CAPÍTULO XVI

A ambos lados se elevaban desde el agua los muros grises y verdosos. Grupos de rocas erosionadas por el viento y el agua sobresalían aquí y allá entre la vegetación que cubría los acantilados. El estrecho no podía medir menos de once o doce kilómetros, pero parecía mucho más pequeño. Confundidas entre la capa de niebla y reflejadas en las aguas grisáceas, las montañas que lo rodeaban parecían dominarlo todo.

¡Y la espuma! El estrecho de Jayán parecía más agitado aún que el mar abierto, un embudo para las olas que azotaban el casco del galeón, empapando cuanto había a la vista. Yo estaba sentado en cubierta y mojado de pies a cabeza, pero no me importaba demasiado. No quería bajar al interior del barco. Y además Mauriz —no tenía ninguna intención de subir a cubierta. Un acuerdo perfecto. Observé la costa de punta a punta en busca de señales de vida, pero no distinguí nada. Sólo más y más acantilados a medida que el estrecho se curvaba y aparecían aguas más tranquilas, protegidas de la furia del océano. No era el mar Interior, al menos no todavía. Pero aún no había edificios, asentamientos ni señal alguna de habitantes. Apenas un bosque salvaje y virgen, como una sombra en la ladera de las montañas. Tal como había dicho Ravenna, era inquietante pero no triste. El cielo y el mar podían parecer monótonos, densos, pero el efecto total de Qalathar era demasiado impactante para que eso lo enturbiase. Me parecía un mundo aparte respecto a las islas paradisíacas del resto del Archipiélago. Allí no había palmeras, hermosas playas, colinas redondeadas ni blancas ciudades enmarcadas por la costa.

Las ciudades de Qalathar no eran blancas. Eso lo sabía por las descripciones que había oído. Pero respecto a Qalathar, ninguna descripción parecía acercarse a la realidad. Cuando el galeón se abrió camino por las aguas centrales de estrecho, logré divisar la ciudad de Jayán, asentada a lo largo de la costa, bajo un promontorio saliente de la montaña. No podía ser mayor que Lepidor, pero parecía pertenecer a otro planeta. Un conjunto de edificios bajos con muchas columnas y provistos de una vasta variedad de terrazas se erguía desde las aguas grises. Entre éstos se apreciaba multitud de árboles y jardines, omnipresentes en el Archipiélago.

Pero Jayán era un mundo muy diferente de Ral’Tumar. Contemplé azorado los vibrantes rojos y azules de la ciudad, que parecían la creación de un alfarero. No había blancos, grises ni dorados. La propia piedra parecía compartir ese increíble matiz rojo, similar al de la terracota cocida, y decorado por todas partes posibles con un azul semejante al del mar de un cuento de hadas.

Jayán no era una metrópolis, sino la ciudad que custodiaba el estrecho. Esperaba ver lugares mucho más grandes en Qalathar, pero Jayán constituía la primera prueba tangible de lo diferente que podía ser la isla de las Nubes. Y también de los motivos que habían llevado a Ravenna a actuar como lo había hecho en defensa de esta tierra extraña y misteriosa envuelta en la niebla.

Pero, mientras mantenía mi solitaria vigilia a lo largo del trayecto por el estrecho de Jayán, y entrando al interior sólo si lo necesitaba, lo más curioso de todo fue que el paisaje nunca me pareció extraño del todo. No al menos del modo en que me lo había parecido Taneth cuando la VI por primera vez (un sitio inmenso, lleno de gente, hostil). Qalathar poseía algo más, una cualidad propia de otro mundo que no conseguía poner en palabras o razonar de forma coherente. Lo que sí tenía claro era que quería conocerla mejor.

Dejamos atrás Jayán y pasamos frente a dos pequeñas poblaciones, unos cuantos edificios rojos al abrigo del bosque, cuyos nombres ignoraba. Poco a poco, el estrecho se iba haciendo cada vez más amplio y las orillas se alejaban, aunque seguían estando lo bastante próximas para contrastar marcadamente con las grises aguas por las que navegábamos.

Una tormenta repentina redujo la visión de la costa a una mancha gris cubierta por una cortina de agua. El martilleo de la lluvia sobre las velas y la cubierta ahogó los demás ruidos, incluso el desolador graznido de las aves marinas. Pero la tormenta acabó de forma tan repentina como había comenzado, y la masa de nubes se desplazó por la superficie del agua con la misma velocidad que la sombra de un kraken.

No parecía haber ningún kraken por allí, ni tampoco en las poco profundas aguas del mar Interior, que en ciertos tramos apenas permitía navegar a las mantas. Era un lugar donde no se habría podido ocultar él Aeón. Eso lo descartaba, ¡dejándome para buscar tan sólo el resto del planeta! Tampoco había en Qalathar ningún oceanógrafo con el que hablar. Antes de la cruzada había existido una inmensa estación en Poseidonis, dada la increíble diversidad y rareza de las criaturas que habitaban sus aguas. Pero ahora esa estación, arrasada por el Dominio, era cosa del pasado. Todos sus oceanógrafos habían sido quemados por herejes. Según declararon los sacerdotes, las criaturas del mar eran creación de Ranthas, y a los oceanógrafos no les correspondía estudiarlas; tan sólo asistir a los marinos y a los pescadores. La sombra del Dominio nunca parecía alejarse de Qalathar. Empezaba a atardecer y el cielo plomizo comenzó a oscurecerse sin el menor atisbo de crepúsculo. Entonces, el galeón llegó a un punto en que la costa se perdía en la sombría distancia, y entramos en el mar Interior.

Al menos allí había más embarcaciones, oscuras siluetas contra el agua y el marco gris de las montañas que lo rodeaban todo. No tantas naves como hubiese imaginado, nada sorprendente en una tarde invernal tan poco propicia, pero más de las que podían divisarse en cualquier otro sitio en idéntica época del año. En medio de un anillo montañoso, Qalathar estaba protegida de la furia de las tormentas, viniesen de donde viniesen. Permanecí solo en cubierta hasta que el galeón comenzó a virar a babor, a través del desparejo conjunto de las islas Ilahi, rumbo a la capital de Qalathar. Ravenna estaría allí, en algún sitio, salvo que hubiese sido escondida por sus fuerzas leales. Pero eso me parecía improbable. No la imaginaba aceptando su confinamiento en las montañas mientras otros hacían el trabajo. Las montañas. Volví la mirada hacia la parte posterior del buque, en dirección al oeste, pero sólo se distinguían agua y nubes. Estábamos demasiado lejos para ver los enormes acantilados de Tehama que Ravenna me había descrito. Apenas se percibía una línea de nubes púrpura más oscuras en la distancia, con ocasionales destellos luminosos.

Ahora íbamos con viento a favor, de modo que no tardamos en deslizamos por la parte exterior de las islas Ilahi, inmensas masas rocosas emergiendo verticalmente del mar. Unas pocas tenían poblados al pie de sus cumbres, y me pregunté cómo se podría llegar hasta allí. No parecía haber ninguna clase de muelle, y algunas islas estaban rodeadas por todos lados de acantilados verticales. Sin duda eran lugares muy seguros para defenderse, pero muy incómodos para vivir. Comencé a desear que alguien se me uniese en cubierta, al menos durante unos minutos. No Mauriz, pues no tenía ánimos para soportarlo. Pero no me hubiese molestado la compañía de Telesta o de Palatina. En especial me hubiese agradado ver a Telesta…

Había podido aprovechar su biblioteca durante muy poco tiempo, apenas tres o cuatro días antes de que Mauriz perdiese la paciencia. Según nos había informado el comandante del puerto, no habría mantas con destino a Qalathar hasta dos semanas más tarde. Una terrible tormenta submarina entre Ilthys y Thetia había hecho imposible viajar desde el norte.

Mauriz no estaba habituado a verse frustrado de esa forma, y tampoco el resto de sus compañeros. Incluso Palatina parecía haber caído en el modo de ser thetiano, suponiendo que las cosas saldrían bien por el mero hecho de ser quien era.

Me pasé la mayor parte de los días siguientes en el consulado Polinskarn, huyendo del clima de reproches mutuos que sobrevolaba el consulado Scartari. Allí no había nadie merodeando y tenía el tiempo, la paz y la tranquilidad para leer el libro de Salderis.

Siempre me había parecido que su título era muy extraño para pertenecer a una obra científica. Fantasmas del paraíso sonaba más bien como una balada, o quizá como un oratorio thetiano. Pero, en cuanto empecé su lectura, familiarizándome con la teoría de la autora, pronto dejó de parecerme un título inapropiado. Todo mago digno de tal nombre sabía que la atmósfera estaba contaminada con restos de la magia de Tuonetar empleada hacia el fin de la guerra. Pese a sus avances tecnológicos, los habitantes de Tuonetar se habían visto forzados a depender más y más de la magia para ayudar a sus exhaustas tropas.

Lo que había descubierto Salderis, y no un mago, era que dichos residuos eran bastante más que eso.

Su teoría estaba formulada de una forma tan elegante que parecía imposible creer que le hubiera llevado tanto tiempo desarrollarla (y que nadie hubiese repetido jamás su hazaña). Se decía que había compuesto su obra para esa torre de marfil académica donde se decía que vivía. Y, sin embargo, algunos de sus pasajes parecían contradecir de modo tajante tal afirmación, empezando por el hecho evidente de que Salderis había realizado extensas prácticas oceanográficas a lo largo de muchos años.

El primer día mismo, la expedición a las islas del Fin del Mundo quedó atrapada en medio de la implacable fuerza del viento, que hizo imposible incluso abrir la puerta. Eso no hubiese sido tan malo de haber tenido víveres dentro del edificio. Desgraciadamente no era así. Los habitantes del Fin del Mundo están habituados al clima y guardan provisiones, pero, como éramos un grupo de forasteros ignorantes, nos vimos totalmente desprevenidos. Así que pasamos unas cuantas horas muy desagradables esperando a que cesase el viento. Éstas son tristes ruinas para alguien del Archipiélago y fueron denominadas islas de los Benditos por los primeros explorado res que llegaron aquí.

Por cuanto yo sabía, nadie había sido capaz de explicar por qué el Fin del Mundo había sido devastado, mientras que otros grupos de islas al parecer idénticas, como Ilthys, habían permanecido intactas. Salderis daba unas cuantas teorías, comentando que el efecto de las tormentas sobre la vida en las islas debía estudiarse al menos con tanto detalle como las tormentas mismas. Y seguía, pero dejaba un rastro detrás, del mismo modo que lo hacían siempre los escritores thetianos. Sin importar lo erudito que fuese su trabajo, el carácter del autor siempre salía a la luz. Eran muy escasas las menciones al Dominio, salvo en un pasaje.

Se ha sospechado durante mucho tiempo que el Dominio posee métodos para predecir las tormentas y que, de alguna forma, advierte de ellas a sus templos en toda la extensión del planeta. Sin embargo, muy pocos saben cómo lo consiguen. La Inteligencia Imperial ha sido muy generosa al revelarme, involuntariamente, lo poco que se sabe sobre las características de las montañas situadas al noroeste de Mons Ferranis. Es un secreto muy bien guardado, pero, al parecer, no todos los sacri son inmunes a los deseos que nos invaden al resto de los mortales, y en ocasiones es posible convencerlos de que lo cuenten.

Por cuanto puedo decir, el Dominio tiene acceso a algún tipo de observatorio volante o al menos a las imágenes que éste produce. Así puede contemplar todo el planeta desde arriba y ver las tormentas mientras se van formando. El valor científico que esto tiene es incalculable, pero el Dominio no está interesado en la ciencia ni en los creadores de este observatorio volante, sea lo que sea. El observatorio parece haber estado allí antes que las tormentas, lo que nos lleva a otro interrogante: ¿Están las tormentas y el observatorio relacionados de alguna manera? Los habitantes de Tuonetar eran sin duda los catalizadores de las tormentas, pero ¿fue su habilidad para observar el mundo desde arriba un factor decisivo para la aparición de las tormentas? Y, lo que es más crucial, dada la fecha de la primera supertormenta registrada, a mediados del verano de 2559, ¿es posible que los habitantes de Tuonetar utilizasen el sistema para ver el desarrollo de las tormentas?

Salderis no mencionaba la Historia y omitía también la versión de la guerra allí descrita. Ni siquiera el propio Dominio negaba que las tormentas hubiesen comenzado en tiempos de la guerra de Tuonetar, como efecto secundario de armas desconocidas. En su versión de los sucesos, la población de Tuonetar había intentado defenderse contra una incierta agresión thetiana. En todo caso, el resultado era el mismo.

Aquella tarde, tras concluir la lectura del libro de Salderis, me recliné en la silla y lo miré con atención, concentrado en la última página, aún abierta. Mi cuerpo estaba tieso y dolorido por llevar sentado en la misma posición prácticamente todo el día. No había estado fuera de la biblioteca más de media hora, y allí dentro no había sillas cómodas, al menos no para alguien poco acostumbrado a los muebles thetianos.

No importaba. Mi cabeza vagaba en un confuso mar de ideas que todavía intentaba captar con precisión. No había tenido tiempo de asimilar todas las teorías de Salderis, pero había leído sus palabras.

Resultó que el título del libro era totalmente apropiado, pero seguía luchando por aceptar el horrible concepto implícito en las últimas páginas. Hasta llegar a la conclusión Salderis no revelaba con exactitud lo que quería expresar denominando a la obra Fantasmas del paraíso. Era como si ella estuviese a punto de cruzar la línea que había entre la genialidad del resto de la obra y una cierta forma de demencia. Todo lo que quedaba de un mundo mejor… Acaso intentaba decir lo que me parecía? ¿O era que estaba cansado y veía cosas que no existían? No podía determinarlo en ese momento. Era indiscutible cuál era el contenido del libro, así como por qué resultaba tan peligroso para el Dominio. Pero su sentido implícito, lo que Salderis sugería entre líneas, me parecía peligroso para mí mismo. De pronto, la idea de interferir con las tormentas dejó de parecerme buena. Me enfrentaba a cosas que iban más allá de la experiencia humana. Los magos de Tuonetar que habían desarrollado el ciclo de tormentas empleaban magia humana a una escala planetaria. Lo que yo pretendía hacer era exactamente lo opuesto: emplear la magia planetaria en un campo que era demasiado pequeño para ser seguro. —¿Cathan?

No había oído entrar a Telesta. Levanté la mirada.

—Pareces exhausto —me dijo.

—¿Cómo es posible? —protesté—, si no he hecho nada.
—Con la mente exhausta. Apenas te has movido en todo el día, pero has leído todo ese libro en unas pocas horas. La mayoría de la gente tarda muchas horas en acabarlo, por mucha voluntad que pongan.

—No me queda tanto tiempo.

—De todos modos es admirable. Ven, te ayudaré a incorporarte. Cerré el libro y me puse de pie cogiendo su mano. Me invadió de pronto una ola de mareo, pero conseguí mantener el equilibrio. —Gracias. A través de las ventanas el cielo se veía oscuro y llovía otra vez, aunque la tormenta no era tan terrible en Ilthys como lo hubiese sido en Lepidor.

—¿Siempre te has dedicado a la oceanografía? —me preguntó mientras apagaba las antorchas de éter. Luego abandonamos el pequeño salón donde había estado trabajando y pasamos a la relativa comodidad de su estudio.

—Sí, pero sólo en el mar; desde los quince años más o menos. No era de ningún modo mi único interés, pero había pasado más tiempo en el mar que cualquiera de mis amigos, ya fuera buceando, navegando o nadando.

—Durante mucho tiempo me pregunté si no habíamos cometido un error contigo, si serías en verdad un Tar’ Conantur. Todos tus familiares han estado siempre obsesionados por alguna actividad. Se dice que Perseus era como tú pero interesado en la música y la pintura. Palatina no ha dejado de pensar en instaurar una república desde que tuvo edad suficiente, mientras que Orosius… —Telesta hizo una pausa con la mirada perdida—. Orosius lleva todo al extremo. Nunca me pareció que tú tuvieses esa clase de pasión por algo, como le sucede al resto de tu familia. Ahora comprendo que tu gran interés sólo estaba oculto. ¿Has conocido a Orosius? —pregunté. Me resultaba imposible llamarlo «mi hermano».

—Lo he visto unas cuantas veces —admitió al tiempo que guardaba en varios sobres papeles de su escritorio—. Hace unos años trabajé en los Archivos Imperiales, justo después de su enfermedad, y alguna vez él iba allí. Los Archivos son un sitio muy lúgubre, y creo que Orosius los sentía como una especie de hogar espiritual. Ninguno de sus ministros vino jamás, por miedo a perderse. Pero en ocasiones me lo encontraba a él en los rincones más alejados. Era una persona… inestable. Y muy fría.

La voz de Telesta sonaba tranquila, pero me dio la impresión de que sus sentimientos hacia Orosius habían sido bastante más intensos que una mera incomodidad. Ella era cinco o seis años mayor que yo, y Orosius tenía trece años cuando enfermó. Había una explicación obvia sobre cómo podía haberle inspirado temor a una mujer seis años mayor, pero no me pareció que fuese el caso.

—No te preocupes —le dije. Estaba claro que Telesta no quería hablar al respecto.

—No me preocupo. Sé que es tu hermano, Cathan, pero muy pocas personas en Thetia sentirían pena si se muriese ahora mismo. Creo que no lo lamentaría nadie de su familia. Palatina lo odia, Arcadius se pavonearía con deleite y se apresuraría en ser designado emperador, y a Neptunia no le caería ni media lágrima.

Neptunia era la madre de Palatina, la tía de Orosius.

Descubrí que no deseaba pensar en Orosius. No mientras todavía tuviese las palabras de Salderis en mente. Me despedí y regresé al consulado Scartari en medio de la lluvia, con la cabeza llena de conjuntos de corrientes, ciclos de tormentas, tornados, e imágenes de islas desoladas en el Fin del Mundo, rocas estériles donde alguna vez había habido verdes junglas y cultivos. Ése era el

Efecto que podían causar las tormentas desatadas en el sitio incorrecto, empleadas inadecuadamente.

Dos días después, Mauriz le pagó al capitán y propietario del galeón de carga una suma exorbitante para que nos condujese a Qalathar. El hombre se negó a llevar a más de diez personas de nuestro grupo, de manera que los marinos supervivientes de la destrucción del Lodestar se quedaron en Ilthys al cuidado del cónsul.

«Sarhaddon y Midian ya deben de haber llegado haciendo su entrada triunfal», pensé mientras miraba Tandaris, la capital de Qalathar, que empezaba a tomar forma en un lado de la colina enfrente de nuestro buque. Parecía que ya se había puesto el sol, ya que el cielo era de un gris oscuro uniforme y no se percibían claros entre las nubes. Volvía a llover, y empezaba a sentir las consecuencias de permanecer tanto tiempo en cubierta con la ropa húmeda. Había bajado al interior del galeón hacía una hora y media para cambiarme, y ahora estaba de pie en el castillo de popa, cubierto por un impermeable, observando las luces de Tandaris en medio de la oscuridad. —Habría sido agradable verla a la luz del día— comentó Palatina, de pie a mi lado. —¿Crees que siempre es así? ¿Estaba algo más sociable; había perdido de momento el deseo de estar solo y me alegró su llegada. Al igual que yo, llevaba un impermeable y tenía puesta la capucha, como un sacerdote. La diferencia estaba en que nuestras prendas eran gruesas y de confección más sencilla, mientras que los sacerdotes usaban túnicas livianas y fabricadas a medida y en relación con el clima del lugar.

—¿Qué hay de las enfermedades tropicales? —pregunté. Qalathar parecía el tipo de lugar densamente poblado por molestos y sanguinarios insectos.

—A veces eres tan deprimente. Pero tú eres thetiano; no cogerás ninguna enfermedad grave.

Ea un comentario bastante pesimista por mi parte, pero lo cierto es que el tema me preocupaba. En la isla de la Ciudadela no había mosquitos ni fiebres peligrosas, pero casi todos, excepto Palatina, habíamos pasado algunos días deseando no haber ido allí tras contraer una u otra enfermedad desconocida. Palatina, por supuesto, nunca contrajo nada.

—Gracias por recordármelo. ¿Cuándo fue la última vez que estuve en Thetia?

—Es innato —me respondió con el tono irritante de alguien que nos da un sabio consejo—. Si cogiésemos todas esas enfermedades continuamente, no lograríamos sobrevivir.

«Sí —pensé—, pero eso es en Thetia. Aquí el clima es diferente». Dudo que les sirviese de mucho como jerarca estando en cama afectado de varios de los incontables males que probablemente plagaban la isla. En ese estado no tendría manera de escapar, y eso me preocupaba todavía más que la propia enfermedad.

—Los embajadores que nos representan aquí gozan por lo general de buena salud —subrayó Palatina, deteniendo la marcha de mis pensamientos—. A ti tampoco te pasará nada.

Por fortuna, el mar no estaba picado, pues de lo contrario habríamos tenido que anclar frente a la costa y desembarcar a la madrugada. Pero el capitán guió la nave por el exterior de Tandaris hasta que una galera del puerto se nos acercó brillando en las negras aguas, con teas ardiendo en la proa y la popa, para remolcarnos hasta el muelle. Uno de los oficiales y algunos marineros de la galera subieron a bordo de nuestro buque para informarse sobre nosotros.

—¿Cuál es el motivo de vuestra visita? —preguntó el oficial, una figura más entre las apiñadas bajo la luz de las lámparas de cubierta. Hizo las preguntas formales y advirtió—: Éste no es un sitio seguro.

—Hemos fletado el barco —explicó nuestro capitán con cierta incomodidad en la voz—. Somos thetianos de alto rango.

—¿Cuánto de alto?

—Lo bastante, espero —intervino Mauriz, que salía de uno de los camarotes—. ¿Cómo de peligrosa es la ciudad, centurión?

—Ha llegado un nuevo inquisidor general hace unos cinco días con un decreto del primado. Ya ha comenzado a arrestar a gente y a llevarla a los tribunales.

El oficial se volvió ligeramente. Su cara, tan típica de Qalathar, estaba muy pálida, cansada y con ojeras.

—Pronto volverán a quemar a gente —agregó—. Herejes que han capturado en su camino hacia aquí. Por eso debo preguntaros, señores, ¿quiénes sois?

—Mauriz, comisionado principal del clan Scartari.

—Ah, entonces las cosas no se presentan bien para ustedes. —Ahora al oficial se le veía muy asustado y advertí una mirada de

Alarma en el rostro del capitán. —Tengo órdenes de alertar de vuestra llegada a las autoridades del Dominio.

—¡Qué increíblemente fastidioso! —espetó Mauriz—. Gracias por informarme, centurión. Supongo que el virrey thetiano aún está aquí, ¿verdad?

—Así es, señor.

—¿Y el representante de la flota?

—La verdad es que no lo sé. No hay navíos imperiales en ningún lugar de Qalathar. Palatina y yo cruzamos miradas. «¿Por qué no?», me preguntaba. ¿Acaso el emperador los había retirado a todos para dejar paso ¡libre al Dominio? ¿O se escondía detrás algún otro motivo?

No tuvimos oportunidad de pensar más, pues el oficial retomó da palabra.

—Hay sacri custodiando los muelles, y dos o tres inquisidores. Por más que Mauriz lo presionó, no quiso contar nada más. ¿Entonces la conversación fue interrumpida por unos marineros, que se llevaron aparte al capitán. Con excepción de Mauriz y el oficial, nadie parecía haber notado mi presencia ni la de Palatina entre las sombras. —Capitán, ¿será seguro seguir adelante? A la tripulación no le gusta como suena todo este asunto de la Inquisición. Quiero decir que estaba bien en nuestra tierra, pero aquí se lo toman muy en serio. Quien hablaba era el contramaestre, un hombre de baja estatura, completamente rasurado y de complexión fuerte. Aunque muy hábil con los puños, como pude apreciar durante la travesía, no era ningún matón.

Si hay hogueras, tribunales y esas cosas, no nos quedaremos —añadió otro que no llegué a reconocer, pero al que se oía muy nervioso—. Ilthys es una cosa, pero aquí no se andan con bromas. —No con todos esos inquisidores merodeando—. El contramaestre se volvía a cada rato, como si temiese que lo oyese alguien más. —Y si además buscan a estos thetianos… —¿Queréis decir que regresaréis, sin hacer noche siquiera aquí?— preguntó el capitán. Un tercer hombre, quizá el timonel, añadió: —Tenemos reservas suficientes y podemos detenernos en Methys para recoger agua fresca. Los pasajeros que desembarquen en la galera, nosotros habremos salido del mar Interior antes del amanecer.

—Lo consultaré con ellos —dijo el capitán y regresó junto a Mauriz y el oficial—. Centurión, mi tripulación no desea desembarcar, de modo que ¿podrían nuestros pasajeros abordar vuestra galera para que volvamos a marcharnos?

—Te contratamos a ti para llevarnos a Tandaris, no a las autoridades de Qalathar.

—Lo siento, lord Mauriz, pero éste es un navío privado. Si a la tripulación no le agrada lo que hago, puede despedirme, y eso tampoco os beneficiaría. Por otra parte, eso no encarecerá el precio del viaje. Mauriz lanzó una furiosa mirada contra los tres marineros responsables y luego se volvió hacia el capitán. Se produjo un intenso silencio, sólo roto por el continuo golpeteo de la lluvia y el goteo del agua sobre la cubierta. Uno de los marinos de Qalathar jugueteaba con la empuñadura de su cuchillo.

—Muy bien —aceptó entonces Mauriz de mala gana—. Restaré una quinta parte de lo que acordé pagar porque no nos has conducido seguros hasta Tandaris. Regresa a tu tierra y derrocha el dinero en Ilthys, donde todos los inquisidores son ejemplos de Virtud.

Por un instante pareció que el capitán iba a discutir, pero el contramaestre le indicó con un gesto que no lo hiciera. En los pocos minutos desde que el centurión había subido a bordo con sus novedades, toda una tripulación que había desafiado con valentía y sin protestar las terribles condiciones del invierno se habían convertido en conejos asustados. Y no había ni un solo inquisidor a la vista.

Mientras bajaba al interior del barco para recoger el equipaje sentí una sensación ya demasiado familiar en el estómago. Antes incluso de que pusiésemos un solo pie en Qalathar, la sombra del Dominio ya había vuelto a caer sobre nosotros.

La tripulación del galeón observó en silenció cómo Mauriz le entregaba al capitán sus mermados honorarios y luego acercaba su equipaje al extremo de la cubierta más cercano al remolcador del puerto. Uno a uno lo seguimos, ocupando casi todo el espacio libre de la pequeña embarcación. La galera parecía sobrecargada, pero ninguno de los morenos remeros qalatharis protestó mientras bogaban con fuerza para alejarse del galeón y enfilar en dirección a la bocana del puerto.

La lluvia pronto convirtió al galeón en una masa indistinguible

Detrás de nosotros. Los gritos del capitán y el crujir de sus maderos apenas se percibían con el ruido del agua. Luego sólo pudimos ver la luz de las linternas, cada vez más débil hasta que el buque acabó desvaneciéndose en la noche.

—Centurión, ¿sus órdenes consisten en algo más que en alertar a las autoridades del Dominio? —preguntó con suavidad Mauriz, manteniendo el equilibrio pese al movimiento de la nave—. No, pero debería detenerles —respondió el oficial.

—No tiene autoridad para hacerlo. Envíe un mensajero si lo desea, pero esa orden no basta para arrestarnos.

—Las cosas ya no son como eran, comisionado. Todo Qalathar se encuentra ahora en poder del Dominio. Debemos hacer lo que se nos ordena, pues de lo contrario nos acusarán de herejes también a nosotros.

—Entonces, ¿el Dominio está antes que la ley y el imperio? —Depende de cómo interprete usted la ley, señor. Pero en la práctica así es. El Dominio, y no Thetia, tiene el poder en Qalathar. No estamos protegidos por la ley laica.

—Entonces, finalmente, hemos llegado a eso —dijo Telesta con tristeza—. El Dominio ya no se molesta en admitir ninguna ley que no sea la suya.

—¿Quién más puede legislar en Qalathar —preguntó el centurión—. Al emperador no le importa, la faraona no existe. Quizá si vivieseis aquí podríais comprender cómo son las cosas. En cambio, nos miráis desde vuestros lujosos palacios de Thetia y exigís que os otorguemos derechos cuando os viene en gana.

—Nadie otorga derechos. Los derechos se poseen. Incluyendo el derecho a la ley, que el Dominio ignora tan implacablemente. Y el emperador se preocupará muy pronto de Qalathar, pues si no lo hace, correrá el riesgo de perder el trono.

Como de costumbre, el tono de Mauriz era despectivo, y no dejé de sorprenderme. ¿Acaso también Mauriz estaba desarrollando un exceso de confianza? El oficial, sin embargo, se lo tomó como retórica vacía de un noble thetiano y ni siquiera se molestó en responder.

Ahora había muchos navíos a nuestro alrededor, en su mayoría buques de Qalathar, bajos y elegantes, diseñados para viajes rápidos en el relativamente tranquilo mar Interior. Pero muchos de los amarraderos estaban vacíos, y eran contadas las embarcaciones grandes, por lo general galeones del Archipiélago. A cierta distancia podía divisarse una que acababa de levar anclas y, a través de cuyas ventanas, se distinguían luces y sombras en movimiento. Pero parecía ser la excepción. Quizá fuese una nave de guardia del Dominio o perteneciese a alguno de sus colaboradores, como lord Foryth, de Taneth.

Taneth. Me pregunté cómo le estaría yendo a Hamílcar en su intento de derribar a lord Foryth en aquella ciudad luminosa del otro lado del mundo, donde el Dominio era una religión y no un gobierno. Hamílcar no esperaría recibir todavía noticias nuestras, y no me pareció muy probable que fuese a recibirlas. Habíamos prometido ponerlo en contacto con los disidentes hacía mucho tiempo, pero eso fue cuando teníamos a Ravenna de guía y antes de que interviniese la Inquisición. Y recordé a Elassel, que había partido con él para descubrir cómo era la vida en Taneth, libre de cualquier interferencia del Dominio. ¿Estaría disfrutando de la estancia?

Aún pensaba en ellos cuando la galera fue amarrada al muelle por el jefe de oficiales del puerto. El mando y uno o dos de sus hombres desembarcaron, y a continuación nos indicaron a Mauriz y a los demás que los siguiésemos.

Pisé Qalathar por primera vez bajo una intensa lluvia en un anochecer invernal, andando sobre las piedras húmedas de un muelle oscuro y desierto. La tierra bajo mis pies no parecía distinta, pero de algún modo todo lo sentía diferente. Cualesquiera que fuesen las circunstancias, al fin me encontraba en Qalathar.