Estaba arrinconado en el balcón con Persea, entre la ornamentada baranda de hierro, un macetero de cerámica vidríada y una mujer con túnica de oceanógrafa, tan baja de estatura que parecía un duendecillo. No era la misma que le había dado la botella a Persea hacía poco. De hecho, había allí una tercera oceanógrafa, una mujer robusta y de cabellos castaños claros que la diferenciaban de los habitantes de Qalathar. Me pareció ver incluso a un hombre con ropa de oceanógrafo en otro balcón, un sujeto de cabellos grises que había estado hablando con Alidrisi cuando nosotros llegamos. Era el primer contacto que yo tenía con los oceanógrafos de Qalathar, pero no tuvimos tiempo para conversar, pues, en un tenso silencio, observamos cómo se abrían las puertas del templo.
Después de tanto esperar, fue casi decepcionante ver a seis monjes venáticos, con resplandecientes túnicas rojas y blancas, salir del templo lentamente. No había allí ningún sacri, ni inquisidores. Sólo un monaguillo llevando un incensario, cuyo espeso humo se difundía entre la multitud. La gente se hacía a un lado de forma instintiva para abrirles paso, dejando un espacio vacío como por arte de magia.
Los venáticos llevaban las capuchas echadas hacia atrás, con lo que su puntiagudo extremo parecía mucho menos siniestro, y no pude distinguir ninguna decoración ni bordado en sus hábitos. Era sencillo reconocer a Sarhaddon, avanzando en medio de la comitiva con un hombre mayor que él de aspecto venerable a su lado. Presumiblemente, era uno de los instructores de los que tanto había hablado. Los otros cuatro eran todos más viejos que Sarhaddon, aunque no mucho. En mi opinión, tres de ellos parecían ascetas.
Los seis venáticos llegaron al punto más lejano de la multitud, y el espacio vacío se cerró detrás de ellos. Las puertas del templo volvieron a cerrarse, dejando sólo a los dos sacri que hacían de centinelas. Miré al cielo para convencerme de que no iba a llover. El sol era todavía un difuso disco de luz en un cielo demasiado brillante y monótono.
Las personas que había debajo de nosotros tosieron con nerviosismo mientras Sarhaddon y el hombre que lo acompañaba subieron los escalones de piedra de la plataforma del orador. Sarhaddon se colocó a un lado de la tarima y mientras el otro hombre avanzaba dos o tres metros hasta llegar a la balaustrada que separaba a los oradores de la multitud. El hombre mayor alzó una mano y toda la gente inclinó la cabeza, un gesto que se extendió como una ola por toda la plaza. —En el nombre de Ranthas, dador de vida, señor de la ardiente llama, que fue testigo del inicio y lo será del fin. Que él, que guía todo lo mortal, nos mire con ánimo benevolente en el amanecer, atardecer y anochecer de este día y nos acoja a todos en su infinita piedad. Se produjo una pausa después de estas palabras. Entonces todos volvimos a levantar la mirada y vimos cómo los dos se intercambiaban el sitio. Me sorprendió que hubiesen elegido a Sarhaddon para pronunciar el sermón inaugural; ¿no hubiese preferido el Dominio a uno de los sacerdotes, más veteranos y experimentados? Quizá fuese una cuestión de imagen. La idea se me ocurrió tan pronto como Sarhaddon comenzó a hablar. A pesar del cambio, no aparentaba ser ni un inquisidor ni un inflexible fundamentalista, algo que no tenía importancia: lo que contaba eran las apariencias—. Ciudadanos de Qalathar —dijo, erguido y con ambas manos sobre la balaustrada, observando a la multitud con expresión pensativa—. Soy Sarhaddon, un hermano de la orden venática. No soy un inquisidor. No he venido con la hoguera ni con la espada. Tampoco mis hermanos, a quienes veis aquí, ni los que pertenecen a nuestra orden. Hemos dedicado nuestra vida al servicio de Ranthas y no traemos más que palabras.
»En demasiadas ocasiones, la pluma ha demostrado ser incapaz de combatir a la espada. Cuando los conquistadores llegan con sangre y fuego, no es posible emplear las palabras contra ellos. Lo único que éstas proporcionan es un legado, una memoria para que lo que se dijo e hizo no se pierda, sino que su eco se extienda a lo largo de los siglos. Vuestra gente, la gente del Archipiélago, tiene una historia larga y gloriosa. Durante los tiempos en que mi pueblo, la gente de Océanus vivía aún en la oscuridad y la barbarie, vosotros redactabais los escritos de Tehama. Para vuestros ancestros nada era más importante que las palabras. Sus grandes líderes eran oradores y abogados que pronunciaron brillantes discursos en una ciudad perdida hace un millar de años, de los que vuestros niños todavía aprenden y todavía estudian.
»Cuando mis profesores del seminario deseaban ofrecernos un ejemplo de inspiración divina hablaban del Libro de Ranthas. Cuando querían exaltar la inteligencia humana, leíamos a Ulpian, Claudina, Gerrachos. Ellos vivieron un tiempo en el que no existía honor más importante que ser llamado orador, en el que los que llegaban más alto eran los que podían debatir, discutir, hablar. Y los que lograban impregnar sus discursos con la pasión de sus corazones eran recordados como los más sobresalientes de todos. Tehama no era fundamentalmente una ciudad letrada, pero sus discursos son aún recordados.
»Todos vosotros conocéis mejor que yo la historia de la defensa de Postumio por Ulpian, de modo que no seré condescendiente y no volveré a contarla. Ulpian le salvó la vida a un hombre inocente frente a un jurado lamentablemente corrupto, empleando como única arma el poder de sus palabras. Existen también otros ejemplos, la plegaria por la paz, la señal a medianoche, de los que habréis oído hablar. Mi propia gente, en Pharassa, siguió alguna vez idéntico camino, aunque ninguno de nuestros oradores ha sido tan celebrado. Hemos tenido reputación de voluntariosos diplomáticos por ser capaces de negociar ante cualquier problema, sin importar lo terrible que fuera, y por poner punto final a guerras que parecían eternas.
»Sé lo que estáis pensando, que eso fue hace ya mucho tiempo. ¿Cuándo ha demostrado la palabra ser de alguna utilidad en los siglos recientes? Ha sido inútil para detener el fuego y la conquista, no ha mitigado el mal que nosotros, entre otros, hemos traído a vuestra tierra. Con mucha frecuencia las palabras funcionan en sentido contrario, para corromper, para insinuar, para decepcionar. Su poder puede ser tanto negativo como positivo. Un mal consejo puede ser mucho más destructivo que beneficiosa una buena guía. Al menos, en algunas ocasiones.
»No soy un Ulpian ni un Gerrachos, y estoy seguro de que habéis notado que no soy Claudina —dijo haciendo reír breve y de manera nerviosa a la multitud, que no perdió la concentración ni le quitó la mirada de encima—. Tampoco estoy aquí para ganar un pleito ni para hablar de guerra o paz. Traigo las palabras de Ranthas que ya conocéis para formular una llamada a la razón, a la reflexión. Muchos de vosotros adoráis a distintos dioses, que son ocho en lugar de uno. —Señaló entonces el cielo grisáceo hacia donde el débil sol acechaba tras una cortina de nubes—. ¿Podéis sentir el calor —prosiguió—, ver la luz que atraviesa las nubes por primera vez en este invierno? Durante semanas, el mundo ha sido castigado por el mal tiempo, mucho peor que en inviernos anteriores. Hay sitios en los que las nubes son tan gruesas y oscuras que parece que anochezca al mediodía. Los árboles crecen enfermos, sin fuerzas, los animales mueren y las tinieblas se apoderan del espíritu de los hombres.
»Durante tres meses, el sol ha permanecido oculto, excepto en los raros días en los que, como éste, Ranthas nos ha mostrado su favor. El fuego del sol se esconde para nosotros tras las nubes, pero sólo podemos sobrevivir gracias a que brilla sobre Aquasilva. Entonces sacó de su túnica un atado de ramas y lo levantó. Era una brillante mezcla de rojos anaranjados y hojas doradas, que resultaba hermosa incluso sin contar con los reflejos del sol. —¿Dónde estaríamos sin esto?— preguntó. —Refugiados en las cavernas más profundas, confinados en las montañas y el continente, incapaces de mantenernos calientes, de cruzar los mares, de brindar a nuestras ciudades luz y calor. De hecho no podríamos tener ciudades de piedra, ni monumentos como el zigurat, ni construcciones como la Antesala del Océano, ni el Acrolito. “¡Qué singular combinación!” pensé, fascinado aún por el brillo de las ramas y preguntándome si alguna vez vería uno de esos árboles. Un sacerdote ordinario hubiese nombrado templos y zigurats, pero Sarhaddon había mencionado a la vez los mayores logros de thetianos y qalatharis, no muy cercanos en espíritu al Dominio. De hecho, no me pareció haber oído nunca de labios de un sacerdote ninguna mención a la Antesala del Océano, el edificio monumental más impactante de Selerian Alastre, que había sido dedicado a Thetis.
—Mirad la historia —continuó Sarhaddon— y veréis cómo han sido los que tenían el fuego sagrado los que construyeron las grandes ciudades y edificaron los más poderosos imperios, dejando una huella perdurable. Hace trescientos años, los thetianos tenían un monopolio: sólo ellos conocían el secreto de la leña que ardía y lo empleaban para glorificarse a sí mismos y a sus ciudades, construir enormes monumentos, enviar sus naves a cada rincón de la tierra y tener al mundo bajo su gobierno. Todos los demás eran pálidas sombras en comparación». Pero cuando Ranthas dio a conocer su don a todos y el secreto dejó de serlo, todo el mundo progresó y dejo atrás aquellos tiempos primitivos. Se construyeron otras grandes ciudades que rivalizaron con las thetianas: Taneth, Cambress, Pharassa, Raneveh, Poseidonis.
Muchos de los presentes inspiraron profundamente, y se oyeron exclamaciones de sorpresa desde el fondo de la plaza. Sarhaddon andaba por terreno peligroso. Muchos de los habitantes de Tandaris habían vivido en Vararu o Poseidonis antes de que la cruzada las destruyera. Algunos habían presenciado incluso su caída, y nadie olvidaba quién la había provocado.
—Recordad que vivimos en edificios calentados con fuego, que cruzáis por el mar gracias a mantas movidas por leña ardiendo, que a través de la gracia de Ranthas obtenemos de aquéllos el éter. El éter que os protege de las tormentas, de los ataques enemigos, el éter que ilumina vuestros hogares.
»¿Qué otra protección existe contra la fuerza de los elementos? El fuego os mantiene calientes, os protege de la furia del agua, el viento y la sombra. Es mucho más que un elemento. ¿Lo compararíais acaso con el viento, que vapulea vuestras ciudades en cada tormenta, un producto destructivo del cielo? ¿O con el agua, que nos rodea y a la que los oceanógrafos sitúan en mapas y analizan mediante experimentos e instrumentos científicos? ¿Podría existir una deidad tan fácil de comprender por todos nosotros? ¿O considerar un dios a estas frágiles e inertes plataformas de tierra y roca que nos sostienen y que denominamos continentes e islas, y que estarían muertas sin la luz del sol? ¿O divinizar la sombra, la ausencia de luz, de calor, la oscuridad? ¿Quién de vosotros, aparte de los recién casados, desearía una noche eterna? Turia sufre durante meses de noches semejantes. ¿Y qué es Turia? Una tierra yerma y desolada formada por hielo y roca en la que nunca crece nada, donde no hay seres vivos.
»El fuego está por encima de los otros elementos, no es una mera parte del mundo. Tenemos el sol, la fuente de nuestro fuego, cuya inmensidad supera nuestra imaginación, la personificación de Ranthas en su forma más pura. Y en Aquasilva nos ha brindado una parte que compensa los momentos en los que él nos oculta su rostro. Imaginad un mundo sin sol. Ninguna forma de vida, ni la menor chispa de nada, sólo una bola de líquido y roca muerta inanimada. No existiría la vida en los mares ni en la tierra, sólo un mundo lleno de glaciares y un frío inconcebible. Los otros elementos estarían allí, por cierto. Pero ¿qué beneficio aportarían?, ¿cuál sería su poder? ¿Qué poder puede brindar vida al hielo sin proporcionarle calor?
»O pensad un mundo con sol donde Ranthas no nos hubiese brindado su don. Donde no hubiese calor para resguardarnos en las noches o durante el invierno, en el que esté ausente la chispa de la vida. Todos los demás elementos podrían estar presentes, pero sin el fuego para mostrarnos el camino y servirnos de guía no habría inteligencia, apenas bestias en los bosques y monstruos en las profundidades.
»El fuego supera a todos los demás elementos, ya que se mueve, parpadea, cambia sin ritmo ni razón. Convierte el agua en vapor, elimina el frío del aire, consume las cosas de la tierra. Y destierra las sombras. Nadie puede sentirse seguro en la oscuridad, que sirve de refugio a los ladrones, los asesinos y todo tipo de malhechores. El mal no puede florecer a la luz del día; necesita los rincones oscuros y sólo puede ser eliminado por el fuego y la luz.
»Si existen otros dioses, ¿por qué ignoran a sus adoradores? Somos invadidos desde todos los frentes por el mar y las tormentas, cubiertos por las sombras durante varios meses al año. ¿Puede alguien decirme con sinceridad que prefiere el invierno al verano, semanas y semanas de media luz y tiempo intempestivo al mar en calma, el cielo azul, la luz y el calor? El nuestro es un mundo hostil, pero merced a la gracia de Ranthas podemos sobrevivir. Y, aún más que eso, podemos construir y prosperar, criar niños y hacer nuestras vidas sin temer la furia de los elementos como, consecuencia de una única cosa: el don de Ranthas.
»Muchos de vosotros odiáis al Dominio por lo que hizo en el pasado. Pero recordad que en las generaciones que se han sucedido desde el primado fundador hemos mantenido a raya la furia de las tormentas, os hemos protegido de los males de este mundo, hemos dado el don de Ranthas a cada rincón del planeta. Os hemos salvado del caos y las mentiras que nos precedieron.
»Hace doscientos años, el mundo pendía del abismo en una época de oscuridad, guerra y masacre. Nubes de polvo eclipsaban el sol y continentes enteros ardían mientras los ejércitos luchaban a muerte. Ni un solo lugar del mundo escapaba a la guerra, desde Desolación hasta el polo. Hacía muchos siglos que el mundo desconocía la paz, y los soldados combatían cada vez más y más lejos de sus tierras». Pero entonces llegaron los verdaderos destructores: los monarcas thetianos y sus perversos magos, que salvajamente mancharon el nombre de su raza con sangre y llevaron el conflicto a su cota más alta. Los adoradores del fuego lucharon contra ellos, contribuyeron a asegurar su derrota y ayudaron a hombres más cautos para que nos condujeran fuera de esos tiempos oscuros. Tras la masacre, el Dominio apoyó a la gente, reconstruyó las ciudades y extinguió de la tierra hasta el último de esos magos. Y trajo la paz. Es cierto, desde entonces se han producido guerras, luchas entre las islas, estados e imperios, porque la esencia de la naturaleza humana es combatir.
»Los magos que causaron tantas catástrofes obtenían su poder de los otros elementos, que en opinión de algunos tienen sus propios dioses, y citan a esos magos como prueba de su existencia y fuerza. Pero, dado que las capacidades de éstos dependen de las fuerzas primarias sin combinar que llevan dentro, no pueden ocasionar más que destrucción. Esos magos son superados por la crudeza de su propia magia, que turba sus mentes. Ellos no pueden construir ni proteger, sólo destruir. El poder que alcanzaron era mayor que su habilidad para controlarlo, y por eso se produjeron guerras interminables, una era de caos en la que nadie y nada estaba seguro.
Escuchamos en silencio cómo Sarhaddon le contaba a la multitud la falseada versión de la historia pergeñada por el Dominio con todos sus inquietantes detalles. Una historia que la gente ya conocía pero que Sarhaddon y su compañero subrayaron durante más de una hora. En cierto modo era nauseabundo, ya que estaban empleando la lógica y la razón en lugar del fervor. Muchos de los que había allí debían de conocer los relatos de la Historia, la real. Unos pocos, de hecho, la habrían leído, aunque la sola posesión de un ejemplar implicaba una sentencia de muerte.
Sarhaddon y su compañero, hombres inteligentes y oradores persuasivos, mantuvieron a toda la plaza en silencio con sus palabras. Yo mismo no pude dejar de prestarles atención, y lo mismo sucedió con todos los que estaban a mi lado. Escuchamos la historia que nos contaban, los argumentos que utilizaban, y sentí las semillas de la duda comenzando a germinar en mi mente. Si la historia auténtica de Thetia era tan diferente, entonces ¿por qué incluso sus habitantes la habían olvidado? Los líderes de los clanes debían de haber leído a lo largo de los siglos el libro que les ofrecía la posibilidad de vengar la mancha que pendía sobre su pasado, pero jamás habían aprovechado esa oportunidad. Sólo quedaba su enraizado odio por la Sombra y por la gente de Tuonetar, y eso era también parte de la historia del Dominio.
Los discursos no me habrían afectado tanto de no haber sido por mis encuentros con Orosius. Aetius, Carausius y Tiberius sólo eran héroes en la Historia y en los escritos del Continuador, ya que ellos y la mayor parte de sus fieles seguidores eran los que habían redactado esos libros. Como tantas veces, pensé en los que los habían sucedido a lo largo de los siglos y me pregunté cómo era posible que los vieran de ese modo.
¡Las descripciones que habían hecho Sarhaddon y su compañero podían aplicarse con tanta propiedad a Orosius y Landressa! Quizá Aetius fuera un dirigente competente, pero también demasiado generoso al sacrificar vidas contra un enemigo ni de lejos tan poderoso como la Historia lo había retratado. Cientos y cientos de personas habían muerto en sus batallas, y había matado y torturado prisioneros sin piedad para hacer que el enemigo lo temiese. Y, al final, en aquellos últimos meses, había despojado con deliberación a Selerian Alastre de la mayor parte de su guarnición. La Historia nunca había explicado por qué la ciudad estaba tan desprotegida cuando se produjo el ataque de Tuonetar, pero, pese al horror que implicaban, las palabras de Sarhaddon parecían tener sentido.
—Aetius utilizó su propia capital y a su propia gente como señuelos para atraer a las legiones y a la flota de Tuonetar y alejarlas del norte —continuó Sarhaddon—. Así fue como las tropas de Tuonetar descendieron sobre la ciudad a miles, la incendiaron y mataron o esclavizaron a todos sus habitantes. La ciudad que conocemos hoy fue reconstruida más tarde, a pesar de su destrucción. Mientras sus ejércitos estaban ocupados, el hermano de Aetius condujo a su propia flota hacia el norte, hacia el hogar de la gente de Tuonetar, donde hoy todo sigue tan arrasado que nada puede sobrevivir allí. Vengaron entonces una atrocidad que jamás debió haber sucedido, pero durante la lucha, por fin, un anónimo soldado enemigo acabó con el emperador y con su reinado de terror.
»Sin duda habéis oído decir que los habitantes de Tuonetar se dispersaron, que se aislaron porque su capital había desaparecido. Eso es verdad sólo a medias. Es cierto que se marcharon, pero porque Carausius, para vengar la muerte de su hermano, lanzó contra ellos la fuerza de los elementos y arrojó a Aran Cthun a las tinieblas. Carausius empleó la destrucción de los talismanes de la ciudad sagrada para desatar una matanza en todo el mundo. Una magia tan poderosa que, a pesar de su éxito, acabó por dejarlo tullido a él mismo». Recordad que hablamos de un hombre que admitió haber causado la muerte de miles de personas con su magia primitiva porque eran enemigos. ¿Quién más tenía el poder de desatar las mareas, los tornados, las inundaciones que costaron tantas vidas a los dos bandos? El hundimiento de tantas tierras en aquel entonces es un hecho histórico. Las tormentas lo empeoraron, pero ¿podrían haberlo logrado por sí solos los habitantes de Tuonetar? ¿Eran capaces de tanto? Su magia era perversa, pero era Sombra. Preguntaos a vosotros mismos quién más pudo haber sido. Todos los que creéis en esta historia, decidme, ¿quién más tenía poder para emplear el mar como arma?
»Llegamos por fin a la usurpación, que los que siguen a la sombra de ese libro consideran el fin de la libertad y el comienzo del terror, exactamente lo opuesto a lo que sucedió en realidad.
»Dos primos, uno hijo de Aetius y el otro de Carausius, habían combatido y liderado durante la guerra, siendo testigos de la sangre derramada, las masacres, los tormentos. Uno de sus padres estaba muerto, el otro tullido, pero la guerra había concluido. Los habitantes de Tuonetar habían sido exterminados como pueblo y como raza: los pocos sobrevivientes fueron capturados, asesinados, esclavizados o exiliados a los confines más miserables de la tierra. La capital estaba en ruinas debido a la estrategia de sus padres (plan en el que Tiberius había colaborado), y los recursos de su país agotados. Los magos que habían provocado tanto sufrimiento y terror durante la guerra seguían libres y sus poderes no había sido mitigados.
»Comenzaron entonces a reconstruirla, es cierto, pero sobre los viejos cimientos. Tiberius, que reverenciaba la memoria de su padre, le dedicó monumentos en la nueva ciudad y creó legiones para mantener la paz en las tierras que su padre había conquistado. Miles y miles de personas fueron embarcadas a la fuerza para devolver a Selerian Alastre su antiguo esplendor, trabajando sin obtener recompensa de un tesoro menguado sólo para que Tiberius pudiese tener su palacio, su ciudad, un rincón de belleza mientras el mundo estaba en ruinas.
»Nadie sabe con certeza cuánta gente murió a causa de las tormentas, cuya furia había sido aumentada por la magia de los tiranos, que no pensaron en construir ningún campo de éter para proteger a su gente de ellas. Los magos fueron recompensados luego, obtuvieron puestos de poder e influencia y se convirtieron en funcionarios leales a los tiranos, a expensas de su propio país. Sabían lo que sucedería si era tomada Selerian Alastre, pero no abrieron la boca para protestar.
»Con todo, en la nueva generación hubo quienes renegaron de lo que habían hecho sus mayores. Valdur despreciaba a su padre por lo que había sido en realidad, y reunió a su alrededor a personas que pensaban del mismo modo, muchas de las cuales habían perdido a sus seres queridos durante la guerra. Muchas, también, habían participado incluso en el conflicto, pero aborrecían su recuerdo y querían encontrar la manera de evitar que volviese a suceder algo semejante, intentando que no se creara un orden similar al que había generado tanto horror. Así que le enseñaron a Valdur, que antes sólo conocía el poder salvaje de los otros elementos, la verdadera magia del fuego. Ranthas se dirigió a él y Valdur lo escuchó, algo que el resto de su familia se había negado a hacer». Fue entonces cuando decidió cometer un crimen para prevenir otro aún peor. Usurpar un trono es una cosa terrible, y sin embargo la vida del mismo Valdur corría peligro debido a su relación con los que se oponían a la magia. Gente que les había jurado lealtad a él, a sus amigos y a sus familiares lo amenazaba ahora porque había visto la luz donde los demás no habían visto nada. Ellos eran los desleales, los que habían violado y asesinado sin piedad durante la guerra y habían tomado parte activa en sus horrores con plena conciencia.
»Y ellos eran los únicos que debían sufrir, pues sus actos los condenaban a ojos de Ranthas y de los hombres. Toda Thetia aclamó a Valdur, y todo el imperio condenó a los que tanto lo habían perjudicado. Por fin Thetia tenía un líder dispuesto a enfrentarse a los horrores pasados cometidos por su propia familia y a juzgar todo lo que se le había hecho. Por primera vez, los hombres fueron conscientes de sus pecados, pero, por muy graves que fuesen, Ranthas les permitió arrepentirse y les garantizó que serían absueltos por intermedio de sus sacerdotes, que pudieron hablar desde entonces con una libertad que jamás habían conocido.
»Los asesinos y los cómplices de los tiranos fueron perseguidos y conducidos ante la justicia. Los perversos magos fueron ejecutados, pues estaban más allá de cualquier redención. El suyo es un camino que corrompe la mente poco a poco; la magia se vuelve contra ellos según van haciendo más y más uso de ella, y finalmente se convierten en meras envolturas, meros transmisores del poder salvaje que canalizan. Algunos eran jóvenes y pudieron ser salvados, pero muchos no pudieron serlo.
»El Continuador dice que esa etapa fue un “baño de sangre”, un reino del terror, pero no menciona que ellos fueron los artífices de la guerra, la ruina y las hambrunas, y que muchos asesinaron a un número de personas mayor del que ellos mismos sumaban. Desde entonces, el mundo ha permanecido estable, mientras los imperios van y vienen sin destruir el equilibrio como antes habían hecho esos magos. Toda esa violencia cesó, y a partir de aquel momento la propia Thetia ha conocido una paz interna y una tranquilidad inconcebibles hasta entonces.
»Pero existe el desacuerdo de una pequeña minoría, y a ésta he venido a intentar convencer esta tarde sobre todo. Según he dicho antes, las palabras son poderosas, tanto si son habladas como si son escritas, y han guiado a mucha gente por caminos que de otro modo no hubiesen cogido. Y éstas, manipuladas por la autoridad, apoyadas en el peso de la llamada “historia”, pueden llegar a ser sumamente persuasivas.
»La tradición es lo que proporciona peso a las palabras, pero no la tradición de generaciones sucesivas examinando y comprendiendo el legado de sus antepasados. Me refiero al seguimiento ciego de la tradición, de lo que nos dijeron nuestros mayores y que ellos jamás han comprendido. La doctrina del Dominio ha cambiado a lo largo de los siglos, en la medida en que hemos descubierto nuevos aspectos de Ranthas, nuevos modos de verlo, aportados por nuestros estudios del pasado y del presente. No hemos repetido de forma obediente como loros lo que nos dijeron los viejos monjes en los seminarios: ellos nos hicieron comprender por qué las cosas son como son.
»Los que siguen ese libro no han vivido una evolución similar de sus ideas. Los jóvenes aprenden lo que los ancianos creen con todo su corazón, pues así se lo enseñaron en su propia juventud, y así durante generaciones. Podríais decirme que si la Historia es tan falsa y está tan equivocada como digo, ¿cómo es que tanta gente cree en ella? ¿Por qué creyeron en ella desde el principio? ¿Por qué si ya tenemos una verdadera compilación de los acontecimientos, existe también esa otra versión?
»La respuesta se encuentra en la lealtad, pueblo de Qalathar. La lealtad es una de las fuerzas más poderosas que une el mundo. Pero los que han sido corrompidos y rehusan cambiar pueden no ver la auténtica naturaleza de los que les han influido negativamente. Después de todo lo ocurrido, cuando el mundo conoció los horrores del campo de batalla con absoluto detalle al acabar la guerra, unos pocos continuaron al lado de los tiranos. Gente cuyos crímenes quedaron a la luz, pero cuya maña y astucia les permitieron escapar del castigo que afrontaron sus compañeros.
»Para el Continuador, que vio a los tiranos como héroes a pesar de los ríos de sangre y espanto que habían causado, existía la desperanza de que algunos magos y oficiales de la flota hubiesen huido hacia el sur desde Thetia rumbo a Desolación. Y rezaba esperando que algunos hubiesen sobrevivido.
»Eso nunca lo sabremos, pero lo que es seguro es que otros no fueron tan lejos, sino que lograron conservar su influencia y respeto entre los que sólo conocían la guerra de segunda mano. El Archipiélago fue la zona del mundo menos afectada por el conflicto y rara vez sufrió el desembarco de uno u otro bando. Entonces, como ahora, su población era fuerte pero escasa y no lo bastante numerosa para ser reclutada.
»La gente que huía de la justicia dio media vuelta al llegar a los límites del mundo conocido y no se aventuró en el océano para desafiar a la muerte como sus camaradas. En cambio, fundaron en el sur de las diez mil islas del Archipiélago, que la vieja magia ocultó a los ojos del mundo. Existe allí una inmensa franja de océano donde esconderse.
»Y esos refugiados se establecieron y ocasionalmente se dieron a conocer por medio de métodos secretos, reclutando en todos los puntos del planeta a los que, en menor medida, creían aún en lo que decían de los tiranos. Aquéllos les enseñaron una versión distorsionada de la historia, que luego fue transmitida también a sus hijos. Los confundieron los criminales, los asesinos, los lacayos de los tiranos, y, a medida que los hombres y mujeres murieron y el mundo siguió su marcha, los que habían huido fueron olvidados y, generación tras generación, todos creyeron con inocencia las mentiras que les habían contado.
»Vivimos en el presente, y los problemas del presente siempre son más inmediatos que los del pasado. Así es que, a lo largo de los años, en las mentes de los que habían sido (y todavía están) engañados, el Dominio ha pasado a representar el mal, un mal que ya destruyó el mundo en una ocasión. Nuestros abuelos siempre rememoran los tiempos dorados de su juventud, y fue así como generaciones de herejes han sido alejadas de la verdadera senda. Consideran que hemos destruido un mundo que jamás existió, que ensombrecimos los nombres de los que fueron, en realidad, tiranos y asesinos.
»Con demasiada frecuencia esa versión ha sido combatida con intolerancia, recelo y una desenfrenada persecución. Luchamos contra el mal en todas sus manifestaciones y olvidamos que siempre existen líderes y seguidores. Nos remontamos a los relatos de una era de odio y terror, y juzgamos a los que han imitado sus costumbres. No es común que nos preguntemos por qué esas costumbres han persistido durante tanto tiempo, ni por qué esas voces del pasado tienen aún seguidores.
»Convoco a todo Qalathar, a todo el Archipiélago, a pensar, reflexionar y escuchar lo que acabo de decir y lo que diré en el futuro. Tengo un salvoconducto firmado por el primado en persona según el cual, como habéis visto, todos podéis debatir conmigo y con mis hermanos de fe. Podréis escoger el momento y el lugar. Lo único que os pido es que todos los que deseéis venir solicitéis audiencia.
»Y digo también a los que han estado siguiendo el mal camino que os devolveremos al verdadero sendero con nuestra bendición y olvidaremos vuestro pasado. Miles y miles de personas nos han dado la espalda, pero nosotros no os traicionaremos. Los que acudan a nosotros serán absueltos y quienes confiesen su fe ante testigos, como indica la costumbre y como ningún hereje consentiría hacer, serán considerados verdaderos hijos de Ranthas. Todos los herejes que recibamos en el seno del Dominio estarán a salvo de cualquier persecución de por vida, del mismo modo que lo estarán
Los que deseen reafirmar su fe, ya sea porque dudaron o porque alguien dudó de la sinceridad de sus creencias». Os ofrezco perdón, paz y redención en el nombre de Ranthas, que brinda la luz y la vida al mundo ahora y siempre. Que Ranthas os acompañe.