CAPÍTULO XVIII

A la mañana siguiente, Sagantha se había marchado. Según nos contó Laeas, había sido llamado para resolver un conflicto en las montañas, pero todos conocíamos la verdadera razón. Deseaba que Mauriz enfriase sus ánimos al verse forzado a esperar una nueva audiencia con el virrey en un momento que conviniese más a Sagantha.

—¿Cómo se lo ha tomado Mauriz? —preguntó Palatina mientras los cuatro desayunábamos en un pequeño salón con forma de colmena en la parte de los huéspedes. Persea nos había hecho un favor al aclararle a los otros thetianos que se trataba de un reencuentro y no una reunión a la que estuviesen invitados.

—Se lo ha tomado sorprendentemente bien, supongo —dijo Laeas mientras partía un gigantesco melón—. ¿Sabes si tiene otros planes?

—Creo que se lo esperaba. Le dará tiempo para pensar.

—Perdóname, Palatina, pero no me había dado cuenta de que los thetianos fuesen tan arrogantes —declaró Persea frunciendo el ceño—. Mauriz es increíble. Telesta también rezuma arrogancia, pero él parece pensar que todos los demás son sus criados.

—El clan Scartaris se comporta de ese modo —señaló Palatina—. Pero Mauriz no es tan malo cuando lo conoces.

—Por supuesto que no, porque tú eres thetiana, tonta condescendiente.

Persea ya estaba enfadada por eso cuando hablamos la noche anterior, pero yo no me había atrevido a defender a Mauriz.

—El es bastante malo es ese sentido —admitió Palatina—, y no atraviesa su mejor momento. Las cosas se empeñan en salir mal y Mauriz no está habituado a eso.

—Pues lo lamento por él —sentenció cortante Laeas—. Espero que no empeore durante la ausencia del virrey.

Yo escuchaba sin decir nada, aprovechando la ocasión de disfrutar otra vez un plato de comida fresca tras varias semanas en aquel galeón, cuyos víveres eran más bien provisiones de emergencia y no se adecuaban a un viaje tan largo. En particular, gocé del delicioso pan recién horneado que Persea había traído de las cocinas.

—¿Sagantha pasa aquí la mayor parte del tiempo?

—Sólo ha sido virrey desde nuestro regreso. Su excusa es, en realidad, bastante legítima pues hasta ahora no había podido dejar la ciudad. Demasiados problemas, y ahora además tiene que tratar con el Dominio. Midian ordenó que la mitad de los edificios de Sagantha fueran destinados a albergar a los sacri. —Sí, dejar a Sagantha gobernando Qalathar con cerca de doscientas personas y una manta…— repuso Persea con disgusto. —Intentaron quitarnos todos los buques, pero pudimos conservar el Esmeralda. No lo tendrán ni aunque logren apoderarse de él.

Laeas intercambió con ella una rápida mirada.

—¿Por qué? ¿Qué le habéis hecho exactamente? —No lo diré por si alguien estuviese oyéndonos, pero incluso si lo supiesen, no podrían detenerlo.— ¿Es que tus amigos intentan ponernos en mayores aprietos?

—No, intentamos establecer un equilibrio. Sagantha no tiene por qué saberlo y no habrá ningún problema mientras el Esmeralda siga en nuestras manos.

—Cuidado, Persea, uno de estos días irás demasiado lejos. —No estamos cometiendo ningún crimen.

Yo miraba a uno y a otra, inquieto por las consecuencias de lo que estaban diciendo. ¿Incluso dentro del palacio existían divisiones?, ¿incluso entre ellos dos? Daba la impresión de que Sagantha no tenía control sobre nada.

—Ya sabes qué cosas son consideradas herejías por el Dominio; igual de generoso es al juzgar qué es y qué no es un crimen. Hay gente que no tiene tu sensatez —dijo Laeas, preocupado. Era fácil llegar a esa conclusión al observar su expresión, y supuse que ése era el tema de la discordia entre ellos—. ¿Qué es lo que ha hecho que te conviertas en la razón desde nuestro regreso? —replicó Persea—. No irás a decirme que estás siempre de acuerdo con Sagantha. Es una buena persona, pero ¿se rebelará alguna vez por fin contra el Dominio?

Aunque Sagantha era un buen compañero, no resultaba difícil estar de acuerdo con Persea en ese punto. Había llegado a virrey gracias a no generar nunca una oposición demasiado fuerte, y yo sabía que había sido elegido juez cambresiano dos años atrás debido a su reputación de mantener las cosas como estaban. Quizá, incluso, porque aceptaba sobornos. Dalriadis, el almirante de mi padre en Lepidor, lo había insinuado en más de una ocasión, y Sagantha podía permitírselo sin duda de vez en cuando. No es que eso tuviese mucha importancia, ya que por lo general las elecciones de Cambress se decidían de ese modo.

—Sagantha podrá lograr mucho más si tú no lo pones en aprietos —respondió Laeas—. Cuanto mayores sean los problemas del Dominio, mayor será la presión que Midian ejerza sobre Sagantha.

—No vamos a enfrentarnos por este asunto —repuso Persea—. Déjalo así. Puedes confiar en mi gente, que al igual que yo no desea que se aplace el momento de actuar. Pero algunos grupos tienen amigos en sitios demasiado elevados para que pueda negociar con ellos.

Como yo, Palatina permanecía en silencio, pero no parecía igual de preocupada. Quizá viese en todo esto una oportunidad.

—¿Sabe Sagantha que existen esos grupos? —preguntó entonces.

—Es probable que tenga noticia de algunos, pero no lleva el tiempo suficiente aquí para contar con un conocimiento cabal de la situación actual. Ni siquiera ha llegado a convocar a todas las personas que conoce. Las cosas podrían mejorar cuando lleguen algunos aliados.

—¿Las personas de las que hablas incluyen cambresianos?

—¡Que Thetis no lo permita! —exclamó Persea en seguida—. ¡Seria otra fuente de problemas!

—Contar con algunas naves de guerra cambresianas no nos haría ningún mal —señaló Laeas—. Cambress no se quedará quieta para ver cómo el Dominio se apodera de todo.

—¿Y el emperador permitirá sin más que intervengan los cambresianos? —interrumpió Palatina—. ¡Venga ya! ¡Podría traer más niales que beneficios! Orosius los detesta y si aparecen por aquí, se pondrá furioso.

—¿Cuándo ha reaccionado realmente ese inútil que ni siquiera merece ser llamado emperador? —estalló Persea—. No se revuelve ante nada; le asusta demasiado que los militares decidan ignorarlo algún día.

¿Es eso lo que te han dicho? ¿Que le asusta ser ignorado? —respondió Palatina, que, al igual que Persea y Laeas, ya casi había olvidado su desayuno. Como yo no había participado en la conversación, ya había acabado el mío.

—Y así es. Está asustado —afirmé de repente permitiendo que las palabras salieran de mi boca sin pensar. No tenía intención de que los demás supiesen hasta qué punto estaba más enterado que ellos de la cuestión—. El resto del mundo dice que es un emperador de papel: los militares no lo respetan y por lo tanto siente que debe intervenir en persona para que no lo olviden. —La última vez que lo VI estaba escoltado por militares.

—Vosotros decíais lo contrario en Ral’Tumar, y todo lo que he presenciado en las últimas semanas lo confirma. La única persona a la que todos seguirían es Tanais.

—¿Cómo estás tan seguro? —preguntó Palatina, fijando en mí la mirada de un modo mucho más autoritario y magnético como jamás había logrado Ravenna—. He escuchado las discusiones entre tú y los thetianos. Orosius tiene sus agentes, es verdad, pero son las únicas personas en las que confía. Quizá eso fuese cierto, pero su miedo a ser olvidado era algo de lo que sólo me había percatado en los últimos días. La idea de tener un gemelo, alguien tan parecido a él como yo, clamando por la misma distinción, le hacía temer ser desdeñado. —Los militares están hasta la coronilla de que se hable de su debilidad. Han recibido muy bien la oportunidad de imponer su autoridad.— ¿Por qué harían tal cosa? —insistí—. La gente teme a la Marina, pero los almirantes saben que no son tan capaces como en otros tiempos. Si la flota pasa a la acción, todo debería salirles a la perfección si no desean destruir su renombre. —El emperador no iniciará una guerra —sostuvo Laeas en tono confidencial—. Si enviase naves contra los cambresianos, eso significaría la guerra, y Orosius sabe bien que podría ser derrotado.

—Creo que nos subestimas —dijo Palatina mirándonos a los tres alternativamente—. Cambress jamás derrotaría a Thetia. Creéis que estamos en decadencia, y eso puede ser cierto en algunos casos. Pero los marinos son reclutados entre los clanes, y cada uno de ellos es mejor navegante que cualquier cambresiano. Cambress nunca podría ganar una guerra naval en el Archipiélago porque su poder es terrestre. Tan sencillo como eso.

Palatina exhibía la misma confianza en sí misma que siempre había poseído, esa confianza que la había hecho importante en la Ciudadela y que justificaba con su talento.

—Son discípulos de nuestros marinos —opuso Laeas con tono débil tras un momentáneo silencio—. Han aprendido lo mismo…

—Pero no son nosotros. Sólo han unido lo que les enseñamos a la experiencia que ya tenían. Son de la tierra y nosotros gente de mar.

Recordé a Palatina diciendo exactamente lo mismo en Lepidor. Según había explicado Telesta en una ocasión, la idea de ser «de mar» era la más antigua creencia del Archipiélago y la que más diferenciaba a sus habitantes de los otros pueblos. Quizá los continentales fuesen tres o cuatro veces más numerosos que los habitantes del Archipiélago, pero el mar los mantenía a raya. Quizá fuese esa misma creencia lo que daba arrogancia a los thetianos.

O quizá así fuese en otros tiempos. Pero los miles de kilómetros que separaban Equatoria de Qalathar no habían impedido el inicio de la cruzada. Cualquiera que tuviese mantas podía cruzar el océano, sin importar de dónde proviniese.

Lo comenté y recibí una mirada hostil de Palatina. —Quizá puedan cruzar el océano, pero eso no implica que nos derroten.

Parecía decepcionada. Supongo que esperaba que finalmente coincidiese con ella.

—Palatina, deja de pensar por un momento —le pedí—. Cambress y Taneth siguen en proceso de expansión, todavía amplían sus fronteras. En caso contrario, no estaríamos aquí. Todo el Archipiélago, incluida Thetia, vive en el pasado, y el emperador lo sabe. En la actualidad lo único que puede hacer es mantener la fachada del poder imperial y no actuar hasta que tenga la certeza de que vencerá.

«Cuando me tenga en su poder», pensé como si lo dijese.

—¿Crees que Tanais estaría de acuerdo contigo?

—Tanais tiene más de doscientos años. Ha visto cómo era el imperio y cómo es ahora. No existe comparación posible.

—Mantén fuera a los cambresianos por ahora, Laeas —sugirió Persea antes de que Palatina hablase—. Tanto si eso conduce a la guerra o al derrumbamiento de Thetia, implicarlos no sería la primera medida que pensase Sagantha. Tiene más experiencia que nosotros.

«Y menos principios», añadí también en silencio. ¿Provocaría Sagantha la bravuconería del emperador intentando destruir su credibilidad? Y ¿sería muy malo que lo hiciese? Orosius se vería forzado a actuar, y si la apuesta fallaba, acabaría su reinado. Los republicanos tendrían entonces la oportunidad de reconstruir el sistema político y no me vería obligado a involucrarme. Seguimos conversando sobre otros temas mientras terminaban sus desayunos. Laeas y Persea nos contaron lo que sabían sobre nuestros compañeros de la Ciudadela, fundamentalmente de los del Archipiélago. Según creían, Mikas había comenzado su servicio militar obligatorio en la Armada cambresiana, pero no tenían ni idea de dónde estaba alistado. Carecían de novedades sobre la Ciudadela (¿cómo habrían podido tenerlas?). En ella ahora un nuevo grupo de novicios, que se entrenaba como nosotros, aprendía lo que nosotros habíamos aprendido y era educado en las tradiciones para que éstas no se perdiesen. Era un proceso importante pero, finalmente, estéril. Lo único que se conseguía era preservar el pasado intacto, sin intentar difundir de ningún modo la herejía en el presente.

Cuando concluimos, Laeas y Persea se fueron a trabajar, permitiéndonos a Palatina y a mí recorrer el palacio a nuestro gusto. No podíamos salir al exterior, y parecía haber muy poco que hacer entre esas paredes.

Decliné la invitación que me hizo Palatina de ir a practicar con armas con la guarnición, y me arrepentí de hacerlo nada más que se fue. No había otro sitio adonde ir realmente. Era probable que Telesta se hubiese instalado en la biblioteca, y no tenía ningunas ganas de verla. De todos modos, no debía de haber allí nada revelador. La biblioteca faraónica había estado en Poseidonis hasta la cruzada, cuando sus libros fueron robados o quemados. Lo que conservaban en Qalathar no podía ser más que un pequeño recuerdo.

Poco antes del ocaso, fui a parar de forma casual mientras paseaba a la sala de cartografía. Me explicaron que una puerta la conectaba con la biblioteca, pero que no dependía de ésta. Tenía la esperanza de que Telesta no se encontrara allí.

Por fortuna no estaba y suspiré con alivio al contemplar la sala vacía, impoluta y abovedada, con las siluetas de los mapas enrollados en las estanterías de los muros. Daba la impresión de ser una construcción muy antigua, y por sus estrechísimas ventanas se filtraba la luz gris del atardecer. La mesa de éter en el centro de la estancia desentonaba particularmente.

Le dije al cuidador de la sala que quería estudiar los mapas para una investigación oceanográfica, lo que en parte era cierto. Lo que me intrigaba era qué parte de la colección había sido registrada en éter y cuántos mapas seguían en papel. El registro en éter era todavía exageradamente costoso, dado el tiempo que llevaba proyectar cada segmento de una isla por encima y debajo de las ondas, y la tecnología era prácticamente monopolio thetiano.

El sonido de mis pasos en el suelo producía un leve y monótono eco, como si se golpeara una pared de piedra hueca, y cuando subí el pestillo del último cajón en el que buscaba sentí otra sorda y desagradable resonancia. El salón parecía amplificar el sonido.

Dentro de dicho mueble estaban los índices de todos los mapas, a los que di con impaciencia una rápida hojeada con la esperanza de que alguno mostrase a Qalathar de forma íntegra. Encontré tres, pero todos los números de referencia correspondían a mapas de papel, ninguno de los cuales tendría la topografía submarina que yo necesitaba. La sección en éter era aún más pequeña de lo que había supuesto: se limitaba a Qalathar, Thetia y unos pocos grupos de islas más importantes. No me servirían en absoluto para encontrar el Aeón, pero quizá valiese la pena echar luego una mirada al de Qalathar.

Enfrentado a la perspectiva de más aburrimiento, decidí intentar algo que de otro modo no me hubiese tomado la molestia de hacer. Llevaba conmigo mi ejemplar de la Historia. Persea había dicho que las copias eran algo muy común allí, de modo que me senté con un enorme mapa del Archipiélago extendido sobre una de las mesas e intenté trazar los movimientos del Aeón durante los últimos días del antiguo imperio.

Dos horas más tarde, intentar reunir los fragmentos útiles de lo que había sido redactado como una obra dramática demostró ser mucho más frustrante de lo que me temía. La Historia de Carausius concluía seis meses antes de la usurpación del trono, pero un narrador desconocido había continuado el relato al menos una década más tarde. No cabían dudas de que era un mago del Agua, pero más joven que Carausius, y su texto enfatizaba sobre todo el caos religioso que acompañó a la toma de poder. Su punto final coincidió con el golpe de gracia de la antigua religión, cuando los magos del último reducto escaparon hacia el océano. Supuse que se habrían dirigido a la Ciudadela y sus cercanías por algunos de los nombres que mencionaba el narrador.

Leer los escritos de ese Continuador (según lo había llamado alguien con una absoluta falta de originalidad) resultaba también increíblemente deprimente. Era justo que así fuera: describía la caída del mundo que él conocía, la muerte de todos sus amigos y la ascensión de un hombre a quien detestaba. Y era algo casi seguro que tras concluir el relato se había suicidado. De modo que todo cuanto obtuve en aquellas dos horas fue la certeza de que, cuando Tiberius había sido asesinado, el Aeón había pasado por Estarientian, al sur de Selerian Alastre. Mis notas se volvieron una maraña a medida que avanzaba, y en una u otra ocasión presioné tan fuerte que atravesé el papel. Me enfermaba leer acerca de la doblez de Valdur (lo que tenía y lo que había despreciado) y deseaba encontrar alguien o algo a lo que aferrarme. Las persecuciones, los asesinatos, los destierros habían hecho pedazos un mundo que tanto tiempo después todavía se estaba recuperando de la guerra y permitieron que el Dominio se apoderara de Aquasilva. Nunca había pensado que leer un libro me enfurecería tanto, pero así era. Y lo peor de todo era que en mi interior cargaba el peso de saber que por mis venas corría la sangre del hombre que había ocasionado todo eso: yo era el tátara… tátara tátara nieto de Valdur. «Tu familia destruye todo lo que toca, incluso a sus seres queridos… Hasta la sangre que corre por tus venas está contaminada. Podrida de raíz». Mi mente regresó a una jornada casi olvidada, el día en que comenzó la invasión de Lepidor, el día en que Ravenna estalló de ira y despotricó contra los Tar’ Conantur. Me había visto como a uno más de ellos. Y lo mismo le sucedía con Palatina. De hecho, durante toda nuestra estancia en Ral’Tumar e Ilthys, Mauriz y Telesta no habían dejado de hablar sobre los Tar’ Conantur, especulando sobre mi herencia, y yo no me había rebelado contra ello como tenía que haberlo hecho.

Me abatió una nueva oleada de tristeza y escondí el rostro entre las manos. Pero descubrí una cosa más de la que no me había percatado, pues mi propia autocompasión me había impedido verla. Ése era el motivo por el que Ravenna no me había pedido que la acompañase ni me había forzado a seguirla: mi conducta le había confirmado muchas de las cosas que ella esgrimía en mi contra. Fuese lo que fuese no tenía importancia, pues lo cierto era que ella no había confiado en mí.

—¿Pasas todo tu tiempo en las bibliotecas, hermano? —dijo alguien detrás de mí, sin molestarse en disimular el tono burlón de su voz—. Quizá por eso seas tan pequeño y débil. Aquí no hay nada para aprender, nada que no sepas ya, así que ¿para qué tomarte la molestia? Te lo habría contado todo en circunstancias más adecuadas.

Me sobresalté, echando la silla hacia atrás deliberadamente en la dirección de donde venía la voz, y me volví para ver quién era.

—¿No tienes nada mejor que hacer? —desafié—. ¿No son estas patéticas apariciones indignas de un emperador?

La figura de Orosius era indefinida, borrosa, como si de algún modo careciese de entidad, pero me obligué a seguir adelante.

—Tu imperio es una ilusión, un punto en medio del océano, y tú ni siquiera has alcanzado todavía la altura de Valdur. Él destruyó un mundo, y yo no puedo recordar que tú hayas hecho nada nunca

Acabé con cierta debilidad y sentí que Orosius atravesaba la silla en dirección a mí. Sólo tuve tiempo de ver el furor de su rostro antes de que me tocase y luego sentí algo semejante al golpe de una oleada de éter.

La última ocasión que había experimentado eso me había sentido muy mal. Ahora, en cambio, fue como si todos los nervios de mi cuerpo hubiesen sido afectados a la vez. Grité por la conmoción, pero mi quejido sonó como una gárgara y mis piernas cedieron. Al golpear contra el suelo de piedra todos mis miembros se paralizaron por el sufrimiento, una agonía que los intentos por moverme sólo lograron empeorar. La siguiente opción parecía ser desmayarme, pero no lo hice, y tampoco Orosius me liberó de su poder. En cambio, debió de permanecer allí, mirando hacia abajo mientras yo me revolcaba de dolor en el suelo, incapaz de respirar y sintiendo la piel como una masa en llamas.

No distinguí el instante en que cesó de hacer magia, porque mi cuerpo se retorcía de sufrimiento, y sólo podía respirar a bocanadas, intentando deliberadamente tomar aire. Sólo veía un laberinto de colores y sombras que herían mis sentidos.

—Puede que seamos hermanos, pero tú eres mi súbdito y yo, tu emperador. Recuerda siempre eso.

La voz de Orosius venía de muy lejos, pero el dolor seguía siendo muy fuerte, y yo me sentía demasiado débil para moverme o responder.

—No importa lo fuerte que creas que eres, siempre seré mejor que tú.

Me las compuse para abrir los ojos y VI una difusa imagen de pie a menos de un metro, inclinándose hacia abajo con expresión desapasionada. «Ravenna tenía razón, toda la razón», pude pensar.

—Espero que ahora estés más tratable, hermano —dijo saliendo de mi vista. Intenté girar la cabeza, pero los músculos del cuello se negaron a cooperar—. Tengo todas las pruebas para ejecutarte de inmediato por alta traición. Por supuesto que hacerlo resultaría inconveniente, pero es preciso que lo tengas presente. Una vez más estaba sin fuerzas, aunque en esta ocasión no había sido tan sutil. No tenía ningún sentido usar mi magia después de lo que él había hecho. No hubiese funcionado en alguien que no fuese mago. De hecho, no habría funcionado del mismo modo con nadie más. Orosius sólo podía lograr ese efecto conmigo porque nuestra magia era idéntica, absorbiendo por completo mis poderes durante… ¿quién podía decir cuánto tiempo? —Te preguntarás por qué estoy aquí, ¿verdad?— La trastornada voz de Orosius provenía ahora de algún sitio elevado en el otro extremo de la sala. —¿Cómo puedo seguirte el rastro incluso si mi voz se encuentra del otro lado del mundo?

Intenté sacudir la cabeza en un exhausto gesto de desafío, pero no estaba seguro que él lo notase.

—He estado observándote desde que partiste de Ral’Tumar —explicó tras una pausa—. Lo sé todo acerca de la triste conspiración de Mauriz y sus intentos de utilizarte para sus fines. Nuestra estimada prima Palatina todavía da dificultades, aún está demasiado ciega para comprender su propia estupidez. No han podido ir siquiera desde Ral’Tumar hasta Ilthys sin meterse en problemas. Incluso estando tú disfrazado de sirviente. Un detalle exquisito, aunque demuestra lo insignificante que es Mauriz en realidad.

Volví a verlo, aunque su imagen seguía siendo difusa para mis ojos heridos, que distinguían apenas una autoritaria figura blanca. Era una especie de proyección, pero una notablemente opaca, sin rastro alguno de transparencia. Otro truco que no podía ni imaginar cómo hacer.

—No puedes esconderte de mí, Cathan —prosiguió—. Ni siquiera todos los planes unidos de personas nimias como Mauriz y Telesta pueden encubrirte. Conozco más de esos planes que cualquiera de vosotros mismos. Ah, y deberías volver a cambiar el color de tus ojos. No te favorece nada el que tienes ahora, aunque es posible que se corresponda mejor con lo que eres.

—¿Temes que te haga sombra? —murmuré con la garganta ardiendo por el esfuerzo, y de inmediato tuve que tomar aire. Sentía un profundo malestar en el pecho y un dolor agudo me recorrió la espalda.

Orosius me dedicó una sonrisa condescendiente.

—Jamás podrías hacerme sombra, hermano.

—Entonces ¿por qué te tomas tantas molestias? —alcancé a preguntar.

—Eso deberías saberlo —respondió mientras volvía a desaparecer de mi vista, trazando un círculo a mi alrededor—. Son insignificantes. No comprenden lo difícil que es derrocar a un emperador. Piensan que es sólo cuestión de provocar unas pocas revueltas y hacer desertar a la flota. Ninguno de ellos sabe que apenas están jugueteando a los pies de un gigante. Reinhardt se lo pudo haber dicho. Quizá fuese un traidor, pero consiguió humillarlos a todos. Incluso a su hija

Siguió moviéndose por los límites de mi campo visual mientras mis ojos se esforzaban en seguirlo. ¿Admiraba realmente al padre de Palatina o se trataba sólo de otro acertijo?

—Creen que pueden utilizarte de títere, otorgándote un título irrelevante desenterrado de uno de los libros de Telesta, y que entonces Thetia caerá ante ellos como un castillo de naipes.

El borde de la túnica blanca de Orosius rozaba mis pies.

—¿No te has parado a pensar en cómo lo podrían lograr? —continuó—. En la Asamblea no existen siquiera republicanos auténticos. Los líderes de los clanes son viejos gordos, reblandecidos, lujuriosos y depravados, charlatanes tan incapaces de conversar sobre poesía como de gobernar un país.

El tono de su voz era sorprendentemente inexpresivo.

Tragué saliva con dolor, reuní tanto coraje como pude y le dije:

—¿Acaso tus éxitos han sido tan deslumbrantes después de todo? ¿Les dictas tu política a las dos desafortunadas concubinas que comparten tu lecho cada noche? ¿Llevas tu harén siguiendo las mejores tradiciones de Cupromenes?

Tres siglos atrás, Cupromenes había escrito un conjunto de brillantes poemas sobre la vida en un harén. Había sido el eunuco jefe.

Ése había sido un ataque salvaje y no demasiado elegante, pero dio en el blanco. Orosius se detuvo de pronto y volvió a clavarme la mirada con furia contenida.

—Has hablado como esa gente insignificante, hermano. Sabes tan poco de magia que hay algunas cosas que deberé explicarte. Una es que cuando lanzas a la tierra una gran cantidad de magia, ésta deja un rastro residual que tarda más en extinguirse cuanto mayor sea el grado de magia empleado. —¡Cobarde!— dije justo antes de que volviese a atacarme. Sentí como si una estaca me hubiese atravesado el pecho y todo mi cuerpo se convulsionó.

Me desmayé antes de que acabase, pero sólo durante unos segundos, un tiempo demasiado breve. En esta ocasión, el efecto fue peor que antes, como si me arrasase un cañonazo. Mi mano izquierda se cerró en un rictus alrededor de la pata de la silla, pero en algún lugar de mi mente, a pesar de todo el dolor, persistió la sencilla seguridad de que había logrado agobiarlo. Pero seguramente no me atrevería a intentarlo de nuevo.

Pronto verás de qué soy capaz —afirmó, sin que el esfuerzo de derramar tanta magia sobre mí a esa distancia pareciese debilitarlo lo más mínimo—. Todos lo veréis, ese terruño tan autocompasivo de Qalathar y el resto del Archipiélago. Limpiaremos las islas de herejes, republicanos, nobles corruptos y personas insignificantes, y dejaremos sólo a los que merezcan quedar. Durante doscientos años el imperio ha contenido su poder, dejando al mundo a su suerte. Pusilánimes como nuestro padre, desgraciados como Mauriz y Telesta, todos esos ya han gozado de sus días de gloria. Mi flota le recordará al mundo en qué consiste verdaderamente Thetia y por qué mientras ellos construyen ciudades nosotros levantamos un imperio.

Orosius se agachó a mi lado, sus ojos turquesa brillaban. —Sólo te queda una advertencia después de ésta, Cathan. Regresarás a Selerian Alastre y me demostrarás que eres mi súbdito leal. No un jerarca, no un vizconde de ningún clan provincial donde te has criado, sino un súbdito del emperador. Te someterás a mí aunque para lograrlo deba arrastrarte encadenado por todo el océano. Y no existe ningún lugar en el mundo donde puedas esconderte de mí o de mis ayudantes. No permitas que mi gente te encuentre aquí o lo lamentarás—. Volvió a ponerse de pie y luego me dio la espalda manteniendo una ligera sonrisa en su rostro tan, tan familiar. —¡Ah, casi lo olvido! Deben de haber confundido tu mente, hermano, ya que sueñas con encontrar el Aeón y hacerlo tuyo. Esa nave me pertenece y yo seré quien la encuentre. Tengo los Archivos Imperiales, los registros de la flota y la última voluntad y testamento del almirante Cidelis. Mi gente puede situarla sin abandonar siquiera la ciudad, mientras tú vagas por el Archipiélago recogiendo ínfimas pistas. Recuerda el buque Revelación, Cathan.

Luego desapareció de mi vista y no dijo nada más. Inerte en el suelo, yo no tenía ninguna manera de saber si se había marchado o si aún permanecía allí, observándome a su merced.

Miré al techo y observé los toscos ladrillos, no del todo cubiertos por el enlucido y con pequeñas manchas de suciedad aquí y allá. Quedarme así, acostado boca arriba, era más cómodo que girar la cabeza, ya que cualquier movimiento me producía dolor. Luego se apagaron las luces y me quedé a oscuras.

Incluso a dieciséis mil kilómetros de distancia, Orosius me había dejado imposibilitado y sin capacidad para resistirme. Conocía todos mis planes y esperanzas como si yo se los hubiese gritado al mundo. No había nada en los textos del Continuador que pudiera hacerme sentir tan desesperado como lo estaba entonces, indefenso ante un hermano, un emperador, que parecía casi omnipotente.

Había hablado de una limpieza en el Archipiélago, y me pregunté a qué se refería. ¿Habría sido sólo una bravuconada, la imaginación de un hombre que sólo controlaba en teoría a aquellos sobre los que tenía poder físico, como las concubinas que en más de cuatro años no habían conseguido que tuviese ni un único hijo? ¿O esta vez hablaba en serio? Orosius era aún el emperador y tenía autoridad para ordenar a las tropas y a la flota salir a luchar, tal como Palatina había dicho.