Transcurrió un buen rato antes de que la cabeza dejase de darme vueltas lo suficiente para permitirme abrir los ojos. Por un momento no pude ver mas que blancura y me invadió el pánico. ¿Me habría quedado ciego?
El efecto sólo duró uno o dos segundos, y poco a poco empecé a distinguir formas y el contorno de la sala, todo en medio de sombras grises. Aquí y allá percibí fogonazos de color en los bordes de la vista, pero no conseguí enfocarla. Volví a cerrar los ojos y los abrí nuevamente, esperando que regresase el color, pero eso no sucedió.
Aflojé la cinta que me había sujetado al asiento y me incorporé con tanta lentitud como pude. Estuve a punto de desmayarme y sólo conseguí seguir de pie apoyándome en la quebrada mesa de éter. El costado derecho de mi cuerpo parecía ser una masa de heridas, pero, cuando con suma cautela deslicé la mano hacia abajo, no hallé ningún rastro de sangre.
Aún se oía el ensordecedor chillido, como si la manta estuviese siendo aplastada. Destruir el casco exterior de una manta era casi imposible, pero eso no implicaba que la manta en sí no pudiese ser hundida.
—Creo que sería buena idea dirigirnos al compartimento principal —sugirió Palatina con inseguridad, de pie a mi lado—. Los dos tenéis un aspecto horrible. ¿Qué sucedió justo antes de que estallara la otra manta?
—Magia —afirmó Ravenna—. Demasiada magia.
Ravenna estaba aún sentada y, cuando intentó incorporarse, se tambaleó y volvió a caer en la silla.
Creo que al menos uno de los dioses tiene sentido del humor dijo Palatina con una ligera sonrisa. —Cathan, ella puede apoyarse en ti, si es que puedes soportar su peso.
Recordé entonces las mordaces palabras de Ravenna unos dieciocho meses atrás, cuando yo me había sentido demasiado débil para ponerme de pie tras caer desvanecido. Era, verdaderamente, un pequeño momento de justicia.
El interior de la manta estaba muy oscuro. Fuera de la cabina de observación, sin la luz gris proveniente de la superficie, avanzábamos de forma casi instintiva. Palatina iba delante, descendiendo con cuidado la escalerilla en dirección al compartimento principal. El Lodestar era lo bastante grande para que la cabina de observación estuviese en la tercera planta, la cubierta superior. En medio de la oscuridad que nos rodeaba no cesaban de oírse gemidos de dolor, pero me propuse ignorarlos. Bastante esfuerzo me costaba ya mantenernos de pie a mí mismo y a Ravenna sin derrumbarme escalera abajo.
—A esta nave no le queda mucho tiempo —advirtió Palatina cuando alcanzamos el pasillo de la cubierta superior—. Ravenna, ¿puedes descender la siguiente escalerilla por tu cuenta? Al parecer está toda deformada.
—Lo intentaré —respondió Ravenna, y yo esperé un poco antes de librarme de su peso—. Después de ti.
¿Lo intentaré? ¡Resultaba tan increíble oír esas palabras de boca de Ravenna! En ocasiones había sido recriminado por la mera sugerencia de que ella no fuese capaz de hacer algo.
—Esperad hasta que llegue al final de la escalera —nos pidió Palatina.
—¿Quién está ahí? —preguntó entonces una voz desde abajo.
—Palatina Canteni —dijo ella—, ¿dónde está el capitán?
—No lo sé. Estamos todos heridos. Debemos salir de aquí. La manta está a punto de explotar.
El que hablaba sonaba mareado. Supuse que sería uno de los mecánicos.
—Tenemos que trasladar a todo el mundo a submarinos de emergencia, Cathan —indicó Palatina—. Ya he llegado al pie de la escalera. Tened cuidado, falta el quinto escalón contando desde arriba.
Oí cómo se alejaba y le decía al mecánico otra cosa que el estrépito metálico producido por una armadura me impidió entender. Supuse que sería algún marino poniéndose en pie.
—¿Estás bien? —le pregunté a Ravenna—. ¿Puedo avanzar?
—Si, iré detrás de ti.
Con delicadeza quité el brazo que la sostenía y empecé a descender el resto de la escalera. La cabeza todavía me daba vueltas. Se produjo en aquel momento un nuevo y tenue resplandor. Alguien había abierto la puerta del puente de mando y entraba algo de luz desde los ventanales del frente.
—¿Dónde está el capitán? —preguntó alguien más.
Me alejé de la escalera para dejarle sitio a Ravenna y por poco no tropecé con un marino, que emitió un sordo quejido.
—Fuera hace frío —exclamó alguien desde el interior del puente de mando—, y la pantalla de éter está…
Oí una débil maldición y luego otra voz. Entonces se produjo un estallido en algún lugar de la popa y le siguió una desesperada petición de ayuda.
—Es en la sala de motores —dijo la voz, que me pareció ser la del mecánico. Estaba de pie junto a Palatina, cuyo rostro apenas podía distinguir con la luz que llegaba del puente.
Ravenna llegó al escalón inferior de la escalerilla y se aproximó a mí con bastante dificultad. La mayoría de los tripulantes del puente de mando se hallaban inconscientes. Algunos permanecían inmóviles en las sillas, mientras que otros yacían en el suelo.
—Hemos perdido el reactor —informó el oficial segundo. Estaba sentado en la silla situada a la derecha de la del capitán y se cogía la cabeza con una mano—. No puedo asegurarlo; quizá estalle, quizá no.
—En ese caso, dad la orden de abandonar la nave —dijo la primera voz que había oído desde el interior del puente, quizá el joven lugarteniente—. No tiene sentido permanecer aquí.
—¿Quieres ser tú quien coloque a todos los demás en los submarinos de emergencia? La mayoría no está en condiciones de hacerlo por su cuenta.
—¡Mejor sería que protestases por eso ante el Dominio! —espetó el otro—. Ignoro si el capitán recobrará o no la conciencia, pero entretanto tú estás al cargo.
El joven se volvió hacia nosotros dos.
—¿Quiénes sois…? Si estáis bien, ¿podríais ayudarme a poner al comisionado principal y a su compañero en un submarino de emergencia…?
Su petición fue interrumpida por el oficial segundo:
¿Y luego qué? El Dominio estará aquí en pocos minutos y le hará a vuestro submarino lo mismo que le ha hecho a esta manta.
—No creo que les queden energías suficientes —intervino Ravenna—. Sea lo que sea lo que han hecho, debe de haberlos dejado exhaustos.
—Magia —confirmó con amargura el lugarteniente—. Hicieron hervir el agua que rodeaba la otra manta y se creó una ola de energía que nos alcanzó también a nosotros, por eso nos sacudimos. Debemos tener en cuenta que su ataque no iba dirigido contra nosotros.
—Sea como sea que lo hayan hecho, no dudo que podrán repetirlo —advirtió el oficial segundo.
—¿Es que piensa abandonar la nave sin recibir orden de hacerlo y enfrentarse luego a una corte marcial?
—Sólo deseo asegurarme de que el comisionado principal no sea capturado.
—Comprendo. Congraciarse con él es más importante que la nave. Muy bien, huya si así lo desea.
El lugarteniente le hablaba con desdén y noté que el otro oficial se enfurecía, pero sólo volvió sobre sus pasos, ignorando a su superior. Con todo, el oficial segundo no tuvo oportunidad de emitir más órdenes, pues de inmediato sentimos un estruendo potente y familiar: el de una nave anexionándose a otra.
—Demasiado tarde —dijo el joven lugarteniente—. Parece que habrá que explicar por qué ayudábamos a esos herejes.
Ravenna y yo abandonamos el puente. Miré con dificultad hacia arriba, como si pudiese ver la nave del Dominio a través del techo. Estaban a punto de abordarnos y, a menos que me decidiese a emplear la magia, no había nada que pudiera hacer. Pero si lo intentaba y fallaba, nuestros disfraces ya no tendrían sentido.
Ravenna negó con la cabeza.
—No vale la pena —susurró leyéndome el pensamiento—. Hemos fingido ser sirvientes tan bien como hemos podido. Intentemos mantener nuestros papeles.
—Buena idea —añadió Palatina detrás de ella, sobresaltándome—. No se trata de Sarhaddon ni de Midian, ya que no puede estar en dos lugares a la vez, de modo que tenemos varias oportunidades. Mauriz es quien deberá responder sus preguntas por nosotros.
—Y el capitán.
—La ley está de su parte. Ahora colocaos en un rincón y simulad ser sirvientes aterrorizados.
Fue un verdadero suplicio esperar a que el buque del Dominio terminase su maniobra de enlace. Mientras Palatina conversaba con el oficial segundo e intentaba reanimar a Mauriz, sentimos una sucesión de ruidos provenientes del compartimento principal.
Entonces, por fin, oímos cómo se abría la escotilla y los sacri entraban marchando al Lodestar.
Sin duda habían hecho algo así con anterioridad, pensé uno o dos minutos más tarde cuando uno de los sacri le informaba a su comandante de que nuestra nave estaba bajo control. Era evidente que no esperaban encontrar ninguna resistencia de nuestra parte, y tenían toda la razón. Nadie estaba en condiciones de levantar un dedo.
Comencé a sentir un hondo pavor, imaginando que de un momento a otro los sacri nos señalarían. Pero no lo hicieron. Ravenna y yo estábamos sentados casi debajo de la destrozada escalera, observando todo con las rodillas pegadas a la barbilla. Nos comportábamos (o al menos eso intentábamos) como se esperaba que lo hiciesen personas de nuestra simulada condición. Un soldado sacri se erguía a muy poca distancia y su aspecto parecía mucho más amenazador a la luz de las antorchas. Apareció entonces el comandante, que nos miro detenidamente y nos dijo que permaneciéramos en nuestro sitio mientras iba a buscar a quien estuviese al cargo.
Palatina y los dos oficiales, uno de los cuales sostenía al otro con esfuerzo, habían sido conducidos al compartimento principal y esperaban a que el inquisidor llegase desde la nave del Dominio.
No tardó en presentarse, precedido por dos inquisidores de menor rango y un sacerdote que vestía una túnica roja y marrón. Con sensatez, Palatina y los demás hicieron la acostumbrada reverencia al oficial superior. No tenía sentido ponerlo de mal humor.
—¿Quién esta al cargo aquí? —preguntó. No era el tipo de inquisidor ascético como el que había registrado nuestra manta en el puerto. Se trataba, en cambio, de un haletita de barba gris que, aunque no pudiera decirse que estuviera gordo, daba la impresión de disfrutar plenamente de la comida. No por eso resultaba menos intimidante, y, quizá, que fuese un hombre de mundo lo hacia más peligroso.
—Soy el oficial segundo Vatatzes Scartaris —dijo el más veterano de los oficiales del Lodestar que estaban conscientes. Había sangre en una de sus manos y en una parte de la cabeza, y su rostro parecía blanco incluso bajo la luz de las antorchas—. Mi capitán está inconsciente.
Dio la impresión de que el oficial más joven iba a decir algo, pero se contuvo manteniendo la boca cautelosamente cerrada.
—Estabais prestando ayuda a herejes y renegados, lo que constituye una herejía según el edicto universal de Lachazzar.
—La ley naval imperial exige que todos los buques que naveguen en las cercanías de otra nave que esté en apuros la socorran, a menos que se trate de un enemigo —explicó el oficial segundo modulando con cuidado sus palabras, como si temiese no ser capaz de decirlas.
—La ley de Ranthas es superior a cualquier código terrenal —sostuvo con dureza el inquisidor—. Exige que los herejes sean destruidos, no socorridos.
—No abandonaré… a personas que sufren —dijo el oficial segundo entre dientes, luego se tambaleó y sus piernas cedieron. Su subordinado intentó mantenerlo en pie, pero poco después lo acomodó en el suelo.
—Está muy malherido, necesita atención médica —clamó desafiante el otro oficial—. No es un hereje, es un oficial herido de un clan thetiano que ha obedecido las órdenes de su capitán.
El inquisidor lo miró con ojos asesinos, pero el sacerdote de rojo y marrón que lo acompañaba le dijo algo al oído.
—Este hombre es un monje de la orden de Jelath. Él atenderá a vuestros heridos —anunció el inquisidor un momento después, y el monje señaló a dos sacri para que lo ayudasen a trasladar al oficial segundo a otro sitio. Imploré en silencio a Thetis que recobrase la salud. Los monjes de Jelath pertenecían a una orden médica.
Entonces el inquisidor se dirigió a Palatina, ignorando al oficial más joven.
—¿Quién eres tú? ¿Posees alguna autoridad?
—Soy Palatina Canteni, su gracia, una pasajera y huésped del comisionado principal Mauriz, que se encuentra herido.
—¿Una Canteni viajando con un Scartari?
Esa pregunta confirmó mi primera impresión sobre el inquisidor. Un haletita que supiese sobre Thetia algo más que el nombre del emperador podía resultar muy peligroso. Por lo general, no prestaban atención al lugar ni a sus asuntos internos, en los cuales tenían prohibido intervenir según el acuerdo original firmado por Valdur y el primado primigenio.
—Actualmente no estamos en guerra.
El inquisidor pareció de repente perder todo interés en ella y le ordenó a otro monje de Jelath que mirase si Mauriz estaba bien. Poco después el monje informó que también él precisaría atención médica.
—No hay tiempo que perder —anunció por fin el inquisidor—. Esta nave está ahora bajo control del Dominio. Preceptor Asurnas, trae a varios de tus hombres y a algunos marinos para que gobiernen el buque. Nos dirigiremos a Ilthys.
—¿Qué haremos con la tripulación? —pregunto quien, supuse que era Asurnas. Elevaba un ribete dorado alrededor del emblema de la llama de su sobretodo, por lo que debía de ser un oficial.
—Todos los oficiales y pasajeros serán trasladados a nuestra manta. Llevadlos a las celdas destinadas a los herejes, que por el momento están vacías.
El oficial más joven intentó protestar, pero fue silenciado con un golpe en la cabeza que lo dejó tambaleante.
—¿Quiénes sois vosotros? —preguntó el inquisidor fijándose por primera vez en Ravenna y en mí.
Sentí cómo me recorría con la mirada.
—Somos sirvientes del comisionado principal, su gracia —alcancé a explicar.
Mi temor era bastante genuino, y no dudaba que me veía tan aterrorizado como lo estaría cualquier sirviente del remoto Archipiélago si era capturado de semejante modo.
—Nos faltan sirvientes. Ahora nos serviréis a mí y a mis hermanos. Los monaguillos serán relevados durante un día de ese privilegio para celebrar la destrucción de la nave renegada.
De manera que, como me temía, el Avanhatai había sido destruido y su explosión había producido la segunda ola de energía que azotó al Lodestar. La ayuda brindada por nuestro capitán no había servido para nada. Estábamos prisioneros del Dominio y el principal Vasudh nunca llegaría a Beraetha. Mientras nos conducían a la manta del Dominio me pregunté si el inquisidor sabría lo suficiente sobre Thetia para haber oído hablar de Palatina Canteni.
Tras un día y una noche en la atmósfera viciada de la manta del Dominio no pude sino sentir alegría al emerger en el cálido y húmedo aire de Ilthys. Las nubes dejaban pasar los rayos del sol en algunas partes del cielo, y las aguas de la costa adquirían así un tinte verdoso. Era la primera vez que veía algo semejante desde que había partido de Lepidor. El calor permanente del Archipiélago no dejaba de tener su encanto, igual que la sequedad que lo invadía todo. Salvo por la presencia del Dominio, era un sitio mucho mejor para pasar el invierno que mi propio hogar. En especial, considerando que la manta estaba llena de sacerdotes, inquisidores y sacri, hasta el extremo de que su interior había sido reformado para permitir la instalación de celdas monásticas y de un refectorio. Era uno de los pocos buques pertenecientes en verdad al Dominio. Según pude deducir, la mayor parte de las naves que se empleaban en esta purga habían sido alquiladas a las grandes familias tanethanas.
La manta que habíamos abordado tema incluso una hilera de celdas para confinar a los herejes capturados, aunque me pregunté en vano qué necesidad tendrían de transportarlos. El Dominio precisaba de ejemplos, interrogatorios y hogueras para someter a las poblaciones locales. ¿Cuál era entonces el motivo para trasladar herejes de aquí para allá?
Cuando llegamos a tierra, los pasajeros y tripulantes del Lodestar que estaban en condiciones de caminar fueron escoltados por sacri, que parecían haber concluido que todos éramos herejes Mauriz, con un fuerte golpe en la cabeza, no había podido hablar hasta una o dos horas antes, de manera que el inquisidor decidió interrogarlo más tarde en el templo de Ilthys
Ilthys era en muchos sentidos una ciudad semejante a Ral’Tumar. Se veía la misma arquitectura y una idéntica combinación de cúpulas, jardines y bóvedas. Pero al contrario de Ral’Tumar, aquí casi todas las edificaciones estaban situadas en la parte superior de los acantilados, completamente protegidas por altas murallas. Era un paisaje imponente y me pregunté por qué la habrían construido así, dado que, por lo que podía recordar, Ilthys jamás había sido atacada.
Cuando comenzamos a ascender por el empinado y serpenteante camino que corría junto al acantilado, rodeando la parte más baja de Ilthys, comprobé que el Dominio ya controlaba la isla. El inquisidor fue agasajado en el puerto submarino por el avarca por un camarada inquisidor con apariencia de inflexible asceta.
Aunque su destino último era Qalathar, parecía evidente que nuestro captor tenía intención de pasar la noche en el templo, pues tanto a Ravenna como a mí nos hizo cargar pesados equipajes. Aunque fuese más agotador, razoné que era mucho peor ser tratados como prisioneros.
—¿Habéis dejado hermanos de la orden en Sianor para que prosigan allí nuestra labor? —preguntó a nuestro captor el asceta, quien por poco no retrocedió ante su fuerte autoridad y temible presencia.
—Hemos dejado a tantos como nos lo han permitido los acontecimientos. Dejaré contigo a algunos hermanos antes de dirigirme a Qalathar, para así poder regresar a Sianor en otra nave.
—Es una pena que haya sido destruida la nave renegada —subrayó el asceta—. Podría haber sido útil.
—Resistió durante demasiado tiempo.
—Se me ocurre que la técnica de ataque es algo exagerada. Los herejes deben ser utilizados para dar ejemplo. No tiene ningún sentido matarlos sin más. En las profundidades del océano no hay testigos.
—Si deseas hacerles alguna sugerencia a los magos, no dudo que las escucharán.
—Lo haré, y le enviaré un mensaje a Midian en Qalathar. Es nuestra arma más potente y no debería ser empleada para matar, sino para obtener justicia. Ranthas lo juzga todo, pero no debería verse obligado a ocuparse del alma de los herejes.
Mientras sentía un intenso dolor en los hombros debido a la carga, escuché con estupefacta fascinación cómo aquellos dos sujetos debatían calmadamente los métodos de su carnicería. Sólo en el Lodestar habían muerto doce hombres, cuyas vidas, aun siendo posibles herejes, parecían carecer de importancia para ambos. En cuanto al Avanhatai, estaban satisfechos de su completa destrucción, pero lamentaban que no pudiese ser empleado para provocar más terror.
Todavía más interesante era la disputa entre ellos. A la sombra como estaba de su más dinámico colega, el asceta se había permitido criticar las tácticas extremas del otro, críticas que no habían sido bien recibidas. ¿Sería rivalidad profesional o animosidad personal? No parecían conocerse demasiado entre sí, y su saludo había sido mas bien frío y formal.
Y acerca de la afirmación casual de que el Dominio estaba mejor capacitado para juzgar las almas que el propio dios que ellos adoraban…
—Hermano, estoy ansioso por saber de tus victorias —dijo el haletita de manera poco sutil—. Habiendo salido de Sianor con tantas prisas para capturar a esos herejes, todavía no he tenido oportunidad de ver lo efectiva que es nuestra presencia aquí.
En otras palabras: «Yo he capturado un montón de herejes y maté a unos cuantos más… ¿Qué has hecho tú?». Me resultaba extraño, dados sus conocimientos políticos, que careciese de todo tacto al dirigirse a ese poco mundano asceta.
—Los tres días de gracia acabaran mañana. Ya he dado caza a una conocida hereje buscada por el inquisidor general y que será juzgada y quemada en la hoguera el primer día de mercado. Los procesos son un poco más lentos dentro del marco de la ley. Si consideras que tus prisioneros son culpables, podríamos organizar una ceremonia más imponente.
El rostro del haletita se ensombreció, pero había dejado en el tribunal de Sianor apenas cuatro sacri y dos inquisidores a fin de partir a la caza del Avanhatai. Probablemente, demorarse unos pocos minutos para desembarcar a algunos más y asegurarse de que todo discurriera con fluidez no hubiese ocasionado ninguna dificultad añadida a la persecución del buque de Qalathar.
—Espero que el inquisidor general en persona se interese por este caso.
—No dudo que alabará vuestros éxitos.
Se produjo un nuevo silencio y mi mente se dispersó. Volví la mirada hacia el mar, que ahora estaba debajo de nosotros, más allá de los arcos de la muralla. Como la ciudad a la que conducía, el camino estaba amurallado a cada lado, permitiendo sólo la visión del océano. Debía de ser una imagen encantadora en un día de verano, cuando las aguas fuesen azules y no de un gris verdoso.
Todavía no habíamos alcanzado la cima cuando oí el sonido de caballos acercándose delante de nosotros. Entre las cabezas de los sacri y el corcel del asceta pude ver cómo tres jinetes aparecían en el camino hacia la parte superior de la ciudad y se detenían bloqueando deliberadamente el paso del inquisidor.
El haletita alzó las riendas con la habilidad de un gran jinete mientras que los sacri cogieron las riendas del asceta y, más o menos, lograron detener al caballo. Los sacri interrumpieron la marcha junto con sus superiores y detrás de nosotros toda la columna hizo alto de forma abrupta.
—¿Quién osa obstaculizar el paso de los agentes del Dominio? —preguntó el haletita.
El jinete que lideraba el trío, montado en un espléndido semental de crin dorada y bastante más alto que los corceles de los inquisidores, los observó con detenimiento por un instante.
—Tengo entendido que habéis atacado de forma ilegal una manta Scartaris y habéis hecho prisionera a su tripulación. ¿Me equivoco? Me pareció un hombre muy joven, thetiano de pies a cabeza con cabellos castaño oscuro y piel aceitunada. Tenía un rostro expresivo y ojos vivos. Llevaba prendas de seda y un broche de oro en su túnica (su rango debía ser muy alto). Y fue la primera persona que conocí en el Archipiélago que parecía tener voluntad de enfrentarse de igual a igual a un inquisidor. Sus compañeros, también vestidos lujosamente, transmitían ambos la sensación de ser gente que espera ser obedecida. Lino era una mujer, cuyos cabellos dorados no podían ser naturales considerando el color de su piel. Quizá representase al consulado Scartari, dado que sus prendas llevaban el emblema de la familia.
—¿Quiénes sois vosotros, que os permitís interrumpir la labor de Ranthas? —lanzó el asceta.
—Ithien Eirillia, gobernador de Ilthys en nombre de la Asamblea. Soy responsable del bienestar de mis compatriotas en Ilthys, lo que sin duda incluye a estas personas.
Con actitud dubitativa y representando aún mi papel de sirviente, miré a mi alrededor fijando los ojos en Mauriz, quien en lugar del ceño fruncido que había mantenido hasta entonces exhibía una ligera sonrisa.
—Han sido arrestadas bajo sospecha de herejía.
—¿En base a qué cargo?
—No estoy obligado a responder vuestras preguntas. Ahora retiraos del camino antes de que os arreste a vosotros por proteger la herejía.
El haletita se inclinó hacia adelante y susurró algo al oído del asceta.
—Soy oficial del imperio thetiano —agregó Ithien sin dar un paso—. Vuestro edicto os permite erradicar la herejía dentro del Archipiélago. Estos son ciudadanos thetianos y vuestro edicto no los incluye.
—El edicto exige que todos los poderes seculares cooperen con nosotros bajo pena de excomunión.
Fuese lo que fuese que el haletita le había dicho al asceta no había conseguido moderar el tono de su voz. Si bien el asceta no era haletita ni tanethano, era difícil establecer su lugar de origen. Pensé que podía provenir de algún sitio muy alejado de Thetia.
—Aun así —respondió Ithien—. Explicaréis las circunstancias y, en caso de no existir una acusación genuina, habrá un juicio secular.
—¡Fuera de nuestro camino! —gritó el haletita—. Vestimos el hábito, somos representantes de Ranthas en Aquasilva. Quien obstruya nuestro paso obstruye la voluntad de Ranthas. Vuestro emperador nos ha brindado su completo apoyo en esto. Dejadnos pasar.
—El emperador no tiene tanto poder como piensa —advirtió Ithien—. Regresaré.
—Trae contigo a un Canteni, Ithien —reclamó Mauriz a mis espaldas—. Se sorprenderán mucho.
—¿Un Canteni? Traeré a uno, y a muchas personas más. Confía en mí, Mauriz.
Ithien y sus compañeros giraron sus corceles y cabalgaron hacia la ciudad con despreocupación, como si el Dominio no estuviese allí. Parecía que Thetia y su gente eran mucho más complejos de lo que yo había supuesto. Era increíble la arrogancia que había demostrado Ithien ante sujetos temidos por el resto del mundo. Como descubriría no mucho después, era un individuo dotado de una inusual confianza en sí mismo, pero no para un representante de Thetia. Y no cabía duda de que su autoridad era aún mayor que la de Mauriz.
Mientras los inquisidores retomaban la marcha, no dejaba de preguntarme cómo haría Ithien para liberarnos. Sin duda habría en la ciudad tropas Scartari, pero no podrían de ningún modo equipararse al poder de los sacri, y era impensable que interviniesen las guarniciones imperiales. Tomar las armas contra el Dominio hubiese equivalido a condenarse, sin importar lo poderoso que fuese el clan. Y si no podía hacer frente a las circunstancias… entonces ¿de dónde venía su confianza?
A ambos lados de la pequeña procesión, la población local cruzaba las calles observándonos con sorpresa, temor, incomodidad e, incluso, algo de amargura. Según pude constatar tras ver cómo desviaban los ojos de mí y los concentraban en los sacri, todos esos sentimientos eran dirigidos hacia los captores, no hacia sus prisioneros.
Por fortuna, el sector más alto de la ciudad se hallaba más o menos al mismo nivel que el resto, elevándose apenas un poco al llegar al palacio fortaleza, en el extremo más lejano, y visible desde donde estábamos sólo entre los techos de las viviendas. En algún sentido, la ciudad era diferente de Ral’Tumar, aunque aún no podía precisar por qué. Era bastante más pequeña y no se veía a tantos extranjeros.
Como todos, el templo estaba situado en la avenida principal, cerca de la plaza del mercado, interrumpiendo de modo poco agradable las extensas columnatas que discurrían a ambos lados de la avenida. En ese aspecto, Ilthys era muy similar a Taneth, aunque con un estilo arquitectónico diferente. Incluso el templo, con tres plantas de altura y una inmensa bóveda dominando la fachada (demasiado grande para cualquier puerta), seguía las lineas de estilo del Archipiélago. ¿Sería acaso mas antiguo que el propio Dominio? ¿Habría sido originalmente un templo dedicado a Thetis, confiscado y reformado?
Era realmente un templo muy bonito, por mucho que el Dominio hubiese intentado transformarlo. Nos condujeron adentro a través de un portal con vigas de madera en el techo, que en el sector que rodeaba el santuario y las edificaciones situadas detrás había sido decorado con estrellas pintadas. Uno de los ascetas que escoltaban a los sacri nos dijo a Ravenna y a mí dónde depositar el equipaje del haletita, lo que hicimos obedientemente antes de regresar al salón, como nos habían indicado. El templo ya estaba casi lleno debido a la presencia del tribunal de los ascetas, y me pregunté de qué modo harían sitio a los otros inquisidores.
Los dos inquisidores que iban por delante habían desaparecido de nuestra vista, mientras que sus subordinados mantenían un atento control en la gente congregada en el salón. Los monaguillos hicieron a un lado la mesa, colocando sobre la tarima sillas para los inquisidores. Intentaban acelerar el procedimiento, y aventuré que sería para dictar la condena antes de que llegasen los thetianos a complicar las cosas.
Pero, por mucho que lo intentasen, no había manera de que acabasen a tiempo. Según me informó Ravenna al oído, de pie junto a mi a un lado del refectorio (ambos un poco alejados de los demás), los juicios duraban al menos un par de horas.
Al parecer ya se habían olvidado de nosotros. ¿O acaso nos reunirían con los Scartari cuando regresasen los inquisidores? Todavía estaba asustado, pero no tanto como antes. Aunque parezca egoísta, eso se debía a la seguridad de que ya no era el centro de los acontecimientos. Y Mauriz, que sí lo era, daba la impresión de contar con un firme respaldo.
Los inquisidores no reaparecieron hasta que todo estuvo en su sitio y entonces cruzaron una puerta lateral realizando la entrada ceremonial. Parecían mucho más amenazadores que antes, avanzando hacia las sillas del estrado con ese paso medido que constituía uno de sus rasgos más fastidiosos.
Una vez que tomaron asiento y se unió un tercero a los dos líderes, el haletita le hizo una sutil señal a uno de los sacri, que nos empujó a Ravenna y a mí para que nos integrásemos en el grupo del centro. Había sido idiota pensar que las cosas pudiesen suceder de otra manera.
Antes de que comenzasen se oyó una plegaria para pedirle a Ranthas que bendijese sus actos, que fue entonada por otro inquisidor situado en un lado.
—Habéis ayudado a herejes y renegados incumpliendo el edicto universal de Lachazzar. Esa que habéis violado es una ley dictada por Ranthas, superior a todas las leyes terrenales —empezó a decir el asceta cuando acabaron las formalidades. Dirigía la mirada a Mauriz, de pie en la primera hilera del grupo junto al oficial principal y al oficial tercero del Lodestar.
—Lo que hicimos fue prestar ayuda a una nave averiada —afirmó Mauriz sin dar rodeos y sin intentar de ningún modo descargar la culpa sobre el capitán, que había muerto la noche anterior—. Hasta que enlazamos las naves, no hubo manera de saber si estaba o no, como vosotros decís, repleta de renegados. Les ayudamos lo suficiente para que su buque pudiese navegar.
—Eso no demuestra vuestra inocencia.
—No necesito demostrarte mi inocencia, inquisidor. Según la ley imperial no he cometido ningún delito, ni lo ha hecho ninguno de los tripulantes del Lodestar. Somos ciudadanos thetianos y no estamos bajo vuestra jurisdicción. —Su tono era rotundo, desdeñoso. En la nave había parecido menos confiado. Al parecer, buena parte de su seguridad actual se relacionaba con Ithien
—Estáis ante un juzgado de Ranthas, no ante un juzgado de los hombres. Nosotros no respondemos a la ley de vuestro imperio, ni siquiera en caso de no existir el edicto universal. Habréis oído hablar de él o lo habréis leído si conocéis la Carta de la ley divina. Se os acusa de socorrer a herejes, lo que de acuerdo con el edicto es condenable como herejía. ¿Podéis demostrar vuestra inocencia?
Era un juzgado del Dominio, dependiente de una legislación haletita, según la cual lo primero que se presuponía era la culpabilidad. Exactamente lo opuesto al sistema del Archipiélago, pero eso era algo que el Dominio había decidido ignorar hacía mucho tiempo. Aunque quizá no en Thetia. En todo caso, Mauriz se vio librado de tener que responder ante la repentina e increíblemente oportuna llegada de nueve cónsules thetianos acompañados por el gobernador.