CAPÍTULO XIX

Nadie vino.

Permanecí en el suelo de la sala de cartografía durante una eternidad, incapaz de moverme y dolorido de pies a cabeza. No oí ningún ruido proveniente del exterior, con excepción del distante quejido de las gaviotas a través de las estrechas ventanas. Tras un rato comenzó a llover, y torrentes de agua empezaron a golpear contra los cristales, impulsados por el viento, cuyo sonido ahogó incluso el chillido de las gaviotas.
El dolor sólo pareció empeorar con el paso del tiempo y, tan pronto como recobré la energía suficiente para volver a moverme, un calambre generalizado recorrió de repente todos mis músculos. Si Orosius deseaba que lo odiase, no podría haberlo hecho mejor. Conocía los efectos de su magia y había esperado hasta provocar que lo increpase.

Pero mucho peor era todo lo que sabía. ¿Qué posibilidades me quedaban contra todos los recursos que él podía tener para encontrar el Aeón? Podía descubrir su situación (dicha información debía de estar en algún sitio de los Archivos Imperiales) y, una vez localizado el buque, podía mandar a toda su flota al lugar exacto para custodiarlo. Sin duda, el exarca de Thetia, su representante títere del Dominio, iría con él, siguiéndole el paso como acostumbraba, para persuadirlo de que debía compartir su hallazgo.

Cuando tuvieran el Aeón, cualquier cosa que hiciésemos nosotros carecería de sentido. Por desarmado que estuviera, era innegable lo poderosa que debía de ser la tecnología de dicho buque. Carausius lo había empleado como arma, y Orosius tenía un poder mucho mayor que Carausius (sólo los Cielos sabían cómo). Orosius emplearía el Aeón como un instrumento de terror, como un monstruoso kraken artificial, surcando el océano a su voluntad ya que nadie era capaz de detenerlo. Ni siquiera los cambresianos.

Si no hubiéramos pensado en ello, el emperador no habría recordado jamás su existencia y quizá todavía tuviéramos una oportunidad. Pero todo lo que podía ver en aquel momento eran varios caminos que conducían hacia una misma dirección: la victoria final del Dominio. Incluso si asesinaban a Orosius, sería demasiado tarde para salvar el resto del Archipiélago, y la familia Tar’ Conantur desaparecería con él.

Empezaba a pensar si ésa sería realmente una desgracia para el mundo.

Me invadió una tristeza mayor que ninguna que pudiese recordar y habría llorado si hubiese podido. Esto era de lejos mucho peor que haber sido capturado por las tribus de Lepidor o incluso que la mismísima caída de Lepidor en manos de Etlae. Ellos eran enemigos de carne y hueso y sus poderes tenían un límite. El emperador sobrepasaba la condición humana, no era sólo de carne y hueso. No es que yo pudiese explicar en qué consistía ni desease saberlo, pero sus capacidades ya habían superado los límites de lo explicable. Sin importar lo débil que pareciese, Orosius gobernaba todo el imperio y había canalizado su magia en estado puro a través de mí sin sentir el mínimo efecto.

Mi propio hermano era una escisión de la familia en la que yo había nacido. ¿Cómo era posible que nos perdonasen? Valdur había cometido un montón de atrocidades. Landressa, su tatarabuela, había asesinado a tres emperadores en diez años, todos íntimos de ella, para obtener el trono. Su hijo Valentino ordenó la ejecución a sangre fría de miles de prisioneros de Tuonetar. ¡Y podía seguir! Catilino el Loco, hijo menor de Valdur, gobernó siendo un demente hasta que fue accidentalmente asesinado por su hija, la futura emperatriz Aventina. Mi débil y vacilante padre Perseus II, demasiado orgulloso para permitir que otros dirigiesen el imperio en su nombre, ignoró las súplicas del Archipiélago en los meses previos a la cruzada.

Sólo había una generación digna de ejemplo para los herejes, aunque execrada por el resto del mundo. Pero ¿cómo podía saber nadie si Aetius y Carausius eran parangones de virtud como afirmaba la Historia? ¿Cómo habrían podido serlo?

No iría a Selerian Alastre. Ni siquiera si ése fuese el último sitio del mundo adonde pudiera dirigirme. La idea de someterme a Orosius era a la vez odiosa y aterradora. Y, sin embargo, ¿dónde podía esconderme de él si me había encontrado tan lejos? No podría evitar mi herencia Tar’ Conantur si no lograba ocultarme durante el resto de mi vida en algún sitio tan lejano que mi nombre careciese de significado, como había hecho Ravenna. Pero no existía ningún sitio semejante. Volvió a invadirme la desolación y cerré los ojos, exhausto.

Pero todo cuanto pude ver en la quietud de mi mente era la nave Aeón colgando de una vacía tiniebla, una presencia titánica en la más profunda oscuridad. Entonces se me ocurrió una idea que me vino desde los más profundos confines de la mente. El almirante Cidelis estaba escapando del emperador y del Dominio. El único sitio de Aquasilva donde no se diría nada de la situación final de la nave eran los Archivos Imperiales. Allí no habría nada sobre el escondite del Aeón.

Abrí los ojos de pronto y la imagen de la codiciada nave se desvaneció. Cidelis debía de haberla llevado a algún lugar más allá de las garras del imperio. Algún lugar donde jamás pudiese ser hallada.

No me había percatado, pero de pronto me descubrí hablando del Aeón en femenino, como había hecho el emperador. Si se hubiese podido localizar buscando en los Archivos Imperiales, habría sido encontrado mucho tiempo atrás. Y eso no había ocurrido. Por el contrario, un silencio ensordecedor se había apoderado del tema durante doscientos años, una absoluta ausencia de cualquier información relacionada con el Aeón. Rastrear los océanos para informar sobre cualquier elemento extraño era tarea del Instituto Oceanógrafico. Nuestras sondas podían descender aproximadamente a unos diez kilómetros de profundidad, pero las exploraciones realizadas a lo largo de varias generaciones no habían dado ningún resultado. No podía ser de otra manera; no quedaba con vida nadie que supiese el secreto y la nave debía de estar oculta en algún lugar tan profundo, tan remoto, que nadie pudiese toparse con ella por accidente. Orosius no la encontraría sólo mirando. Esperaba que Cidelis no la hubiese destruido, y no podía imaginar al almirante dañando su amada nave, así que su intención tenía que haber sido por fuerza que alguien la encontrase algún día. Alguien que no estuviese bajo el poder imperial. ¿Cómo habría podido Cidelis calcular algo semejante?

Ahora mi mente volvía a ponerse en marcha, dejando a un lado la desesperación para intentar seguir esa línea de pensamiento. No había nada que pudiese distraerme, nada en lo que pudiese dispersar la atención sin que retornase la congoja. Si un emperador decidía encontrar el Aeón, seguiría primero los que habían sido mis propios pasos: revisar las bibliotecas, los registros oceanográficos y, en su caso, poner a trabajar a todos los archivistas e historiadores a su disposición. No era inconcebible que, ya en tiempos de Cidelis, Valdur hubiese movilizado a todo el imperio para localizar el buque. Había algo más que evidente tras mi encuentro con Orosius: el emperador creía que hallaría al Aeón si lo buscaba con suficiente tiempo y esfuerzo.

Cidelis debía de saber que los emperadores lo harían. En su época existían ya los oceanógrafos, y habría supuesto que siempre existirían y que sus técnicas mejorarían con el paso de los años. También que dichas técnicas estarían en manos del emperador, de modo que el Aeón no podía ser escondido en ningún sitio que estuviese a su alcance.

Entonces ¿adonde llevaba todo eso? O, para ser más preciso, ¿quién quería Cidelis que encontrase su nave? Era tan antigua, probablemente tan peligrosa, que no se podía permitir que cayese en manos de la persona equivocada.

No quería que un emperador hallase el Aeón, pues no quiso dejárselo a Valdur. Nadie debía toparse con el buque por casualidad tampoco y menos nadie que pudiese emplearlo contra los intereses del imperio. Eso dejaba sólo a los imperialistas en los que pudiese confiar… pero ¿de su propia época? ¿Quería que encontrasen el Aeón unas cuantas personas a las que había dejado un mensaje?

No, eso era demasiado arriesgado. Había demasiadas dudas durante la usurpación, demasiadas cosas que podían salir mal. Y Cidelis no podía confiar en la fidelidad de los que encontrasen el mensaje. Debía de estar dirigido a una facción, no a una persona.

El jerarca Valdur había disuelto, abolido, el sistema de jerarcas. Por eso, el jerarca sólo podría ser un seguidor de los antiguos dioses, los dioses en los que creía Cidelis. Si volvía a haber un jerarca, eso representaría una señal de que el imperio había vuelto a la cordura. Y sin duda quien lo hallase tenía que ser el jerarca, no tan sólo el gemelo del emperador. ¿Dónde radicaba la diferencia?

Di un suspiro e incliné la cabeza hacia un lado, preguntándome de pronto si mi línea de pensamiento era, después de todo, tan brillante. Era claramente improbable que yo fuese el único en haber pensado tal cosa. ¿Acaso divisaba una esperanza donde no la había? No lo creí así.

Pero ¿qué ocurriría si el Aeón estuviese en algún lugar donde el jerarca pudiese hallarlo, algún sitio al que sólo un jerarca pudiese acceder?

Como conclusión, mi razonamiento me había conducido desde un sitio donde el emperador podía encontrar la nave hasta otro donde le era imposible. Era consciente de que el Aeón tenía alguna relación con los magos de la ciudad de Sanction. ¿Era concebible, por tanto, que Sanction fuese el lugar adonde Cidelis se había dirigido en su último viaje? Sanction llevaba perdida doscientos años y estaba fuera del alcance de todos. Ya había recuperado el control suficiente sobre mi cuerpo para darme la vuelta, aunque al hacerlo sentí punzadas de dolor en una decena de lugares nuevos. Apreté los dientes e intenté levantarme, pero mis brazos se rebelaron y no me sirvieron de apoyo. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que viniese alguien? Supuse que ya me echarían en falta.

Comencé a arrastrarme hacia la mesa más cercana, con la intención de usarla de apoyo, pero me detuve al recordar algo más. También Sanction se había desvanecido, tragada por las aguas.

El Continuador narró su desaparición, subrayando que habían sido Carausius y su esposa quienes, sin ayuda, pusieron la ciudad fuera del alcance de Valdur. Lo hicieron en el tercer día posterior a la usurpación del trono, tras el asesinato de Tiberius pero antes de que Cidelis tuviese la menor oportunidad de llegar a esa ciudad. O sea que Sanction era tan inalcanzable como el Aeón, y en teoría había que buscarlos por separado. ¿En qué otro sitio se podía esperar que buscase un jerarca?

En ese punto se me acabaron las ideas. Ningún otro sitio podía ser asociado a la figura del jerarca. Sus dominios eran místicos, ultraterrenos, conectados con fenómenos que iban más allá de la experiencia mortal. Siempre había sido así: el emperador ejercía el poder sobre el cuerpo y el jerarca sobre la mente, un equilibrio capaz de alejar al imperio tanto de la tiranía como de la decadencia, en las que había caído sin los gemelos durante los dos últimos siglos. ¿Cómo encajaban en todo eso los antinaturales poderes de Orosius?

Mientras me incorporaba intentando ignorar el hecho de que cada músculo de mi cuerpo parecía gritar y me estaba desplomando sobre una silla, Sanction persistía en mi mente como la única respuesta. El jerarca no necesitaba otro lugar que Sanction. El Aeón había sido, en los años previos a la usurpación, un medio de transporte compartido por el emperador y el jerarca. La antigua religión carecía de una estructura centralizada y no había lugares sagrados comunes con excepción de Sanction, dedicada al Agua. Y aunque creí por un momento que mi razonamiento era correcto, finalmente me había conducido a un punto muerto.

Todavía estaba sentado en medio de la oscuridad, con la mirada fija en la nada, cuando me encontró Palatina. En cierto modo, había deseado que fuese Persea o Laeas, pues, aunque estaban menos informados, tampoco me hubiesen interrogado con tanta firmeza. Pero ya estaba bien; por lo menos Palatina me creería.

Cerré los ojos instintivamente cuando la luz entró a través de la puerta que alguien abría con precaución, y oí el sonido de los interruptores de la luz, encendidos a toda prisa.

—Cathan… —Se calló y oí que cerraba la puerta tras ella, con una claridad y determinación que yo jamás hubiese tenido—. ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué está así la sala?

Percibí sus pasos cruzando la habitación hasta detenerse a mi lado. Aún no podía abrir los ojos y la claridad resultaba dolorosa incluso a través de los párpados. Tendría que explicárselo. No tenía sentido fingir que no había sucedido nada. Esta vez no. Lo que implicaba que tanto Telesta como Mauriz me harían preguntas, exigiendo saber con exactitud qué había dicho el emperador y culpándome por no haberles contado mi primer encuentro con él.

No debía revelar lo que había sucedido entre el emperador y yo.

—Palatina —dije con lentitud sintiendo un ardor seco en la garganta—, ¿me estabais buscando todos?

—No. Sólo Persea y yo. Mauriz y Telesta se han enfadado entre ellos. Nadie te ha visto durante horas, y se suponía que Persea y Laeas no nos quitarían el ojo de encima. Tienes muy mal aspecto y tu piel está blanca. ¿Más magia?

—¿Puedes ayudarme a regresar a mi habitación y decirle a los demás que estoy enfermo? ¿Lo harás por favor? Te contaré lo que ha ocurrido, pero…

—Lo haré si me lo cuentas.

Se agachó hacia mí, me cogió de la manga y luego tiró con fuerza, ayudándome a ponerme en pie.

—¡Por Thetis! ¿Qué es esto? —exclamó entonces—. ¡Parece como si toda la sala hubiese sido arrasada por un golpe de éter! —Algo mucho peor— añadí. —¿Podemos marcharnos?

Ignoro cómo conseguimos recorrer los dos pasillos que nos separaban de mi habitación sin que yo me desmayase, pero lo logramos. Cada paso fue un sufrimiento para mí y duro de llevar incluso para Palatina, pues el contacto con mi piel parecía dolerle. Tomé plena conciencia de lo sencillo que era reducirme a semejante estado: a pesar de que la magia era independiente del mundo físico, la fatiga limitaba con mucho el uso de mis poderes. No tenía la fortaleza y el peso necesarios para soportar penalidades demasiado fuertes como las que había experimentado en el helado río de Lepidor o de la magia pura que Orosius había canalizado a través de mí.

No nos cruzamos con nadie conocido, sólo con unos pocos sirvientes atareados, yendo de aquí para allá. Palatina le explicó a uno de ellos que yo había sido afectado por una oleada de éter y pidió que avisaran al médico del palacio. Por desgracia, cuando el médico llegó no había mucho que pudiese hacer por mí, aunque no sospechó que la causa de mi mal fuese nada más que un exceso de éter. Lo que sí hizo, afortunadamente, fue administrarme una poderosa sustancia contra el dolor. Luego se marchó, dejándome junto a la cama un vaso con el somnífero más fuerte que tenía. —Ahora dime qué es lo que sucedió de verdad— exigió Palatina, sentándose en una silla a un lado de mi cama. —Los demás creerán que fue el éter, pero a mí me has dicho que era algo mucho peor. Necesito saberlo por si es una amenaza para todos nosotros, otra arma del Dominio.

—No es del Dominio —repuse negando con la cabeza—, ¿recuerdas la prueba de magia en la Ciudadela?

Asintió y esperó a que yo prosiguiese.

—Quien la practica posee reservas de poder, no puedo explicar de qué modo, y la canaliza a través de uno. Si no eres un mago pasa sin detenerse, pero si lo eres, entonces…

Lo sé, he sentido algo así. Es… ¿mucho peor? Asentí.

—¿Quién lo hizo?

Miré a la distancia por un instante, deseando haber confiado en ella en Ral’Tumar, antes de que aquello continuase, antes de que fuese tan complejo.

—Mi hermano.

—¿Cómo? —preguntó Palatina, pero yo desvié la mirada y afirmé con dureza:

—No tienes idea de lo lejos que puede llegar. Era una proyección, una imagen de él. Aun así, eso bastó para dejarme en este estado.

—Es decir que sabe quién eres y que estás aquí… —dijo e hizo una pausa—. ¿Qué más? Hay algo más que no quieres contarme.

Era inútil intentar ocultarle nada, de modo que me di por vencido.

—Lo había visto antes en una ocasión, en el Instituto Oceanográfico de Ral’Tumar.

—¿Ya te lo habías encontrado y nunca nos lo contaste? ¿Por qué? Una vez que ha dado contigo puede seguirte, y pudo habernos descubierto y espiado desde entonces.

La falta de reproche en el rostro de Palatina me hacía sentir peor y no podía mirarla a los ojos.

—Lo ha hecho —dijo tras comprenderlo—. Sabe todo lo que tenemos entre manos.

—Por supuesto que sí —admití en un esfuerzo instintivo por defenderme—. Aquel guardaespaldas de Mauriz, Tekla, trabaja para Orosius. Fue a través de él como me localizó en un principio.

—¡Que Althana nos proteja, Cathan! Tekla es la mano derecha del emperador. Debí haberlo sospechado, pero, como no confiaste en nosotros, nos metimos directamente en la boca del lobo.

Su brutal sinceridad era más fácil de llevar que si hubiese mostrado falsa compasión, pero eso no mejoraba las cosas.

—¿Existe otro motivo por el que no quisiste decírnoslo antes? —preguntó.

Negué con la cabeza de forma muy lenta, deseando de todo corazón haber tenido la valentía de hablar con ella primero, incluso pese a lo que había sucedido entonces.

—Las dos veces me dejó hecho trizas —confesé por fin sin intención de emplear palabras más precisas.

¿Por qué me había portado como un cobarde a lo largo de todo el viaje, incapaz de decidir por mí mismo, permitiendo que Mauriz y Telesta me manipulasen cuanto quisieran? Todo mi comportamiento resultaba tan patético, tan débil. Yo no era en absoluto mejor que mi verdadero padre. —Su poder me supera con creces— admití. —No hay nada que pueda hacer contra él.

—Cathan —dijo Palatina calculando cada palabra—, creo que lo mínimo que puedes hacer es contarme con detalle qué sucedió en ambas ocasiones. Sé que te resultará doloroso, pero nos ayudará. Aún soy tu amiga, sin importar lo que hayas hecho, y no pienso decírselo a Mauriz, ni a Telesta, ni a nadie.

Así, interrumpiéndome cada tanto, le conté todo sin escatimar nada, pues de algún modo sentía que se lo debía. Ella apenas hizo comentarios y tampoco cambió de expresión. Era Palatina la que debía haber sido emperatriz o jerarca, no Orosius y mucho menos yo. Cuando concluí el relato, ella parecía muy triste y me cogió una mano, lo que sin duda le dolió mucho más que a mi a causa de los restos de la magia de Orosius, todavía profundamente arraigados.

—Me equivocaba al juzgarte con tanta dureza por no confiar en mí, Cathan. Había pensado que se debía a que eres su gemelo, su hermano, y que por eso se mostraría contigo más humano. Debí pensarlo mejor: Orosius es un monstruo, hable con quien hable, y es probable que cuanto más cerca de él estemos peor sea nuestro sufrimiento. Por eso Arcadius se retiró a Océanus, porque es lo más lejos que se puede estar de Thetia.

»Los demás no lo entenderán —continuó Palatina—. No pueden, porque no llevan la sangre de los Tar’ Conantur y sólo pueden ver a Orosius desde la distancia. A mí me hizo… algo parecido. Empleó mi proyección para hacerla pasar por mi cadáver, cuando todos pensaron que yo había sido asesinada. En realidad, Orosius |me secuestró, quizá porque el exarca le sugirió que lo hiciese, no lo sé. Cogió mi ropa y me dejó en una celda helada durante varios días, sin permitirme salir en ninguna ocasión salvo para drogarme y proyectar mi imagen en el funeral. Después, vino a mi celda para decirme que, por lo que respectaba al mundo, yo estaba muerta y enterrada, y que el movimiento republicano se estaba desmoronando. Supuse que me retendría cautiva allí para siempre, pero entonces me suministró otra droga… y no recuerdo nada más hasta que desperté en la mansión de Hamílcar. Absorto, observé a Palatina durante un momento, sin apenas creer lo que me estaba contando, y sentí que se me erizaba la piel.

—Nunca se lo había dicho a nadie, y no volveré a hacerlo, pues fue tan doloroso para mí como para ti lo que acaba de sucederte.

—¿Tan doloroso? —exclamé sintiendo un escalofrío. Lo que ella había descrito parecía diez veces peor que cualquier cosa que Orosius me hubiese hecho a mí. Y me lo había contado sin que yo se lo pidiera, mientras que yo me había mantenido en silencio poniendo a todos en peligro.

—Orosius nunca empleó la magia sobre mí, nunca manipuló mi mente —señaló—. Sin embargo, yo nunca hubiese sido lo bastante valiente para mencionar el harén. En eso te saliste con la tuya.

—Entonces ¿es verdad?

Ella me miró y se reclinó en la silla.

—Por supuesto. Está desesperado por asegurar la continuación de su estirpe. O alguien está provocando la infertilidad de las concubinas o él es estéril, lo que no me sorprendería en absoluto. De cualquier modo, lo importante es ¿qué nos conviene hacer ahora?

—¿Deberíamos advertir a Mauriz y Telesta?

—En realidad, no podemos hacerlo sin explicaciones, y sé que no quieres contárselo. Tampoco yo —afirmó y observó toda la habitación con suspicacia—. Laeas y Persea me aseguraron que nadie nos espía, y yo tapé hace poco una mirilla que había en una de estas paredes, pero es imposible estar seguros. Después de todo, estamos en un palacio y Sagantha tendrá los ojos puestos en nosotros. No cabe duda. Debí pensarlo antes, ahora es demasiado tarde.

—¿Crees que nos ha escuchado alguien?

—Espero que no. Es imposible saberlo. Sagantha tiene sentido del honor. Quizá un poco selectivo, pero no deja de ser un mérito para él tener al menos algo de eso.

—¿Y la gente del emperador? Orosius debe de haber enviado a alguien aquí para averiguar dónde estaba.

—No sé cómo te ha encontrado —dijo Palatina encogiéndose de hombros—. Sé que Orosius no puede interceptar conversaciones, lo constatamos en una ocasión tendiéndole una trampa, de modo que cuanto sabe lo averigua a través de sus agentes. Pero eso ya no importa. Nos tiene acorralados y es obvio que planea algo. Parece que desee que nos sintamos atrapados, que pensemos que es capaz de predecir todo lo que intentemos.

—Y puede hacerlo. No nos quedan muchas opciones —dije cambiando de postura. Todavía me pesaba el cuerpo. La medicina había funcionado en parte, si bien aún no podía encontrar una posición que me resultase cómoda, y el calor en la habitación cerrada empezaba a ser asfixiante—. Quizá podríamos… Espera, te lo susurraré. —Y Palatina se inclinó hacia mí mientras le preguntaba—: ¿Podríamos persuadir a Tanais de que deponga a Orosius?

—Costaría mucho convencerlo; Tanais es monárquico ante todo y siempre lo ha sido. No aceptaría una república —repuso ella, permaneciendo lo bastante cerca de mí para que yo siguiese hablando en voz baja. Quizá fuese melodramático, pero esta vez no quería correr el menor riesgo.

—Hay más candidatos.

—No sigas, Cathan. Valdur ya lo hizo antes. Me estremezco sólo de pensar qué opinaría Tanais.

—Tanais es leal al imperio. Él mismo ha dicho que Orosius no es digno de la familia. ¿Crees que apoyaría a un individuo semejante?

Palatina volvió a fijar en mí sus ojos verdes y esta vez nuestras miradas se encontraron. —¿A quién propones para reemplazarlo?

—Sé que, en teoría, hay tres personas en la línea sucesoria. Dímelo tú.

—Mi madre no lo haría; no me lo puedo ni imaginar, y Arcadius está demasiado lejos y es soltero.

—Palatina —afirmé con suavidad—, orosius es un monstruo. Lo que nos ha hecho a nosotros, sus parientes más cercanos, puede hacérselo a cualquiera. Y lo hará si se le da suficiente poder.

—Hablas totalmente en serio, ¿no es cierto? No es otro arranque impulsivo.

—¿Qué esperabas? Le temo. Tengo miedo de lo que pueda hacerme a mí, o a ti, o a cualquiera. Hasta el día de hoy mi guerra no era contra Orosius, pero ahora deberá serlo. Él y el Dominio están aliados, lo sé, pero eso no es lo que importa en verdad. Si consiguiésemos algún éxito aquí, ¿cuánto duraría antes de que él llegase para aplastarlo? No importa si se hace en nombre de él o en el del Dominio. Representamos una amenaza para ambos, y se han dado cuenta antes que nosotros. Palatina siguió sentada, inmóvil, durante un buen rato. Luego acercó su silla a la cama tanto como pudo. —Dime qué propones exactamente— me pidió. Respiré profundamente, consciente de que pronto tendría que tomarme el sedante. Le expliqué lo que se me había ocurrido en la oscuridad de la sala de cartografía después de que Orosius me dejara allí tirado en el suelo como un animal herido. Le aseguré que el emperador no podría encontrar el Aeón y que yo tenía más oportunidades de lograrlo si me acompañaba la suerte.

—Con el Aeón podríamos desbaratar el poder del Dominio, pues su capacidad para prevenir las tormentas es su mejor arma —dije—. Al mismo tiempo sería un escondite seguro hasta que inicien la cruzada. Pero si sobrevivimos a todo eso, Thetia ha de estar de nuestro lado. Quiero encontrar a Ravenna y convencerla de que ella es la única con legitimidad para gobernar Qalathar, y obtener su ayuda. Ravenna es la pieza final del rompecabezas.

—Entretanto yo hablaré con Tanais para pedirle que lidere un golpe militar contra el emperador y me coloque en el trono en su lugar —añadió Palatina—. ¿Crees que este plan tiene alguna posibilidad de éxito?

—¿Qué podemos hacer si no? Si ignoramos a Thetia, estaremos construyendo castillos en el aire, que tarde o temprano terminarán por caer. Estaría bien si pudiésemos aducir neutralidad, pero no creo que Orosius admita tal cosa. Intervendrá para recuperar su reputación y, quizá, también para capturarnos.

—Lo pensaré mientras duermes —repuso tras una larga pausa—. No le contaremos a los demás lo que ha sucedido ni lo que planeamos. Y, hagas lo que hagas, Ravenna y tú tenéis que veros tan pronto como sea posible, antes de que entre ambos se interpongan más obstáculos. Yo he sido tan culpable como cualquiera de vosotros, pero tenemos que confiar los unos en los otros. Lo siento, sé que lo que digo no es muy sólido, pero aún estoy pensando.

Me pasó el sedante, que por una vez no tuvo mal sabor, y esperó a que me lo acabase.

—Si te sirve de algo, creo que deberías tener más confianza en ti mismo —me soltó y, tras un silencio, abrió la puerta—. Creo que con el Aeón podrás equiparar tu poder con el de Orosius. Y será un gran privilegio ver cómo se ha de enfrentar a alguien igual de poderoso, en especial si eres tú. Buenas noches.

Palatina apagó la luz antes de marcharse, y oí el sonido de la puerta al cerrarse. Por segunda vez en aquel día me había quedado a oscuras, pero la presente ocasión no era comparable a la primera y, además, ahora estaba medio dormido.

Pese al efecto de la droga, soñé. Soñé que el Aeón pendía de las sombras, una masa negra contra la profunda negrura del océano, siempre oculto, invisible a los ojos.