Me despertó Palatina y al abrir los ojos la hallé enfundada en ropas militares, con una bufanda alrededor de la cabeza. ¿De dónde la habría sacado? —Sólo alguien del norte podría dormir en estas condiciones. Eché una mirada por la ventana y mi corazón se acongojó al ver los ríos de lluvia deslizándose por los cristales contra el fondo de un cielo cubierto. Se oyó un trueno, seguido de sucesivos relámpagos.
Volví a correr las cortinas sin voluntad y me puse el impermeable, que por desgracia no era militar. Había dormido vestido todas las noches durante las dos semanas transcurridas desde que se apagó el generador, pero abandonar la cama seguía siendo una experiencia traumática.
—¿Por qué tan temprano? —le pregunté cogiendo una muda y una toalla de donde las dejé la noche anterior. Ella llevaba la suya bajo el brazo.
—No es tan temprano. Ya hace tres horas que amaneció.
—¿Ya ha amanecido? —Mis palabras fueron apagadas por otro desafiante trueno—. ¿No hay señales de que esto se vaya a acabar?
Ella negó con la cabeza.
—El agua caliente ha sido muy escasa esta mañana, nuestros amigos de afuera están demasiado ocupados asegurándose de que no se derrumben sus propios hogares. Tenía que despertarte o no iba a quedar ni una gota para ti.
—Gracias.
La seguí por los pasillos, donde luces de éter aisladas ardían aquí y allá, de camino al pequeño salón de la planta baja que estaba siendo utilizado como improvisado lavabo. Habían hecho un agujero en uno de los muros, para insertar una cañería de cobre que conectaba con la familia amiga más cercana, que vivía junto al palacio. Echaban por ella cada mañana toda el agua caliente que podían, pero aun así apenas era suficiente.
—Justo a tiempo —dijo Laeas mientras yo resbalaba sobre la piedra húmeda. Allí hacía mucho más calor que en cualquier otra parte del palacio, pero sólo el agua estaba caliente—. He guardado una poca para ti. Somos los últimos, todos los sirvientes se levantaron hace siglos.
Coloqué mis cosas en el habitáculo apenas resguardado por cortinas que servía para cambiarse, tan estrecho que sólo cabían dos personas de pie, así que hacerlo era verdaderamente complicado. —Vosotros dos primero—. Era la voz de Persea, desde el otro extremo. —Y apuraos, por el amor de Thetis. El agua se está enfriando.
Laeas y yo fuimos tan de prisa como pudimos a la improvisada ducha: una manguera en cuyo extremo se había colocado un recipiente que retenía el agua y luego la liberaba poco a poco, por lo general con pausas lo bastante largas para que quien se estaba duchando llegase a pasar frío. El agua sólo estaba tibia esa mañana y tuvimos que limitarnos a llenar el recipiente dos veces, lo suficiente para mojarnos por completo pero no mucho más. Cuando acabamos, me envolví en la toalla, temblando mientras ponía el mecanismo en marcha para Laeas. Luego los dos nos metimos tras las cortinas y nos vestimos tan rápidamente como pudimos, sin secarnos bien. Era incómodo pero no insoportable. Todo lo hacíamos mecánicamente en la última quincena. Habituados ya a esa rutina, me vestí en apenas un minuto y medio y recogí mi ropa sucia, esperando a que acabasen las mujeres. Como éramos los últimos en usar la ducha, nos entretuvimos en dejar el lugar ordenado. Luego dejamos la muda sucia en la bolsa de la lavandería y nos fuimos arriba con la esperanza de desayunar.
—No nos han enviado mucha comida esta mañana —dijo Laeas con pesar—. La tormenta es demasiado fuerte.
—¿Recuerdas otro invierno semejante? —pregunté.
Laeas negó con la cabeza.
—Este invierno es el peor que he visto, y da la impresión de que el resto de la isla también lo padece. En mitad de la noche se desprendió otro tejado y unas cuantas personas resultaron heridas, Por fortuna no murió nadie, pero fue imposible trasladarlos a la enfermería.
¿Y el virrey?
—Ya sabes cómo es. Está decidido a lograr que recuperemos la luz, pues ya se ha restaurado la conexión con la red de la ciudad. Esperamos poder conectar todo esta misma noche, enviándole a ese cabrón del templo el mensaje de que sus magos no son infalibles. Gracias al cielo, quien construyó esa mole fue demasiado tacaño para instalar iluminación directa sólo por generador de leña.
—Me pregunto cuál será el significado teológico del éter —subrayó Palatina cuando llegamos a la cocina.
Las únicas frutas que quedaban eran en su mayoría naranjas, y cogimos dos cada uno, así como todo lo que pudimos conseguir. Que no fue mucho después de que todos los demás hubieron cogido su parte. Al menos, los sirvientes era alimentados por generosos vecinos. De hecho, comían mucho mejor que nosotros, aunque, en dos ocasiones a lo largo de la última quincena, el virrey nos había llevado a cenar a un restaurante cercano, escoltados por una guardia numerosa para prevenir que Midian intentase algo.
Habíamos esperado hasta hoy, hasta que la tormenta hubiese pasado. La noche anterior los guardias habían acabado de reabrir un túnel (en esta ocasión un pasadizo genuinamente secreto) que descendía hacia una pequeña casa pasando el puerto. También nos proporcionaba, lo que era quizá más importante, una vía de escape para ir a la ciudad. El virrey permitía salir incluso a los dos thetianos, adecuadamente disfrazados, bajo palabra de que no huirían. No había ningún buque en el puerto esperando zarpar, así que no podían ir muy lejos.
Pero, con semejante tiempo, se suponía que no iríamos a la ciudad. Pocas tiendas estarían abiertas en un día tan malo como éste, y en el exterior hacía tanto frío que ninguno de nosotros deseaba enfrentarse a los elementos. Podíamos ver el mismo paisaje, y empaparnos por igual, en el jardín del palacio.
Por otra parte, había tan pocas cosas para hacer en el palacio que Palatina y yo estábamos cada vez más inquietos e irritados a medida que pasaban los días. El palacio nos parecía una prisión, oscura y deprimente con un régimen austero. Y fuera, un grupo de agentes sacri se mantenían atentos a los portales siempre que el tiempo se lo permitía. Midian no había cedido en sus exigencias, no había considerado la diplomacia de Sagantha. Allí en Qalathar, Midian era quien repartía las cartas, y lo sabía muy bien.
—Así que aquí estáis —dijo una voz mientras me acababa la segunda naranja. Miré a mi alrededor y distinguí a la secretaria del virrey de pie en la entrada—. El virrey desea veros tan pronto como acabéis.
—Muy bien —respondió Laeas. Me pregunté qué pasaría ahora. Rogué que no fuese nada grave esta vez. Se habían producido nuevos arrestos: más de doscientas personas estaban encarceladas en la prisión del templo, a la espera de ser juzgadas por herejía. Algunas serían quemadas en la hoguera, lo que me ponía malo cada vez que pensaba en ello. ¿De verdad valía la pena? Los sacerdotes ofrecían casi siempre una vía alternativa, pero muchos no optaban por ella. Ahora, como pasó en Lepidor, sería aún peor: les darían menos oportunidades de escoger. Y estaban empleando la tortura, lo que constituía una contradicción flagrante de sus propias leyes, por no mencionar una multitud de decretos imperiales previos que estaban ignorando tanto el actual emperador como los inquisidores. Nadie en su sano juicio deseaba afrontar la tortura o la hoguera, de modo que los arrestados se daban por vencidos, ofrecían más nombres en respuesta a las amenazas y se arrestaba a más gente. La flota de pesqueros no podría zarpar hasta que los inquisidores estuviesen convencidos de que no había ningún hereje entre sus miembros. Y todavía no había ninguna esperanza en el horizonte, con excepción de los por entonces ya viejos rumores sobre la faraona. Pero ése no era el caso, según quedó claro al llegar a la oficina de Sagantha. Ésta era mucho más majestuosa que la sala donde solíamos reunimos cuando él estaba fuera, con altos techos y costosas alfombras en el suelo, a las que la débil iluminación no hacía justicia. Su escritorio era un oasis de brillo en un espacio por otra parte oscuro y monótono, y, tras recibir la invitación a sentarnos de Sagantha, colocamos unas sillas a su alrededor.
—Palatina, Cathan, vosotros y los demás debéis marcharos —dijo sin preámbulos, recostándose en la sencilla pero mullida silla que usaba. Gobernar una nación ocupada desde un palacio oscuro y frío era una desventaja, y su rostro mostraba líneas de expresión que no estaban antes ahí. Aún no podía comprender por qué había aceptado el virreinato.
—Os he permitido ir a la ciudad como una medida temporal, pero eso ya no puede continuar. Las cosas aquí no hacen más que empeorar, y sois una fuente de tensiones. No os estoy echando ni nada parecido, pero tampoco estáis logrando nada por permanecer en el palacio, y me parece que el resto de esta isla es demasiado peligroso.
Palatina y yo nos mirábamos con incomodidad. Ninguno de los dos deseaba permanecer en el palacio, pero marcharnos de la isla equivalía a abandonar a Ravenna, quizá nuestra única esperanza de hallar el Aeón, y lo cierto es que nos sonaba muy mal.
—Puedo adivinar que la idea de marcharos no os agrada a ninguno de los dos.
—¿No podemos solamente desaparecer? —preguntó Palatina—. Sin protección, correremos nuestros propios riesgos.
—Sí, pero ¿para hacer qué? Habéis venido aquí con un plan para reemplazar a la faraona.
—Hemos venido como parte del plan de Mauriz para reemplazar a la faraona —corregí—. Yo soy el títere, ¿recuerdas?
—Lo eres, Cathan, pero ¿no estaba Palatina involucrada en esa intriga? Desde el punto de vista político, ambos sois comodines sin ninguna lealtad hacia nadie en concreto.
Sin saber qué opinaba realmente de mí, decidí asumir el riesgo de desviar su atención hacia otra cosa. Incluso si mi treta tenía éxito, no tenía ninguna certeza de que al final no se volviese en mi contra.
—Eso no es cierto —protesté a la defensiva, y luego añadí sin convicción—, respecto a ninguno de los dos.
Sagantha apoyó por un momento el puño contra la barbilla, estudiándome con la mirada. Le dije la verdad, pero sólo parte de ella, con la esperanza de que fuese suficiente. Palatina y yo habíamos acordado no hablarle sobre el Aeón, pues no podíamos estar seguros de que no llamase a los cambresianos.
—¿Sabes que Ravenna se marchó porque no confiaba en ti? —me dijo.
Fue un golpe bajo de parte de Sagantha, pero era algo que yo ya sabía.
—Ella no confiaba en mí a causa del complot de Mauriz —respondí y en mi mente agregué: «Y porque soy un Tar’ Conantur». Me pregunté también si alguna vez conseguiría librarme de ese peso.
—¿Piensas que ella habría cambiado de idea?
—¿Es que voy a acabar en otra cosa que no sea jerarca títere?
Decidí aceptar su propuesta después de que Ravenna se marchara, cuando parecía que su plan sería la mejor manera de deshacerse del Dominio. ¿Qué posibilidades les quedan ahora?
—Para ser realistas, no existe ningún modo de deshacerse del Dominio —afirmó con gravedad—. Carecemos de tropas, no tenemos con qué contrarrestar el poder de sus magos y ninguna protección contra las tormentas. Sí, sé que Ravenna y tú conseguisteis realizar ese truco increíble en Lepidor, pero eso fue contra un mago y un puñado de sacri en territorio afín. Lo único que puede hacer ahora la faraona es ocultarse en los alrededores de la ciudad. Si comenzase a matar sacerdotes, se producirían más detenciones y más juicios.
Sagantha había estado en lo cierto, de no ser por el Aeón. Los sacri no eran aquí el factor decisivo, por muy bien entrenados que estuviesen. Ellos sólo protegían a la Inquisición mientras ésta cumplía con sus funciones. Y la Inquisición tenía toda la isla a su merced. ¿Apoyaría la gente a Ravenna si el mismo hecho de nombrar a la faraona era declarado herejía?
—Si embarcas a Mauriz, Telesta y compañía —dijo Palatina—, preferentemente de regreso a Thetia, lo único que pedimos nosotros es salir seguros del palacio.
—¿Los ayudarán vuestros amigos? —le preguntó el virrey a Laeas y Persea.
Ellos se miraron con apuro entre sí y luego asintieron. —Si conseguimos ocultar algunos rasgos de Cathan, podríamos hacerlo. Cambiando el color de sus ojos y oscureciendo su piel, seguiría pareciendo un thetiano pero no resultaría tan reconocible.
—Lo pensaré un poco —anunció sin más Sagantha y pidió que nos marchásemos—. Laeas y Persea, necesito vuestra ayuda con esta correspondencia.
—¿Cómo, por todos los cielos, planea sacarnos de aquí? —dijo
Palatina cuando las puertas se cerraron detrás de nosotros y nuestras voces no pudieron ser oídas. —El Dominio revisa cada nave que zarpa, incluso las pesqueras. Estoy segura de que Sagantha tiene algún plan. Ayer decía que nos quedásemos aquí varias semanas más, lo que me parecía muy deprimente. Ahora, de repente, debemos partir, y en especial Mauriz y Telesta. No parece tan preocupado por nosotros dos.
Negué con la cabeza.
—Por lo general estoy de acuerdo contigo, pero eso tampoco me parece cierto. Nosotros somos sin duda más útiles para Sagantha que Mauriz o Telesta. ¿No es así?
—Sí, es cierto, en especial tú; como jerarca eres muy valioso para dejarte marchar, en especial para un cambresiano, y además eres la única persona por la que Ravenna siente cariño sincero. Sagantha puede utilizarte para negociar con ella. El peligro de convertirte en títere aún sigue ahí.
Salimos al atrio, con sus altas columnas, ahora grises y monótonas en medio de la lluvia, y pasamos al lado de cuatro puertas. Una de las galerías estaba cerrada debido a los rayos que se habían estrellado allí la noche anterior, y los hombres del tribuno estaban atareados reparando los daños.
—Lo sé, pero lo seré de todos modos. Cuanto más nos quedemos aquí, mayores serán las probabilidades de tener noticias de Ravenna.
—Ya han pasado cinco días. Incluso si pudieses contactar con ella mañana, cualquier intercambio de mensajes requeriría más tiempo.
Sonreí a Palatina y negué con la cabeza. Por una vez había podido llegar a una conclusión absolutamente mía.
—Cuando me llegue la respuesta —afirmé—, podré buscarla.
—¿Mediante magia? —preguntó frunciendo el ceño.
—Sí, de una clase especial.
—¿No atraerá esa magia la atención de los magos del Dominio?
—Sólo es efectiva porque nosotros ya hemos enlazado nuestras mentes antes, sólo por eso. Y cuando la localice, ella querrá que le revele cómo lo he logrado para que no pueda volver a utilizarla. Pero esta vez ya habré sabido lo lejos que se encuentra y en qué dirección. Eso bastará.
—Te estás volviendo retorcido, Cathan —advirtió Palatina con una leve sonrisa—. Si no te conociese bien, casi afirmaría que sabes qué es lo que vas a hacer.
—Sí que lo sé —respondí cortante, y mi buen humor desapareció. Pese a la broma, su comentario parecía sugerir que yo no tenía ideas. ¿Es que tenían una opinión tan pobre de mí? ¿O era porque lo decía Palatina, a quien siempre se le estaban ocurriendo cosas?
—Lo siento —me dijo ella poniendo una mano sobre mi hombro para aplacar mi enfado.
Me volví con determinación y me alejé en dirección contraria. —No, sólo lamentas haberlo dicho en voz alta. No necesito tu compasión.
Caminé hacia la columnata ignorando el viento que golpeaba mi rostro y me encaminé hacia los grises pasillos que conducían a la biblioteca. Probablemente, Telesta estuviese allí, pero ¿qué importaba? Ella opinaba sobre mí lo mismo que los demás, con la salvedad de que, igual que Mauriz, no lo ocultaba en absoluto. Yo era consciente de ser desgraciadamente un líder indeciso, pero ¿acaso eso convertía cualquier idea que surgiese de mi mente en una singular rareza?
Como suponía, Telesta ya estaba en la biblioteca, de pie ante una luz con un inmenso volumen encuadernado en negro apoyado sobre uno de los estantes.
—Buenos días, Cathan —dijo y luego, tras observar la lluvia en la ventana, añadió—: O quizá no lo sean tanto. Hace bastante que no te veo. —No vengo por aquí con mucha frecuencia— respondí en tono neutral. —Aquí el tiempo pasa de manera diferente». Los días no resultan tan pesados.
«Aquí el tiempo pasa de manera diferente para el clan Polinskarn», pensé para mis adentros, pero no lo dije. Hacía varios días que tenía intención de visitarla, pero lo había pospuesto una vez tras otra debido a mis pocas ganas de hablar con ninguno de los dos thetianos. En todo caso, estaba allí en aquel momento debido a una decisión puntual y no premeditada, pues si no podría haber estado postergando el encuentro indefinidamente. —¿Podría entonces quitarte un poco de ese tiempo, si es que te apetece compartirlo?
—Eso depende de que pueda o no ayudarte —repuso Telesta cerrando el libro y devolviéndolo a su sitio en la estantería—. Si nuestro pacto todavía sigue en pie, entonces te debo más respuestas. ¿Se trata de una duda histórica?
—En parte. Al menos la pregunta es histórica. Pero no sé si su respuesta lo es o no.
—Continúa.
—Tanais Lethien. ¿Sabes quién o qué es?
Acercó dos sillas a la mesa más cercana a la luz y me indicó que me sentase.
—Para explicar eso debería contarte una historia muy larga. ¿Tienes tiempo?
Asentí y me senté.
—Sabes que la guerra de Tuonetar duró siglos, de hecho ocurrió durante toda la existencia de Thetia hasta la usurpación. Los thetianos siempre supieron que los habitantes de Tuonetar estaban allí, más allá de las islas del exterior, un enemigo con el que nunca se podría llegar a la paz. Nadie consideró jamás firmar un tratado con Tuonetar, aunque existieron períodos en los que no hubo luchas. En aquellos tiempos éramos una sociedad guerrera. Las mujeres combatían codo a codo con los hombres, como seguirían haciéndolo si se lo permitiesen, pero hubo siempre una distinción entre tiempos de paz y de guerra. La propia Thetia, hasta el mismo final, fue sagrada, un lugar para el placer, la música, la danza. Todas las grandes óperas, los poetas y filósofos más importantes pertenecen a ese tiempo. Luchamos durante siglos contra los clanes, imponiéndoles que proporcionasen buques y marinos para participar en la campaña antes de regresar a su tierra. No había ningún ejército estable con excepción de la guardia imperial, a la que todavía llamamos Novena Legión, pese a que ya no existen otras legiones. Incluso entonces eran sólo unas pocas. El ejército no se constituyó hasta los tiempos de Valentino, el padre de Aetius, cuando pareció que la amenaza de Tuonetar se hacía mayor. Los clanes fueron siempre muy reticentes a ofrecer sus naves, de modo que la Armada empezó con unas cuantas mantas desechadas, tripuladas por inadaptados y oportunistas. Casi todos los marinos fueron reclutados entre la población de las aldeas pesqueras para servir a cambio de una compensación miserable. Eso, al menos, hasta que el emperador consiguió persuadir a la Asamblea de que le otorgase fondos. Pero finalmente no se los entregaron y la flota tuvo que subsistir del botín que obtuviese al saquear al enemigo. Valentino era por aquel entonces un anciano, y dirigía todas sus energías a ganar batallas. La fuerza de los clanes fue probada y desafiada, ante la duda de que no fuesen de fiar y, tal como esperaban los líderes de los clanes, la Armada fue dejada de lado. Las cosas no han cambiado, sólo que ahora se han invertido.
Telesta levantó los hombros. Seguía vistiendo siempre de negro, y su cuerpo resultaba imposible de distinguir en medio de la penumbra general. Sólo su rostro era visible a la pálida luz de éter.
—Supongo que la Armada habría tenido una muerte lenta —continuó—, utilizada sólo para actuar en puntos sin importancia, de no haber sido por un joven marino del buque insignia. Se trataba de un centurión, que había ascendido desde los rangos inferiores, como ha sido siempre. Se llamaba Tanais Lethien y provenía de las montañas del interior del territorio Canteni. Cuando entras en la Armada o en la guardia imperial abandonas tu nombre de clan, pero él era originalmente un Canteni. No me había dado cuenta, pero tenía sentido. El clan guerrero Canteni, se autodenominaban, incluso ahora que su espíritu marcial apenas sobresalía sobre el resto de los clanes. —Cuando la nave insignia fue abordada durante una escaramuza menor, Tanais se las arregló no sólo para repeler a los de Tuonetar, sino incluso para capturar al buque atacante. Lo usó como anzuelo para atraer hacia su trampa al resto de naves enemigas. Y, debido al modo en que actuaba la armada de Tuonetar, que empleaba unos pocos buques grandes de carga y muchos pequeños, Tanais logró destruir las defensas de una de las naves de carga. Los líderes de clanes, comandados por un almirante imperial, le dijeron que se mantuviera quieto mientras ellos capturaban el otro gran buque de Tuonetar y lo destruían. Pero Tanais temió que el buque consiguiese huir, de modo que convenció al oficial superviviente de mayor rango del buque insignia, un lugarteniente llamado Cleomenes Cidelis, de desobedecer las órdenes y dar caza al enemigo.
«Cidelis, el futuro almirante», pensé. Todo eso debió de suceder veinticinco años antes del final de la guerra. No se me había ocurrido que Tanais conociese a Cidelis desde hacía tanto tiempo. —Destruyeron la nave enemiga, pero cuando llegó el almirante estaba furioso y exigió el arresto tanto de Tanais como de Cidelis por desobedecer sus órdenes. Ambos se resistieron a ser arrestados, lo que quizá no fuese una buena idea, y los dos buques se escoltaron entre sí de regreso al puerto. Tanais y Cidelis fueron llevados a la capital, donde se enfrentaron a una corte marcial, pero un joven de dieciséis años llamado Carausius influyó para que interviniese su hermano gemelo, el príncipe coronado. El emperador Valentino perdonó a los dos oficiales y, de hecho, los ascendió. Lo importante de todo esto es que por primera vez la fuerza imperial fue tomada en serio. Tanais y Cidelis la dotaron de sentido del orgullo, y el emperador dejó de ignorarla. En apenas una década habían hecho que el ejército imperial pasase de ser una broma a lo que hoy conocemos. Tanais creó las legiones y Cidelis consolidó la flota imperial haciéndola mucho más grande que la de los clanes unidos; pasó incluso que varios buques de algunos clanes desertasen para entrar en la Marina. Entre ambos fundaron el ejército imperial, con el que Aetius ganó la guerra. La Marina nunca olvidó lo que habían hecho Tanais y Cidelis, y tampoco la intervención de Aetius. El inteligente Carausius permitió que su hermano se llevase el mérito, y ese gesto hizo que su hijo lo despreciara. Tanais acabó como almirante, un puesto que Aetius creó especialmente para él, y combatió a lo largo de toda la guerra. Nunca perdió una batalla, ni una vez en todos esos años. Ya sabes qué ocurrió durante la contienda, cómo al final la Armada los siguió a los cuatro a Aran Cthun. Cada año, en el aniversario de la caída de Aran Cthun, la Marina y las legiones celebran un homenaje en honor de los caídos para recordar aquella gesta, la muerte de Aetius y el hecho de que Tanais y Cidelis los hubiesen salvado. Consideran a Tanais algo parecido a un dios, incluso ahora.
»No estoy segura —prosiguió— de qué sucedió durante la usurpación. Los dos estaban lejos, en Selerian Alastre, la noche en que Tiberius fue asesinado. Nunca más se supo de Cidelis. No figura en la lista de víctimas, ni entre los que combatieron al usurpador, tampoco es mencionado en el pergamino de los Padres fundadores de Cambress. Es como si se hubiese evaporado de la faz de la tierra. Yo, personalmente, creo que se suicidó. Pero Tanais no lo hizo. Tampoco se encuentra en ninguna de las listas, pero durante los primeros cinco años de Valdur en el poder, alguien se encargó de matar a todos los miembros del alto mando que se opusieron al reinado de Valdur. Eso lo sabes porque lo narra el Continuador, pero Tanais no reapareció hasta que Valdur murió. También él fue asesinado, pero no por Tanais. Un fanático religioso lo apuñaló camino de palacio. Un final muy apropiado. Desde entonces, Tanais ha aparecido una o dos veces en cada generación durante unos pocos meses y luego ha vuelto a desvanecerse en las sombras. Se muestra sólo, lo suficiente para mantener viva su leyenda, dejando que lo vean algunos de los oficiales, logrando que el emperador conozca su nombre. Ha venido a los funerales imperiales; mi padre lo vio cuando enterraron a Perseus. Jamás ha interferido en la sucesión, pero si les pidiese a los militares que lo designaran emperador, probablemente lo obedecerían.
—Pero no suena como algo que Tanais vaya a hacer.
—¿Quién sabe? ¿Cómo ha logrado vivir más de doscientos cincuenta años?
—Para nosotros son siglos, pero ¿y para él? —pregunté con curiosidad—. ¿Cuál fue su última aparición? —En Thetia, hace unos cuatro años. Pasó tres meses en la academia militar, y fue cuando se convirtió en tutor de Palatina. Pero tú lo has conocido, así que es evidente que ha estado en otros sitios además de en Thetia.
—¿Es posible que a lo largo de dos siglos sólo haya estado activo durante unos diez años?
—También yo me lo he planteado. Sí, si sumas todo el tiempo en que se aparece, sólo llenaríamos una fracción de esos siglos. Y existe mucha magia de la que no sabemos nada en absoluto, no desde las purgas. Supongo que los magos del Dominio serían capaces de explicarlo. —Es decir que tú crees que él es el almirante de Aetius…
Telesta pareció sorprendida.
—¿Quién más podría ser? Todo parece indicarlo. ¿No es un principio de la lógica y de la ciencia que, siendo iguales las demás cosas, la explicación más simple siempre será la correcta? ¿Crees que algún ser humano podría soportar una existencia semejante? —Creo que los seres humanos pueden soportar cualquier cosa, siempre y cuando tengan esperanza. Es, por cierto, una vieja idea, y si has leído bastante filosofía thetiana te resultará familiar el argumento contrario.
—Me temo que no. He leído algo de filosofía, pero a lo único que en verdad presté atención fue a los escritos científicos. —¿La Historia natural de Manathes, Sobre la naturaleza de las cosas de Bostra?
—Sí, y el resto. Siempre me han resultado más interesantes. —A mí nunca me ha entusiasmado Bostra. Demasiado monótono, demasiado pedante. Cathan, ¿por qué deseabas saber de Tanais?
Telesta dijo eso exactamente en el mismo tono de frase anterior, lanzándome la pregunta de repente. Había supuesto que no tendría que dar explicaciones, asumiendo que Tanais era una figura lo bastante relevante para que mi interés no requiriese aclaraciones. El motivo concreto —que se lo había preguntado para encontrar un nexo con el mucho más esquivo Cidelis— era algo que no tenía intención de revelarte.
—Tanais es importante —respondí—, y me preguntaba cómo podías hablar sobre él sin haberte cuestionado quién es en verdad. ¿Por qué no se lo preguntaste entonces a Palatina?
—Tú eres historiadora —dije, aunque quizá la razón fuese mi propia debilidad, pues la relación de Palatina con Tanais parecía implicar que ella poseía mucha más información. De cualquier modo, también era probable que Telesta se interesase más por los detalles—. ¿Es cierto que no existe ningún documento o texto que hable de lo que hizo Tanais durante la usurpación?
—Yo no he encontrado nada. Mi hipótesis es que debió de ser capturado, tal vez envenenado, y que se le mantuvo apartado para que no ocasionase problemas.
—Pero ¿qué podría haber hecho? Muerto Tiberius, Valdur era el último Tar’ Conantur que quedaba con vida.
—Olvidas que Valdur no actuaba retrospectivamente. Asesinó a su primo, el legítimo emperador, y podría temer que Tanais sencillamente lo asesinase y ocupara el trono. Tanais no hubiese podido ser atacado abiertamente, pues era demasiado importante, pero si era apartado, Valdur tendría tiempo de consolidarse en el poder. Cidelis pudo haber sido asesinado con discreción entonces. Valdur podría haber dicho que Cidelis, y quizá también Tanais, se habían apropiado del buque insignia.
—¿Te refieres al gran buque Aeón> —pregunté intentando aparentar ignorancia—. ¿Cómo podría haber justificado eso?, ¿afirmando que lo habían destruido?
—Jamás habrían hecho eso —sostuvo Telesta observándome con curiosidad, y por un momento sentí una helada puñalada temiendo haberme delatado. Pero entonces su expresión escéptica desapareció y yo evité exteriorizar mi alivio—. Eso fue una invención. Valdur se vio obligado a crear semejante historia pues lo humillaba no contar con el Aeón. Me parece probable que el Aeón fuera destruido finalmente por Cidelis, pues desde entonces no ha sido mencionado nunca más, y algo tan grande sería imposible de ocultar. Ha pasado demasiado tiempo desde entonces para que siga sin haber noticias de él. Quizá…
Telesta no pudo acabar la frase, pues se oyó un golpe seco en la puerta, y apareció Persea.
—Lamento interrumpiros, pero tenemos más problemas. Sarhaddon acaba de llegar desde Taneth con una especie de orden del primado y se encuentra en la puerta.
—¿Ha venido para arrestarnos? ¿Lo acompañan los sacri? —pregunté. Me había convencido a mí mismo de que no sucedería nada con ese mal tiempo. ¿Por qué se habrían arriesgado los sacri?
—No, ha venido sin guardia. Sólo lo acompañan dos sacerdotes. Desea verte, Cathan.