Dos días después estaba tumbado en mi cama del consulado Scartari oyendo cómo la lluvia golpeaba contra las persianas cuando Ravenna llamó a la puerta.
Una tormenta de invierno se había cernido sobre Ilthys esa tarde, obligando a todos a guarecerse. No era de ningún modo tan terrible como hubiese sido en Lepidor. Sin montañas para causar turbulencias, la tormenta apenas se deslizó por encima de las suaves colinas de la isla. Era extraño alzar la vista y no distinguir el tenue y casi invisible brillo del campo de éter protegiendo la ciudad. Me sentía expuesto sin él.
No había necesidad de protección realmente. En Ilthys, la única molestia que podía ocasionar una tormenta era la de cerrar las ventanas y no salir afuera. El consulado se hallaba en el lado que miraba al mar, en la parte superior de la ciudad y, aunque débilmente, podía oír el sonido de las olas chocando contra el acantilado. Pero eso y la lluvia eran las únicas señales de la tormenta.
Para pasar el rato, esa tarde Ithien nos había enseñado un juego de cartas thetiano. Se empleaba un curioso mazo con muchas más cartas que las habituales e, inevitablemente, requería intensas negociaciones. Lo llamaban cambarri y, de un modo u otro, era al parecer el entretenimiento más popular de Thetia y podía volverse intrincadamente complejo si lo jugaban expertos.
Ithien y Mauriz eran sin duda expertos. Palatina conocía las reglas pero tenía el juego un poco olvidado y Telesta no parecía haberlo practicado demasiado. Como Ravenna y yo éramos novatos, los demás acabaron desplumándonos en seguida. Afortunadamente no jugábamos con dinero, bebida ni ninguna de las otras apuestas que habían propuesto al principio de la partida. En cambio, utilizamos un montón de monedas de poco valor que alguien había traído.
Cambarri era un juego con un final muy abierto, y, cuando durante unos dos minutos conseguí ganarle unas cuantas monedas a Palatina, comprendí lo adictivo que podía llegar a ser. En relación a las costumbres thetianas lo dejamos bastante pronto, pues, aunque Mauriz e Ithien nos habían dado bastante ventaja, aun así nos ganaron con facilidad. Era difícil saber cuántas entre las incontables historias que Ithien nos contó sobre pasadas partidas eran ciertas, pero agradecí que no hubiésemos sido huéspedes del presidente del clan Decaris, el líder thetiano con la peor reputación por su decadencia y escandalosas partidas.
Los demás parecían tomar con seriedad tales relatos. Según me enteré, Eirillia, el clan de Ithien, pertenecía a la misma facción que los Decaris y poseía numerosos bienes en Ilthys, los suficientes para que el representante de la facción Decaris de allí perteneciese a Eirillia. Era el cónsul vestido de azul cielo y blanco que había hecho de portavoz. Pese a esa relación, ninguno parecía tener mucho respeto por el presidente de los Decaris.
Ya rondaba la medianoche cuando acabamos, de modo que regresé a mi habitación mojándome bastante en el camino. Palatina, Ravenna y yo habíamos sido alojados en un edificio del jardín, conectado con el consulado por un sendero cubierto que apenas brindaba protección contra la lluvia torrencial.
Estaba inquieto, incapaz de concentrarme en la novela del Archipiélago que me había prestado y sin nada de sueño. Por eso fue un alivio oír los golpes de Ravenna en mi puerta.
Llevaba dos humeantes tazas de café thetiano. Acepté una con gratitud e invité a Ravenna a ocupar la única silla que había en la habitación mientras yo me sentaba en la cama. No era una habitación demasiado grande ni lujosa, y seguramente había sido diseñada para alojar a los miembros más jóvenes de las delegaciones visitantes. Con todo, era mucho más confortable que las celdas para herejes de la manta del Dominio.
—¿Tampoco puedes dormir? —le pregunté sin estar seguro de la sinceridad de su respuesta… Traerme café era un cordial gesto de su parte, pero imaginé que ocultaría algún otro motivo. Sobre todo teniendo en cuenta cómo estaban las cosas.
Ella asintió:
—Supongo que no estoy acostumbrada a las tormentas de este lugar. O quizá sea un efecto del juego. Hamílcar habría disfrutado de toda esa negociación, y Palatina ya sabía las reglas. Pero yo estuve horrible.
—No peor que yo o que Telesta, que pese a ser thetiana jugaba tan mal como nosotros —dije, y bebí un sorbo de café, que por fortuna no estaba demasiado caliente. En otras partes del Archipiélago se servía el café casi al punto de ebullición. Supuse que eso no era preciso en Thetia, con su clima cálido.
—Las historias de Ithien me han preocupado mucho. ¿Cómo esperan triunfar si tienen a cargo a gente de esa calaña?
—No lo sé, parecen nadar en un mar de confianza.
Aún me desconcertaba la diferencia entre los thetianos que había descrito Palatina y los que habíamos conocido. Era evidente que Ithien y sus compañeros vivían muy bien y a veces incluso sin preocupaciones. Pero su energía y entrega no encajaban con su crítica casi salvaje de la decadencia de los clanes.
—¿Crees que pueden tener éxito sus planes?
—Les falta recorrer un largo camino, pero ahora Palatina parece haberse puesto al cargo y quizá las cosas cambien. Sin ella, no les creería en absoluto.
Apenas había visto a Palatina en los últimos dos días, ya que solía pasar casi todo su tiempo en reuniones privadas con Ithien, Mauriz y otro cónsul del clan. Palatina nos había advertido por anticipado, señalando que intentaría desentrañar en qué consistían los planes del grupo, pero todavía no había acabado.
—No estoy de acuerdo con ellos, como sin duda ya habrás adivinado. Té quieren a ti para Thetia, y sólo para Thetia. Es obvio que a Ithien y Mauriz no les importa en absoluto lo que le suceda al Archipiélago, y no sé hasta qué punto Telesta no piensa igual que ellos.
Su repentina sinceridad, el hecho de que desease hablar abiertamente al respecto, me cogieron desprevenido. No era algo común en Ravenna, pero ya no parecía ser tampoco la misma. Había cambiado.
—No creo que Palatina olvide la herejía —afirmé—. Ni aunque los otros republicanos la considerasen discutible, supongo que para ella el Archipiélago significa mucho más. O al menos eso espero. Si consiguiese derrocar al emperador, Palatina estaría en condiciones de hacer en Thetia mucho más por el Archipiélago.
Ravenna se alejó ligeramente de mí y comprendí de inmediato que la habían contrariado algunas palabras mías.
—¿Te parece? —preguntó en tono neutro.
A decir verdad, no estaba demasiado seguro de lo que acababa de argumentar, pero no era momento de discutir con Ravenna. Incluso si el plan de Mauriz me habla parecido más realista que cualquier otra cosa que escuché a continuación, la presencia de Ravenna representaba una auténtica complicación. Otra complicación no menor, mi propia incapacidad para ponerme a la altura de lo que se esperaba de mí, sólo podía remediarse con la ayuda de Ravenna y la gente del Archipiélago. No era ni intención ofenderla bajo ningún concepto, ni tampoco alentar su furia hacia el modo casual en que Mauriz encaraba algo que para ella era más profundo y duradero. Supongo que también me movían motivos más egoístas: tenerla a mi lado implicaba para mí una vía de escape en relación con el plan de Mauriz. Pero ¿qué motivo no era egoísta, al fin y al cabo?
—Era sólo una hipótesis —advertí, ansioso por aplacar su enfado—. También Orosius es peligroso y si decide ayudar a alguien, ese alguien será el Dominio.
—Orosius es tu hermano, ¿eso no significa nada para ti?
Era la primera vez que alguien pronunciaba en voz alta esa extraña y casi espantosa idea. Mi hermano era Jerian, aquel pequeño salvaje de siete años que se metía constantemente en problemas como todos los niños de su edad. Sólo él era mi hermano, y no la distante y maliciosa figura que ocupaba el palacio imperial en Selerian Alastre.
—¿Qué debería significar? —le pregunté a Ravenna mientras me colocaba la almohada en la espalda para sentarme contra la pared.
—No puedes verlo sólo como a un enemigo más, sin importar lo malvado que sea. Mauriz desea utilizarte para derrocarlo y establecer en su lugar una república thetiana. ¿Cuánto tiempo crees que sobrevivirá Orosius a eso? ¿Qué posibilidades de seguir vivo tiene un emperador carente de trono, que no es demasiado querido, aun cuando conserve algo de poder?
—¿Cómo crees que me trataría si me capturase?
—Ese no es el problema. Tú no debes comportarte del mismo modo que él. La cuestión es que, para Mauriz y sus amigos, se trata de un enemigo, y muy amenazante para sus proyectos. Ellos no tienen ningún lazo con Orosius, ninguno en absoluto.
La lluvia repicaba con fuerza en las persianas y producía un constante acompañamiento a nuestra conversación. Pero la habitación era gratamente cálida y el café estaba muy bien preparado. ¿Lo habría hecho la propia Ravenna o alguno de los cocineros?
—¿Qué es lo que dices?, ¿que no debería oponerme a Orosius porque es mi hermano? Por supuesto que no lo considero al mismo nivel que Midian o Lachazzar, pero debes entender, Ravenna, que aun así sigue siendo mi enemigo. No me he criado con él, nunca lo he visto y defiende todas las cosas a las que me opongo. ¿Podríamos estar más distanciados acaso? Lo único que nos une es haber tenido los mismos padres.
Intentaba mantener la voz tan baja como podía por si alguien nos estaba escuchando. Pero pocos de los que hubiesen podido ser espías entre el personal de palacio dominarían la lengua del Archipiélago.
—Recuerda: si te enfrentas a él, uno de ambos perderá. Y quien sea derrotado morirá.
Para Ravenna, cuyo hermano había sido asesinado por los sacri y no tenía más familiares, eso era evidentemente muy importante. Hermano era para ella un espacio vacío que alguien debía haber ocupado.
—¿Realmente crees que lo deseo? —le pregunté con suavidad. A Mauriz ni siquiera se le pasaba por la cabeza la idea de que yo pudiese no aceptar su oferta.
—No lo sé —me dijo Ravenna tras una pausa mientras su voz recuperaba ese tono categórico e inexpresivo—. ¿Por qué no?
—¿Qué ganaría siendo jerarca?
—¿Poder? ¿Prestigio? ¿Riquezas? ¿Por qué otro motivo la gente se pasa la vida intentando ascender?
Nos esquivábamos con la mirada y ninguno deseaba responder. De hecho, ninguno sabía con certeza qué decir. ¿Cómo poner en palabras las razones por las que me horrorizaba el plan de Mauriz? Pasase lo que pasase habría guerra, muerte y hogueras. Había alternativas. Tenía que haberlas. Y no todas me involucrarían del mismo modo.
—Una existencia colmada de ceremonias, rodeado de sirvientes, en la que debería vivir como otros desean. Peticiones, disputas, cortesanos… y todo lo demás. —Di un nuevo sorbo al café, que ahora había alcanzado la temperatura adecuada, y la miré fijamente—. ¿Me conoces tan poco para pensar que yo disfrutaría de eso? ¿Que desearía ese tipo de vida, después de lo que pasé en Lepidor?
—Como te he dicho, realmente no lo sé —respondió desestimando mi ruego—. Habría pensado que no, pero has leído el relato de la guerra de Tuonetar. ¿Hubieses dicho acaso que Valdur siempre había deseado ser emperador? Primero intentó oponerse a ser jerarca y, pocos meses más tarde, asesinó a su primo y tomó el trono.
Volví a retirar la mirada con una helada sensación de vacío en el estómago. ¿Realmente me veía de ese modo? ¿Acaso Mauriz había conseguido cambiar tanto su opinión sobre mí? Valdur había sido un monstruo.
—No debí decir eso, Cathan. Tú no te pareces en nada a Valdur. Es que no se me ocurrió otro ejemplo thetiano para mencionar.
—¿Por qué thetiano? Yo fui criado en Océanus. Y, recuérdalo, soy un pésimo líder, diferente de cualquier ejemplo en el que puedas pensar.
Mi voz era amarga. En dos ocasiones la gente de mi clan me había aclamado como a un héroe, las dos veces después de que mi propia indecisión e incompetencia me llevaron al desastre. La valentía por la que me habían felicitado no había sido suficiente. Y nunca lo sería.
—Tú eres el único que cree tal cosa —aseguró entonces Ravenna acaloradamente, casi como si la lengua la hubiese traicionado—. Eso no tiene nada que ver. La ambición y la codicia pueden conducirte a la cima, y el liderazgo no es importante hasta que ya estás allí. E incluso en ese momento, fíjate cuántos emperadores se las han arreglado sin él. Por otra parte, si consiguieses llegar a emperador, ya sólo con eso colmarías las expectativas que tienen en ti los republicanos.
—¿Es decir que soy libre de hacer lo que desee? ¿Qué consecuencias tendría eso para el Archipiélago?
—Eso es parte de la cuestión. El Archipiélago no sacaría ningún beneficio de semejante plan. Lo siento, Cathan, pero tú no eres la solución. O, al menos, tu nombre no lo es.
—Todos los demás intentan persuadirme de lo contrario —advertí, después de que sus palabras confirmaran mis sospechas. El único propósito de esa conversación era lograr que la propuesta de los republicanos me pareciese menos atractiva—. Mauriz dice incluso que mi presencia puede ayudar al Archipiélago. Tú dices que sólo ocasionaría dificultades.
—Me temo que nunca podrás ser una persona anónima, una persona común y corriente. Al menos, ya no. Pero eso no debería impedir que siguieses tu propia voluntad. Cuanto más tiempo estés aquí, mayor será el poder que ellos tengan sobre ti, ya que desde que dejamos Ral’Tumar están convencidos de que pueden controlarte.
—¿Me estás sugiriendo que me marche?
Ravenna negó con la cabeza.
—Tú eres el único que puede decidirlo.
—En ese caso, ¿adonde debería ir? Tendré tras de mí no sólo al Dominio y al emperador, sino también a todos los clanes. Desconozco las tierras del Archipiélago y no tengo los contactos suficientes.
Por un segundo, Ravenna pareció preocupada, casi arrepentida, pero luego se encogió de hombros.
—Conoces a gente de la Ciudadela. Laeas, Mikas, Persea; su familia vive en la isla contigua a Ilthys. El almirante Karao no es cien por cien fiable, pero no le gustan ni los thetianos ni el Dominio.
—Tengo que encontrar el Aeón. Incluso si Palatina colabora con los thetianos, espero poder confiar en ti. —Ya me había bebido casi todo el café y, extrañamente, parecía relajarme más que estimularme—. Todavía tenemos que realizar muchas pesquisas antes de buscar el Aeón, pero no debemos permitir que caiga en sus manos ni en las del imperio ni en las de nadie.
—¿En quién se podría confiar para algo tan importante? —preguntó ella—. Se necesitarían más de dos o tres personas sólo para utilizar los ojos del Cielo. Tengo entendido que es un sistema muy complejo.
Al menos, el del Aeón era un proyecto personal.
—Podrían ayudarnos en la Ciudadela. Sé que todos los líderes heréticos son hombres ancianos y cautelosos, pero quizá encontremos novicios que estén dispuestos a colaborar con nosotros. Quizá también en las academias oceanógraficas.
—Pero sólo los herejes del Archipiélago. No confio en los cambresianos y mucho menos en su gobierno. Y no hay ninguna academia oceanógrafica en el Archipiélago. Ya no. Me temo que sea difícil confiar del todo en alguien —advirtió con una rara expectación. Estaba a punto de preguntarle al respecto cuando comencé a sentirme mareado y muy cansado. Ravenna se acercó para coger la taza de café mientras yo me desplomaba sobre la cama, luchando por mantener los ojos abiertos. «Es como si ella hubiese estado esperando a que me sucediese», pensé débilmente. Luego volví a ver su rostro y por fin comprendí. Demasiado tarde.
Mi cuerpo parecía de plomo, demasiado pesado para levantarlo, y con esa especie de agotamiento observé cómo Ravenna bebía lo que quedaba de su café. Entonces me alzó las piernas y las puso en la cama, se volvió hacia la puerta y, antes de marcharse, se detuvo. Sentí deseos de gritar, de avisarle a alguien, pero no pude. Mi garganta no podía emitir el menor sonido.
Colocó las dos tazas vacías de café junto a la puerta y regresó junto a mí. Tras un breve silencio, arrodillada ante la cama, mordiéndose los labios, susurró:
—Cathan, lamento haber tenido que hacer esto, pero ya no puedo confiar en nadie. No puedo permitirles proclamarte jerarca por sus propios intereses, así que me he visto obligada a adelantarme a ellos.
Vanamente, elevé los ojos hacia ella, intentando resistir la poderosa ola de inconsciencia que se cernía a toda prisa sobre mí. Caí como una marioneta a la que le han cortado las cuerdas. Y las había cortado Ravenna.
—Volveremos a vernos alguna vez si puedes rehuir ese nombre que te acosa. Pero antes no. Antes, de ningún modo.
Ravenna hablaba cada vez más de prisa, quizá porque notaba que yo parpadeaba y mis ojos se iban cerrando.
—Hay gente que me espera. Adiós, Cathan. Recuerda siempre cuánto te amo.
Sus últimas palabras parecían llegar desde muy lejos, y de lo que sucedió después ya no pude recordar nada más.