Una manta ha zarpado esta noche —dijo Mauriz después de que el asistente le entregó su mensaje—. Tenía prevista su salida. Era una manta de Polinskarn. Ravenna compró un pasaje anteayer.
Había desconcierto en las caras de las otras cinco personas que estaban en el atrio del consulado. Menos en la de Palatina. Los otros thetianos ignoraban por qué había partido Ravenna y estaban muy preocupados por que fuese una espía. Ni siquiera lo que Palatina les había contado anteriormente sobre lo que había sucedido en Lepidor había disipado sus temores.
—Pero ¿por qué? —preguntó Telesta—. Si no es para delatarnos, ¿por qué se ha tomado la molestia de huir?
—Nos habría delatado de un modo u otro —repuse vilmente. Estaba todavía mareado. No había tenido tiempo de recuperarme del salvaje ataque del Dominio al Lodestar antes de que el somnífero de Ravenna me noquease. Según me contó el boticario, había echado una cantidad mucho más alta de la necesaria a fin de contrarrestar el efecto del café. Allí donde había thetianos, había boticarios que no hacían preguntas, y el lúgubre sujeto al que llamaron para identificar la sustancia resultó ser el mismo que se la había vendido a Ravenna.
—¿Y no nos informaste? —explotó Mauriz. Estaba furioso. Era la primera vez que lo veía dejarse llevar por las emociones, y, en la monótona y húmeda luz matinal de Ilthys, no podía culparlo.
—Palatina os advirtió en Ral’Tumar —expliqué, pero incluso entonces no dije toda la verdad—. Ravenna es íntima de la faraona. Supongo que irá a contarle nuestros planes para organizar otro plan por su cuenta.
—Quieres decir que nos traicionará.
—Sí, pero no se pondrá del lado del emperador ni del Dominio —intervino Palatina—. Ravenna les odia. Sólo es una patriota y no desea que un thetiano gobierne Qalathar. Cathan no tenía ni idea de que fuese a hacer algo semejante. Ninguno de nosotros se lo imaginaba.
—Sea como sea, la cuestión es que ya no hay secreto —reflexionó Telesta, mucho más calmada que Mauriz, pero aun así con ceño—. Y no puede haber ni un rumor. Pondrá a Qalathar contra nosotros. Mauriz, creo que deberías enviar una orden a tu gente de Qalathar: que capturen a Ravenna y la interroguen. Y si eso resulta imposible, que la eliminen.
—¡No! —replicó enérgicamente Palatina—. ¡De ninguna manera!
—Sé que es tu amiga, Palatina, pero podría estropear nuestra mejor oportunidad. Ha estado en nuestras reuniones y se ha comportado como una traidora; no merece tu piedad.
—También ha sido más leal a su líder de lo que lo haya sido nunca cualquiera de nosotros. Huyó porque pone a la faraona por delante de sus amigos. Quizá esté equivocada, pero ella no es una traidora.
—Si no la encontramos, no podremos instaurar tu república, y eso es algo que atañe al clan.
—Pues buscadla por todos los medios, y encontradla si podéis. Pero si muere, os haré responsables. Recordad también que los sentimientos de Cathan hacia ella son muy profundos. Si a Ravenna le sucede alguna cosa, os garantizo que él no os ayudará bajo ningún concepto.
Palatina lo dijo mejor y con mucha mayor autoridad de lo que yo lo hubiese hecho. Como todos los demás, estaba furiosa. Lo único que yo sentía era abatimiento.
—No llegaréis a tiempo —afirmó Ithien, que parecía tomarse el asunto como una traición personal después de la amabilidad con la que había tratado a Ravenna—. Llegará allí antes que vosotros y el daño ya estará hecho.
—Además, por el momento no hay forma de ir a Qalathar —añadió Telesta—, ésa era la última manta que iba hacia allí. Incluso si pudiésemos quitarles el Lodestar a esos avaros religiosos, se tardaría semanas en repararlo. Ravenna nos llevaría mucha ventaja.
—Hemos de consultar a los otros clanes —dijo Mauriz de mal humor—. Pero seamos discretos.
—Cathan, me temo que después de esto deberemos tenerte vigilado —explicó Mauriz sin amago de disculpa—. No estamos seguros de tu entrega a la causa y no podemos arriesgarnos a que seas raptado por nadie más. Por ejemplo, por la gente de la faraona, si es que existe tal cosa.
—Eso es indiscutible —asintió Ithien, dirigiéndose a Palatina y a mí.
Palatina se negó rotundamente:
—Recordad que Cathan es un invitado de honor, no un prisionero. Y que, al fin y al cabo, todo depende de él.
¿Era eso verdad? Entonces comprendí que no me había equivocado cuando pensé en Ral’Tumar, que había perdido mi oportunidad al no tomar una decisión. Me resultaba sencillo entender qué era lo que sucedía, el modo inexorable en que me habían enredado en su causa, tuviese o no el deseo de participar. Es evidente que yo, de alguna manera, podría haber rehusado, pero lo cierto es que me tenían en su poder y se asegurarían que cooperase por las buenas o por las malas.
Me estaba cansando de ser un peón, utilizado para un plan u otro. Incluso si no quedaba otro remedio, al menos intentaría tomar mis propias decisiones a partir de ahora.
—Vigílame si quieres —afirmé incorporándome—. No te preocupes por mi fidelidad a vuestra causa. Os ayudaré.
Telesta me miró con seriedad por un momento. Luego asintió con satisfacción.
—Un poco tardía, pero una buena elección —dijo, ella complacida—. Creo que es hora de que te presentemos a algunos más.
Había tomado la decisión demasiado tarde para que tuviese algún significado, pero al menos ahora estaría participando por mi propia voluntad. No es que tuviese una idea cabal de dónde me estaba metiendo, pero las palabras y el comportamiento de Ravenna la noche anterior seguían frescas en mi mente. Sentía que ella me había traicionado, incluso si era cierto lo contrario. ¿Había sido imprescindible que me drogase? Habría podido desaparecer sin más durante la noche.
Pero eso no le había bastado. «Volveremos a vernos alguna vez si puedes dejar atrás ese nombre que te acosa. Pero antes no. Antes, de ningún modo». Ravenna quería que oyese esas palabras, incluso en el estado de confusión en que me hallaba, y yo sabía qué era lo que pretendía decir. Era para mí una pequeña satisfacción saber que no había podido marcharse sin darme una explicación e incluso que una parte de ella deseaba hacer otra cosa. Pero entonces…
¡Por Thetis! ¡Ya no estaba seguro de lo que sucedía! Ravenna se había ido, eso estaba claro. Había partido para ser la faraona de Qalathar y asegurarse así de que yo no liderase la lucha de su pueblo contra el Dominio, si es que eso llegaba a suceder. No había confiado en mí lo suficiente para pedirme que la acompañase, algo que hubiese hecho sin dudarlo. Habría hecho todo cuanto fuese necesario por ella como faraona, pero ahora no me quedaba más opción que aquella a la que Ravenna tanto se había opuesto.
Pasaban los días en Ilthys y las mantas iban y venían, pero ninguna se dirigía a Qalathar. Según había informado el jefe del puerto, se esperaba que pronto llegase una con ese destino, pero pertenecía al clan Jonti, en el que era imposible confiar. Según explicó Palatina, se trataba de un clan tan religioso como podía serlo cualquiera de los clanes thetianos, y en la Asamblea sus miembros apoyaban con fervor al exarca y, en consecuencia, al emperador.
Aunque, poco a poco, fui participando en sus reuniones, observando cómo su plan adquiría forma y cómo Mauriz estaba cada vez más irritable a medida que se alargaba la espera, seguía sintiéndome solo y aislado. Palatina parecía ahora demasiado thetiana, nadaba en su propio elemento, entre sus iguales, mujeres y hombres que eran casi sus discípulos. Oírles hablar de la república era tan preocupante como oír las plegarias de los fanáticos del Dominio. Por mucho que confiase en Palatina y, pese a que mi relación con ella no cambiase, ahora era mucho más sólido el vínculo que la unía a Mauriz.
Lo mismo sucedía con la mayoría de las personas que me presentaron. De los nueve cónsules, tres eran republicanos acérrimos (los representantes de los clanes Canteni, Scartari y Rohira). Como representantes de esos clanes, habían escogido a su personal lo más cercano posible a sus ideales.
De los otros seis cónsules, tres (incluyendo a la mujer de rostro severo, que resultó ser la representante del clan Jonti) eran de más edad, a los que les importaba más el placer que el trabajo y que parecían no aspirar a nada más. A éstos no los veía muy a menudo, y los miembros del clan Jonti no eran bien recibidos en el consulado Scartari. Luego estaban el portavoz del primer día y el gourmet de Salassa. Al parecer, éste había sido enviado a Ilthys porque era donde podía hacer menos daño. Tenía tendencia a parlamentar acaloradamente de los manjares de Selerian Alastre y de la dificultad de conseguir buena comida en la incivilizada Ilthys. Pero, pese a su desdén por el supuesto provincialismo del Archipiélago, podía ser una buena compañía.
Y mientras que la cónsul de Polinskarn, con su duro rostro adusto y su poca inclinación a sonreír, era una extraña para mí, tenía a Telesta como huésped de honor.
Telesta se había mantenido alejada de los republicanos desde nuestra llegada, permaneciendo junto a la gente de su clan en el ambiente austero de su consulado. Había venido a visitarnos unas cuantas veces y se unía a los debates, pero rara vez participaba. Yo me hacía muchas preguntas sobre ella.
Unos días después fui a visitarla, y VI que esperaba precisamente que le preguntase.
No había sirvientes en el consulado de Polinskarn, y fue un miembro del personal quien me condujo a través de la galería superior del patio hasta una gran biblioteca. Ésta parecía extenderse mucho más allá de los límites del consulado, un laberinto de pequeñas habitaciones y salitas conectadas a los salones centrales.
Telesta esperaba en uno de los salones rodeados de estanterías, una sombría figura sentada en una silla de madera. ¡Qué cantidad de libros! ¡Salas y salas de libros! ¡Librerías que iban desde el suelo hasta el techo! Y estábamos en una pequeña biblioteca de una ciudad provinciana…
Si me ponía a pensar, quizá no fuese tan provinciana. Ilthys estaba en medio de Thetia y el Archipiélago, casi a mitad de camino entre Selerian Alastre y Qalathar. Una buena ruta en verano, aunque con la llegada del invierno quedaba tan aislada como cualquier otro sitio.
—Cathan —dijo Telesta poniéndose de pie y acercándose a mí—. Te he estado esperando.
Hizo entonces un gesto al hombre que me había guiado, quien se retiró con una reverencia.
—¿Esperándome a mí? —pregunté.
—Sí. A nadie le gusta permanecer en la oscuridad, y hay muchas cosas que mis estimados colegas no se han molestado en decirte. Ven conmigo a mi estudio.
—La seguí cruzando suelos alfombrados hasta el descansillo de la habitación contigua. La biblioteca no tenía el habitual aire viciado y húmedo, sino que se respiraba un aire fresco y agradable. Las ventanas estaban cerradas a fin de que los libros no se mojasen, pero aun así podía sentir en el rostro una tenue brisa. ¿Había ventilación al final de cada estantería?
—Supuse que aquí sólo eras una invitada —declaré mientras ella me conducía a un amplio estudio de techos altos con ventanas amplias y en arco—. Soy archivista —dijo, como si eso aclarase algo, y prosiguió—: En mi clan eso equivale al rango inferior al de Mauriz. Eso no significa mucho, pero aquí hay tres o cuatro salas reservadas a los archivistas. Algunos se quedan semanas o meses y necesitan un sitio para trabajar. Puedes tomar asiento.
Ya me había acostumbrado bastante a sentarme en los divanes, de modo que ocupé un lugar sin parecer tan ridículo ni sentirme tan incómodo como la primera vez.
—Es tarde para tomar un vino. ¿Te apetece una copa? Asentí, observando a mi alrededor para detectar si alguien estaba ocupando la sala, algo que fuese de Telesta, al menos temporalmente. Ella parecía tan reservada, tan gris, que no sabía cómo tratarla. Sin embargo, más allá de unos pocos artículos de escritura en la mesa y de algunos libros en un anaquel, no había muchos signos de vida.
No tuve tiempo de descifrar el título de los libros antes de que me diese la copa y se sentase de piernas cruzadas en el extremo opuesto del diván.
—¿Qué deseas saber? —me preguntó simplemente. Me sorprendió su brusca franqueza y me hizo pensar que deseaba obtener algo de nuestra charla. Al parecer, me correspondía a mí dar el primer paso.
—Bien, para comenzar… —Ella sabía bien a qué me refería.
—¿Por qué he ayudado a Mauriz y su círculo? ¿Por qué me interesa hacerlo si no soy republicana? Eso confirmaba mis sospechas de que no lo era, algo que pensaba desde hacía bastante tiempo, aunque ignorase más matices. Sin embargo, todo parecía demasiado artificial. Si ella no era republicana, ¿a qué venía tanta farsa? ¿Qué beneficio obtenía engañándome así? Por lo que parecía respecto a Mauriz, el valor que yo tenía era mi mera existencia, mi nombre, no cuanto yo supiese o desease saber. Hasta donde podía recordar, eso le había sido indiferente.
—Sí, entre otras cosas.
—De una en una —dijo echándose el cabello hacia atrás, un gesto totalmente mecánico que ya le había visto antes y me daba cierta tranquilidad. Por muy rígida que se mostrara, Telesta no tenía el total autocontrol de, por ejemplo, un sacri. Sus gestos inconscientes la hacían más humana—. ¿Qué sabes de los Polinskarn? —Sois historiadores, autores de crónicas, compiláis libros y os mantenéis un poco al margen de los otros clanes.
—Así es como se nos ve. Compiladores de conocimiento, no sólo de libros. Nuestros archivos son más extensos que los de las más grandes bibliotecas, pues llevamos recopilando textos mucho más tiempo y de forma más eficiente. Y, sobre todo, porque nuestros libros y documentos están incluidos en el índice principal de obras prohibidas del Dominio, y su mera existencia constituye una herejía.
—¿Los archivos de la guerra?
Telesta fijó su mirada en mí por un instante y yo mantuve firmemente la mía por mucha incomodidad que me produjera.
—De eso hablaremos más tarde. En cuanto concierne a Thetia, somos una fuente de información para los clanes, siempre por un precio.
Sonrió ligeramente, y su expresión trajo a mi mente la de Ravenna. Había una semejanza entre el comportamiento habitual de Telesta y la típica frialdad de Ravenna. Pero nada más. Por otra parte, la vitalidad y rapidez de Ravenna, sus movimientos y opiniones impulsivas, no existían en Telesta.
—¿De modo que os situáis al límite, siempre al margen, y aleteáis como aves de mal agüero con vuestras túnicas negras?
—Mauriz tiene cierto modo de hablar con el que no concuerdo en gran parte, y tú sigues su camino.
—¿Del mismo modo en que no estáis de acuerdo sobre si el ciclo poético de la Elegíada glorifica o no la guerra?
No estaba dispuesto a permitir que ella hablase de mí como si yo no estuviese presente. Ya no.
—No. El ciclo de la Elegíada puede tener significado en las cortes de Thetia, pero no aquí. Todo tiene su momento, y éste es tiempo de guerra, no de poesía. Aunque no es posible separar a ambas por completo, ni olvidar totalmente la poesía en tiempos de guerra.
«Yo canto a las armas y al hombre que llegó de las murallas de Tir». Ése era el verso inicial de la Elegíada, que dejaba establecido el tono hasta sus últimas palabras: «Y su espíritu huyó gimiente y furioso hacia las sombras». Comenzaba y acababa con guerra, pero la poesía thetiana no era nunca unidimensional. Incluso los malos poemas buscaban decir algo más.
—¿O sea que soy para ti algo más que una mera distracción intelectual?
—Pareces pensar que somos eruditos en una torre de marfil como los que ves en las grandes bibliotecas. A diferencia de ellos, nosotros vivimos en el mundo real. Fuera de estos muros hay gente de los clanes a la que debemos asesorar; es la gente que sufrirá si Mauriz fracasa.
—O si sale victorioso.
—¿Si tú eres designado jerarca, quieres decir?
—Eso es apenas una parte, la que conozco. Pero hay mucho más que no me cuentan, pues no se me considera bastante digno de confianza.
—Eso no lo oirás de mis labios —replicó tan impasible como siempre. En el exterior el cielo se estaba oscureciendo y las nubes se tornaban grises—. No lo esperaba.
Ella estaba al tanto de todo, de eso estaba seguro, pero no había ninguna razón para que me lo explicase. Yo estaba en desventaja. —No has venido hasta aquí para averiguarlo— me dijo tras una pequeña pausa. —Eso pudo habértelo contado Palatina. Hay algo más, algo en lo que crees que sólo un Polinskarn puede ayudarte. Y hablo del clan, no de mí en particular.
Telesta era mucho más perspicaz de lo que parecía. Ni siquiera una bibliotecaria de los Polinskarn, pese a su apariencia reservada, podía permitirse no serlo. No podía deducir lo fiel que era ella a su clan, pero no era verosímil que toda la jerarquía de los Polinskarn mantuviese idéntica neutralidad.
—Puede ser —comenté, esquivando con cautela su oferta—, pues se dice que vuestra biblioteca es la mejor del Archipiélago entre las que escapan al control del Dominio.
—Deseas utilizarla.
Asentí.
—Si me lo permites.
—No será gratis —subrayó—. No habríamos llegado a ser lo que somos si le permitiésemos a cualquiera utilizar nuestra biblioteca. Y tú tienes mucho más para ofrecernos que una simple cantidad de oro. Sospechaba que eso tendría un precio y, también, que no consistiría en dinero. —Entonces ¿qué?— pregunté.
Telesta hizo una pausa, con su penetrante mirada fija en mi rostro.
—Algo único. Algo que sólo tú puedes darnos.
—¿No soy yo mismo algo único, en todo caso, al menos en lo que concierne a vosotros? Me has ayudado a escapar de Ral’Tumar, con que supongo que tu clan no pensará quedarse de brazos cruzados mientras Mauriz asume poderes. No dudo que tenéis vuestro propio plan… ¿o es suficiente ver cómo Mauriz lleva todo al caos?
—El caos no es bueno para los historiadores —subrayó—. Hace olas en los tinteros, y nuestra tarea es disolverlas.
Telesta hablaba con su indiferente seriedad habitual, pero su última afirmación parecía casi un arranque de humor. O, al menos, de lo que parecía ser el humor entre los historiadores.
—¿Qué entonces? Es imposible que el plan de Mauriz evite hacer olas, de manera que, a menos que pretendáis que todo se caiga a trozos…
—Por lo que respecta a todos los implicados, tú no eres más que un instrumento. No eres rico, todavía no eres lo bastante conocido y, lo que es más importante, careces de poder. Nosotros contamos con nuestros clanes, el emperador tiene sus agentes, el Dominio a sus sacerdotes e inquisidores. Por lo que he oído, no hay nadie fuera de Océanus en quien puedas confiar, ningún grupo que apoye tu causa. ¿Me equivoco?
No se equivocaba en absoluto, y tener que admitirlo me resultaba aún más irritante. Supongo que, de haber contado con cierto poder, nunca se lo habría revelado. Pero no lo tenía. Apenas confiaba en un inconstante y escurridizo almirante cambresiano y en un precavido mercader. Ambos contaban con sus propios seguidores, sus propios planes. Ciertamente no podía incluir al mariscal Tanais; él era una fuerza de la naturaleza, un desconocido cuyo precio podía ser incluso más elevado que el de Mauriz.
—Cualquier ayuda tiene un precio, incluso la tuya —dije antes de que ella continuase—. Eso es lo que me dices, pero ignoro tu precio pues todavía no me has dicho qué es lo que significo para ti.
—Eso puedes deducirlo tú mismo —afirmó descruzando las piernas y alcanzando la botella de licor. Me había acabado la copa sin notarlo siquiera y me pregunté si ella conocería mi escasa tolerancia al alcohol. Me propuse beber sólo dos copas.
¿A qué se estaba refiriendo? ¿Qué poseía yo que fuese valioso para los Polinskarn? ¿O qué tendría, en caso de que Mauriz realizase con éxito su plan? La seguí con la mirada a lo largo de la sala. Entonces tuve oportunidad de curiosear los libros que había en el anaquel sobre el escritorio y rogué que me inspirasen.
Estaba demasiado lejos para descifrar poco más que unas letras. Supuse que serían historias de Thetia. En el lomo de uno de los volúmenes la palabra Alastre concentraba la luz. Sólo pude leer algo en el libro más cercano, titulado Fantasmas del paraíso. Conocía ese título, lo conocía muy bien, pero no logré recordar inmediatamente de qué trataba.
No conseguí dilucidar el nombre del autor, y en seguida Telesta comenzó a acercarse a mí para ofrecerme otra bebida. No sabía si había advertido cómo observaba los libros.
—¿Deseas sabiduría, libros, algo de ese estilo? —arriesgué—. ¿Sabiduría que pueda volverte mucho más poderosa?
—Eres cínico, pero no te equivocas —admitió, imperturbable—. Nunca creas a un thetiano cuando te diga que hace algo por el bien común. Ni a un tanethano. Los tanethanos podían ser todavía más descarados en su búsqueda del puro beneficio, pero, a pesar de todo, carecían de esa fastidiosa pretensión de ser un pueblo aparte. Lord Foryth miraba a todos y a todo desde arriba, pero porque era rico, poderoso y podía permitírselo. Al menos de momento. Me detuve un instante a pensar, preguntándome qué me pediría. No conocía ninguna biblioteca secreta, ni tenía acceso a conocimientos ocultos. Excepto las colecciones heréticas, pero sin duda eso no era suficiente.
¿Los Archivos Imperiales de Selerian Alastre?
Ni con mucha suerte podría acceder a ellos. —Eso podremos obtenerlo por nuestra cuenta cuando haya desaparecido el emperador— afirmó con una leve sonrisa. —Se trata de otro sitio, uno que nadie ha visto desde hace casi doscientos años.
Doscientos años. Una ciudad perdida desde que fue tomada, la ciudad sagrada de Aquasilva, una ciudad que se habían llevado las olas. ¿Eso era lo que ella me exigía como pago por unas pocas horas en su biblioteca?
—Demasiado —respondí con decepción—. Ignoro qué habría en la biblioteca de Sanction, pero ha de ser mucho más valioso que lo que a mí me interesa.
—Es un intercambio justo. —Telesta no parecía molesta por mi negativa—. Tú pasas algún tiempo en nuestra biblioteca y nosotros pasamos algún tiempo en la tuya.
Mi biblioteca. Sonaba absurdo. Lancé una carcajada, aunque no le encontraba la gracia.
—¿Pretendes que le permita a tu clan aprovechar la biblioteca de Sanction? ¿Qué es lo que me da derecho a hacer tal cosa?
—Eres el jerarca, Cathan. Sanction te pertenece. Siempre te ha pertenecido. Quizá no tengas poder en este preciso momento, pero puede que algún día las cosas sean diferentes. Te pedimos algo que quizá nunca estés en condiciones de cumplir.
«Sanction te pertenece. Siempre te ha pertenecido». Sus palabras parecían una amarga burla, por muy ciertas que fuesen. La antigua residencia de los jerarcas, una de aquellas cosas mucho más antiguas que el imperio del que habían formado parte. Carausius adoraba esa ciudad, pese a que nunca la describiera íntegramente en su Historia. El mero hecho de imaginar que me pertenecía era arrogancia de la peor especie. Ni siquiera tenía el título de jerarca, y lo más probable era que jamás lo tuviese. Sanction era algo irreal, una ciudad que quizá ni siquiera existiese y algo en lo que casi no había pensado.
Era irreal. Callé lo que iba a decir y volví a dirigir los ojos hacia la balda sobre el escritorio. Fantasmas del paraíso; ahora recordaba el significado del título, sabía a qué se refería.
Telesta me miró con inquietud.
—¿Qué sucede?
—Aquel libro —dije señalándolo. Pese a la repentina ansiedad intenté mantener un tono de voz tranquilo—. ¿Por qué lo tienes ahí?
—¿Crees que nos importa lo que digan los índices de libros prohibidos del Dominio?¨
Ése es más que un libro prohibido.
—Salderis fue nuestra. Una Polinskarn. Eso todavía nos importa.
—¿Podría echarle una ojeada?
—Me parecía inverosímil que ella tuviese un ejemplar. Era imposible que se conservasen más de una decena de copias, sobre todo considerando lo exigua que había sido la edición original. El libro figuraba en el índice principal, y hubiese imaginado que todas las copias que tuviesen los Polinskarn estarían resguardadas en la biblioteca central del clan. Encontrar una allí… Sólo esperaba que no me exigiese algo a cambio de inmediato.
Para mi sorpresa no lo hizo, y un momento después sostenía en mis manos un ejemplar del que debía de ser uno de los libros más raros del mundo.
—Es una copia de la primera edición —informó Telesta, sentada a mi lado en el borde del sofá—. Ha sido imprimida de prisa, por lo que no es tan buena como los originales, pero resulta más que adecuada.
Era un volumen sencillo y muy delgado, encuadernado en corteza de árbol, tratada como la mayoría de los libros del Archipiélago. En la cubierta llevaba sólo el título, Fantasmas del paraíso, y el nombre de su autora, Salderis Okhaya Polinskarn. Lo abrí casi con reverencia, sintiéndome igual que la primera vez que había visto la Historia. Carecía de ornamentaciones, así como de dedicatorias o aprobaciones de ninguna autoridad. No llevaba siquiera el nombre del editor, ya que nadie se habría atrevido a admitir que lo hubiese publicado.
La tipografía era densa, irregular, como si el texto hubiese sido impreso por un aprendiz. Pero resultaba legible. Eso era lo único importante.
Se trataba de la labor de toda una vida en menos de doscientas páginas. Sabía tan poco al respecto que me frustraba mi ignorancia. Pero así se suponía que debía ser, incluso sin la descripción histérica que el Dominio había hecho de la obra, a la que había tachado de «oscuramente demoníaca» y «peligrosamente pagana». Paganismo. ¡Por el amor de Thetis! ¡A ese nivel habían descendido para manchar el nombre de Salderis. Tenía que leerlo… Telesta captó mi expresión y sonrió.
—Creo que comienzo a comprender algunas cosas —comentó—. ¿Qué sabes de Salderis?
—Tanto como cualquiera… o tan poco como cualquiera —respondí—. Y más sobre oceanografía que mucha gente.
Había sido el director del Instituto Oceanográfico de Lepidor quien nos habló a Tétricus y a mí de Salderis, aunque con el mismo tono de fábula aleccionadora que empleaba en el resto de sus conversaciones. Nunca supe con seguridad si la respetaba o la aborrecía. Supongo que la respetaba por sus ideas, pero la aborrecía por el daño que había ocasionado al instituto, poniendo fin a una era de cooperación entre el Dominio y el imperio, que había conocido su esplendor con la nave Revelación. El libro de Salderis se había publicado menos de una década más tarde, cuando aún perduraba el recuerdo de la pérdida de la Revelación.
—Salderis ya no es muy conocida —declaró Telesta con la mirada fija en las páginas y una expresión de tristeza—. Fue demonizada por el Dominio y toda la información sobre su vida fue alterada. Brujería, paganismo, herejía, vida disoluta… no hubo nada de lo que no fuese acusada. Las niñas ya no pueden siquiera llevar su nombre.
—Una reacción extrema, incluso para el Dominio. Salderis afirmó que las tormentas eran una invención humana y que, por lo tanto, podían ser comprendidas e incluso impedidas por humanos. Sí, es una afirmación peligrosa, pero no tanto.
—No has leído su libro, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
—Lo que acabas de decir es sólo el tema aparente, lo que subyace en la superficie. Pero no fue ésa la idea que amenazó al Dominio. El Dominio no depende del control de las tormentas, aunque la protección que éstas le brindan sea fundamental.
Qué importante podía ser algo que ni siquiera Telesta parecía saber, pero que debió de ser evidente para Salderis. Era imprescindible que yo leyera ese libro.
—Entonces ¿por qué intentaron destruir todos los ejemplares? Sin duda eso llamaría la atención de las pocas personas que podían hacer uso de él.
—Lo que les preocupaba era el resto del mundo —dijo Telesta con una energía extraña en ella—. Es obvio para cualquiera que lo lea. No podemos hacer nada en relación con las tormentas. Para conseguir lo que ella proponía al respecto era necesaria más energía que la obtenida por todos los magos del mundo juntos. Con todo, demostró que un problema religioso podía ser resuelto por medio de la ciencia. Que el Dominio no contaba con las únicas personas capacitadas para enfrentarse con el mundo.
La miré absorto por un momento y luego asentí lentamente, comprendiendo lo que quería decir. La gente habría empezado a cuestionarse cosas. Si las tormentas podían ser explicadas por medio de la ciencia… entonces ¿por qué no pasaba lo mismo con las otras manifestaciones de Ranthas? El Dominio era consciente del poder de las ideas, un poder que sus sacerdotes habían empleado mejor que nadie. En las manos equivocadas, eso podía ser devastador para ellos.
—¿Es decir que el libro no se refiere tanto a las tormentas como a la ciencia en sí misma?
—Salderis no lo creía así. Era el resultado de una vida de trabajo, aunque apenas tenía cuarenta años cuando lo acabó. Ella escribía sobre las tormentas y no pareció advertir el peligro. —¿Cómo no se dio cuenta?
Me resultaba difícil de creer. ¿Una thetiana que no supiese lo que hacía al investigar las tormentas? Eso era de muy poca sutileza política…
—Lo que ocurre es que los miembros de mi clan, recluidos en nuestras grandes bibliotecas, perdemos con frecuencia el sentido de la realidad. Salderis parece haber vivido en su propio mundo, sin preocuparse por la política ni la religión. Lo único que le importaba era la ciencia.
Estuve a punto de responderle, pero me contuve. Ya discutiríamos eso en otra ocasión. No era mi intención desconcertar a Telesta desafiando su punto de vista, que por cuanto sabía, bien podía ser cierto. El Polinskarn era un clan peculiar. Pero, a la vez, se trataba de un clan sobre el que circulaban leyendas, ¿y qué mejor modo de defenderse sin insultar a nadie que hacer recaer su reputación en el manchado nombre de Salderis? Una mujer genial viviendo una realidad diferente y que no pretendió en absoluto generar semejante reacción. Una mártir, incluso, para la causa de la sabiduría, por mucho que el clan nunca lo dijese con esas palabras.
Era una táctica inteligente, y a los miembros del clan les servía a la vez para justificarse a sí mismos. Salderis había sido una inconformista. —¿Puedo leerlo?— pregunté con vacilación. —¿Y mirar también el resto de vuestra biblioteca a cambio de permitiros tener algún día un acceso limitado a la biblioteca de Sanction?
—¿Cómo de limitado?
Por muy extraña que pareciese seguía siendo thetiana, siempre dispuesta a regatear.
Sin duda concedí más de lo que debía, pero ella había descubierto mi punto débil y lo sabía. Por fin alcanzamos un acuerdo que no era del todo excesivo y que no me dejó con la sensación de estar regalando los secretos del universo al mejor postor.
—Pero tendrás que leerlo aquí —repuso Telesta en tono de disculpa—. No parece que vayamos a zarpar muy pronto, así que podrás venir aquí unas cuantas horas al día. Eso bastará. Mauriz no debe sospechar que tenemos nuestros propios planes.
—¿De manera que lo acompañarás con la intención de entrar en Sanction?
—Más o menos —respondió bruscamente—. Hay más asuntos en juego, pero ése es el más importante.
Me quedé a cenar con ella en el consulado de Polinskarn, donde se servían comidas a todas horas. De hecho, era mucho más tarde de lo que suponía, y la embajada Scartari ya habría cerrado sus puertas. Mi escolta estaba de muy mal humor cuando salió finalmente de la garita. Era evidente que sus compañeros eran para él mejor compañía que los centinelas de Polinskarn.
Me marché con más esperanzas de las que había traído y avancé bajo la lluvia con la certeza de que no era imprescindible emplear la magia para perjudicar al Dominio.