CAPÍTULO XXII

Esperé a Sarhaddon en la sala contigua al atrio donde Laeas y Persea se habían reunido con nosotros la primera noche. Las luces estaban encendidas, siguiendo órdenes del virrey, por lo que todo brillaba gratamente. El suelo había recibido una limpieza superficial para dar la impresión de que el palacio se encontraba en mejores condiciones de las reales.

Debido al estatus relativamente poco destacado de Sarhaddon, Sagantha había exigido que ninguno de nosotros estuviese allí para recibirlo cuando se le hiciese pasar. Así que permanecí de pie fuera de la vista en un rincón. Sagantha se quedó en su estudio, sin intención de hablar con Sarhaddon, quien bien podía ser una autoridad para el primado pero no tenía ninguna relevancia respecto al virrey, al menos hasta que no solicitase una audiencia formal.

Se percibió un súbito revuelo. Oí que la puerta se abría y los guardias daban paso a varias personas, ¿o era solamente una? La puerta volvió a cerrarse, demasiado pronto para permitir la entrada de tres personas. Quizá los otros dos esperaban fuera. Chorreaba agua sobre el suelo; alguien se quitó el impermeable.

—Vendrán a atenderlo en un minuto, dómine —dijo uno de los sirvientes—. Espere aquí hasta entonces.

Entonces el huésped debió de quedarse solo, pues a partir de ese momento el silencio fue absoluto, salvo por el ruido de la lluvia.

¿Para qué habría venido? ¿Creería que yo podía perdonarlo?, ¿que alguno de nosotros podía perdonar lo que había hecho en Lepidor? Hubiese deseado sencillamente darle la espalda, pero Sagantha insistió en que lo recibiese para averiguar si venía a ofrecer alguna solución pacífica.

¡Solución pacífica! ¿En qué mundo vivía el virrey? ¿Un inquisidor, de quien Sagantha sabía que había participado en la invasión de Lepidor, trayendo un mensaje de paz? Sagantha sólo pretendía utilizarme para negociar una posible vía de escape, algo que lo beneficiase. Siempre político, forzaba a los demás a hacer por él el trabajo sucio.

El sirviente que lo había hecho pasar de forma tan fría apareció por la puerta en el extremo opuesto de la sala donde yo estaba. —¿Qué aspecto tiene?— pregunté.

—Lleva una túnica que no he visto nunca, pero más allá de eso se parece a cualquier otro inquisidor. Tiene esa mirada en los ojos que puede sentirse incluso debajo de la capucha. Los otros dos eran iguales, lobos disfrazados de corderos, o con lo que sean esas túnicas nuevas que llevan. Sólo se le ha permitido entrar a Sarhaddon, los otros dos esperan en la garita. —¿Algo más?

El hombre negó con la cabeza.

—Nada más que pueda observar a simple vista.

—Gracias.

Volvió a salir y yo esperé otro rato antes de ir a ver a Sarhaddon. Estaba sentado inmóvil bajo la luz del ventanal, vistiendo su túnica de inquisidor, aunque con los colores blanco y rojo, no los habituales blanco y negro.

Se volvió hacia mí en cuanto notó mi presencia, con los ojos ocultos bajo la capucha carmesí.

—Cathan —dijo solamente.

Me detuve a pocos pasos de él. —Sea lo que sea lo que tengas que decirme, habla ahora, antes de que se agote mi paciencia— le dije con una frialdad que ocultó mi ira. ¿Cómo se atrevía a estar ahí y saludarme como si fuésemos viejos amigos distanciados por las circunstancias? —Hay muchas cosas que debes perdonarme, Cathan— respondió —, pero… —No tiene ningún sentido hablar de perdón, Sarhaddon— lo interrumpí con furia. —No he olvidado y nunca olvidaré. Y nada de lo que hagas cambiará lo que ahora eres, un demente fanático de tu retorcida fe. Si has venido en un inspirado intento por convertirme, entonces puedes ahorrarte el esfuerzo. —De ningún modo subestimaría tu inteligencia de esa manera. Has vivido muchas cosas, Cathan—. Con una hoguera dispuesta a ayudarme a seguir mi camino, por cierto. Escúchate, Sarhaddon. Puedo recordar lo que dijiste sobre los partidarios de la línea dura, los fundamentalistas, cuánto los despreciabas. ¿Cuánto tiempo te llevó cambiar de bando?, ¿un año? ¿O sólo unos días, cuando notaste de dónde venía el viento y te subiste al carro de Lachazzar?

Me intrigaba saber qué era lo que había sucedido, qué habían hecho para convertirlo en un zelote. O bien, si lo había sido siempre y aquel hombre al que había conocido en el viaje no era más que una ilusión.

—Olvidas que yo, a diferencia de ti, no tuve ninguna opción —dijo echando atrás la capucha. Me impactó ver lo rígido y demacrado que se había vuelto su rostro, como si le hubiesen quitado las ganas de vivir para reemplazarlas por… ¿Por qué? Sarhaddon era el único inquisidor al que había conocido antes de que lo fuese. Su expresión no parecía la de alguien para quien la vida se había convertido en un fardo. Más bien era la cara… ¿de un fanático?, ¿de un obseso? Quizá de las dos cosas, si alguien lo mirase por primera vez.

—Fui enviado al seminario —prosiguió—, aislado del mundo durante aproximadamente un año. Estudié teología bajo la guía de algunas de las mentes más brillantes que he conocido y comprendí por qué el mundo tiene una sola fe, por qué es preciso ser fiel a esa fe. Todos y cada uno de los sacerdotes del seminario podrían haber sido luminarias en la Gran Biblioteca, pero se percataron de que la teología no es más que fórmulas vacías recitadas en las plegarias. De modo que muy poca gente cree de verdad, Cathan mientras que la mayoría sólo percibe el ritual y la ceremonia.

Lo observé con detenimiento durante un instante, sorprendido por la emoción de su voz, como si también eso se lo tuviesen que haber arrancado. Sin embargo, no habían necesitado hacerlo, porque el odio es una herramienta tan fuerte como el amor, e incluso más útil desde el punto de vista del Dominio. ¿Había sentido Sarhaddon amor? Me hice esa pregunta, aunque mi propia experiencia no me acreditara como experto.

—Nuestros caminos se han cruzado todo el tiempo. A bordo de esa manta, Etlae te envió en una dirección y a mí en la otra, pero lo que nos sucedió a ambos durante ese año fue más o menos lo mismo. También tú tendrías que haber ido a la Ciudad Sagrada, pero en lugar de Ravenna. De hecho, en dos ocasiones.

Esa manta. El Paklé, el buque que nos había conducido desde Pharassa hasta Taneth pero que fue abordado por sorpresa por

Etlae y el Estrella Sombría. Como la habíamos reconocido, Etlae tenía que mantenernos callados, obligando a Sarhaddon al silencio y dejándome a mí durante un año en la Ciudadela. Eso había sido idea de Ravenna, y estando presente también el rector de la Ciudadela, Ukmadorian, Etlae no tuvo más remedio que estar de acuerdo.

—Etlae no deseaba depender de mi silencio ni del tuyo. Deberías haberme acompañado, pero los heréticos interfirieron y te llevaron lejos, hasta su isla. Permanecí absorto, en silencio, mirándolo con inseguridad. Palatina y yo habíamos sido raptados al final de nuestra estancia en Taneth. Nuestros secuestradores eran hombres de Foryth. O al menos eso pensábamos, pero ¿había sido así? ¿O era todo apenas una coartada para aparentar que Palatina, por aquel entonces secretaria de Hamílcar, había sido el blanco de un nuevo y absurdo episodio de la enemistad entre esas dos grandes familias?

Si Sarhaddon estaba diciendo la verdad, y yo debía admitir que ahora todo parecía cobrar más sentido, entonces los secuestradores habían sido sacri, cuyas órdenes consistían en llevarme a la Ciudad Sagrada. No era algo inusual que el heredero de un clan o una familia pasase un año bajo la disciplina religiosa, y, en la Ciudad Sagrada, yo no hubiera tenido escapatoria. Pero Ravenna había estado siguiendo mis pasos, junto con otros dos tripulantes del Estrella Sombría, y había intervenido a tiempo. —Antes de que vuelvas a llamarme fanático, Cathan, mírate a ti mismo— dijo Sarhaddon con voz tranquila. —Mientras estaba en la Ciudad Sagrada, cambié de opinión y comprendí que es importante la existencia de una fe única para todo el mundo. Y tú te has convencido al mismo tiempo de lo contrario. —Eso no es cierto— objeté automáticamente. —Me mostraron lo que ha hecho el Dominio a lo largo de los siglos. —Tu mente está tan cerrada como dices que está la mía—. En la voz de Sarhaddon no se percibían señales de rencor ni voluntad de intimidar. —Durante aquel viaje cambió tu opinión sobre el Dominio, pero todavía pensabas que era, esencialmente, una fuerza del bien. Ahora te has propuesto que sea destruido. ¿No es eso igualmente extremado? —¿Acaso he intentado matarte alguna vez?— protesté —. Tu lógica y tus palabras son apropiadas, pero ¿qué podrías decirme de tus actos?

Midian, Lexan y yo intentamos disuadir a Etlae de condenarte. ¡Piensa, Cathan! ¿Qué hubiese ganado Lexan con tu muerte? Tu padre le habría declarado una guerra sin cuartel y, una vez recuperado Moritan, sería el fin de Lexan, sin lugar a dudas. Lexan deseaba eliminar a Lepidor como clan rival, no quería una enemistad que llevase a una guerra civil.

¿Cómo te atreves a afirmar eso? —casi le grité, consternado por su increíble arrogancia y la monstruosidad de sus mentiras—. ¿Me dices que no estuviste involucrado en ello, que no pensabais matar a ese joven del Archipiélago, Tetrakea, si la lucha no acababa? ¿Me dices que no queríais encender la hoguera? Sueñas si pretendes que yo crea lo que intentas afirmar.

—Me ordenaron ofrecerte una última oportunidad.

—No te creo.

—Etlae no quería ver que se equivocaba. Estoy seguro de que todavía pensaba que la faraona estaba allí.

—Etlae era una fanática traicionera. Debería de haberse unido a la corte imperial y no al Dominio. Ella y Orosius se habrían llevado bien.

—¿También estás implicado en una traición al emperador, Cathan?

—Traición, herejía, ¿cuál es la diferencia a los ojos del Dominio? Lachazzar cree que todos los gobernantes deberían someterse a su autoridad, aunque estoy seguro de que olvida eso, convenientemente, cuando negocia con el emperador. Supongo que ahora lo admiras. Un genuino e insobornable defensor de la fe, un primado iluminado.

—Un haletita —dijo Sarhaddon de pronto—. No estoy de acuerdo con su deseo de iniciar una nueva cruzada. Lachazzar es fiel a sus ideas, pero no todos sus seguidores aceptan el modo en que emplea a los sacri. La mayoría de los sacri que murieron durante la cruzada eran inocentes de herejía. Perdimos a una generación entera devota al Dominio por ese motivo, y podríamos perder otra. Tú mismo lo has dicho: existen muchos en la jerarquía con deseos de que el Dominio dirija el mundo. ¿Para qué gobernar una tierra estéril?

—Esos sabios te enseñaron también a fingir y mentir —sugerí con amargura, alejándome de él—. Lo que veo ahora ante mí es a un inquisidor, un fanático, tendiendo redes de engaños para convencerme. En Lepidor estabas preparado, y supongo que con mucho placer, para encender aquella hoguera siguiendo las órdenes de Etlae y quemar vivas a veintitrés personas. Sin juicio previo, ni siquiera haciendo un simulacro, sin confesión, desafiando incluso las leyes del Dominio… Sabias que por lo menos la mitad de esa gente era inocente, pero ni siquiera le dijiste a Etlae que no lo harías, que ella tendría que mandar que uno de los sacri llevase la antorcha. Puedes perdonarte a ti mismo, pero ninguno de nosotros lo hará jamás. Y nunca me convencerás de que hacías algo justo, por mucho que lo intentes.

—No fue justo, lo sé. Cuando llegué allí, ignoraba lo que Etlae planeaba hacer. Pensaba que tú habías sido acusado de herejía y enviado de regreso con nosotros a la Ciudad Sagrada. Ella nos dijo incluso que tu familia podría seguir gobernando mientras renovase su juramento de alianza con el Dominio y permitiese que Midian ejerciese su mandato con libertad.

—¿Y tú lo creíste? —Tuve que creerlo. Llevaba sólo un mes fuera del seminario. Tú y yo éramos las únicas dos personas que conocían su doble vida. Tú eres un enemigo del Dominio, un hereje, pero a la vez un mago extremadamente poderoso y, como Ravenna, podríais haber sido reeducados como magos del Fuego. Eso era lo que yo quería que ocurriese, y lo que me dijeron que sucedería.

—Y sin embargo todavía no consigues explicarlo, ¿verdad? Todas tus excusas floridas, tus comparaciones, no pueden disfrazar el hecho de que estabas a punto de encender aquella hoguera.

—Como te dije, Etlae deseaba ofrecerte una última oportunidad —repitió, visiblemente conmovido por primera vez—. Y te diré esto porque debo hacerlo: Etlae empleaba el terror como arma. No te permitía la menor oportunidad real de elección; estaba furiosa por lo cerca que habías estado de destruirla y porque todavía podías desafiarla.

Me clavó la mirada, iluminada por una especie de frío fervor. —Todos discutimos su decisión. Ella cedió y nos dijo qué hacer. Yo debía encender la hoguera y permitir que las llamas se extendieran por el lado. El mago era perfectamente capaz de controlarlas, como sabes— sostuvo haciendo un ademán en dirección a uno de los lados del oscuro pasillo. —No discutas ese punto. Tú también eres un mago. Pasaste una noche en las celdas, esperando morir, y fuiste atado a un madero, observando cómo las llamas se aproximaban a ti. Entonces yo te hubiese ofrecido una oportunidad, no sólo para salvarte a ti, sino para salvar a los demás, pues yo era el único entre todos al que conocías de verdad. Habrías aceptado mi oferta porque implicaba salvar a todos los demás. Habrías accedido a cualquier cosa que ella exigiera para salvar sus vidas.

Me sentí inestable y di un paso involuntario hacia atrás, buscando recobrar el equilibrio.

—Tú… —comencé pero no pude continuar. En la hoguera me había preparado para cerrar la mente al mundo exterior y evadir el dolor de la muerte. No hubiese podido oír la voz de Sarhaddon, y Etlae habría tomado mi silencio como respuesta. Nadie más tenía el lujo de la magia para aliviar su agonía, y mi rapidez para emplearla, sin la intervención de Hamílcar, habría tenido como costo tanto mi vida como la de los demás. Tragué con incomodidad, sin deseos de creer en la magnitud de lo que Sarhaddon me decía—. ¿Acaso Etlae habría extinguido las llamas para luego volver a conducirnos dentro? ¡Habría parecido una idiota!

—No te habrían quemado, Cathan. Tampoco la Inquisición pretendía que ella te matase. La gente debe ver que los sacerdotes cumplen la voluntad de Ranthas, y la ejecución sumaria no figuraba en sus planes.

—¿Avanzaste con esa antorcha, listo para encender los leños, pero sin intención de quemarnos? ¿Cómo puedo creer eso?

—Porque eres racional e inteligente. Fue algo brutal, lo admito, y no habría sucedido si hubiese estado al mando otra persona y no Etlae. El terror sólo alimenta el odio, Cathan, y tú eres una prueba viviente. Si la Inquisición empieza a quemar herejes en el Archipiélago, morirán miles de personas, y todo sin ningún sentido. Lachazzar dará inicio a su cruzada y en esta ocasión no permitirá que la destrucción quede inconclusa.

—Pero ya no habrá más herejías. Nadie más se opondrá a vosotros. El Archipiélago estará en cenizas, pero os habréis librado de vuestra oposición.

—¿Has leído alguna vez a Carinus, Cathan? ¿El historiador thetiano? «Ellos sembraron la desolación y la denominaron paz».

Dudé que se pudiesen olvidar esas palabras, incluso si alguna vez desaparecía el recuerdo del propio Carinus. Siempre habría alguna persona, algún suceso, al que aplicarlas.

—Nosotros no servimos a Ranthas para convertir su mundo en un desierto —añadió Sarhaddon.

—¿Su mundo? —pregunté—. ¿Flotamos en la superficie de un océano infinito y hablas del mundo como si sólo le perteneciese al ¿Fuego? El mundo está formado por todos los Elementos, no solamente por el que vosotros habéis escogido.

—Pero sin su fuego sagrado no existirían la vida, las ciudades ni la civilización. Apenas una inmensa y vacía desolación. «El fuego es la llama que da vida a todas las cosas», recordé para mis adentros.

—Yo recorro el mundo —aseguró—, y no veo por qué deberían echarse a perder estas islas. ¿Por qué tendría que desear que eso sucediese?

—¿Por qué alguien querría eso? Porque la población te odia, porque algunos de sus habitantes creen aún en los viejos dioses cuya adoración habéis convertido en una herejía. Porque algunos de ellos se resisten a olvidar la traición del Dominio.

—Historia pasada —repuso Sarhaddon con desdén—. Lo sucedido hace doscientos años es importante, por supuesto, pero si llega a dominar nuestras vidas, entonces nunca podremos avanzar.

—¿Avanzar hacia vuestra tierra prometida en la que no exista ningún disidente?

—Son los métodos del Dominio los que han creado la disidencia, no su mensaje —afirmó con ferviente convicción—. Existen millones de almas condenadas para toda la eternidad por haber vivido antes de nuestra llegada. Existen cientos de miles más que se han negado a reconocer nuestra verdad. Y si se produce la cruzada, ¿cuántos más se sumarán?

Creyese o no Sarhaddon en sus propias palabras, yo jamás había escuchado a un inquisidor hablando de esa manera y me vino a la mente la vaga duda de si era posible que fuese diferente, a pesar de su participación en los crímenes de Etlae. Tantos inquisidores eran astutos, manipuladores, calculadores, inteligentes a su modo, pero también fanáticos e incluso estúpidos. Me constaba que Sarhaddon era inteligente, y empezaba a sentir una débil esperanza. No podía perdonarlo, pero deseaba creer que era una persona con ideas propias, no una copia de Lachazzar. —Hemos venido a predicar, a salvar— concluyó. —A devolver las almas a la luz. Si el primado ve que la mayor parte del Archipiélago ha vuelto al redil, entonces no iniciará la cruzada. —¿Aislar la herejía para acabar con ella con mayor comodidad?

—Predicaré a los herejes tanto como a los confundidos. Cathan, si las cosas siguen así se producirá una cruzada. La Inquisición acometerá su misión sagrada con demasiado celo, se producirán insurrecciones, y Lachazzar enviará a sus cruzados. En esta ocasión llegarán para quedarse y matarán a cualquier sospechoso de herejía, y habrá tanta muerte, tanta masacre…

—¿Y por qué me dices todo esto a mí? —le pregunté finalmente—. ¿Por qué has venido a verme?

—Porque tú eres un hereje importante, un hombre a quien conozco, y es muy probable que conozcas a la faraona. Ella podría ser restaurada en su puesto. He estado averiguando al respecto y he hablado con el exarca, incluso con el primado. Se le permitiría a la faraona proteger a su gente mientras ella acompañe nuestros esfuerzos de conversión. Esta vez no emplearíamos la fuerza ni la coerción, sino la persuasión, como debimos haber hecho en un principio.

—¿Pretendes que hable con la faraona y la persuada de que el Dominio, la misma gente que asesinó a su familia y la obligó a esconderse durante toda su vida, desea su cooperación? Eso es más que un cambio de fe.

—Me gustaría que lo intentases. Pero si no lo hicieses, te pido que me permitas intentarlo a mí. Dame tiempo y haré cuanto pueda por anular la orden de captura que el inquisidor general ha impuesto sobre ti.

Sacó entonces de sus ropas un pesado rollo de pergamino y me lo tendió. Lo abrí y empecé a leer las líneas destacadas en el texto. Mis ojos se concentraron en el inmenso sello del primado puesto al final. Hice primero una lectura rápida y luego volví a leerlo más despacio, deteniéndome para analizar algunas frases que apenas podía creer, que a duras penas parecían auténticas.

Por orden expresa de su santidad las actividades de la Inquisición autorizadas por el edicto universal son suspendidas en los territorios e islas del Dominio thetiano del Archipiélago. Todos los miembros de la orden venática son por la presente autorizados a interceder en favor de los herejes acusados si éstos pueden demostrarle a los inquisidores que se arrepienten por completo de sus pecados, en cuyo caso serán aceptados de regreso a la institución de los hombres. Todos los penitentes serán eximidos de llevar señales que muestren su vergüenza mientras obedezcan con fidelidad todos los decretos y leyes canónicas del sagrado Dominio. Se otorga a los hermanos de la orden venática la autoridad de predicar en espacios públicos. Asi mismo, y se autoriza a dicha Orden a presidir y organizar debates religiosos con herejes notables que se atrevan a ello. Estos herejes gozarán de un salvoconducto durante cada debate y por el lapso de un mes desde el mismo.

¿Por qué? ¿Por qué Lachazzar había hecho eso? Todo sonaba tan extraño a su proceder habitual, la idea de predicar y los debates religiosos… cosas que los primados habían autorizado en el pasado pero que no se realizaban desde hacía varios años. ¿Lachazzar, que creía en el fuego y en la espada y había enviado a la Inquisición al Archipiélago, suspendía ahora sus actividades para dejar manos libres a una docena de predicadores? Debía de estar tramando algo.

—¿Por qué ha permitido esto? —le pregunté a Sarhaddon sin rodeos—. ¿Es tu plan o el suyo?

—Yo le di la idea a la orden venática y persuadí a algunos instructores míos de que intentaran la aprobación del primado. Seré sincero contigo, Cathan, servimos muy bien a sus propósitos. Lachazzar me dijo por qué nos permitía seguir con el proyecto. Él ha enviado a la Inquisición y la población está aterrorizada por lo que pueda suceder. Ya se han quemado a algunas personas y serán muchas más si la Inquisición recibe esa orden. Nosotros ofrecemos la esperanza, una salida sin sufrimiento. Si se nos da libertad de acción, sin hostigar a los herejes, entonces la Inquisición recibirá la orden de juzgar sólo a los que nos desafíen abiertamente. —Obligar a la gente a la sincera devoción…

Asintió sin entusiasmo. Eché una nueva mirada al pergamino, firmado y autorizado por el propio primado. Ya había visto antes el sello del primado y no existía manera de que Sarhaddon lo hubiese falsificado. —Todo lo que te pido es ese tiempo de gracia— dijo tras una pausa. —Para que tú y los otros herejes permitáis que este plan progrese. Se trata de una hermosa isla, incluso con tan mal tiempo, y no me agradaría verla devastada por una cruzada. Lachazzar desea ser recordado como el primado que acabó con la herejía, aunque tú y yo sabemos que eso no sucederá. Pero me gustaría saber que el Dominio te ha ofrecido una oportunidad para detener la tormenta que se avecina.

—No tengo autoridad para garantizar tal cosa. Deberías hablar con el virrey.

¿Te he convencido al menos? Si los extremistas que te rodean aprovechan la tregua para atacarnos, el período de gracia llegará a su fin. Si no hacéis nada, el Dominio no hará nada. Mientras tanto lo intentaremos. El Archipiélago es el único lugar en el mundo que guarda tanto rencor al Dominio que podría impedir cualquier negociación razonable. Tú y yo sabemos que por todos sitios hay herejes que viven de forma encubierta. Pero el terror no es el mejor método para lidiar con ellos. Y tampoco es el sistema adecuado para encarar aquí el problema.

Enrollé de nuevo el pergamino con sumo cuidado y se lo devolví. Luego me alejé de Sarhaddon para echar un vistazo al pasillo lateral y al tormentoso cielo gris tras la empañada ventana. Si eso era verdad (¿podía serlo?, ¿era siquiera imaginable?), entonces se trataba de una oferta de paz y yo deseaba creer en ella. Pero al mismo tiempo, si Sarhaddon se salía con la suya, todos nuestros sueños de acabar con el poder del Dominio habrían llegado a su fin.

¿O quizá no? Cambress había desafiado al Dominio sin apartarse de la ley religiosa. Sus líderes reafirmaron los principios de Ranthas pero impidieron que se implantase la Inquisición. A lo largo de seis décadas no habían existido hogueras ni juicios por herejía. Mikas me había contado que en Cambress todo se toleraba mientras no incidiese en el Estado ni en la Marina, que en Cambress constituían una verdadera unidad. Es posible que exagerase un poco, pero me constaba que su padre sólo había asistido a una ceremonia religiosa por año, mucho menos del mínimo obligatorio. Su padre había sido juez, y ahora era almirante y miembro superior del consejo de Kanu.

Por otra parte, a lo largo de las últimas semanas yo había sido testigo de lo frágil que era nuestro sueño, tanto debido a la hostilidad del emperador como al hecho innegable de que el Archipiélago no podría ganar una guerra. Pero Ravenna… ella no aceptaría cooperar jamás. El Dominio le había arrebatado prácticamente todo y ella lo odiaba con una pasión que yo nunca podría igualar. Además, la única imagen que tenía de Sarhaddon era la del hombre encargado de encender nuestra hoguera. —Me gustaría consultarlo con los demás— dije por fin. —Lo que dices me da esperanza pese a la firma de Lachazzar, pero sin el consentimiento de todos mi palabra no te sirve.

¿Incluye al virrey?

—¿Quieres pedir audiencia?

—Creo que sería una buena idea, y quizá inspire confianza, si es que acepta una reunión en la que estén presentes tú y todos los demás. Luego me retiraré y os permitiré discutirlo.

—Lo imaginaba —afirmé con reticencia, preguntándome si sería una buena idea o le estaba brindando a Sarhaddon la oportunidad que deseaba para… ¿Para qué? Más allá de perder el respaldo popular que sólo podía proporcionarnos apoyo emocional, no veía de qué modo su plan podía ser un fraude. Incluso la conformidad de Lachazzar tenía sentido, dado el alto coste que tendría una cruzada. Según tenía entendido, la última había agotado las arcas del primado pese al enorme botín conseguido. La toma de Lepidor había tenido por motivo ahorrar dinero para la futura cruzada.

—¿Qué papel juega Midian en todo esto? —pregunté volviéndome hacia él.

—Midian piensa como el primado. También él será recompensado. —¿Y aceptará perderse tan tentadora carnicería?

—Vas demasiado lejos. Si nuestro plan funciona, su participación será bien premiada, seguramente con un avarcado vitalicio en Equatoria.

—¿Y todos los que esperan su ejecución en las celdas de la Inquisición?, ¿qué sucederá con ellos?

—Mis hermanos de fe les ofrecerán la posibilidad de arrepentirse. Eso es lo que intentamos lograr, que el Dominio acepte a los que han regresado al buen camino. Algunos se negarán a renunciar a sus creencias y serán quemados, pero sólo entonces habrá alguna ejecución.

—¿Crees que serás capaz de cambiar sus procedimientos? —insistí—. Culpable hasta que se demuestre la inocencia. Eso es lo que causa más odio.

—Recuerda que no soy una figura de peso. No puedo prometer la luna.

No eran demasiadas promesas, entonces. Parecía no estar dispuesto a mentirme, al menos no de forma evidente, para obtener mi respaldo.

—Si esperas aquí, iré ahora mismo a ver al virrey y le resumiré lo que me has propuesto.

—¿De forma imparcial?

—Sí, seré imparcial. Pero espera aquí. Éste no es mi palacio y no puedo hacerte pasar a otra sala.

—Está bien. Al menos esto está seco —añadió con un destello de su viejo humor ácido.

Lo dejé allí y me retiré del mismo modo que había entrado, a través de los pasadizos traseros, escogiendo para ir a ver al virrey el camino más largo. Necesitaba tiempo para pensar.

¿Debía creer lo que me había dicho sobre aquellos momentos cruciales en Lepidor, que Etlae tenía pensado salvarnos, aunque sólo fuera de la hoguera? Ella y sus secuaces, entre los cuales tenía que estar Sarhaddon, habían invadido mi hogar, envenenado a mi padre y casi asesinado a mi hermano. Ella nos había condenado a muerte a mí y a los demás y nos había atado a unos maderos. ¿Por qué habría de suponer que no pensaba ir más lejos?

Pero Sarhaddon era entonces sólo un sacerdote novato, alguien en cuya lealtad ella seguramente no hubiese confiado. Y ahora él venía a mí con un mensaje de paz y reconciliación. ¿Haría eso el primado para atraparme? Creer eso era el súmmum de la arrogancia, y el mero hecho de que se me hubiese ocurrido demostraba lo maligna que era la influencia de Orosius. Yo no podía ser considerado un líder de los herejes, y, que yo supiera, el Dominio no estaba enterado de mis orígenes familiares.

Por otra parte, si su propuesta era una ambiciosa trampa para capturar a unos cuantos líderes herejes, existían métodos más eficientes para ello. Sarhaddon me había pedido que hiciese de mensajero.

—Lo recibiré —fue la respuesta del virrey.