En el nombre de Ranthas, su gracia ordena la entrega de estos fugitivos y pecadores a la justicia, para que expíen sus pecados contra Ranthas y contra las autoridades del Dominio, sus sirvientes en la tierra. Son culpables de los crímenes de herejía, blasfemia y negativa a reconocer la autoridad de su santidad Lachazzar, tres veces bendecido por Ranthas. Se hace efectivo según la autoridad conferida a sus sirvientes del Dominio por el edicto universal y a petición del Dómine Abisamar, capitán inquisidor de la provincia e islas de Sianor, en la tercera hora después del crepúsculo del sexagésimo tercer día invernal del año de Ranthas 2775 —leyó Laeas—. Eso es más o menos lo que dice, aunque no creo que sean novedades para vosotros. —Volvió a enrollar la carta y la arrojó sobre la mesa que tenía enfrente—. Como no hay nadie capacitado para actuar en ausencia del virrey, no puedo hacer nada al respecto.
—Por desgracia no aceptarán un no por respuesta —advirtió el tribuno, de pie a un lado, junto a la amplia ventana de la sala de recepción de Sagantha.
—¡Pues deberán hacerlo, por Ranthas! —respondió Laeas reclinándose en el espacioso sillón y mirando a Mauriz y Telesta, agregó—: Vosotros nos habéis metido en este problema. ¿Tenéis algo útil que decir?
Mauriz no estaba habituado a que nadie le hablase de esa manera, especialmente cuando el que se dirigía a él no era thetiano y, además, era mucho más joven que él.
—Tu deber es supervisar nuestra seguridad, nada más.
—¡Gran ayuda! La palabra diplomacia parece ser desconocida para ti pese a que sólo eres el enviado de otro. Por cierto que os protegeremos, aunque si los sacri invaden este palacio, dudo que pueda garantizar vuestra seguridad. Por ahora no tengo más que decir —repuso Laeas, y golpeó el puño contra la mesa aparentando, en mi opinión, mucha autoridad. Había tratado ese tema Laeas porque era capaz de imponer su carácter con mayor firmeza que Persea o la secretaria de Sagantha. Hasta esa mañana no me percaté de lo reducido que era el personal del virrey. Al parecer muchos de sus integrantes habían sido enviados a las colinas o regresaron a sus hogares cuando se presentaron los inquisidores.
—Quiero asegurarme de que podré contactar con el cónsul Scartaris en cualquier momento del día.
—Habla con el tribuno, que es quien está a cargo de las comunicaciones.
Mauriz y Telesta se volvieron y empezaron a avanzar, mirándonos a Palatina y a mí. Los había visto muy poco desde nuestra llegada y era evidente que estaban resentidos porque teníamos más aliados y amistades que ellos en Qalathar. Supongo que habían esperado tener que protegernos, y no lo contrario.
Tras una fugaz discusión con Laeas sobre la marcha de los guardias, también se fue el tribuno. Laeas dejó el escritorio con expresión de alivio.
—¡Maldita mi suerte! ¡Es la primera vez que Sagantha se marcha y me deja con estos dos! Persea, has estado fuera. Dime ¿qué ocurre en la ciudad?
—Nada bueno —se incorporó de la silla y se colocó cerca de donde había estado el tribuno—. Los inquisidores no han capturado mucha gente, de modo que emitieron otro decreto afirmando que negarían su bendición a las flotas pesqueras si no cooperaban totalmente. Y pueden extender el significado de la palabra cooperación a lo que se les antoje.
—Superstición —murmuró Laeas—. Los pescadores no zarparán sin la bendición de un sacerdote y el augurio de que estarán a salvo de las tormentas. En realidad lo importante es lo último, pero son muy supersticiosos.
—¡Venga ya! ¡Hablas como si tú no lo fueras! —dijo Persea.
—Sólo hasta cierto punto —respondió él, enfadado—. La idea de que la palabrería de un sacerdote que no tiene nada que ver con el mar pueda protegerlos y facilitarles una buena pesca es ridicula.
—Tú mismo lo has dicho. Eso no es lo importante. Deben consultar a los oceanógrafos para saber cómo estará el mar, y al Dominio para conocer el tiempo. Y en este aspecto es donde el Dominio basa su poder. Se trata de una tradición tan vieja como el Dominio, y sólo un milagro podría cambiarla. Persea me miró antes de añadir: Quizá tú seas nuestro milagro. Lo dijo con tanta seriedad que no supe qué responder. Persea poseía un sentido del humor muy directo y era fácil detectar cuándo bromeaba. Pero no parecía ser el caso.
—Les conté lo que habías pensado ayer, tras el escape de éter —dijo Palatina en tono de disculpa—. Necesitaremos más ayuda.
Me pregunté qué más les habría revelado para justificar el osado comentario de Persea. Pero los demás no parecían considerarlo ridículo. —¿Está sucediendo lo mismo también en el resto de las islas?— Sabemos tanto como tú, pero supongo que sí. En todos los puntos del Archipiélago se trabaja con los mismos principios generales, salvo en las ciudadelas, donde la gente todavía no debe de haberse enterado de nada, ¡viven en las nubes!
—¡Eso será en la Ciudadela del Viento! —señaló Laeas relajando el ambiente, y no pude evitar reírme. Había tan pocos motivos para bromear en los últimos tiempos…
—¿Qué opina el pueblo de los inquisidores? —preguntó Palatina un momento más tarde, rompiendo el fugaz instante de distensión—. No son muy populares —respondió Persea—. Todos detestan sus métodos, pero por lo general tienen demasiado miedo para decirlo abiertamente. La ciudad ha cambiado mucho en las últimas semanas, la conozco lo suficiente para notar la diferencia. Ah, y otra cosa que debí mencionar antes: circulan muchos rumores. En su mayoría se refieren al Dominio, a lo que hará Midian, pero también corren otros, y bastante consistentes, que dicen que la faraona ha vuelto.
Palatina y yo nos miramos con alarma un instante, pero la preocupación pasó cuando Persea declaró:
—Ahora sabemos que es cierto porque Ravenna ha ido a reunirse con ella.
—¿Qué es lo que comentan por las calles? —preguntó Laeas de repente, con más vivacidad de la que había mostrado en toda la mañana. Su aparente agotamiento se había desvanecido en un instante—. En realidad, lo que tú esperabas. La faraona ha regresado a la isla, se oculta en algún lugar y volverá para enfrentarse al Dominio, aunque no está reuniendo ningún ejército. Ya he oído antes noticias parecidas, de modo que es muy pronto para afirmar si se trata de un rumor falso difundido de forma deliberada, o no. Pero la gente quiere creerlo. Desea pensar que la joven a la que han esperado durante veinticuatro años aparecerá por fin, seguirá los pasos de su abuelo y expulsará al Dominio.
—A ti también te gustaría —dijo Palatina.
—Es una idea totalmente irracional teniendo en cuenta lo mal que están las cosas, pero tienes razón. Deseo con todo mi corazón que sea verdad. Mauriz y Telesta no lo comprenderían.
—Pero ¿crees en la figura de la faraona o sólo en alguien que os libre del Dominio? Supongo que lo último es lo que desea la mayoría, echar a los inquisidores de las islas y que no regresen jamás. Creo que para lograr eso se enfrentarían incluso a las tormentas. Aquí el clima no es tan terrible como en los Continentes, e incluso se podría predecir en cierta manera.
—En teoría, nosotros, los habitantes de Qalathar, podríamos expulsar al Dominio por nuestra propia cuenta. Pero entonces sólo seríamos una masa de gente desorganizada. Aquí nos hemos criado todos con lo que nos contaban nuestros padres sobre lo brillante que era Orethura, cómo mantuvo al Dominio bajo control durante tanto tiempo, cómo resistió hasta el fin. Nuestros mayores vivieron la cruzada y son los que nos han hablado de su nieta.
—No creo que consigas ganar esta discusión, Palatina. Orethura fue el primer faraón nacido en el Archipiélago en trescientos años. Algo similar sucede con su nieta —señalé desde mi sillón en un rincón, frente al escritorio. Me sentía como un anciano, necesitando ayuda todavía para desplazarme. La magia de Orosius había resultado ser mucho más dañina de lo que yo pensaba y seguía ejerciendo su efecto. Sentía dolor hasta en los huesos, sobre todo en los brazos y las piernas, y me compadecí de Carausius, atacado de la misma forma durante la última batalla de la guerra. Habia quedado tan tullido que creyó que no sería capaz de volver a usar la magia en toda su vida. Lo logró una última vez, para poner a Sanction fuera del alcance de Valdur y borrarse a sí mismo del mapa. Me resultaba difícil pensar que hubiese sobrevivido.
—Comprendo lo que quieres decir —admitió Palatina—. Pero si ella ha regresado, ¿qué hará entonces? Ninguno de vosotros parece haberlo pensado. Midian controla el puerto, casi todos los militares, las murallas de la ciudad y las poblaciones. Por no mencionar a un importante número de magos. La faraona no tiene fuerzas que luchen con ella. ¿Y qué se puede decir de Sagantha? —Si la faraona vuelve, Sagantha no tiene por qué asumir ninguna responsabilidad— intervine. —Mantendrá su cargo, pero ya no será el cabeza de turco al mando. ¿Qué fue lo que le llevó a asumir semejante cargo? Ya sabía que era un campo minado.
—Sagantha florece en los campos minados —sostuvo Persea—. Es un superviviente nato.
Según Ravenna, eso sólo se debía a que sabía bien cuándo convenía cambiar de bando.
Midian había dejado a varios sacri ante los portales para recordarnos su exigencia, pero todos se marcharon dos días después cuando una fuerte tormenta cayó sobre la ciudad. Las nubes eran tan espesas y oscuras que anocheció muchas horas antes de lo acostumbrado. Durante unos momentos observé la llegada de la lluvia desde la ventana de mi habitación, deteniendo la mirada en el gris oscuro del mar y en las cargadas nubes de lúgubre color que iban cubriendo el cielo y oscurecían el horizonte. El único contraste era él reflejo y el blanco de las olas rompiendo contra el acantilado, pero incluso esa imagen desapareció hacia el final del crepúsculo.
Era imposible distinguir ninguna otra cosa que no fuese la tormenta en la que estábamos inmersos. Veía muy mal, tanto por los nubarrones como por la llegada de la noche. Se trataba de una tormenta ciclónica, pues se desplazaba en círculos. El viento no corría en paralelo con el eje este —oeste del frente de la borrasca, sino que provenía del norte.
Peor que no poder decirlo era no contar con nadie con quien comentarlo. Los oceanógrafos temían demasiado al Dominio, y la única persona que parecía haber investigado el tema llevaba muerta no se sabía cuánto. En realidad no tenía ni idea de la fecha en que había muerto Salderis: no se sabía nada de ella desde su exilio cuarenta años atrás. Ni siquiera tenía un ejemplar de Fantasmas del paraíso. El que había leído pertenecía a Telesta y no tenía deseos de hablar con ella ni con Mauriz. Por primera vez en varias semanas sentí que tenía una misión entre manos y que sabía hacia dónde me encaminaba. Hablar con cualquiera de los dos thetianos habría acabado con esa sensación.
En todo caso, Telesta no era oceanógrafa. Quizá ella tuviese cierto interés en la historia de la oceanografía, no podía afirmarlo con certeza, pero no era científica en absoluto. ¿Tétricus? Era una pena que no me hubiese acompañado, no era leal a ninguno de los que se interponían en mi camino. Pero la verdad es que no me hubiese gustado nada involucrarlo en una situación semejante.
Si Sarhaddon hubiese sido oceanógrafo… Se apoderó de mí una aguda punzada de lamento y tristeza. Tanta inteligencia y astucia… y se había convertido en un fanático y un inquisidor.
No conocía a más oceanógrafos, lo que no era sorprendente dado que había pasado la mayor parte de mi vida en Lepidor. Unos pocos conocidos de un grupo que visitó Lepidor y Kula en una ocasión… Me parecía recordar que provenían de Liona, en el norte del Archipiélago, dentro del mismo sistema de corrientes que mi tierra. Si alguna vez conseguía encontrar el Aeón, necesitaría ayuda. Ayuda para conocerlo, para comprender lo que me indicaban los ojos del Cielo, para reaprovisionarlo. E incluso para algo más que no había tomado en consideración. De algún modo, la nave se retroalimentaba energéticamente, aunque suene extraño. Pero lo más probable era que, tras dos siglos, cualquier cosa que hubiese en su interior ya se había descargado o muerto.
Y Ravenna… Ravenna era maga, no oceanógrafa, aunque tras solicitarlo había recibido algunas lecciones por parte del director de la estación oceanográfica de Lepidor poco antes de nuestra partida. La echaba de menos con locura, sobre todo sabiendo que durante nuestro último encuentro me había visto como a un rival, una amenaza para su sucesión. Persea y Laeas habían enviado mensajes a través de sus contactos con la esperanza de dar con ella tarde o temprano. Pensaban aún que Ravenna era sólo una ayudante de la faraona. Y yo rogaba para mis adentros que no se hubiese vuelto en mi contra como lo había hecho en Lepidor.
La silueta de una hilera de palmeras, casi inclinadas por la fuerza del viento, se recortaba contra las luces justo bajo mi ventana, y cada tanto se oía el agudo crujido de una rama al quebrarse. De los techos de una casa vecina empezaron a desprenderse varias tejas, que fueron a estrellarse con estruendo contra el suelo de la calle. Poco después voló uno de los postigos de la ventana. Si ésta era una gran tormenta, apenas había comenzado. Sin duda, la ciudad no soportaría semejante azote con mucha frecuencia.
—Es mucho más fuerte de lo habitual. He recibido informes acerca del daño desde diversos puntos y todavía no ha pasado por aquí el centro de la borrasca —dijo Persea cuando me encontré con ella un poco después. Estaba trabajando detrás de su escritorio en la oficina de la recepción, donde habíamos estado esa mañana. Las cortinas estaban abiertas para que pudiese ver la ciudad, con todas sus luces encendidas.
—¿Tenéis campo de éter para protegeros? —pregunté mientras me sentaba en el borde de su escritorio, calentándome las manos bajo una de las decoradas lámparas de lectura. Por algún motivo, esa noche hacía mucho frío en palacio.
—Sí, pero es un campo muy débil para lo que tú estás habituado. Las tormentas no suelen ser tan potentes aquí. No sería bueno que durase mucho tiempo.
Persea garabateó algo en un trozo de papel y lo colocó a un lado. —Los magos del Dominio deberían servir para algo.
—Ése es el problema. Podrían detener la tormenta, es verdad, pero sólo si quisieran hacerlo —declaró y empezó a temblar mirando con irritación a su alrededor—. Esto está helado. ¿Qué le pasa al hipocausto?
Bajé del escritorio y toqué el suelo entre dos alfombras. La piedra, que tendría que estar tibia al tacto, estaba fría.
—Debe de haberse apagado el fuego hace varias horas sin que nadie lo notase —aventuró Persea tras hacer la misma prueba.
—Es más de medianoche. Están todos durmiendo. —¿Y tú por qué no?— Dormí demasiado debido al sedante. Estoy totalmente despejado. —Me encantaría echarme un buen sueño. Todo el palacio se congelará si no hacemos algo, así que vayamos a echar una mirada al generador. Me dirigí hacia la puerta, pero Persea me llamó y corrió una cortina en un rincón detrás del escritorio, revelando una pequeña entrada y un diminuto vestíbulo. En uno de los lados se veía una estrecha escalera de caracol, iluminada por un rudimentario globo de éter—. Has vivido en un palacio; supongo que tendréis pasadizos como éste —comentó mientras bajábamos la escalera—. Antes me parecía que los pasajes secretos eran algo exótico. Ahora sólo los considero útiles… y no son tan secretos.
Llegamos a un corredor más amplio con unas cuantas puertas. Los muros, en lugar de ser de piedra rústica estaban pintados, por lo que parecía más un pasillo que un auténtico pasadizo. Como todas las grandes familias, también en Lepidor teníamos algunos, que eran conocidos por todos. Uno de esos pasajes secretos me había salvado la vida durante la ocupación.
—¿Adonde lleva el pasadizo principal? —pregunté mientras seguía a Persea cruzando otra puerta en dirección a una pequeña y estrecha habitación que tenía varios armarios cubriendo toda una pared.
—Éste comunica con la planta. Aquél con el piso inferior, donde están los jardines. Los generadores se encuentran más abajo.
—¿Por qué tan abajo? —Mi voz resonó de pronto cuando dejamos esa habitación para descender por otra escalera, en esta ocasión amplia y recta, que conducía a la sala del generador. Hacía todavía más frío que arriba.
—Si se encuentra a bastante profundidad bajo tierra es más seguro… pero ¿dónde está el técnico encargado?
El generador que debía dar energía al sistema de calefacción del palacio era una masa fría y oscura que ocupaba la mayor parte del espacio. Las ventanillas de cristal que debían mostrar el color azul brillante del éter estaban opacas y en lugar del permanente murmullo del motor había un silencio absoluto.
Persea acercó una mano con precaución y tocó la carcasa de la cámara del motor. Sacó la mano de inmediato, de forma instintiva, tras haberla rozado apenas. Luego apoyó la palma sobre el metal, que habría debido estar al rojo vivo.
—Está helado —dijo.
No había rastro del técnico, cuya tarea consistía en mantener el sistema en funcionamiento, ni de su relevo nocturno. Todo el palacio dependía de ese sistema: la calefacción, el agua caliente, la cocina, todas las luces que no tenían carga propia de éter.
—Tenemos cuatro horas de luz de reserva —advirtió Persea recorriendo uno de los lados del generador—. Debe de estar casi agotado. No tiene mucho sentido permanecer aquí.
Entonces se detuvo de pronto, fuera de mi vista. —Humm, Cathan, ¿podrías venir a ver esto, por favor?
En la parte posterior del generador alguien había escrito con letra brillante y vulgar el siguiente pasaje del Libro de Ranthas:
El fuego es el don de Ranthas. Él proporciona la luz y el calor a quienes le temen, y la oscuridad y la muerte a quienes le dan la espalda. Cuando se abriguen solitarios en la noche, temblando con el frío de las montañas en invierno, estos últimos conocerán su verdadero poder y su auténtico calor.
—Por lo tanto —dije con tristeza—, no volverá a encenderse ningún fuego en el palacio hasta que ellos lo decidan. El Fuego era el elemento del Dominio, que tenía derecho a otorgarlo o negarlo según su voluntad, lo que nos dejaba por completo indefensos. Persea apretó los brazos contra su pecho.
—Debí recordar que podían hacer esto —murmuró—. No tiene sentido perder el tiempo aquí abajo. Arriba hace menos frío. —No habrá calor en ningún sitio.
Volvimos sobre nuestros pasos tan velozmente como pudimos. Cuando llegamos a la sala de donde habíamos partido, Persea apagó todas las luces y llamó al encargado nocturno. Su rostro se veía ceniciento al pálido brillo de la única lámpara de éter mientras le contábamos lo que sucedía. El sonido de la lluvia contra las contraventanas proporcionaba un tranquilo acompañamiento.
—No podré mantener la casa en funcionamiento, señora —dijo él sin rodeos—. Estoy seguro de que mi superior coincidirá conmigo en que así no podremos alimentar a todos. La situación empeorará entrada la noche, será mucho peor. Y mañana ya no tendremos ni luz ni calefacción. Sobre todo si continúa la tormenta. —Tendremos que mantenernos despiertos por ahora— señaló Persea. —Recorre el palacio, informa a todo el personal de lo que ha sucedido e ingeniad algo para esta noche. Apagad todas las luces tan pronto como podáis y buscad todas las mantas que tengamos. Dale las mismas instrucciones a la guardia, y quiero que todos os reunáis en el patio mañana a la hora habitual del desayuno. Nosotros —dijo volviéndose hacia mí— regresaremos a mi habitación a coger ropa y después avisaremos a los demás. No te molestes en contárselo a Mauriz y Telesta. Todo esto es culpa suya, déjalos que sufran. De hecho, necesitábamos abrigarnos con urgencia antes de ir a despertar al resto. Laeas ya debía de estar enterado, y Palatina no podía soportar el frío, algo nada sorprendente en los thetianos.
Organizamos una improvisada asamblea en la habitación de Palatina, sentados en un extremo de la cama que ella rehusaba abandonar. Yo era quien menos afectado se mostraba, pues Lepidor me había acostumbrado a la nieve y a los helados inviernos boreales. Pero jamás antes había dormido en un edificio sin calefacción durante una tormenta, y el palacio del virrey era una construcción tropical, no diseñada en absoluto para retener el calor.
—¿Existe realmente algo que podamos hacer? —preguntó Palatina.
Negué con la cabeza.
—No podemos siquiera encender de nuevo el fuego hasta que levanten la prohibición. Y me temo que eso no sucederá hasta que nos hayan capturado a todos.
—Mandaré a buscar a Sagantha a primera hora de la mañana —afirmó Laeas, cuya voz se volvía más profunda cuando se enfurecía—. Con suerte, él será capaz de negociar con el Dominio. ¡Malditos! Colocarnos bajo prohibición por no haber querido admitir sus patéticas y falsas acusaciones. Mauriz es un pelmazo, pero odio reconocer que en este asunto tiene toda la razón.
—Pero Sagantha no estará aquí por lo menos hasta mañana por la tarde, y no estoy segura de poder retener hasta entonces a todo el personal de palacio —objetó Persea.
—Todos los trabajadores y sirvientes odian al Dominio tanto como nosotros. Permanecerán aquí todo lo que puedan.
—Lo que será más o menos mañana a la hora del almuerzo, cuando tengamos a nuestro cargo a cincuenta personas y seamos incapaces de cocinar nada. Nadie querrá alimentarse sólo con frutas durante semanas.
—Ni vivir sin luz. Cualquier actividad deberá cesar con el crepúsculo —añadió Palatina—. Y con esta tormenta tampoco se ve mucho durante el día.
—Recemos por que la tormenta sea breve. Pero estoy de acuerdo contigo: nos quedaremos a oscuras en cuanto se oculte el sol. No hay manera de que sigamos adelante. Si sólo hubiese fallado el generador central sería una cosa, pero también han fallado el resto de las luces. La mía se apagó antes de que vosotros llegaseis; pensé que se había agotado.
Laeas miraba por la ventana, cuyas cortinas estaban abiertas para permitir la entrada de la débil luz del exterior.
—¿Crees de verdad que Sagantha puede lograr que Midian levante la prohibición? —pregunté, y la falta de luz me impidió ver la expresión de Laeas cuando me respondía—. Por lo general, Sagantha consigue negociar esas cosas. —¿Sin entregarnos?— Eso nunca lo haría.
—Todavía —añadió Palatina.
Laeas se volvió hacia ella un instante, supongo que con aspecto sombrío, y se puso de nuevo de cara a la ventana.
—Sagantha desea contar con vosotros por alguna otra razón. En primer lugar, nunca os entregaría a la ligera, máxime considerando que poneros en manos del Dominio implicaría vuestra ejecución. Y, básicamente, no tiene ningún interés en hacerlo.
—¿Por qué? —preguntó Palatina—. Sagantha desea detener el complot de Mauriz contra la faraona. ¿Qué mejor modo de hacerlo que entregarlo a Midian? De esa manera, Mauriz ya no representaría ningún peligro. Midian estaría feliz, Sagantha se ganaría su favor y la vida volvería a la normalidad. O al menos a ser tan normal como suele serlo aquí.
Laeas ignoró el último comentario.
—Y Sagantha perdería el apoyo del pueblo. Está manteniendo un equilibrio difícil. Si os entrega y los thetianos se rebelan, la gente común de Qalathar lo verá como un colaborador con muy poca convicción, perderá su favor y, si regresase la faraona, quedaría desacreditado. En Qalathar se han soportado cosas peores. Yo mismo recuerdo una ocasión en la que toda la ciudad estuvo bajo la prohibición durante una semana entera. Fue hace unos seis o siete años, en un momento en que mis padres vivían aquí. Todos nos alimentamos de frutas y conservas y, cuando oscurecía, lo hacía de verdad. Por mí está bien —agregó—, podré estar más tiempo con mi novia sin que nadie lo note.
—Eso fue en pleno verano, Laeas —objetó Persea con algo de ironía en la voz—. Entonces podías dormir afuera sin una sábana siquiera. No dudo que lo habrás hecho.
—Supongo que todos lo encontraríamos maravilloso si tuviésemos esa edad —dijo Palatina— o si fuésemos niños. Los padres se distraerían, todo estaría oscuro y, mientras que las cosas no se volviesen demasiado problemáticas, sería divertido. —Jugar a bandidos y sentarse alrededor de las velas, aunque en este caso, claro, no podríamos encender las velas.
—Imaginar que somos piratas en sus cuevas, fanfarroneando con nuestro botín —sugirió Persea.
—Y cuando aparezca el gato del establo se convertirá en un enorme tigre diabólico —añadí hablando por propia experiencia. El gato que tenía cuando era pequeño era enorme, negro y tenía ojos amarillos como los de una terrible criatura de la noche. Adoraba merodear por sitios oscuros y asustar a la gente apareciendo de repente.
—No sé para qué necesitabas un gato auténtico —dijo Laeas en tono burlón—. Nosotros saltábamos de miedo con cualquier estremecimiento que se percibiese en el ambiente, como el susurro del viento al atravesar los árboles, que nos llevaba a recorrer los bosques en busca de demonios.
—Búhos —afirmó Persea—. Son lo peor. Cuando yo estaba fuera de noche, por mucha gente que me rodease los búhos siempre me encontraban. Gritan de un modo tan siniestro, y luego se abalanzan desde los árboles y parecen tan grandes. Los cuervos y las urracas hacen ruidos horribles, pero no resultan tan amenazantes como los búhos.
Sonreí como todos, y se produjo un momentáneo silencio. Probablemente, los demás pensaban lo mismo que yo, mirando a través de los oscurecidos cristales y reflexionando sobre lo simple que habían sido las cosas en otros tiempos, cuando lo único que nos asustaba eran los castigos de nuestros padres y la aparición de las extrañas criaturas nocturnas.
Era evidente que alguno debía romper el hechizo, y Palatina lo hizo del modo más sutil posible.
—Tendremos tiempo para volver a vivirlo, al menos durante esta noche, hasta que termine la tormenta —dijo ella.
Pese a la situación, la charla había contribuido a distender los ánimos. Teníamos frío y nos esperaba una noche sin luz ni calor, pero de alguna manera nos parecía todo más tolerable tras recordar las noches pasadas en nuestros refugios en lo alto de los árboles. Al fin y al cabo, en medio del temporal de la Ciudadela me las había compuesto para dormir sobre una roca durante una noche entera a pocos pasos de las cataratas.
—Creo que el Dominio ha escogido la táctica equivocada —advirtió Laeas de pronto—. Privarnos de luz y calor sólo nos hará pasar un mal momento. La ciudad no está afectada. Si hubiese hecho exactamente lo opuesto, colocando bajo la prohibición a todos los demás pero no a nosotros, tendríamos una revuelta en todos los portales exigiéndonos que le diésemos al Dominio lo que quiere. —¿Lo crees de verdad?— preguntó Persea.
—Pero en esta ocasión no creen que eso merezca la pena. Si Midian desease capturar a la faraona, sería mucho más duro, y creo que la protesta se haría ante sus portales, no ante los nuestros. Pero por un puñado de thetianos no se toman tantas molestias. —Pues no les demos ideas. Odio las revueltas, incluso cuando participo en ellas. Es horrible, sencillamente porque uno pierde el control.
—¿Tienes mucha experiencia al respecto, Persea? —preguntó Palatina.
Persea sonrió.
—Un poco. Pero no deseo volver a estar en esa situación, a menos que sea en la plaza del mercado de Poseidonis, esperando a que la faraona se asome a su balcón y anuncie la refundación de la ciudad. —Brindo por que eso suceda. Pero no tenemos nada para beber…
—Es una idea brillante —asintió Laeas—. Vuelvo en un minuto. Y así lo hizo, con una pequeña pero pesada botella de vidrio y cuatro pequeñas copas. No llegué a leer la etiqueta de la botella, pero supuse que sería uno de esos licores letales que tanto adoraban beber en el Archipiélago. Me equivocaba.
—Coñac especiado de Thetia —anunció él sirviendo una reducida medida en cada copa—. Te gustará, Cathan, realmente no es tan fuerte como parece al paladar. Te lo has de beber de un trago. —¡Por la faraona!— dijo Persea cuando Laeas cerró la botella. —¡Y por Poseidonis!
—¡Por la faraona! —repetimos todos, y bebimos.
Apenas pude tolerar su extraño sabor, pero cuando me lo tragué sentí en el pecho su calor y tuve que admitir que no estaba nada mal. Nos miramos mutuamente con incertidumbre. Luego nos levantamos de la cama y le devolvimos las copas a Laeas. Antes de marcharme le di a Palatina un juego extra de ropa de abrigo. Podía ver lo suficiente para seguir el camino de mi habitación y caminé hasta llegar allí junto a Laeas y Persea. Intenté conservar el calor de mi cama como pude. Pasé una noche agitada, con el viento y la lluvia rugiendo en el exterior, y el frío penetrante del dormitorio. Al despertar me esperaba un día todavía más complicado.