Las teas ardían en la entrada del palacio del virrey, arrojando una luz fantasmal a través de la lluvia torrencial. Colocadas dentro de nichos sobre los monolíticos portales, tres a cada lado, brindaban a la escena una cualidad irreal, como si todo sucediese en un pasado lejano. Salvo por ese pequeño sector, el resto de las murallas estaba en tinieblas, con sus inmensos bloques de piedra rojos (el color de Tuonetar) pareciendo casi negros.
Pero los últimos restos del imperio de Tuonetar yacían a muchos kilómetros de distancia, acechados por las nubes, y nosotros estábamos en medio de una empapada calle de Qalathar durante una noche de invierno. Las pocas personas que me rodeaban, protegidas con impermeables, no hacían gala ahora del poder que habían mostrado pocas semanas atrás en Ral’Tumar
Se abrió una pequeña puerta y apareció un nuevo oficial qalathari, que llevaba un impermeable negro.
—¿De qué se trata, centurión? —preguntó a nuestra escolta, evidentemente fastidiado por haber sido molestado. Como era de imaginar, el centurión no tuvo oportunidad de responder.
—Soy Mauriz, alto comisionado del clan Scartaris, y, como representante thetiano, exijo una audiencia inmediata con el virrey.
En realidad, yo no sabía quién era ese virrey. Según podía recordar, habían existido tres y ninguno era thetiano. Pero la críptica frase pronunciada antes por el centurión acerca de la debilidad del poder thetiano en Qalathar era preocupante.
El oficial hizo una pausa momentánea, estudió con cuidado el rostro de Mauriz y asintió con la cabeza.
—La Inquisición quiere hablar con usted, pero ése no es mi problema. Acompáñeme. Usted también, centurión.
De uno en uno cruzamos la pequeña puerta en dirección a un estrecho recinto, por fin a resguardo de la lluvia tras lo que había parecido una eternidad. Un poco más allá, otras cuantas antorchas iluminaban un tenebroso patio con unas palmeras y una fuente silenciosa. Alrededor, se levantaba, iluminado, un pórtico con columnas, seco y acogedor.
Había sido bastante inevitable que acabásemos allí tras desembarcar, ya que el centurión cayó pronto rendido ante la persistencia de Mauriz y sus amenazas de reclamar ante el virrey si no era conducido de inmediato a su palacio. Tras un cuarto de hora andando con esfuerzo desde el puerto, sintiendo la tierra casi tan inestable como la cubierta de la nave, agradecí el relativo calor y el techo que nos protegía de la lluvia. Todavía me sentía algo mareado, pero ya no me encontraba tan mal. Nada más cerrarse la puerta tras el centurión, se produjo una conversación en susurros entre el oficial a cargo y su subordinado, casi ahogada por el permanente sonido de la lluvia. Un momento más tarde, el suboficial se perdió a toda prisa entre las columnas. Su sombra se recortó contra los muros rojos hasta que desapareció en el interior del palacio. —¿Quién es el virrey?— le pregunté a Palatina tan bajo como pude. —No tengo ni idea— respondió. —Hubo uno muy bueno durante unos diez años, que limitó bastante la acción del Dominio. Pero luego le siguió un inútil, que al parecer fue destituido por los presidentes de los clanes. Ignoro quién lo sustituyó.
El centurión le preguntó qué había que hacer a continuación al oficial de guardia, que se había quitado el chubasquero negro para mostrar la insignia del tribuno, lo único que resaltaba en su uniforme. Desde la sala de guardia aparecieron más soldados, con una expresión muy diferente de la de los escoltas que nos habían acompañado. Supuse que se trataría de las tropas thetianas qalatharis, protegidas por el imperio de la persecución inquisitorial.
Un instante más tarde volvió a abrirse la puerta en el pórtico, y el suboficial se asomó desde un balcón. —El virrey os atenderá en unos minutos— anunció mirando hacia el patio. —Acompañadme.
Palatina y yo nos miramos el uno al otro con la duda reflejada en nuestros semblantes mientras seguíamos al soldado hacia la columnata. Allí la iluminación era más agradable, despojada del perpetuo parpadeo de las antorchas exteriores. La galería estaba pintada con los mismos rojos y azules vibrantes que el resto de la ciudad. A nuestro paso dejamos un rastro de agua sobre las secas piedras del suelo. Me alegré de regresar a la civilización tras pasar tanto tiempo en aquel galeón siempre húmedo.
—¿Oléis las especias? —preguntó Palatina justo antes de que la puerta volviera a abrirse y una fragante corriente de aire cálido nos llegase. Aparecieron más guardias, que nos ayudaron a quitarnos los empapados impermeables. No sentí mucha diferencia, ya que el resto de mi ropa parecía estar igualmente mojada. Con todo, fue un alivio librarme al menos de su peso. A juzgar por las manchas de tinte que había en la tela, la lluvia debía de haber eliminado lo que quedase de mi disfraz. Deseé intensamente no necesitarlo otra vez, ya que Matifa seguía en Ilthys.
Entonces fuimos conducidos a través de la amplia puerta a una antecámara de iluminación brillante y suelo de mármol.
«¿Por qué el comité de bienvenida?», me pregunté mientras aceptaba el paño que me tendía alguien para secarme la cara. Al entrar allí parecía que nos hubiésemos sumergido en un mundo completamente diferente y, que resultaba casi sobrecogedor de tan inesperado.
Por un momento me sentí mareado, probablemente debido al cansancio, y volví a frotarme la cabeza con el paño. Me recuperé casi tan de prisa como me había encontrado mal, y eché una mirada a todos los demás, quienes, con excepción de Mauriz, parecían aliviados de estar allí. Éste, por cierto, se comportaba sólo como si eso fuese lo esperable.
Al retirarse los sirvientes, aparecieron dos personas más desde uno de los pasillos, y los miré absorto por un momento. Sólo por un momento, ya que uno de ellos gritó «¡Cathan!, ¡palatina!», y se lanzó a darme un fuerte abrazo de oso. Después, tras sobrevivir al entusiasmo de Laeas, Persea me dio un abrazo igualmente cálido pero menos doloroso. Era más que sorprendente ver allí a nuestros dos viejos compañeros de la Ciudadela, aunque quizá era de prever dadas sus relaciones. ¡Qué maravilloso, de todos modos, estar de nuevo entre caras amigas!
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Persea con una sonrisa de satisfacción—. ¡Hemos venido de parte del virrey para conocer a ese peligroso thetiano de alto rango y acabamos topándonos con vosotros!
—Ése es el peligroso thetiano —repuso Palatina señalando a Mauriz, que nos miraba con una sonrisa de desconcierto, la primera que le veía en mucho tiempo—. Discúlpeme, lord Mauriz —dijo Laeas volviéndose hacia éste—. Os doy la bienvenida de parte del virrey. —No muy sincera, dados los inconvenientes que estoy ocasionando.
—Quizá, pero él desea verlo sin demora. Laeas y Persea llevaban ropa qalathari con el color blanco que caracterizaba al virrey, y su aspecto era muy formal. —Me alegra volver a veros— declaró Laeas dirigiéndose a nosotros. —El virrey estará encantado. —¿Por qué?— preguntó Palatina, pero se encargó de responderle el virrey en persona, que apareció bajo el pasillo abovedado enfrente de nosotros. Parecía fatigado, pero su rostro se iluminó al vernos y se abalanzó hacia nosotros con una sonrisa. Al igual que sus hombres, el virrey llevaba un uniforme sin ningún adorno, con excepción de las estrellas de almirante (estrellas del Archipiélago, no cambresianas). La segunda sorpresa de esa noche fue casi demasiado grande para que mi agotada mente pudiese asimilarla. Quizá uno de los Elementos nos tuviese bajo su protección después de todo, pues nos había conducido al final de aquel viaje junto a un alto representante del Archipiélago a quien conocíamos y en quien, hasta cierto punto, podíamos confiar.
—Mauriz —dijo saludando al alto comisionado. La tensión de su voz desapareció cuando se dirigió hacia nosotros—: Cathan, Palatina, me alegro de veros.
—Te has hecho con una buena posición —dijo Mauriz, repitiendo casi las palabras que Ravenna había dirigido a este hombre cuando lo conocimos por primera vez, unos pocos meses atrás—. ¡Nada menos que virrey de Qalathar!
—Y con todo un montón de problemas —replicó Sagantha Karao—. Pero pasad, por favor.
Caminamos a su lado por el pasillo y luego pasamos otro de brillante iluminación. Todavía me resultaba difícil creer que Sagantha fuese virrey de Qalathar. Ravenna había dicho que él era un auténtico político, alguien que sabía cuándo cambiar de chaqueta y cuya cordialidad hacia los herejes era una herramienta flexible. De haber muerto Ravenna y yo, especialmente ella, en Lepidor, Sagantha jamás habría podido perdonar al Dominio ni mantener la esperanza en la protección de la ciudad. Pero eso no habría cambiado realmente su orientación política, y dudé que hubiese llegado siquiera a plantearse una venganza.
Pero ¿cómo era de flexible su moral? Cambress, notoriamente laica, era una de las dos enemigas mortales de Thetia, y aquí estaba un almirante y ex juez de Cambress de virrey thetiano de un Archipiélago controlado por el Dominio. Era necesaria la retorcida lógica de un filósofo para justificar eso.
Al menos habíamos llegado sanos y salvos a Qalathar, y en el palacio del virrey podría haber habido gente mucho peor.
Sagantha nos guió en dirección a una puerta lateral que conectaba con una sala de recepción, gratamente amueblada con sillas y sofás en lugar de divanes, aunque el mobiliario era de estilo qalathari. Era una sala de recepción diplomática, sin duda un gesto dirigido a Mauriz. Y la pintura que cubría las paredes se trataba, sin lugar a dudas, de oro auténtico.
—Sentaos —dijo Sagantha y ordenó a uno de los sirvientes que trajese bebidas. Sagantha no se sentó, sino que permaneció de pie junto a una de las ventanas para tener a la vista a todo el grupo. También Mauriz siguió de pie.
—Seré muy franco, comisionado Mauriz, para que todo quede claro ahora. Luego veremos qué hacemos —dijo el virrey, sin esperar a que llegase el vino—. Vuestra presencia es indeseada, perturba la política imperial y se enfrenta de modo expreso con los deseos de la faraona.
—Como he dicho antes, almir… lord virrey —intervino Mauriz, sin que yo estuviese seguro de si su desliz había sido intencionado—. Soy ciudadano thetiano y oficial del clan Scartaris. Puedo viajar adonde me plazca.
—Sin duda, pero planificar una rebelión por lo general no está muy bien visto.
—¿Estás sugiriendo que soy un revolucionario? Mis ideas republicanas son bien conocidas, pero sólo un sacerdote podría obviar la diferencia.
—No estoy sugiriendo, Mauriz. Lo sé con certeza —respondió Sagantha con frialdad.
Noté la expresión de incomodidad de Laeas y Persea cuando tomaban asiento cerca de nosotros, siguiéndonos con las miradas. Rogué que tuviésemos ocasión de reunimos en condiciones más relajadas, tan pronto como fuese posible. No deseaba lo más mínimo involucrarme en nada, aunque sabía que ese deseo era una vana esperanza.
¿Qué le habría contado Ravenna a Sagantha sobre los planes thetianos? Probablemente, ella había estado allí. No había ninguna otra forma de que Sagantha llegase a sospechar siquiera lo que Mauriz se traía entre manos. Por un segundo me VI suplicando en mi interior que se lo hubiese contado todo, que Sagantha cortara toda la conspiración de raíz. Pero eso implicaba para mí más que una complicación indeseable, pues era una oportunidad de derrocar al Dominio y a mi hermano. —¿Te han informado tus numerosos espías?— desafió Mauriz, intentando sin duda llevar el asunto tan lejos como fuese posible. —Tú mismo estás implicado en un juego peligroso, virrey, y corres aún más peligro que yo de traicionar tus lealtades. —Ésa no es la cuestión. Actualmente, yo soy la autoridad en este territorio y sólo Ranthas y el emperador pueden deponerme— replicó Sagantha y fijó la mirada en Mauriz. —Mi posición puede no ser muy segura, pero el emperador representa en este momento la menor de mis preocupaciones. Y me conviene mantener las cosas de ese modo. —De ningún modo me atreveré a cuestionarme el nombramiento de un rebelde y un extranjero en el cargo de virrey…— Como vosotros sois tan aficionados a decir en Selerian Alastre, Cambress es parte del imperio. Y eso tiene su utilidad, igual que las leyes de Qalathar y de Thetia, que son bastante específicas en lo que concierne a la traición. —¿Qué pruebas tienes?— preguntó Mauriz con una mueca, recostado en el mismo sofá en el que yo estaba y con una copa de vino en la mano. También yo sostenía una, pero apenas me había percatado y no me apetecía beber. Me sentía demasiado cansado. —¿Me acusas acaso de traicionar a la faraona de Qalathar? De ser así, caminarías sobre terreno inestable, incluso en caso de que yo fuese qalathari. Por lo que respecta a Thetia, ser republicano no es ningún crimen.
—Comparto por completo tu opinión sobre este último punto, pero existen diferencias entre republicanismo y revolución. —Te lo repito, ¿dónde están las pruebas? ¿Quién te ha informado de semejante cosa?— preguntó Mauriz intensamente y señalando a Sagantha con el dedo. —Me lo ha dicho la faraona— respondió Sagantha tras una breve pausa. —Ella considera que su informante es veraz, y en tanto regente suyo, actúo en su defensa. Mauriz Scartaris, la legítima gobernante de Qalathar te ha acusado de alta traición y conspiración…
—Debemos agradecérselo a vuestra amiga —murmuró Mauriz volviéndose hacia mí.
—No fui yo quien le permitió oírlo todo —repuse sin inmutarme—. Ella no ha traicionado a nadie. Vosotros no habéis tomado ninguna precaución ni os habéis molestado en constatar quién era ella. Suponía que la astucia era el sexto sentido de todo thetiano.
—¿Insinúas que soy incompetente? —preguntó Mauriz, con la tensa expresión que ponía estando furioso—. Tú lo sabías desde el principio.
—Sí, es cierto, y es evidente que no te lo conté. Tengo por ella mucho mayor respeto y consideración de los que jamás tendré por ti. Has creído que sólo tu arrogancia y tu jerarquía bastarían para librarte de cualquier inconveniente. Pero ninguna de las dos cosas funcionará ni aquí ni en ningún otro sitio que no pertenezca a tu clan.
Mauriz estaba a punto de estallar de ira pero me mantuve firme, consciente de que allí, al contrario que Mauriz, contaba con el apoyo de todos los demás.
—Tace, tace —intervino Sagantha, interponiéndose entre nosotros con auténtica autoridad, muy distinta de la fuerza de carácter que empleaba Mauriz para salirse con la suya—. Calmaos. Mauriz, responde a mis acusaciones.
—¿Qué acusaciones? Discúlpame por pensar que ésta era una sala de recepción y no un juzgado. Se me acusa de conspirar para reemplazar a la faraona —afirmó Mauriz, ignorándome por completo al volverse hacia Sagantha—. Virrey, careces de caso, no tienes testigos, ni prueba alguna de que esté conspirando contra nadie. Me sentiré mucho más feliz si podemos poner punto final a esta discusión inútil y nos ponemos a hablar de cuestiones más fructíferas.
Sin moverme del sitio, observé cómo ambos se enfrentaban. El desafío de Mauriz flotaba en el aire. Quería forzar a Sagantha a acusarlo de forma oficial, a poner a Ravenna de testigo y verla confrontarse con el Dominio.
Y Sagantha era plenamente consciente de ello. Cuando hablaba sus palabras eran muy suaves y calculadas.
—Podría haberte llevado inmediatamente ante el Dominio, que estaría muy feliz de hablar contigo tras las escenas que protagonizaste en Ilthys. Su caso no tendría ninguna base legal, pero podrían hacerte la vida muy difícil. Recuerda, yo soy la última corte de apelaciones en Qalathar. Sólo la Asamblea o el emperador pueden revocar mis decisiones.
De modo que Sagantha lo sabía. Estaba invitando a Mauriz a jugar su carta vencedora y a utilizarme para subir la apuesta. Pero el thetiano era demasiado inteligente para caer en la trampa. —El Dominio no es el único que hace la vida difícil. Así que sugiero que dejemos de amenazarnos, virrey, y conversemos sobre otros asuntos.
—No me parece conveniente —afirmó Sagantha midiendo cada palabra—. Aquí yo tengo todas las cartas. El Dominio desea vengar la humillación que sufrió en Ilthys. Yo soy el único que puede protegerte del Dominio. Los cónsules de los clanes no pueden hacerlo por sus propios medios. Aquí no. Discutiremos lo que yo quiera discutir. Á
—¿Y qué es exactamente? —interrumpió Telesta. Casi nos habíamos olvidado de que estaba allí, sentada en un rincón sin hablar—. ¿A qué has venido? —preguntó Sagantha—. Nadie creerá que sea un viaje de negocios, no con la compañía que llevas. ¿Scartari y Polinskarn juntos? No, no lo creo. Sé lo que estáis haciendo, quiénes son vuestros compañeros de travesía. No guardo hacia ellos ningún sentimiento de enemistad y me alegra considerarlos mis amigos. Tampoco deseo que tú o lord Mauriz sufráis en absoluto. —Entonces, si sabes tantas cosas, ¿por qué nos acusas? Aún no has mostrado ninguna prueba— ¿dijo Mauriz acabando su vino y apoyando la copa sobre la mesa.
—No tengo tiempo para eso —anunció el virrey, cansado—. Me reuní con el emperador hace apenas unas semanas. Por el bien de todos los espías que infestan este lugar, donde quiera que estén en este momento, no diré nada más. Tú no tienes el monopolio de la inteligencia.
Cualquiera que hubiese visto alguna vez al emperador notaría nuestro parecido.
—¿Y entonces? —preguntó Mauriz, sin confirmar ni negar lo que sugería el virrey—. ¿Qué hacemos?
—Hay que ponerle fin —sostuvo Sagantha con la voz cargada de una gran fatiga. El cansancio ya había sido notable en Lepidor, conseguí recordar, oculto bajo la fachada del político—. Tú deseas desplazar a la faraona y poner a tu propio líder para que sirva a los intereses de Thetia. No, miento. Ni siquiera de Thetia. A los intereses del movimiento republicano.
—Si existiese ese complot, no amenazaría en lo más mínimo a tu faraona. Existe un emperador legítimo y un jerarca legítimo. El jerarca fue, y es, un líder religioso.
—¡Basta, Mauriz! —lo interrumpió Telesta—. No estás honrando a Thetia esta noche y en cambio cavas tu propia tumba cada vez más profundamente.
A propósito, ¿qué papel tienes tú en esto? —preguntó Sagantha centrando la atención en ella e ignorando al furioso Mauriz—, ¿el de veleta local?
Telesta alzó levemente una ceja.
—Si vamos a hablar de veletas, puedo proponer candidatos mucho mejores que yo. No soy republicana y tampoco me agrada el emperador. Sin embargo, por motivos personales, quiero expulsar al Dominio del Archipiélago. En los dos años desde que llegó a la mayoría de edad, la faraona no se ha dignado a mostrarse siquiera y Qalathar no ha hecho nada. En caso contrario, os habríamos ayudado.
El rostro de los tres ciudadanos del Archipiélago se tiñó de desprecio.
—Por supuesto —comentó Laeas con ironía—, del mismo modo que vosotros hace veinticuatro años. Tan sólo liberaos de vuestro inútil emperador y ayudadnos cuando estéis listos.
—Mi clan envió cuatro naves para ayudaros. Cuatro naves que fueron destruidas en el puerto debido a la traición del presidente del Archipiélago. Nadie envió ninguna más.
—Una peculiar versión de la historia, que jamás habíamos oído —intervino Persea.
—Pues se trata de la verdad. Durante la cruzada llegaron algunos refuerzos de Thetia, aunque nunca supe qué clan los había enviado —dijo Sagantha—. Ral’Tumar cambió de bando y los destruyó.
—Nuevamente se pone de manifiesto la unidad del Archipiélago —comentó Mauriz con desdén—. ¿Pedisteis ayuda más allá de las islas del Fin del Mundo? ¿Lograsteis siquiera formar un ejército? Según recuerdo, virrey, fue entonces cuando descubriste tus raíces cambresianas y decidiste retirarte por un tiempo.
—Intenté partir en busca de ayuda, ya que era evidente que vosotros no nos la daríais —repuso Sagantha, conmovido por primera vez—. No importa quién fue el culpable de la última cruzada. Lo que interesa ahora es vuestra intención de reemplazar a la faraona por un jerarca, un líder religioso que sólo nos tendrá en cuenta pomo un medio para derrocar al emperador.
—No he venido aquí a discutir los detalles de ese falso plan. —No, has venido a llevarlo a cabo. Aquí lo consideramos traición y no puedo permitir que se ponga en práctica.
—Te equivocas —afirmó Mauriz con sequedad, caminando hacia la puerta. Luego se detuvo y se puso frente a ella de brazos cruzados—. El plan consiste en restaurar la institución del jerarca, abolida por un decreto religioso hace doscientos años, y forzar a Orosius a abdicar del poder en favor de la Asamblea. Esto implicará necesariamente deshacerse del aparato clerical que ya lleva demasiado tiempo asolando las islas. La faraona está, de hecho, subordinada al jerarca en materia de religión, pero el jerarca carece de cualquier poder laico. Quizá eso sea traición, pero sólo contra el emperador.
—Excepto cuando se trata de liderar esta rebelión santa —replicó Sagantha mordazmente—. Estoy seguro de que habrá sitio para los habitantes del Archipiélago en vuestro planteamiento thetiano. Me resulta difícil creer que hayas convencido al jerarca de que contarás con él durante un poco más de lo estrictamente necesario. Quieres que abdique, de hecho. Deseas acabar con el linaje imperial, incluso con el cargo de emperador, y, antes de que eso pueda suceder, habrán de morir tres personas: el emperador, el jerarca y su primo Arcadius. Pues hasta que no estén muertos, Mauriz, no podrás sentirte seguro. —No somos asesinos, Sagantha— gritó Palatina con furia, casi saltando de la silla en la que había estado sentada con tanta calma. Ahora bullía de rabia. —¿Crees que somos tan estúpidos? Thetia toleraría la muerte de Orosius, pero nada más. ¡Necesitamos un jerarca! ¡Necesitamos a Arcadius! ¿Crees con honestidad que una república thetiana sería favorable al Dominio? Como bien sabes, el Dominio puede controlar monarcas, pero no repúblicas. Eres cambresiano, por el amor de Ranthas, casi los habéis expulsado. —Discúlpame, Palatina, pero Thetia no parece haberse preocupado nunca por otro interés que no fuese el suyo.
Era una extraña escena, digna de ser congelada en el tiempo: un Mauriz distante, observando con sus ojos brillantes y calculadores; Palatina deslumbrada por Sagantha, que permanecía con expresión impasible y las manos entrelazadas a la espalda; Laeas y Persea presenciándolo todo, muy tensos; Telesta aislada en un rincón y sin mostrar ninguna emoción. Las antorchas parpadeaban cada vez más, señal de que se estaban acabando.
Fue Telesta quien rompió el silencio de forma bastante desagradable. ¿Y vosotros sí os preocupáis por los demás? ¿Es eso lo que estás diciendo? Nuestras opiniones son relativas, por supuesto, pero estamos haciendo algo en lo que creemos: ayudar a Thetia, pues somos thetianos. Mauriz es thetiano, también Palatina. Yo misma lo soy, y Cathan es más thetiano de lo que él mismo imagina. Deseéis o no vuestra independencia o contar con nuestra ayuda, lo cierto es que no podéis acusarnos de ser separatistas e imperialistas.
Sagantha cogió una copa llena de vino y la sostuvo en alto frente a una de las antorchas, creando una silueta alargada en la pared lejana.
—El imperio thetiano es una ilusión. Parece ser mucho más de lo que es, una sombra sobre el resto del mundo, pero apenas es eso —declaró, y volvió a bajar la copa—. Es hermoso como esta copa pero igual de frágil.
A continuación golpeó con delicadeza el cristal con un dedo, produciendo un tenue y desafinado sonido. Por un instante pensé que derramaría el vino, aunque esa actitud no sería propia de él. Volvió a colocaría sobre la mesa.
—Y tras dos mil años de historia, ¿qué queda de Qalathar? —preguntó Telesta con el mismo tono tranquilo—. Fuisteis un imperio una vez, cuando Tehama aún representaba algo. Hace dos mil años, antes de que nadie habitase Thetia, no había nada más que Tehama y Tuonetar. La Mancomunidad de Tehama, extendiéndose miles de kilómetros en todas direcciones, miles de kilómetros desde su centro, la isla de Qalathar.
Lo que empezó como una parte más de su argumentación derivó entonces en algo totalmente diferente. Noté cómo todos los ojos se centraban en Telesta mientras nos contaba algo que yo no había oído nunca.
—Por entonces el mundo estaba vacío. Ahora sigue estándolo en gran medida, fuera de las áreas que conocemos. Existen infinitos kilómetros de océano sin explorar. Pero, en aquellos tiempos, Qalathar era el corazón de un imperio, Qalathar y la meseta de Tehama. Como eran pueblos de los arrecifes y del océano, para ellos los mares interiores eran sagrados. De modo que construyeron aquí sus ciudades y vivieron como gobernantes de todo el mundo que conocían. La Mancomunidad ha desaparecido hace casi un millar de años. Apenas existen documentos y no queda rastro de sus habitantes originales, con excepción de los exiliados. Cuando los thetianos llegaron a estas tierras hace trescientos años, Qalathar era una autocracia, el faraón un dios rey y no quedaba vestigio alguno de la Mancomunidad. Qalathar ha tenido sus días de gloria, como Thetia. La diferencia es que nosotros aún poseemos un imperio, todavía podemos dar ejemplo. El Dominio nos es tan ajeno como a vosotros. Somos habitantes del mar, no de la tierra. Nuestra vida se centra alrededor del océano, del mar, y de todo lo que hay en ellos. Y en sus aguas no existe absolutamente nada que se parezca ni de forma remota al Fuego. ¿Qué tiene que ver el Fuego con nosotros? «¿Qué tiene que ver con nadie?», pensé. ¿Por qué el Fuego? Era evidente que en el Archipiélago todo dependía del Agua, todo se originaba en el mar. Si no recordaba mal, casi no había tierras cultivables en ningún lugar del Archipiélago, con excepción de los huertos y los jardines apiñados alrededor de las ciudades, que eran lo bastante grandes para llamarse así. En los cientos de miles de islas que se extendían mucho más allá del mundo conocido no existía otra cosa que bosques, rocas y arena. Era muy sencillo olvidar que existía un punto donde acababa el Archipiélago y comenzaba el mundo desconocido.
No era en eso en lo que yo intentaba pensar, pero estaba tan cansado que no podía concentrarme en nada concreto, y aún estaba en pie.
—Espero que no estés insinuando lo que me ha parecido —advirtió Laeas gravemente.
—Sostengo que nuestras dos naciones deben salvarse mutuamente —concluyó Telesta—, pero que Thetia puede salvar también al resto del mundo. El Archipiélago seguirá a su faraona, pero también nos seguirá a nosotros. Y nosotros contamos con los recursos, el dinero y los buques para hacerlo posible. Vosotros, para ser claros, no tenéis nada de eso.
—¡El argumento más sutil que jamás he oído para justificar la construcción de un imperio! —dijo Persea, furiosa—. ¿Acaso Aetius contaba con alguna de esas cosas cuando derrotó a Tuonetar? Todas vuestras riquezas, vuestros recursos, ¿en qué los empleáis? En que el presidente de Decaris y el emperador mantengan sus harenes. No sois mejores que los haletitas. Haced que Thetia vuelva a ser poderosa y el mundo os respetará, pero hasta entonces trataremos al imperio con el desdén que merece. Yo respondo a la faraona, a su virrey y a nadie más.
Laeas asintió con aprobación, y observé que Sagantha se estremecía ligeramente. No estoy seguro de en qué momento comencé a notar esos pequeños gestos, pero lo cierto es que los percibí. A Sagantha no le había gustado que Persea y Laeas intervinieran ni que dijeran esas palabras, pero éstas se acercaban tanto a su propia posición que no se atrevió a matizarlas.
—Gracias por tu intervención, Persea —declaró con seriedad—. Algunos de vosotros estáis muy cansados. ¿Podría sugerir que interrumpiésemos la conversación por esta noche? Tenéis habitaciones a vuestra disposición. Podemos continuar hablando por la mañana. Por favor, no intentéis abandonar el palacio, mis hombres tienen orden de asegurarse de que permanecéis dentro.
Hizo sonar una pequeña campanilla que colgaba de una de las paredes, y la puerta se abrió.
—Laeas y Persea, mostradles a mis huéspedes sus habitaciones y ocupaos de que tengan cuanto necesiten.
Sagantha se quedó quieto mientras nos marchábamos, de pie frente a la ventana con expresión de preocupación en los ojos. Ése era el verdadero Sagantha Karao, no la persona que habíamos conocido en Lepidor.
Cuando nos fuimos, Laeas y Persea se aproximaron a Palatina y a mí, ignorando sin disimulo a los dos thetianos. Ninguno de ellos parecía tener mucha destreza diplomática, y me pregunté por qué los tendría Sagantha a su servicio.
Lamento que hayamos protagonizado esta escena —afirmó Persea visiblemente más relajada—. Parecéis exhaustos los dos.
—Deberíamos haberlo tenido en cuenta —añadió Laeas—. Nos hemos visto al amanecer después de vagar por el bosque tropical durante toda la noche, hasta el punto de parecer muertos vivientes tullidos de las entrañas de la tierra.
Laeas nos resultaba más familiar ahora que sonreía y, sin embargo, no mostraba la misma extroversión que lo había caracterizado. Ambos parecían haber sufrido un ligero cambio, y no me atrevía a determinar si era para mejor.
—Hay gente que parece venir del fondo de la tierra de cualquier modo —dijo Persea mirando a Laeas.
—Hay gente que sabe cómo cansar a los demás sin necesidad de acercarse a un bosque tropical —respondió él, sonando por un instante como el Laeas de otros tiempos. Pero la impresión duró un instante, pues su comentario iba acompañado de cierta tensión y no tenía su antigua naturalidad.
Alrededor de media hora más tarde, tras comer un poco y quitarme la sal del cuerpo, me senté ante el pequeño escritorio de mi habitación. No quería dormir aún, quizá debido al vago recuerdo de la improvisada lección de historia de Telesta, que había vagado por mi mente durante varias horas. Mi dormitorio no era demasiado lujoso. Estaba pintado en un vistoso anaranjado rojizo y tenía alfombras amarillas sobre el suelo de mosaicos. Sin embargo, era claramente mejor que cualquier otro que hubiese tenido desde que había salido de mi hogar. Quizá mi habitación en Ilthys no estuviese mal, pero prefería no pensar en Ilthys.
No me sorprendió que Persea llamase a mi puerta unos minutos después. Ya no llevaba su túnica blanca, sino un sencillo vestido verde.
—Hola —dije con una tenue sonrisa mientras me ponía de pie y le ofrecía mi silla.
—He estado sentada en sillas todo el día, así que preferiría usar la cama, si no te parece mal.
—No necesitas preguntarlo.
—Siempre cortés —murmuró ella e hizo una pausa—. Disculpa mi brusquedad de antes, pero dije lo que pensaba. Tú no deseas en absoluto verte implicado en eso, ¿verdad? No estás realmente seguro de nada.
Lo cierto es que no se me había ocurrido antes que fuese tan sencillo leer mi pensamiento. Pero luego recordé que Persea y yo nos conocíamos muy bien. Incluso habíamos sido amantes. ¿Tendría ella ahora afinidades políticas, como parecían tener todos los demás?
—No, no estoy seguro —admití volviendo a sentarme.
—No he venido aquí para convencerte de que te unas a mi bando, no te preocupes. No tengo ningún bando, pero no confio en Mauriz. De hecho, tampoco en Telesta. Ella parece inofensiva, pero no lo es.
—No la hubiese calificado de inofensiva, pero…
—Es una historiadora, y muy buena, algo que todos debemos respetar. Pero emplea sus conocimientos para su propio interés y manipula la historia para que se acomode a sus intenciones. Lo hace tan bien que uno no percibe cómo lo hace.
—Pensé que tú carecías de tendencias políticas.
—Y así es. Ella parece tener un punto de vista más equilibrado que el de Mauriz, quizá más neutral. No estoy diciendo que no lo sea, sólo sugiero que Telesta no es tan imparcial como dice serlo.
—¿Y tú sí lo eres?
—Cathan, primero y sobre todo soy tu amiga. No estoy implicada, de veras. Pero puedo notar que no eres feliz.
Antes de responder hice una breve pausa, aunque demasiado extensa para ocultar mis dudas.
—¿Deseas ser jerarca? —preguntó entonces Persea sin más rodeos—. Sólo dímelo.
La frágil promesa que había hecho en Ilthys se tambaleó hasta derrumbarse y me hundí en la silla, nuevamente avergonzado de mi debilidad. Había sido presionado desde mi llegada a Ral’Tumar y me había mostrado demasiado indeciso para lograr algo, para ponerme de parte de algún bando. Me despreciaba a mí mismo por ello, pero no me veía capaz de cambiarlo.
—No, no quiero —sostuve con voz clara, forzándome a levantar la mirada—. No tengo el menor deseo de ser jerarca.
—¿Por qué no?
—¿Qué quieres decir? ¿Cómo que por qué no?
—Exactamente eso. Vamos, dímelo. ¿Por qué demonios preferirías seguir siendo un oscuro vizconde y un mago en lugar de jerarca del imperio thetiano?
—¿Para qué necesito ser jerarca, Persea? No soy un líder religioso. No soy un buen líder en ningún sentido. ¿Cómo podría convencer a nadie de nada si yo mismo no lo creo? ¿Qué me hace merecer ese puesto? Apenas el detalle accidental de mi nacimiento.
—¿Ha mejorado en algo Lachazzar tras haber sido elegido?
—¡No soy un líder religioso! —repetí, frustrado porque no parecía comprenderme—. No soy un mesías y no lo seré. Nací en el seno de una familia peculiar por la que circula una sangre extraña, pero casi me he salvado de caer en sus garras. No he sido criado como un Tar’ Conantur y jamás me convertiré en uno de ellos. Persea mantuvo fijos en mí sus tranquilos ojos verdes mientras yo hablaba. En su expresión confluían la compasión y una cierta tristeza. —Cathan, ¿te agradaría de verdad pasar el resto de tu vida como oceanógrafo en algún lugar ignoto? ¿Hacer experimentos, recorrer las costas, bucear con tus colegas, completar los formularios presupuestarios? ¿Es ése el tipo de vida que quieres realmente?
—Sí, lo es —respondí con decisión—. Haz hincapié en las desventajas cuanto quieras. ¿Es que todo tiene que acabar relacionado con la política?
—¿Y serás capaz de permanecer sentado y ver cómo suceden las cosas, observar cómo se levanta o cae el Dominio? ¿Presenciar otra cruzada en el Archipiélago, más inquisidores? ¿Ser un testigo distante cuando Orosius envíe sus tropas y se desencadene la guerra? ¿Te convertirás en otro asistente al funeral de un nuevo líder republicano asesinado por los hombres del emperador en la Asamblea? ¿Qué sucederá cuando te enteres de la muerte de la última faraona de Qalathar?
—¿Acaso todo el mundo tiene que verse involucrado?
—Todos en el Archipiélago lo están y, sea como sea que los hayas obtenido, tus poderes no son nada comunes. No me gusta contarle a nadie todo lo que he hecho para lograr el cambio político. Y mucho menos a los thetianos. Ellos necesitan una restauración, un renacimiento. Nosotros, la liberación. No tenéis necesidad de hacer esto por vuestra cuenta, y tampoco podéis llevarlo a cabo. Pero dado lo que sois, sí podríais colaborar.
Persea hablaba de un modo muy racional e incluso con calma. Su razonamiento era la cara opuesta de la catarata verbal que Ravenna me habría dado en su lugar, y quizá no me hubiese venido mal que alguien me arrancase de golpe de mi estado de autocompasión. Pero Ravenna me había abandonado. Aunque yo la habría seguido con todo gusto, ella no había confiado en mí lo suficiente para llevarme a su lado.
—¿Colaborar siguiendo el plan de Mauriz y Telesta? Si vencen, mi vida acabará siendo una sucesión de ceremonias y rituales vacíos para asegurar su república.
—Ayúdanos realizando lo que has venido a hacer aquí —propuso Persea con ingenuidad—. Sigue tus ideas, tu propio plan, no los de Mauriz, Telesta, Sagantha ni ningún otro. Ravenna no podrá encontrar ella sola el Aeón, y Palatina está demasiado ocupada intrigando de nuevo con los republicanos.
Persea se puso otra vez seria y prosiguió:
—Laeas te ayudará y encontraremos más personas en las que confiar y que quizá sepan algo. Oceanógrafos, marinos y cualquiera que pueda ser útil.
—¿Encontrar el Aeón? —repetí, atontado. Laeas debía de habérselo comentado a Persea, pues yo se lo había mencionado en mi carta.
—Sí. Si lo encuentras, te dará independencia. Será complicado utilizarlo y mucho más difícil dar con él, pero nadie que tenga en sus manos algo como el Aeón podrá convertirse jamás en una marioneta.
Sonaba sencillo; una vía alternativa. Pero una vez más podía ver a los lobos acechándome y apoderándose del Aeón en cuanto lo encontrase, regodeándose en mi debilidad y falta de decisión. Sólo haría subir las apuestas.
—¡No, eso no sucederá! —sentenció ella en cuanto se lo comenté—. ¿Cómo puedes ser tan negativo? Esa nave representa todo lo que amas y no podrá comprometerte con nadie ni inmovilizarte. Por otra parte, en este preciso momento no tienes ninguna oportunidad de hacer valer tus opiniones; siempre dependes del poder de alguien más. Ni Mauriz ni Telesta se opondrán de ningún modo al Aeón. Y antes de que lo sugieras, te aseguro que no lo harán. Te lo ruego, Cathan, reemprende tu búsqueda. De todos modos planeabas hacerlo, pero hazlo por tu propio bien, y por el de todos nosotros.
Persea se detuvo, casi desesperada ante la ambigua expresión de mi rostro.
—Lo siento —añadió—. Lamento sonar como otro político, pero…
—No suenas en absoluto como ellos —afirmé armándome de valor y recordando las vagas y breves descripciones del Aeón, la joya del océano—. Lo intentaré.
Y, dicho eso, deseé creer que había traspasado una nueva barrera, que por primera vez en varios meses había tomado por mi cuenta una decisión. Sólo el tiempo diría si sería capaz de mantenerla, pero, al menos, lo habría intentado.
—Y todos en Lepidor y en la Ciudadela te ayudaremos tanto como podamos. Respecto a Sagantha, será tu decisión contárselo o no.
Persea se levantó de la cama y se puso de pie, mirándome con la duda en los ojos.
—¿Podrías quedarte conmigo esta noche? —le pregunté, sin importarme ya si mi comportamiento era el adecuado—. Por supuesto —asintió Persea regalándome esa media sonrisa que conocía tan bien. Se quitó las sandalias y se dirigió a apagar la antorcha.