Los cónsules aparecieron en ha puerta que conducía al santuario y, lanzándose hacia el refectorio, se colocaron entre nosotros y los inquisidores. Algunos vestían prendas con emblemas de sus clanes (yo ya conocía el color borgoña de los Canteni y el rojo y plateado de Scartaris, pero no pude distinguir los demás). Una mujer iba totalmente vestida de negro y dorado, y me pregunté si ésos serían los colores del clan Polinskarn, pues no tenían nada que ver con los magos mentales.
También Ithien estaba allí, pero, para mi sorpresa, se mantuvo al margen y fue uno de los cónsules quien comenzó a hablar, un hombre entrado en años con cabellos de color gris oscuro. Sus prendas llevaban los colores azul cielo y blanco, pertenecientes a un clan que me era desconocido.
—Ithien me ha advertido que pretendéis hacer un juicio ejemplar —dijo sin exhibir ante los inquisidores deferencia alguna, lo que alegró mi corazón—. Eso no es admitido por la ley thetiana.
—Estáis interrumpiendo el trabajo de Ranthas —sostuvo el haletita, pero no parecía tan seguro de sí mismo como unos instantes atrás. Podía comprender su sorpresa: nunca hubiese sospechado que nueve cónsules y el gobernador se hiciesen presentes para rescatar a una tripulación del clan Scartari. ¿A que facción respondía el clan Eirillia, al que pertenecía Ithien? No lo sabia con seguridad y supuse que tampoco Telesta o Mauriz.
—¿Cuál es el cargo? —exigió saber el cónsul.
—Socorrer a herejes.
Ithien dejo escapar un gemido de disgusto y se aproximó a Mauriz para preguntarle de qué hablaba el inquisidor. Tres o cuatro le dieron la espalda a los inquisidores y se acercaron para escuchar. Tras unos instantes, un hombre gordo vestido con los colores verde y blanco hundió la cabeza entre las manos en un exagerado gesto de desesperación. Luego elevo la mirada y se encogió de hombros con tristeza. Verde y blanco, si no recordaba mal, eran los colores del clan Salassa. Había tal despliegue de galas en aquel salón que resultaba fácil confundirse.
—¿Qué podemos hacer? —dijo el hombre de Salassa mostrando incredulidad en la voz—. No puedo creer lo que intentan hacer. —Su acento era muy marcado y sonaba como si aún estuviese aprendiendo la lengua del Archipiélago. Entonces comenzó a hablar en fluida y veloz lengua thetiana con la mujer que, en mi opinión, era la cónsul de Polinskarn, ignorando por completo a los sacri, los inquisidores y todos los demás. Tras un instante, la cónsul de Polinskarn hizo un gesto a los inquisidores, expresándose con las manos como era costumbre thetiana. Parecía increíble cómo la sala parecía hacerse más pequeña con los diez thetianos dentro manteniendo esas sonoras e incomprensibles conversaciones bajo el techo abovedado. La acústica era espléndida.
—Estáis ante un tribunal inquisitorial debidamente constituido —gritó el inquisidor mientras uno de los sacri daba un golpe a la mesa con la espada para pedir silencio—. No permitiré que sea interrumpido este proceso.
—Eso no me preocuparía en vuestro lugar —señaló Ithien torciendo el gesto. Le hablaba al inquisidor por encima del hombro, sin dignarse siquiera volverse por completo—. Ahorraos un problema y dejadlos en libertad.
—Ten cuidado, Ithien —advirtió Mauriz con una pizca de cautela en la voz—. No vayas demasiado lejos.
—Se comportan como si fuesen dueños de todo —exclamó el gobernador con desdén—. Dejemos que al menos por una vez prueben el sabor de su propia medicina. ¿Sólo os acusan de eso? Mauriz asintió:
—Creo que ningún juez aceptaría siquiera proceder con el caso. —Los jueces conocen el sentido de la palabra ley— sostuvo Ithien, y se volvió nuevamente con ademán teatral para hablar con el cónsul que hacía de portavoz (en thetiano otra vez, supuse que para irritar a los inquisidores). Sus gestos exagerados denotaban la fluidez de un extendido ensayo, pero de ningún modo me hubiese atrevido a acusar a ese hombre de ser sólo un fanfarrón.
Volví a levantar la mirada hacia el estrado. Los inquisidores estaban indignados. El asceta estaba tenso y parecía preocupado.
¿Cómo podía ser que eso estuviese sucediendo? Era inconcebible que los thetianos se atreviesen a desafiar el poder del Dominio de tal modo sin temer las consecuencias. ¿No solían ser los clanes bastante más diplomáticos? Según tenía entendido, la política de los clanes se basaba en la sutileza y la traición, no en esta pretensión de tener poder para salirse con la suya. Por lo que me habían dicho, la Asamblea la formaban un montón de débiles sibaritas que se ocultaban temerosos ante la primera señal de presión. Nada de eso se correspondía con lo que estaba presenciando.
Sobre el estrado, el haletita negó con la cabeza en respuesta a algo que le había propuesto el asceta. Parecían estar otra vez en desacuerdo, lo que sin duda era beneficioso para nosotros. Los sacri permanecían inmóviles como era habitual, y mis ojos vagaban por sus rostros. ¿Los inquisidores ordenarían detener también a los cónsules? No sería una medida muy inteligente, pero los thetianos carecían es ese momento de apoyo militar.
—Como gobernador imperial de Ilthys —anunció Ithien interrumpiendo su conversación con el cónsul—, ordeno detener este juicio por violar la ley imperial y las leyes de los clanes.
Parecía una actitud más diplomática, pero ahora los estaba poniendo contra la espada y la pared, sin ofrecerles ninguna salida sencilla.
—Creo que no habéis comprendido aún —repuso lentamente el haletita, como si le hablase a un niño— que vuestras queridas leyes no son aplicables a este tribunal. Nos regimos por el edicto universal, que está por encima de cualquier otra ley.
—Hay algo que me desconcierta, Mauriz —preguntó entonces Ithien, volviendo a desviar la atención e ignorando al inquisidor para dirigirse al Scartari—. ¿Cómo es que dañaron el Lodestar?
Mauriz le respondió en thetiano, pero pude comprender mas o menos lo que le había dicho. Ithien pareció escandalizado, y el rostro redondeado y expresivo del hombre de Salassa se contraje en una mueca de espanto. Comentó entonces alguna cosa, y me maldije por no comprender las veloces palabras thetianas que dijeron. Se acercaron otros dos cónsules, y noté la preocupación en sus caras mientras conversaban.
—Dice que por ese motivo los inquisidores se muestran tan confiados —me susurró Palatina. El emisario de los Canteni no había parecido notar aún su presencia, pues hablaba con una mujer de rasgos angulosos, vestida con colores que ya había visto pero que no pude reconocer.
—Aquí importa solamente una ley —sostuvo el inquisidor asceta, pareciendo ahora más confiado. Sin duda suponía que conocer el poder de sus magos pondría fin a la arrogancia thetiana—, y ésa es la ley de Ranthas, que se ha explicado a los acusados y que está por encima de todas las leyes. Su justicia caerá sobre todos los que pequen en su contra.
—Está diciendo que no hay nada de qué preocuparse —me informó Palatina—. Dice que por ahora les permite cierta ventaja, pero que pronto hallará una solución, que no hay nada de que preocuparse… pero los otros no están de acuerdo.
El formal juicio de unos instantes atrás se había convertido en un caos. Los cónsules thetianos dominaban la escena, hablando con excitación en grupos de dos y de tres, mientras Ithien y el cónsul que había actuado de portavoz comenzaban a discutir aspectos legales con los inquisidores. La sala parecía mas un concurrido centro social que un tribunal lo que se veía subrayado al destacar el habla veloz y musical de los thetianos
—¿Cómo nos sacarán de ésta? —le pregunto a Palatina una perpleja Ravenna, cuyo malhumor se había esfumado—. Nunca he visto nada parecido.
—Es posible que Thetia no sea tan poderosa como lo fue, y que el emperador posea más control, pero éstos son todavía grandes clanes. Ithien sabe que sera respaldado.
Palatina parecía adelantarse a los hechos, pero más con expectación que con incomodidad. En ningún momento había notado que sintiese nostalgia por Thetia, pero ahora comenzaba a dudar de si eso no habría sido sólo una pose. Entre sus compatriotas, ella hablaba y se movía con una nueva vitalidad, lo que a la vez me agradaba y me inquietaba. ¿Olvidaría el motivo que nos había llevado hasta allí y volvería al mundo donde había vivido antes de que yo la conociese?
Pero ¿por que se sienten tan confiados? —le pregunté ocultando mi preocupación.
Los thetianos todavía gobiernan estos mares y no permitirán que se nos persiga aquí, ni siquiera dentro de un millar de años. Sólo el emperador podría hacer tal cosa, pero ni siquiera Orosius admitiría que haya hogueras o inquisidores en Thetia. Los thetianos no están sometidos a su control, y por lo tanto admitirlo le restaría poder. De hacerlo, los thetianos dejarían de responderle y él no podría soportar que sucediese eso.
Palatina se calló cuando el inquisidor haletita estrelló un libro contra la mesa y alzó la voz en medio del silencio que produjo.
—Nuestros derechos sobre el Archipiélago son absolutos —afirmó, esperando al parecer que eso acabase con la discusión—. Es posible que los acusados sean ciudadanos thetianos, pero su crimen consiste en haber socorrido a herejes en el Archipiélago.
—Ya hemos tenido bastante de eso —advirtió Ithien desafiante. Su expresión mostraba que ya estaba harto de la obstinada jerga inquisitorial. El cónsul que hacía de portavoz le puso una mano al hombro para calmarlo y le dijo algo al oído. Ithien asintió y el cónsul añadió algo más.
—De acuerdo con el Pacto de Ral’Tumar firmado por el primigenio primado Temezzar y el emperador Valdur I, Thetia y los ciudadanos thetianos no están sometidos a las leyes religiosas. Los que sean acusados de crímenes religiosos fuera de las fronteras thetianas deberán ser juzgados por cortes seculares thetianas. La ley secular determina que en este caso no se ha cometido ningún delito, y, por lo tanto, el presente juicio es ilegal.
Nada más concluir su discurso, Ithien se dirigió a la puerta y dio una palmada con las manos. El portavoz lo acompañó con expresión alarmada. Entonces Ithien pronunció una palabras feroces e imperiosas señalándonos a nosotros. El cónsul portavoz, más calmado, señaló a los sacri.
—Haréis bien en recordar a qué autoridad os estáis oponiendo —dijo el asceta—. Incluso según vuestras normas, la osadía que habéis mostrado ante los representantes de Ranthas en la tierra sería considerada una herejía.
Oí nuevos pasos en el santuario, y un hombre con una armadura recubierta de placas a modo de escamas y un festón en el casco apareció junto a Ithien. A juzgar por la ondeante pluma azul de su casco y los adornos de plata de su capa azul, supuse que se trataba de un comandante de la Marina. ¿Quizá el comandante de la guardia de Ithien? La imagen del militar y los sacri congregados en una misma sala me pareció incongruente. La armadura refulgente y casi fuera de contexto del thetiano parecía ajena a la silenciosa amenaza de los sacri.
—Muy operístico —reflexionó Ravenna—. Aunque en una ópera auténtica el héroe haría ahora su aparición resolviendo toda la trama, los inquisidores obtendrían su merecido, los amantes se marcharían juntos, el dirigente recuperaría su clan, etcétera, etcétera. A mí me pareció más bien una escena de un sueño retorcido e inverosímil: la aterradora Inquisición puesta en su sitio por un heterogéneo grupo de thetianos. Sólo deseaba que hubiese desaparecido una pizca siquiera del pánico que me producía la Inquisición. Pero incluso entonces, cuando parecían haber perdido su autoridad, los dos hombres sobre el estrado eran figuras que infundían temor. En mi interior era consciente de que los thetianos no estaban rescatándonos a nosotros, sino a Mauriz y a su tripulación. Ithien estaba allí para proteger a sus camaradas thetianos, pues existían ciertas lealtades que superaban las diferencias entre clanes.
Por nacimiento, yo era tan thetiano como cualquiera de ellos y me resultaba extraño contemplar a mis compatriotas discutiendo entre ellos en una lengua que me resultaba imposible comprender. No me sentía uno de ellos. Los thetianos vivían en un mundo que yo desconocía, y tampoco estaba muy seguro realmente de desear conocerlo. Y, sin embargo, tampoco estaba decidido a apartarme de él.
—Todos fuera, a toda prisa —ordenó Ithien—. Ya nos ocuparemos luego de los equipajes y pertenencias personales de cada uno.
—El inquisidor general se enterará de esto —sentencio el haletita poniéndose de pie, mientras con un furioso gesto del brazo les indicaba a los sacri que obstruían la puerta que se hicieran a un lado—. El y el emperador sabrán lo que habéis hecho y veremos si los desafiáis también a ellos.
—¡Haré que revisen vuestros equipajes en busca de textos heréticos! —fue la frase de despedida del asceta.
—Hazlo —respondió Ithien mientras seguíamos a Mauriz y al resto de la tripulación del Lodestar en dirección a la puerta. Palatina le dio a Mauriz una palmada en el hombro y le dijo algo en thetiano. Mauriz le contestó y ella pareció aliviada.
Habíamos sido liberados sin que se produjera el más mínimo acto de violencia, pero mientras dejábamos el salón y avanzábamos por el lado del santuario, dejando atrás la llama eterna del templo, recordé la mirada en los ojos de los inquisidores y mi alivio desapareció en parte. El castigo sería terrible para cualquiera de nosotros que volviese a caer en sus manos, y Midian estaría al tanto de los acontecimientos tan pronto como el inquisidor se lo comunicara. Midian sentía un odio consumado por los habitantes del Archipiélago, y este episodio no despertaría su amor por Thetia precisamente.
El aroma del santuario nos acompañó cuando salimos al aire de la tarde en Ilthys, rodeados de sonrientes guardias, que parecían muy agradecidos de no haber tenido que intervenir. La guardia de Ithien no era la única presente. Cada uno de los cónsules había contribuido con un regimiento, aunque sólo la guardia del gobernador llevaba armaduras. Me pregunté si los hombres de Ithien sabrían combatir o si emplearían los cascos y las armaduras sólo para desfilar.
No había a nuestro alrededor una multitud de curiosos, como me había imaginado, pero los que nos veían pasar sin duda se sorprendían al ver a las nueve facciones cooperando y, mucho más, ante el nutrido grupo de thetianos que formábamos.
—Ser thetiano tiene su utilidad, ¿verdad, primo? —me dijo Palatina con una sonrisa. Era la primera vez que me llamaba así, y me pareció al principio un poco inapropiado. En seguida pensé lo contrario y asentí con alegría, agradecido de no estar ya en manos del Dominio. Antes de que pudiese responderle nada, sin embargo, alguien entre los pocos observadores thetianos lanzó un grito de sorpresa y de repente toda la gente comenzó a rodearla.
—¡Palatina! —exclamó el representante de los Canteni con incredulidad como si estuviese ante un fantasma. En realidad, ése era exactamente el caso—. ¡Estás viva! Me pareció reconocerte allí dentro, pero no quise decir nada para no ocasionarte más problemas con esas aves carroñeras.
—Estoy llena de vida —afirmó ella en el lenguaje del Archipiélago. Luego la conversación prosiguió en thetiano. La reacción de los demás habló por sí sola, pues un instante después el cónsul Canteni, un sujeto alto y mucho mayor que Palatina, se colocó frente a ella y la abrazó. Fue la señal para una sucesión de discursos entusiastas y un torrente de preguntas que ella intentó responder.
Ravenna y yo permanecimos un poco alejados, observando, aunque era difícil sentirse ajeno a un momento tan evidentemente feliz. Todos los demás parecían encantados de verla. Para algunos el gordo del clan Salassa, el portavoz, la mujer de rígidos rasgos y los dos cónsules de mayor edad, se trataba tan sólo del placer de comprobar que una colega que creían muerta estaba viva. Otros sin embargo, sentían algo distinto.
Para los Canteni y los tres cónsules más jóvenes, parecía ser mucho más que una joven aristócrata que había regresado de entre los muertos. La seria y sobria cónsul de Polinskarn le dio un extasiado abrazo y un sujeto vestido de color verde mar la trató como a una hermana perdida mucho tiempo atrás.
Más sorprendente aún era que el arrogante y prepotente Ithien la trataba con mucha mayor cortesía de la que le hubiese dispensado a nadie. Ella le correspondió, dejándome perplejo. Recordé entonces la forma en que Palatina se dirigía a Mikas Rufele, quien no parecía muy distinto de Ithien, durante nuestra estancia en la Ciudadela. Era un contraste sorprendente. Mientras los contemplaba agasajándose comprendí, sin embargo, que allí había más que formalidades, que Ithien debía de haber sido uno de sus amigos en Thetia. Vi cómo él le hacía una pregunta y note en el rostro de Palatina una expresión de aparente indignación. Luego fui testigo de algo que no había visto nunca: ella permitió que Ithien la besara.
Lo hizo con cierta formalidad, pero desde que nos conocíamos era la primera ocasión en que le permitía a alguien acercársele tanto. Estaba dándole la bienvenida a su hogar, quizá ésa fuese la explicación. Pero, tratándose de Palatina, la persona más reservada con la que jamás me había topado, no dejaba de ser algo sin precedentes.
Fue un momento efímero y conmovedor, tras el cual los guardias comenzaron a avanzar y nos vimos de un modo u otro llevando su ritmo. Ignoraba adonde nos dirigíamos y no tenía intención de preguntarlo. Fuera donde fuera, pronto estaríamos allí.
—Palatina me contó lo que lleváis en vuestro equipaje —me dijo Mauriz de repente, apareciendo a mi lado—. Nos haremos cargo de eso.
—¿Por qué se portan de ese modo con Palatina? —preguntó Ravenna. No parecía estar hablándole a Mauriz, pero no había nadie más que pudiese oírla.
El la miró de forma penetrante durante un segundo. Luego respondió:
Con su supuesta muerte, ella se ha convertido en una especie de mártir para los republicanos. Palatina era antes de eso una especie de icono, por quién era su padre, pero creo que ella significa para nosotros incluso más de lo que alguna vez fue Reinhardt. Creo que en esta ocasión el emperador deberá pensarlo dos veces antes de atacarla.
Entonces Mauriz volvió a perderse entre la multitud, y unos minutos después lo VI conversando con un anciano cónsul de aspecto disoluto. No pude reconocer a qué clan pertenecía, ni cuáles eran los colores oficiales entre los muchos colores que llevaba. Todos los cónsules de mayor edad aparentaban ser bon vivaras, todos salvo la mujer de rostro severo, y se ajustaban a la imagen previa que yo tenía de los thetianos, mucho más que Ithien o Mauriz.
Mientras seguíamos el paso de los thetianos, me sentí por primera vez al margen. Esos cónsules pertenecían a un mundo diferente del mio, que Palatina conocía bien, pero del cual ni Ravenna ni yo habíamos formado parte.
Atravesamos la plaza del mercado detrás de Mauriz, la más visible entre las personas que conocíamos, y el aroma de las carnes asadas proveniente de una tienda despertó mi apetito. El inquisidor había comido muy bien en la nave, pero, a juzgar por la comida para subordinados que nos proporcionaron, no me extrañaba que los jóvenes inquisidores estuviesen tan ansiosos por demostrar su valía para ascender de estatus y poder. ¿Les darían deliberadamente esos alimentos a los subordinados para despertar su malhumor? Por fortuna, pensé con seriedad, Mauriz nos incluyó luego con todos los demás en la comida en el consulado. ¡Ya estaba harto de comer como un sirviente!
Pero todavía no nos dirigíamos al consulado. Ante nosotros, detrás de un espacio abierto con una fuente, como si estuviese entre un parque y un montículo en el camino, se hallaba el palacio del gobernador. Era más pequeño que el de Ral’Tumar y carecía de los enormes portales y fortificaciones de aquél. Parecía más bien un gran consulado.
Al frente de la comitiva, Ithien y algunos cónsules se habían detenido y conversaban junto a la fuente. Ahora ya no eran tantos como en el exterior del templo y los acompañaban sólo algunos contingentes de la Marina. La mujer de duro rostro ya no estaba allí y me pareció que también se habían ido uno o dos de los cónsules. Palatina conversaba animadamente con Ithien, sumergida en su viejo mundo, como si hubiese estado allí con él todo el tiempo. Al detenernos, la desordenada comitiva se disgrego. Los cónsules se despidieron de Ithien y partieron con sus escoltas hasta que sólo quedaron Palatina, Ithien, Mauriz y Telesta. Los guardias de Ithien permanecieron a unos pocos metros de distancia, custodiando el exterior del palacio del gobernador.
Palatina miró a su alrededor y, al vernos, nos hizo señas de que fuésemos hasta la fuente. Parecía arrepentida.
—Lo siento, no debí dejaros, pero me reclamaron. Uníos a nosotros. Ithien, éstos son Ravenna Ufghada, que en realidad procede de Qalathar, y Cathan Tauro de Océanus, aunque en verdad es thetiano.
—Es un placer conoceros —dijo Ithien recorriéndonos muy respetuosamente con la mirada. Pese a su arrogancia, no carecía de modales—. ¿Por qué vais disfrazados? —preguntó con una sonrisa nerviosa.
¿Sería que ya había pasado por circunstancias semejantes, que era muy observador o que el maquillaje empezaba a desvanecerse?
—Tuvimos una pequeña desavenencia con unos inquisidores —afirmé con sinceridad—. El maquillaje fue idea de Mauriz.
—Cualquiera que desprecie a esos parásitos será mi amigo —añadió—. Por favor, pasad al palacio.
Seguimos a ese hombre extravagante, temerario y seguro de sí mismo en dirección al interior del palacio del gobernador, que por dentro se parecía mucho al consulado Scartari en Ral’Tumar. Al mirar alrededor, me pareció un poco mas espacioso y VI que la decoración de los arcos de la columnata era bastante más elaborada. Del jardín del patio llegaban a nosotros el aroma de las flores y el sonido del agua corriendo por la fuente, que tenía estilizados relieves de hojas y lanzaba al aire tres delgados hilos de agua. Al caer, las gotas capturaban la luz.
Nada más cerrarse la puerta detrás de nosotros y dejar de oírse los ruidos de la calle, volví a sentir la misma extraña sensación que había tenido en el consulado Scartari de estar en un mundo ajeno. Los muros estaban cubiertos de frescos tradicionales thetianos y no muy lejos se oía el sonido de unas tijeras; sin duda, un jardinero podando los arbustos del jardín. Era un lugar apartado, estaba en un plano existencial diferente y mucho más relajado que el del mundo exterior.
—Debo admitir que Ilthys es adormecedor —comentó Ithien a modo de disculpa—. Es una ciudad bastante activa para los cánones del Archipiélago, pero no si se la compara con Ral’Tumar o incluso con alguna ciudad thetiana más pequeña como Sommur. O Mons Ferranis, ese sí que es un sitio peculiar. ¿En que sentido? —indago Ravenna. Posee un ambiente diferente de cualquier otra ciudad del Archipiélago— explicó. —La gente dice que es parecida a Taneth, aunque más civilizada.
Eso dicho desde el punto de vista thetiano, en todo caso. No me sorprendía —dado que los habitantes de Mons Ferranis no tenían parentesco con los del Archipiélago ni con los cambresianos. Pero Ithien no se entretuvo hablando de Mons Ferranis. —Cathan, Ravenna, no hay motivo para que llevéis esos harapos de sirvientes mientras estéis aquí. Haré que mi criada os busque prendas de seda. Nada muy ostentoso, pues no es preciso que llaméis la atención de los inquisidores, pero algo mejor que lo que lleváis. Mauriz, ¿no te importa si les doy ropa adecuada? Es una prerrogativa del gobernador.
Parecía respetarnos como a gente de su esfera, aunque técnicamente estábamos bajo la responsabilidad de Mauriz.
Poco más tarde y mucho más cómodos, nos llevaron a través de las habitaciones traseras del palacio en dirección a un jardín exterior amurallado. Desde una serie de terrazas excavadas en una especie de montículo partían varios chorros de agua que aterrizaban sobre un encantador conjunto de pequeños estanques superpuestos. Un elevado vallado semicircular que rodeaba la alberca inferior ocultaba unos bancos de piedra donde estaban sentados los cuatro thetianos. Un sirviente había llevado unas bebidas: vino azul servido en copas altas y delgadas. Ithien le propuso a Palatina un brindis. Me recliné entonces contra la cerca de madera, que crujió y se hundió ligeramente con mi peso. Aquella mañana me sentía relajado por primera vez en más de una semana, desde que los inquisidores habían desembarcado en Ral’Tumar.
—Mauriz —dijo Ithien en tono imperioso—, supongo que podrás explicarme qué es lo que ha ocasionado todos estos problemas y por qué, en nombre de Ranthas, ibas rumbo a Qalathar.
Mauriz se lo explicó y, cuando acabó, Ithien volvió a mirarme detenidamente.
—Sí, existe un parecido. Y sería mayor si tuviese el pelo sin teñir. De manera que las historias que he oído sobre la noche en que nació el emperador tienen que ser ciertas. Eso arroja una nueva luz completamente diferente sobre el supuesto complot del canciller, si es que realmente secuestró a un niño.
—¿Te refieres al canciller Baethelen? —pregunté, inseguro.
—¿Sabes algo de eso? —Ithien alzó sus expresivas cejas—. ¿Sabes qué fue lo que te sucedió?
—Mi padre de Océanus me llevó consigo cuando Baethelen murió en Ral’Tumar.
—Durante años han circulado rumores insinuando que el entonces canciller Baethelen Salassa había organizado un complot con la emperatriz —le contó Mauriz a Ravenna—. Se supone que él fue asesinado la noche siguiente al nacimiento de Cathan, pero no todos lo creyeron. Al mismo tiempo, desapareció la corona del Delfín, y la gente pensó que la había robado por alguna razón, aunque luego apareció. Nosotros siempre pensamos que era una de esas historias que circulan sin tener la menor veracidad, pero es obvio que nos equivocamos.
—Hay mucho más —agregó Ithien—. Baethelen no pudo haberlo hecho solo. Debió de contar con ayuda, de manera que al menos otro oficial superior estaría involucrado. ¿Y por qué obraron así? —Hizo entonces una pausa—. ¿Tú eres su hermano gemelo, no es cierto, Cathan?
Asentí.
—¡Y todos pensamos que el asunto de los gemelos había acabado cuando Valdur se alzó en el poder! —Miró a los otros—. ¿Qué sucedió con los demás gemelos? Todos los emperadores desde los tiempos de Valdur han tenido hermanos, pero todos ellos se evaporaron sin dejar rastro.
—Y profundizando un poco mas —intervino Telesta—, ¿tuvo Cathan otro tío? Pensadlo. Se sabe que Aetius V, el abuelo de Cathan, tuvo tres hijos: Valentino, Perseus y Neptunia. Valentino tenía que haber sido el heredero pero murió en un accidente, de manera que lo sucedió Perseus. Neptunia, por cierto, es la madre de Palatina. En teoría, Valentino debía de tener un hermano gemelo.
—Eso es cosa del pasado, Telesta —dijo Mauriz, desdeñoso.
—No, no lo es —insistió ella—. Si Valentino no hubiese muerto, ahora rondaría los cincuenta y cinco años. En caso de haber tenido un hermano, quizá éste todavía esté vivo.
—Entonces habrá que investigarlo —repuso Palatina—, pero si existe, se le ha perdido de vista durante toda su vida y no tiene demasiado interés para nosotros. Lo importante es que ahora tenemos una oportunidad, una oportunidad de derrocar a Orosius. Nunca tendremos otra ocasión semejante. —Se la veía más vital que nunca. Lo que tenemos entre manos no redundará sólo en beneficio de Thetia— les recordó Telesta. —Constituirá también una ayuda para el Archipiélago.
Por mucho que lo aclarase, seguía existiendo la sensación subyacente de que eso era secundario y de que Thetia era lo más importante.
—Por cierto, por cierto —afirmó Ithien—. Allí es donde comenzó todo, en el Archipiélago. Vivimos tiempos terribles, con la Inquisición desbocada representando su parodia de la justicia. Ya existe cierto descontento popular, y supongo que aumentará cuando el Dominio llegue a Qalathar.
—Habrá mucho más que descontento —lo interrumpió Ravenna—. Habrá juicios, hogueras, delatores… ¿Tienes idea de lo que es eso?
Ithien pareció irritado por la interrupción, pero asintió con cortesía.
—Tienes razón, es preciso detenerlos, están destruyendo el Archipiélago.
Quizá estuviese más apenado por la pérdida de oportunidades y beneficios económicos de los clanes que por el costo en vidas humanas.
—Pero no podemos ser demasiado evidentes —advirtió Telesta—. Es preciso que nos aseguremos de estar respaldados antes de que se perciban claramente nuestras intenciones. Debemos contar con el apoyo suficiente en Qalathar.
—Emplead el rumor —propuso Mauriz—. El rumor es siempre poderoso. Divulgad por todas partes que va a llegar el líder. Pronto la noticia recorrerá todo Qalathar, y la gente la creerá.
Cambié de posición en el banco de piedra; el mármol estaba aún muy frío y las maderas de la valla se me clavaban en la espalda.
—El problema es unir los movimientos independentistas de Qalathar y Thetia —afirmó Palatina, mirando dudosa—. ¿O acaso estar utilizando Qalathar sólo como una plataforma para iniciar la revolución en Thetia? El Archipiélago merece mucho más que eso.
—Necesitamos una flota —agregó Ithien asintiendo—. Si pudiésemos influir sobre los almirantes, no sería tan difícil quitarle apoyo al emperador y, a la vez, proteger a Qalathar. Y para contar con una flota necesitamos al mariscal —agregó fijando la mirada en Palatina.
Recorrí el jardín con la vista, preguntándome si habría alguien oculto tras la cerca de las higueras. Lo que se estaba discutiendo era alta traición, e Ithien no parecía haber tomado ninguna precaución contra los fisgones. ¿No le importaba? En las dos o más horas que habían transcurrido desde que lo había conocido ya había insultado públicamente a la Inquisición, al Dominio en su totalidad y al emperador.
—¿El mariscal? —repuso Palatina tartamudeando—. ¡Hablamos de derrocar al emperador, por el amor de Ranthas! No pretenderás involucrar en esto al mariscal. Los mariscales han prestado servicio a esa familia durante más de dos siglos. ¿Crees que ahora iría en su contra? ¿Incluso tratándose de Orosius?
—Desprecia a Orosius, ¿no es verdad? —acote recordando una conversación mantenida hacía unos dos meses en el jardín del palacio de mi padre, en Lepidor. Si lograba alentarlos para que implicaran a Tanais, yo podría adquirir mayor influencia. Eso quizá me pusiese en sus manos, pero no por ello dejaría de concebir mis propios planes, por muy pequeños que fuesen en comparación con las intenciones de los thetianos—. ¿No dijo él que Orosius era un descrédito para la reputación de los Tar’Conantur y que no me revelaría mi verdadera identidad? Quizá eso implique que también Tanais planea algo.
Palatina me miró pidiéndome cautela. Entonces habló Mauriz:
—El mariscal pasa tanto tiempo fuera que quizá debamos encarar este asunto sin su colaboración. Bastaría convencer al almirante Charidemus y a otros aunque sea de que se mantengan neutrales. Lo único de verdad esencial es que la armada no respalde al emperador.
—Es necesario hacer planes más concretos —sostuvo tajantemente Palatina—. Todavía no contamos con el consentimiento de Cathan, que es imprescindible, y debemos determinar una estrategia adecuada. Llamad a nuestros aliados, aseguraos de que todos actuemos juntos cuando llegue el momento crucial. No debemos hacer nada apresurado y mucho menos tomar decisiones unilaterales. ¿De acuerdo?
Los thetianos se miraron entre sí y pronto Ithien asintió con reticencia. Al parecer no estaba habituado a que se le impusieran normas.
—Es necesario planear, completamente de acuerdo, pero no nos demoremos demasiado —sentenció Mauriz con firmeza—. Tenemos la ocasión. Thetia no debe sufrir durante más tiempo el yugo de ese tirano.
Cuando la conversación viró hacia cuestiones menos explosivas Ithien y Mauriz pusieron a Palatina al día sobre los sucesos de los últimos dos años en Thetia. Las últimas palabras de Mauriz seguían resonando en mi mente.
Ahora me quedaba claro que la religión no era la única fuente para crear fanáticos. Había presenciado el fanatismo religioso con demasiada proximidad para mi gusto, pero la política había sido siempre un juego mortal, colmado de intrigas y conspiraciones. El poder y la ambición eran una constante en la política mundial, pero los republicanos de Thetia parecían motivados por mucho más que eso. Seguían una línea ideológica tan rígida que, de hecho, acababan pareciéndose en cierto modo al propio Dominio.
Descubrir el fanatismo que se ocultaba tras la culta y elegante fachada de Mauriz fue para mí como un jarro de agua fría. Un fanático republicano, quizá menos sediento de sangre que un inquisidor, pero eso era tan sólo una diferencia de grado. Con su actitud soberbia y su carencia de tacto, Ithien no era mejor que él. Su fanatismo era de una especie distinta, enmascarado por la arrogancia y por esa sorprendente confianza en sí mismo, pero no por eso dejaba de tenerlo.
Y Palatina, que había sido mi amiga más íntima durante los últimos dos años, de quien suponía que había dejado muy atrás su pasado thetiano, era ahora el centro de atención. Los demás la miraban desde abajo: era para ellos un icono tan potente como Lachazzar lo era para los más extremados fundamentalistas. Palatina había sido siempre líder, estratega, pero en la Ciudadela y Lepidor no había tenido mucho que hacer. Aquí, en el corazón del Archipiélago, a sólo unos pocos miles de kilómetros de la mismísima Thetia, las apuestas eran mucho más elevadas.
Observé a Ravenna mientras la conversación de los thetianos nos iba dejando al margen y leí la expresión de su rostro por un momento, antes de que notase mi mirada y me brindase una ligera sonrisa. Me preocupó, pues percibí en sus ojos una determinación y una certeza que no le había visto hacía bastante tiempo. Era evidente que acababa de tomar una decisión respecto a algo, y no deseaba que me inmiscuyera lo más mínimo. De haber sido mas observador, quizá me habría percatado de qué era lo que tramaba Pero no lo descubrí… hasta que fue demasiado tarde.