos de la tierra y las ciudades.

—¿Qué fue de ella tras su partida?

—No lo sé. Era más joven que Perseus. Me parece que volvió a su hogar con los exiliados. Quizá aún esté viva. Seguro que Tanais lo sabría. O tal vez puedan decírtelo alguno de los jefes de clanes que fueron verdaderos amigos suyos, como Aelin Salassa. El padre de Aelin fue el canciller que ejecutaron cuando tú naciste.

Eso, por otra parte, ya lo sabía. Baethelen había muerto en Ral’Tumar intentando ponerme a salvo de las garras del Dominio.

—Cathan, lo más importante es que tú no eres como ellos. Te pareces a tu hermano y a tu padre, a los Tar’ Conantur, pero eso no quiere decir nada. Nadie puede ser absolutamente malvado, y mucho menos toda una familia. Olvídate de si Aetius y Carausius fueron héroes o asesinos. En todo caso, sigue tu intuición, no tus dudas. Aún no has encontrado ninguna de las cosas que buscas, así que concéntrate en ellas. No podemos hacer nada respecto a Sarhaddon salvo observar.

El tono de Palatina era ahora brusco, pero cumplía su cometido. Yo era demasiado proclive a dudar y preocuparme por cada cosa nueva que llegaba a mis oídos, y eso no hacía más que alejarme del Aeón. Sólo me acordaba de él por las noches, el buque aparecía en mis sueños, una enorme presencia siempre fuera de mi alcance, oculta en la oscuridad. Todavía no sabía siquiera cómo era.

—¿Ninguna de las cosas que busco? —pregunté.

—Sí. Y sólo espero que no estés enamorado de ambas. Ese comentario sólo podía venir de alguien de Thetia, aunque fuese una thetiana tan normal como Palatina.

—¿Y qué pasa con Alidrisi? —dije, cambiando de tema—. Pregúntale a Tesea si él es tu contacto. Si no lo es, nos mantendremos atentos en nuestros asuntos. —Palatina se me acercó para susurrarme—: Si lo es le seguiremos. ¿Estás preparado? —Por supuesto.

Miré a mi alrededor y VI a Alidrisi en medio de un grupo de personas en el extremo opuesto de la sala. No parecía que se hubiese marchado nadie todavía, y la mayoría de los presentes tenían copas llenas o casi llenas. Probablemente, Alidrisi quisiese conocer la reacción de todos y cada uno a fin de evaluar el plan de acción mejor. Sospeché que era otro de los que no habían sido influidos por la oratoria de Sarhaddon.

¿Dónde estaba Persea? No entre los que rodeaban a Alidrisi, ni detrás de mí ni tampoco en el balcón. Parecía haber desaparecido. Laeas captó mi mirada y me hizo una señal. —Si estás buscando a Persea, regresará en un minuto— explicó y me presentó a los dos hombres con quienes estaba conversando. Uno de ellos tenía la piel muy oscura y su nombre sonaba a cambresiano, de modo que quizá estuviesen allí para representar a otro sector del espectro político. Parecía haber en el salón representantes de varias de las facciones heréticas: Alidrisi y quizá algunos más eran faraónicos leales, y también estaban los oceanógrafos. Cuanto más cosas oía de Persea, más me parecía que era una disidente extremista. Deduje que Laeas era básicamente leal al virrey y me constaba que apoyaba la intervención cambresiana. Me pregunté si existiría allí un grupo pro thetiano. —¿Qué te ha parecido?— preguntó Laeas con expresión de calculada neutralidad. Sus dos compañeros estaban pensativos. Decidí disimular.

—Perturbador, después de todo lo que nos enseñaron… —afirmé, lo cual no dejaba de ser cierto, aunque no por las razones que yo esgrimía.

—Pero ¿y en relación con el momento actual? —interrumpió el cambresiano—. No estoy dispuesto a decidir si cambiar mi fe por una historia pasada. Lo que importa es si pensáis que Qalathar debe seguir ese camino. O, lo que es más importante, si todo lo que hemos oído hoy es tan sincero como aparenta.

—Me parece que el discurso en sí no es tan importante. Sarhaddon quiere influir en la gente y ése es un modo eficaz de conseguirlo. Hasta ahora sólo he hablado con Palatina y Alciana, de modo que no os puedo ser de mucha ayuda. El cambresiano alzó los ojos con exasperación. —Pues deberías implicarte, ya que Alciana no lo ha hecho. ¡Todos los oceanógrafos son iguales, aterrorizados ante la posibilidad de ofender a alguien!

Laeas hizo un gesto ruidoso que intentó sin duda ser una tos de cortesía, pero que viniendo de él fue casi un estruendo.

—Hoy no estás siendo muy diplomático, Bamalco.

—¿Eres oceanógrafo? —preguntó, incómodo, y dijo unas frases en cambresiano que me parecieron juramentos—. Mis más sinceras disculpas.

—Sé justo con ellos —advirtió el tercer hombre—. Los oceanógrafos no pueden desaparecer sin más como el resto de nosotros si el Dominio se ensaña con ellos. Cuando tienen que huir de los inquisidores, sus nombres se hacen públicos y jamás pueden volver a dedicarse a su profesión.

—Bamalco —intervino Laeas—, puedo repetir palabra por palabra lo que dijo Alciana. Lo he oído de otra gente. Si la cosa se pone fea por aquí, regresarás a Cambress. No corres el riesgo de perder nada.

—Con excepción de un montón de amigos —afirmó Bamalco enfadándose un poco—. Todos han dicho más o menos lo mismo, porque todos tienen algo que perder si se inicia una cruzada. Sólo que cuando uno mira al resto del mundo existe tanta gente que podría ayudar y no lo hará. Un ejemplo evidente es el gobierno cambresiano. Os prevengo que hace pocas semanas hubo elecciones en Cambress y los dos nuevos jueces se odian entre sí a rabiar. Cualquier cosa que uno proponga, es objetada por el otro, aunque fuese una propuesta para subirse el sueldo. Mi gente verá cómo le echan por tierra su trabajo.

Entonces Bamalco no debía de ser cambresiano, sino originario de Mons Ferranis, probablemente un mestizo.

—Las glorias de una república —murmuró Laeas.

—Así es, pero esto no sucede todos los años. Es sólo mala suerte que justo ahora sea uno de esos momentos en los que no se logra sacar adelante nada. Y quizá tengan una república, pero se permiten ignorar a la misma Cambress, y todo el poder del pueblo se va por los desagües.

—¿Existe aquí otra persona además del virrey cuya opinión cuente? —pregunté.

—Hay una asamblea de clanes, al menos su estructura, pero no puede hacer nada. El gobierno del virrey es tan esquelético que puede sentirse el silbido del viento pasando a través de sus espacios vacíos. En realidad, las otras voces que cuentan son las de individuos, gente como Alidrisi y uno o dos más presidentes de clanes. Todo se hace en nombre del virrey, y él está a favor de la faraona. —Quizá no sea tan imposible que los cerdos vuelen— dijo Alciana, que de pronto apareció a mi izquierda acompañada de Persea. Nos movimos para hacerles sitio. —¿El almirante Karao interesado en alguien más que él mismo? Eso sí que es nuevo.

—Creo que exageras un poco —objetaron a la vez Persea y Bamalco—. Muy predecible —comentó Laeas sonriendo.

—No, lo digo en serio —insistió Alciana mirándome a mí pese a estar hablando a los demás—. ¿Cuántas personas trabajan realmente para la faraona? Ella tiene ahora veintiún… o veintidós años. Y durante todo este tiempo ha estado oculta pese a que tanta gente desea su regreso. En este momento, los presidentes de clanes pueden hacer cuanto les plazca, por mucho que deban estar atentos a los pasos del Dominio. Si la faraona volviese como algo más que un peón, ellos perderían poder.

—Pero sería un peón muy bueno —observó Bamalco—. Todos están a su lado, y es probable que también quieran su regreso. La faraona sería un buen instrumento para cualquiera que la utilizara.

—No creo que ella quiera ser un instrumento de nadie —repuse—. ¿Te agradaría serlo a ti? —Lo que me parece es que debería aparecer muy pronto, o la gente empezará a preguntarse si existe de verdad. Por cierto que yo creo que ella es real, pero son tiempos muy malos. Si no vuelve ahora, cuando las cosas están verdaderamente serias…

—Pero no está en una buena posición —dijo Bamalco negando con la cabeza.

—¿Alguna vez has predicho algo que no fuese la desgracia, Bamalco? —preguntó Persea con exasperación—. ¿Por eso estás aquí y no en Cambress, porque allí nadie te creería?

—Si no deseas contar con mi ayuda… puedo irme con mis malos augurios a otra parte. Quizá a Thetia. Allí no son tan guerreros. —Bamalco es demasiado individualista para servir en la Marina de Mons Ferranis— argumentó Persea. —O al menos eso afirma. Nosotros creemos que se debe en realidad a que le disgustó mucho que no lo aceptaran. —Ellos se lo pierden— dijo Bamalco con desdén. —De todos modos, nuestra flota siempre acaba socorriendo a los cambresianos, lo que no estaría mal si no tuviésemos a la vez que aguantar a sus técnicos. Ellos tienen la mejor academia de técnicos marinos del mundo y admiten a cualquiera, pero sólo quien ha asistido a su academia puede ser ascendido a jefe técnico.

—Entonces ¿por qué no has asistido?

—¡Bah! ¿Piensas que deseo pasar tres años cuadrándome todo el tiempo? La academia sigue la disciplina militar.

El otro compañero de Laeas se mostró en desacuerdo de inmediato, y ambos iniciaron una discusión que sonaba más a polémica cotidiana y familiar. Alciana se unió a ellos y yo llevé a Persea a un lado y eché una mirada para asegurarme de que Alidrisi no estuviese cerca. Por fortuna, seguía hablando con la misma gente que antes y no estaba por nosotros.

—Persea, ¿alidrisi es tu contacto con la gente de la faraona? —le pregunté en voz muy baja sin llegar a susurrar, pues eso hubiese atraído la atención más que evitarla.

—Sí, él y su personal. ¿Por qué?

—No le gusto. De hecho hemos discutido. Alidrisi piensa que yo sería una mala influencia para Ravenna y, por ende, para la faraona, o que Ravenna podría sentirse tentada a decirme dónde está la faraona.

Me pregunté si podría mantener para siempre la pretensión de ignorar que ambas eran la misma persona o si en algún momento comenzarían a sospechar.

—Bueno, si él te niega su ayuda, no hay nada que yo pueda hacer.

—Gracias de todos modos. ¿Sabes si Alidrisi ha salido de la ciudad en los últimos dos días?

—Acaba de llegar de Kalessos… Cathan, ¿por qué me lo preguntas?

—Necesito saberlo. —Estás loco— declaró Persea. —Mira, sé que deseas ver a Ravenna, pero estás yendo demasiado lejos. Si se encuentra con la faraona, ambas estarán sin duda muy custodiadas, y a Alidrisi no le gustaría que descubrieses su escondite.

—Necesito ver a Ravenna, y no sólo por eso. No he avanzado con mi otra búsqueda y ella podría ayudarme. —Pero podrías acabar apresado por los guardias, Cathan, y en eso no puedo echarte una mano. No pertenezco a ese círculo, no estoy implicada al mismo nivel que Alidrisi. Él cuenta con algunos de los pocos soldados eficientes que quedan en el Archipiélago, y si les ha ordenado que custodien a la faraona y a su entorno lo harán con mucho celo. Si el Dominio la encontrase, es imposible describir lo que haría con ella, y Alidrisi no creerá en mi palabra aunque yo le asegure que tú eres de los nuestros—. No es un mago —dije sin emoción—. ¿Puedes sólo decirme cuándo será la próxima vez que Alidrisi salga de la ciudad, si es que te enteras? Correré el riesgo.

—Es idea de Palatina, ¿verdad? —No importa de quién sea— sostuve eludiendo la pregunta, pues no lo había pensado Palatina. La gente tenía más confianza en sus ideas que en las mías. —¿Cuándo se volverá a ir? Persea miró a su alrededor con cautela.

—Regresó ayer para oír a Sarhaddon. Por cuanto sé, permanecerá aquí hasta el fin de semana y volverá a Kalessos dentro de unos cinco días. En un caballo veloz tardará unas seis o siete horas.

—¿No va en barco?

—¿A Kalessos, con este tiempo? La costa oeste es fatal. El norte no tiene ningún puerto seguro. Ir por tierra es duro, pero nadie cogería una nave de la flota para ir a Kalessos en invierno. Recordé entonces que ésa era la costa donde se había perdido la Revelación. No dejaba de ser curioso que se intentase una inmersión extraordinaria en semejante parte del mar, pero la tripulación debía de haber tenido sus motivos.

—Entonces ¿cómo viaja? Supongo que no cabalgará solo con este tiempo. ¿Va en carruaje?

—Sí, pero no tientes tu suerte. Y, por favor, Cathan, si lo sigues, no emplees la magia. Eso haría que todos los magos de Qalathar cayeran sobre ti al instante. Has oído hoy las palabras de Sarhaddon, y ésa es una de las cosas que no perdonarán.

Y además los llevarías hacia la faraona era la siguiente frase, que no dijo. Si eso ocurriese, complicaría sin duda las cosas, aunque todavía no había pensado cómo seguiría a un coche de caballos durante unas doce horas en pleno invierno. En realidad, ni siquiera parecía una buena idea. Quizá pudiese emplear una pizca de magia cuando estuviese en el campo, lejos del área de influencia de los magos, pero no mucho más que eso. Cuanta más magia utilizase, mayores probabilidades habría de que la detectasen, y no todos serían capaces de huir a tiempo del escondite.

—Sé que no deseas que interfiera, pero ya has oído hoy los comentarios de la gente. El Aeón es un comodín, y si nadie más lo encuentra, no podrán emplearlo hasta que lo hagamos nosotros. El Aeón representa una ventaja que ellos no tienen en consideración. —Lo sé, pero si fuesen ellos los que se apoderasen de la nave…

—No lo harán. El Aeón es también un refugio, no lo olvides. Un sitio al que el Dominio no puede seguirnos de ninguna manera.

—Cathan, si el Dominio lo cree conveniente puede seguirnos hasta los confines del mundo.

—Sin embargo, están fuera de su control, del mismo modo que lo estaremos nosotros si encontramos el Aeón. Buscarlo fue idea de Ravenna; quizá haya encontrado nuevas pistas que yo no tengo.

Persea me brindó su media sonrisa, que me había negado en los últimos tiempos. En los seis meses desde que habíamos dejado la Ciudadela, había cambiado. Todos habíamos cambiado, pero era duro ver a Persea como lo hacían todos los demás, en el papel de una de las más férreas enemigas del Dominio.

—No necesitas inventarte excusas. Confío en tu sincero deseo de encontrarlos. Ahora, lo mejor es que no permanezcamos murmurando demasiado rato. Alguien podría oírnos. Habla con la gente para ver qué piensa. A eso hemos venido.

«No exactamente», me dije para mis adentros. Estábamos allí para que Alidrisi descubriera qué pensaban los demás sin tener que esforzarse lo más mínimo. Pero si él podía aprovechar esa oportunidad, lo mismo podíamos hacer nosotros.