CAPÍTULO XI

Mi primera visita a Qalathar no fue feliz, pero nunca la olvidaría. Qalathar tenía un paisaje sencillamente inolvidable. Por lo general sólo viajaban en buque los que no podían pagar el billete de una manta. Las condiciones de viaje eran más inseguras, los riesgos mayores y ofrecía menos comodidades. En invierno, las terribles tormentas eran casi imposibles de evitar incluso durante los trayectos más cortos, y sólo quienes estuviesen de verdad desesperados se atrevían a semejante travesía. Pero luchar contra los elementos para llegar a Qalathar tenía como compensación que el viajero podía divisar cómo la tierra de destino iba apareciendo lentamente en el horizonte.

Cubriéndome el cuerpo con un enorme manto, cuya función original era proteger de las salpicaduras, me situé en un rincón de la proa para ver aparecer los verdes acantilados de Qalathar desde el mar que se abría ante nosotros.

¡Qué impactante habría sido arribar en un día de verano, surcando aguas azules y calmas, con las montañas irguiéndose en toda su gloria! Quizá así habría evitado también el azote del feroz viento impregnado de espuma que me congelaba hasta los huesos a cada inclinación del buque.

Con todo, mi primera visión de Qalathar, que me quedó grabada en la memoria, se produjo bajo un cielo cargado y tenebroso, con las montañas ocultas tras espesas nubes. Bosques de un verde oscuro se engarzaban con el océano gris en una línea blanca y extensa que iba de un extremo al otro del paisaje. Allí el oleaje, audible a varios kilómetros de distancia, se estrellaba contra las rocas. Sólo se percibía en la costa una difusa pendiente: el resto de las cumbres, oculto tras el velo de la niebla, parecía negar la misma existencia del estrecho de Jayán. Cruzando los límites del estrecho se hallaba el mar Interior de Qalathar, y en algún lugar no muy lejano estaba la persona que había prometido mostrármelo.

Por mucho empeño que pusiese, no conseguí detectar en la costa ninguna señal de vida o civilización. Casi nadie habitaba esas costas, siempre sometidas al acoso de tormentas y donde las olas nacidas en los confines del océano se quebraban incesantemente con terrible fuerza contra los grises acantilados y ensenadas.

Era conocida desde tiempos inmemoriales como la Isla de las Nubes, un sitio de nieblas y valles durante el invierno, playas y bosques soleados durante el verano, y ciudades alrededor del mar Interior. Había allí cumbres cuyas cimas sobrepasaban con mucho todas las que yo había visto; era casi el único sitio en todo el Archipiélago con cordilleras. Pese a su verdor, desde donde estábamos la costa se veía todavía oscura y ominosa, como si la opacasen las sombras de los ocultos peñascos.

Era un espectáculo bello y salvaje el modo en que los contornos iban definiéndose lentamente a medida que nos acercábamos. Poco a poco, el estrecho de Jayán se fue haciendo visible. La humedad era cada vez más intensa, y apreté el manto contra mí con mayor fuerza para no temblar de frío. El aire llevaba una mezcla de agua salada y espuma empujada por el viento. Junto a éste y el oleaje sólo se oía el crujir de los mástiles y las vigas, acompañado por el melancólico chillido de las gaviotas.

Debería haber sido un motivo de celebración el mero hecho de llegar allí (a un sitio que tantas ganas tenía de conocer) tras tres semanas de viaje. Tres semanas de estar mojados casi de forma permanente, sintiéndonos incómodos y, con excepción de Mauriz y otro pasajero, mareados y descompuestos. Sólo por milagro habíamos sobrevivido a una de las tormentas y otras dos habían sido tan potentes que me puse fatal. Mi único consuelo mientras yacía en medio de ese perpetuo movimiento fue que las tormentas también hicieron enfermar a Mauriz.

Sin embargo, ahora que habíamos arribado y mientras el galeón arrendado proveniente de Ilthys se abría camino ola tras ola hacia esa costa virgen y desconocida, habría dado cualquier cosa por estar en otro sitio.

De hecho, estuve a punto de no conocer esas tierras. En más de una ocasión, durante el terrible trayecto en el buque, deseé con ardor que me tragasen las aguas. Por poco no acabé como un cadáver flotante, un objeto diminuto entre los desechos dispersos en la vasta superficie del océano. Quizá así mi alma hubiese estado más feliz. Thetis favorecía a los que morían ahogados en el mar o acababan en sus profundidades: se convertían en auténticos elementos marinos, corrientes carentes de forma en un plano más elevado de la vida.

No haber sido recibido en la paz bendita de Thetis podía ser tanto una señal de satisfacción como de insatisfacción divina. En la práctica, eso ya no importaba demasiado pues, pese a todo lo sufrido, todavía estaba vivo. Y no sólo eso: un mes y medio después de haber partido de Ral’Tumar habíamos llegado por fin a nuestro destino.

Es posible que nuestro no sea la palabra adecuada para el caso. Sólo unos pocos de los que habían embarcado junto a Mauriz en Ral’Tumar verían Qalathar, al menos por el momento. Algunos jamás lo harían, a menos que sus espíritus elementales decidieran visitarlo. Otros necesitarían semanas, meses de convalecencia antes de poder siquiera contemplar sus costas. Y un integrante de nuestro grupo ya llevaba cierto tiempo allí.

De dicha ausencia, la que me resultaba más dolorosa, se podía culpar a Mauriz, aunque sólo de esa única ausencia. Todo lo demás, todo lo que habíamos tenido que sufrir tras zarpar de Ral’Tumar, era atribuible sólo al Dominio, que pareció maldecir nuestra travesía desde su mismísimo inicio con el frustrante, agotador e inútil registro de la manta del clan Scartari, el Lodestar. Según había dicho el inquisidor principal con los ojos brillantes de fanatismo, había en Ral’Tumar herejes muy conocidos. No se debía permitir su huida.

Pese al rango y los contactos de Mauriz, los sacri abordaron el Lodestar antes de nuestra partida y lo revisaron de forma sistemática. El inquisidor sometió entonces a un colérico Mauriz y a la tripulación a una arenga sobre los peligros de la herejía. Recuerdo haber contenido la respiración en todo momento mientras nos revisaban. Pero buscaban al vizconde de Lepidor y a su entorno, no a dos adustos y desanimados sirvientes originarios de las islas del fin del Mundo ni a una asistente thetiana. El placer de Mauriz cuando presento a Palatina como una integrante del clan Scartari debió de ser considerable.

Al fin los frustrados sacri dejaron nuestra nave, y su jefe fue hasta el inquisidor para informarle de que no había polizones a bordo, ni tampoco rastro de la oceanógrafa renegada. Creo recordar que el inquisidor pareció un poco decepcionado, pero no por ello menos ávido.

—No es posible esconderse de la Inquisición —declaró—. El ojo de Ranthas lo ve todo y Él, en su infinita piedad, nos indicará dónde buscar.

En su retirada, el inquisidor no pronunció disculpa alguna por la demora que nos había ocasionado. Sólo nos instó, con la frase habitual, a seguir la senda luminosa de Ranthas. Por un instante, su túnica me rozó la pierna y me pregunté cómo era posible que alguien vistiese una prenda tan áspera. Como muchos inquisidores, era un asceta. Había otros a los que les agradaba comer y beber, los lechos suaves y las concubinas, pero también estaban los que se flagelaban a sí mismos y vestían ásperas prendas. Sospeché que éstos eran una minoría.

Los disfraces concebidos por Mauriz nos habían salvado de ser detenidos, de eso no había duda. Con los rostros ocultos tras velos carmesís, exhibiendo en sus movimientos la elegancia mortal de los asesinos entrenados, los sacri eran aterradoramente eficientes. ¿Había sido el monaguillo Sarhaddon quien me dijo que no había ningún soldado en el mundo capaz de igualarlos, con excepción de la Novena Legión thetiana? El cínico y agradable compañero de mi primera travesía larga me había enseñado muchas cosas, y yo me preguntaba aún qué era lo que le había hecho convertirse en el sanguinario fundamentalista que parecía ser ahora.

Tras abordar el Lodestar, las autoridades portuarias nos dieron permiso para partir, pero el ambiente seguía siendo tenso. La actitud de la tripulación oscilaba entre el resentimiento y el miedo. Esa tarde pude oír en tres ocasiones cómo el siempre cordial capitán discutía con algún subordinado. Hasta la mismísima calma de Mauriz parecía a punto de romperse.

Palatina y Ravenna hicieron todo lo que pudieron para fingir que la conversación de la noche anterior jamás se había producido, pero noté en los ojos de ambas una triste expresión. En silencio maldije a Mauriz, Telesta y al emperador, pero no pude dejar de admitir en mi interior que yo había cometido un error. Algo mucho peor que un error.

Sólo cuando el Lodestar zarpó de Ral’Tumar y se sumergió en el mar, dejando atrás las islas exteriores del archipiélago tumariano, Mauriz nos informó de que nos dirigíamos a Qalathar.

—¿Por qué? —preguntó Ravenna—. ¿Por qué ir adonde el Dominio concentra toda su atención? ¿Cómo esconderéis allí a Cathan?

—Qalathar es donde está la resistencia —respondió Alaunz encogiéndose de hombros—. Debemos iniciar una rebelión, y eso debe suceder en Qalathar, en el centro de la acción. No tiene ningún sentido empezar en los lugares más alejados, donde el problema puede ser atacado con mayor facilidad, aunque sea menos peligroso.

—Pues vuestro plan tampoco es el plan —intervino Palatina—. El Dominio tiene informantes, espías, gente que los alertará a la menor señal de disturbios.

—Saben que habrá disturbios en Qalathar. Si de repente se iniciara una rebelión en Ilthys, por dar un ejemplo, la sofocarían en seguida. Son conscientes de que Qalathar les tomara más trabajo.

—Y, por otra parte, si vencemos en Qalathar, destruiremos el centro de operaciones del exarca —dijo Telesta con decisión. Quizá ése fuera su propio plan o uno que respaldaba de corazón, pero lo cierto es que sonaba mucho más firme que Mauriz—. Después de eso sabrán que no están demasiado seguros en el Archipiélago y deberán pedir refuerzos a la Ciudad Sagrada. Eso nos dará tiempo para negociar con Thetia.

Sin embargo, pese a las afirmaciones más contundentes, no se había planteado ningún plan concreto, ni había señal de que existiera ninguna misión detallada. Era bastante probable que lo suyo no fuera más que el vago esbozo de un plan. Quizá el cerebro de todo el movimiento ya estuviese en Qalathar, o tal vez Mauriz esperase organizar el plan del líder sin él… o sin ella. Probablemente «ella», si era una idea thetiana concebida en su origen por los republicanos.

De cualquier modo, no hubo más discusiones. Ravenna se comportó de manera todavía más distante y no habló casi con nadie. Mauriz la ignoró en general, un error que era verdaderamente disculpable, considerando que, por cuanto él sabía, Ravenna era sólo una hereje de Qalathar, quizá de familia noble.

Es posible que la líder pretendiese enseñarnos sus ideas al culminar nuestro viaje de dos semanas rumbo a Qalathar, pero cinco días después de zarpar nos persiguió la mala fortuna.

Yo no hacía otra cosa que matar el tiempo leyendo por encima algunos poemas thetianos bastante malos en la sala de recreo (no había una biblioteca demasiado aceptable a bordo). Entonces sentí que el buque aminoraba la marcha y que el profundo resonar del reactor cambiaba de tono. No pareció notarlo ninguno de los marinos que me acompañaban, sentados alrededor de las mesas jugando a las cartas y contándose historias ridículas sobre sus conquistas amorosas.

Apoyé una mano contra una mampara externa de la manta para sentir el movimiento. Sin duda estábamos yendo mucho más lentos. Tras unos pocos días en el mar. Nos habíamos acostumbrado lo suficiente al sonido del reactor para notar el cambio. Pero ¿a qué se debía? Bordeábamos por entonces las islas de Sianor, aunque no navegábamos tan cerca de éstas para que fuese necesario disminuir la velocidad.

Devolví el libro a su estantería en la pequeña biblioteca situada en la esquina del salón de recreo y me abrí camino entre las mesas en dirección a la puerta. Pero no bien entré en el pasillo se oyó la voz desencajada del capitán partiendo del sistema de intercomunicadores.

—Que toda la tripulación se prepare para una operación de rescate. Que los marinos cojan sus armas y se reúnan en la cubierta.

Detrás de mí se produjo una conmoción inmediata seguida del sonido de sillas echadas hacia atrás. Un rescate implicaba hacer algo, aliviar de algún modo el aburrimiento de un viaje tan largo. Y lo más importante, representaba una ganancia económica segura para los que tripulaban la nave salvadora.

Mientras alcanzaba la cubierta, aún vacía de marinos, me topé con Palatina, que ascendía la escalerilla desde los compartimientos superiores.

—Conque aquí estás —me dijo con impaciencia—. Ven conmigo a la sala de observación; verás de qué se trata desde allí.

—¿Qué es?

—Una manta a la deriva. Como nuestros marinos son del clan Scartari, están dispuestos a dejar todo de lado en pos de un beneficio. Mauriz desea salvarlo.

—Típico de los Canteni —subrayó el segundo oficial desde la sala de mandos—. ¿Por qué obtener dinero cuando se podría sencillamente practicar el tiro al blanco?

—¿Y eso adonde nos lleva? —espetó Palatina mientras volvíamos a subir la escalerilla—. ¿Quién vence en todas las batallas?

—¿El más rico? Eso es lo que importa —añadió el segundo oficial, pero después de esas palabras ya estábamos demasiado lejos para oírle. Se trataba de altercados amistosos, pero yo sabía que en otros tiempos ambos clanes habían combatido entre sí. Y sin duda volverían a hacerlo. Según me había contado Palatina, sus disputas no habían sido demasiado sangrientas, pero algunos clanes mantenían aún enemistades mortales basadas en altercados donde la violencia había excedido todo límite.

Ravenna ya estaba en la cabina de observación cuando nosotros llegamos, sola y con la mirada fija en las ventanillas de estribor. Todos los demás estaban en sus puestos y, sin lugar a dudas, Telesta y Mauriz estarían en el puente de mando. No tenía idea de dónde se encontraba Matifa, ni ganas de saberlo.

De acuerdo con los relojes del buque era media mañana y navegábamos ya en aguas lo bastante profundas para que la superficie tuviese un lóbrego tono azul grisáceo. Al principio no pude distinguir la otra manta, pero Ravenna me señaló una zona más oscura en medio de la negrura que había ante nosotros. El Lodestar avanzaba ahora a una velocidad mínima, maniobrando para aproximarse a la otra nave. Enlazar dos mantas para un abordaje era una maniobra de enorme precisión que sólo podía llevar adelante un timonel muy experimentado.

—¿Se tiene idea de a quién pertenece? —preguntó Ravenna.

Palatina negó con la cabeza y permanecimos allí contemplando como la negra silueta crecía en tamaño. Medía más o menos lo mismo que nuestra manta y los mástiles con las insignias de identificación escapaban a nuestro campo visual.

Incluso a esa distancia, sin embargo, era posible distinguir débiles puntos luminosos aquí y allá en los lados de la nave, así como burbujas ascendiendo desde la abertura del motor. ¿Significaba eso que el reactor estaba aún encendido? Quizá incluso que acababa de detener la marcha.

Muy sospechoso —advirtió Palatina cuando se lo mencioné, ya que los poderes de la magia de la Sombra me permitían ver en la penumbra mejor que los demás—. Nosotros solemos hacer eso para emboscar a la gente. Los Scartaris, Jonti, Polinskarn… todos caen en la trampa. Cuando ven que una nave se detiene se abalanzan con codicia sobre ella.

¿Y nunca sois emboscados vosotros? —dijo Ravenna con inocencia.

—Pues no. Nosotros inventamos el truco durante la guerra. —Palatina miró por encima de su hombro para comprobar que no venía nadie—. Un capitán Canteni se lo hizo a un buque arca de Tuonetar: fingió estar muerto y luego lo atacó con su tripulación nada más ser abordado.

Como el Dominio, los habitantes de Tuonetar odiaban el mar y preferían siempre abordar y luchar cuerpo a cuerpo. Cuando conseguían hacerlo, su victoria estaba más o menos garantizada, ya que sus buques eran enormes y estaban bien equipados para una invasión. Cabían más soldados en uno solo de sus buques arca de los que podría tener toda una flota thetiana.

Ésa era una de las razones por las que el Aeón había sido tan útil durante la guerra, ya que compensaba la diferencia de tamaño de los thetianos. Aunque en su mayor parte no portaba armas, el Aeón tenía capacidad para llevar diez veces los ejércitos thetianos, algo de lo que Aetius IV sacó buena ventaja en su último ataque a la capital de Tuonetar.

El difuso brillo azul característico de los campos de éter era visible en los bordes de las ventanillas de la otra manta. El capitán del Lodestar no quería correr ningún riesgo, pero me preocupaba que existiesen métodos más sutiles de efectuar una emboscada que el mencionado por Palatina. Las luces y la actividad de los motores no podían sino poner en alerta al capitán.

Me pareció que las maniobras de aproximación del Lodestar duraban una eternidad. El timonel intentaba establecer una posición exactamente paralela y ligeramente por encima de la otra manta. Descontando la evidente dificultad de equiparar las velocidades y las trayectorias, el problema adicional para enlazar dos mantas era su forma. A causa de las aletas, era imposible que las dos escotillas principales encajasen perfectamente si se hallaban en idéntica posición. Por eso, cada manta tenía en su parte trasera dos escotillas de pasajeros junto al depósito de carga: en esa parte, la forma de las mantas permitía una aproximación mucho más precisa.

Se produjo entonces un gran barullo debajo de nosotros, silenciado de modo abrupto por una potente orden. Luego, el sonido de mucha gente moviéndose a la vez, presumiblemente hacia la escalerilla de la bodega de carga. Siempre resultaba más seguro abordar desde un espacio estrecho hacia uno más amplio, y no al contrario.

La otra manta estaba ahora muy cerca y su liso casco azul se curvaba a un lado y otro de las aletas, que bloqueaban nuestra visión. El Lodestar ya estaba casi por completo inmóvil y su mínimo avance sólo era perceptible si se fijaba la mirada en la otra nave. Nos encontrábamos muy cerca de la superficie del océano, quizá a unos diez metros de profundidad, y las aletas reflejaban una débil luz gris. El sol no parecía brillar sobre las olas.

Apenas habían transcurrido unos minutos cuando el casco del Lodestar comenzó a estremecerse. Siguió el sonido claro e inconfundible de las dos mantas entrando en contacto. Era frustrante estar allí de pie sin hacer nada, esperando a ver qué sucedía. Pero sabíamos que nuestra presencia no haría sino estorbar a los marinos si se producía un combate.

Otro estruendo: unión de las escotillas, lo que les permitía a los marinos acceder sin mojarse. Y luego nada más. No había mucho que ver desde donde estábamos (la otra manta estaba oculta casi en su totalidad tras las aletas del Lodestar), de manera que regresamos al compartimento superior. Estaba desierto y la puerta que conducía al puente de mando estaba cerrada, pero unos segundos más tarde apareció un marino corriendo en esa dirección por los pasillos. Me pareció bastante decepcionado.

—¿Es de Qalathar? —pregunto con autoridad la voz de Mauriz desde el puente de mando—. ¿Estás seguro?

No oí la respuesta del marino, pero un momento después la voz del capitán volvió a resonar por el intercomunicador.

—Que los enfermeros se dirijan de inmediato a la otra manta.

El marino reapareció desde la puerta, seguido de Mauriz y Telesta, y avanzaron por el pasillo, no sin que antes Mauriz nos ordenase a nosotros tres que los siguiésemos.

—¿Qué sucede? —preguntó Palatina.

—Se trata de una manta de Qalathar que ha sido seriamente dañada en las afueras de Sianor. Han conseguido llegar hasta aquí, pero su reactor se ha detenido.

Eso explicaba la decepción. Los tripulantes de Scartaris podrían obtener algo como recompensa por su ayuda, que de acuerdo a la ley thetiana estaban obligados a dar. Pero si todavía había supervivientes en el control de la nave, no habría posibilidad de pedir rescate.

En el dañado y a medio iluminar compartimento superior de la otra nave encontramos a un ojeroso anciano, vestido con una túnica roja que parecía formar parte de algún uniforme. Ravenna me susurro que la nave pertenecía al simbólico gobierno civil de Qalathar, que en realidad carecía por completo de poder, ya que estaba dominado por el Dominio y el virrey.

—Alto comisionado, mi más sincero agradecimiento por su ayuda —dijo con seriedad—. No deseo retenerlo aquí, pero tenemos gente herida y nuestro reactor no funciona.

—¿Dónde está vuestro capitán? —preguntó Mauriz.

Quienes quiera que fueran los atacantes, no había duda de su violencia. Sólo una de las luces de éter seguía encendida en el compartimento, en el que había un amasijo de metales torcidos. Las paredes se habían torcido o derrumbado en su totalidad y ya no quedaban escalerillas.

—El capitán está herido y sus dos lugartenientes han muerto. Así que yo estoy a cargo ahora. Soy el principal Vasudh.

—¿Quién os atacó?

Vasudh hizo una breve pausa, luego miró a Mauriz a los ojos y respondió:

—El Dominio.

—¿El Dominio? ¿Y por qué? —inquirió Telesta. Los dos o tres marinos que nos rodeaban en el compartimento desviaban la vista a otro lado con incomodidad.

—Intentaron apoderarse de la nave en Sianor. Dijeron que tenían órdenes del inquisidor general de que todos los buques de Qalathar fuesen puestos a disposición del Dominio. El capitán se negó y por eso intentaron someternos por la fuerza. Huimos, pero nos persiguieron empleando cargas de presión, sin importarles que se tratase, como claman, de armas malditas propias de herejes. Eso fue hace unos tres días y desde entonces intentamos escapar. No ha resistido el ataque ninguno de nuestros intercomunicadores, y por ese motivo no hemos podido advertiros.

—¿A qué distancia de aquí está el buque del Dominio?

—No tengo idea, creo que los hemos perdido, pero el capitán dice que pueden interceptarnos mucho más adelante. Por eso quería que fuésemos a Beraetha, hundiésemos nuestra nave y nos refugiásemos en la isla.

—Nos ponéis en una situación difícil —dijo Mauriz, ahora con expresión preocupada—. Si nos encuentran y descubren que os hemos ayudado…

—Lo exige la ley del mar —afirmo el anciano con firmeza—. Una ley mucho más antigua que esas impertinencias continentales con sus fobias sobre la herejía.

—No los dejaré aquí —dijo el capitán del clan Scartari apareciendo detrás de nosotros—. Yo no lo haré, y tampoco la tripulación. Principal… Vasudh, si reparamos vuestro reactor y le ofrecemos a vuestros heridos los cuidados que podamos, ¿crees que será suficiente?

—Gracias, capitán —respondió Vasudh con una solemne reverencia—. Eso es todo cuanto pedimos.

—Traeré a algunos de nuestros mecánicos ahora mismo —le anunció el capitán a Vasudh—. ¿Pueden colaborar algunos de tus hombres?

Mauriz parecía reticente a aceptar lo que ocurría, pero permaneció allí mientras el capitán del Lodestar coordinaba las reparaciones. Llegaron los mecánicos, y el enfermero de nuestra nave comenzó a atender a los heridos. Los marinos ayudaron a reparar algunos de los mayores destrozos. No había repuesto para los sistemas de armas ni para los campos de éter, pero Vasudh no los solicitó.

Mauriz y Telesta se pusieron más y más impacientes a medida que avanzaban las horas. Nosotros tres fuimos de poca utilidad salvo por alguna ayuda menor y acabamos regresando a la vacía sala de recreo del Lodestar.

—Tanto esfuerzo por ganarse algo… Deberán trabajar toda la larde y no les darán un solo centavo —dijo Palatina con satisfacción, mientras observaba a los marinos Scartaris quitándose las armaduras antes de regresar con mamparas de repuesto para la otra nave (que se llamaba Avanhatai en honor a un antiguo gobernante de Qalathar).

—Sí, y si el Dominio nos atrapa por esto, ¿seguirá siendo tan divertido? —lanzó Ravenna con el mal humor que tenía esos días. Era muy distinto de sus usuales rabietas, mucho más intenso, más sombrío, más duradero. Si no me hubiese comportado de forma tan débil y vacilante antes de dejar Ral’Tumar… Pero, es ese caso, quizá mi opinión habría coincidido con la de Mauriz, enloqueciendo del todo a Ravenna. Era un pequeño consuelo el hecho de que su furia estuviese dirigida a todos en general y no solamente a mí.

Casi tres horas más tarde, cuando los trabajos de reparación estaban casi terminados, el aullido de la alarma de batalla inundó el silencio de la sala de recreo del Lodestar. Nos miramos entre nosotros durante un segundo, luego nos incorporamos de un salto y corrimos nuevamente hacia el compartimento superior. Saliendo del puente de mando venía el segundo oficial.

—Decidle a todos que abandonen el Avanhatai —gritó—. ¡Ahora! ¡Corred! El Dominio está aquí, a dieciséis kilómetros de distancia. El pánico que había en su voz habría bastado, incluso sin la mención al Dominio. Corriendo por los pasillos, nos topamos con Mauriz y Telesta, que subían por las escalerilla difundiendo la noticia. No les agradó lo más mínimo, pero ignoré sus rostros de desesperación y seguí adelante, abriéndome paso entre los marinos, hasta dar con el capitán del Lodestar, que conversaba con Vasudh. —Me temo que debemos partir de inmediato— le dijo el capitán a Vasudh después de que le di la noticia. —Vuestro reactor puede ponerse en marcha, pero deberá volver a ser reparado en unos pocos días.

—Sólo necesitamos unos pocos días —repitió Vasudh, luego ahuecó las manos para hacerse oír mejor y gritó— ¡todos fuera!

Su tono era ensordecedor y me recordaba con precisión el bramido de un oficial de entrenamiento. Vasudh era precisamente el tipo de hombre que al retirarse ocuparía un cargo de instructor. Si algo caracterizaba a la tripulación y los marinos Scartaris era su perfecta disciplina. En menos de un minuto cruzaron el compartimento superior del Avanhatai y regresaron al Lodestar. Los mecánicos cargaban sus juegos de herramientas. Los tripulantes de la manta de Qalathar, con las ropas ennegrecidas y destrozadas, se apresuraron a ocupar sus puestos de batalla con una especie de desafiante resignación en los rostros. Supliqué en silencio que consiguiesen escapar.

Fue una evacuación veloz, eficiente y muy preparada. El propio Vasudh nos apuró para que regresásemos al Lodestar. Le deseamos buena suerte, y apenas cinco minutos después de la advertencia del segundo oficial se cerró la escotilla. Y el Lodestar estuve listo para separarse de la otra manta. Contra cualquier ataque que no hubiese sido del Dominio, eso habría sido suficiente.

Mientras la tripulación se dirigía a sus puestos de batalla y los marinos volvían a ponerse las armaduras y se colocaban en posición, retornamos a la cabina de observación, el sitio que ocupaban tradicionalmente los pasajeros durante una batalla. Los extremos de la sala estaban vacíos, pero, en el centro, rodeando la mesa de éter, había algunas sillas amarradas con correas para evitar que sus ocupantes cayeran si el timonel decidía hacer uso de su imaginación.

La pantalla de la mesa de éter mostraba la misma imagen que las pantallas ubicadas en el puente de mando: el Lodestar y todo lo que estaba a su alrededor en un radio de unos veinte kilómetros. Por las ventanas también tendríamos un buen panorama de la batalla.

Pero resultó que finalmente no hubo ninguna batalla. Cuando nos separamos del Avanhatai, elevándonos un poco para ver la situación, el buque del Dominio estaba aún a ocho kilómetros de distancia, lejos del alcance de las armas. El motor acababa de ponerse en marcha, alejando al Lodestar a unos cien metros del casco de la otra manta. Fue entonces cuando sentí una potente oleada de magia.

Me golpeó como un látigo, un dolor agudo y lacerante que atravesó mi cráneo. Grité, sorprendiendo a todos los demás, y oí el torturado alarido de Ravenna.

—¡Dulce Thetis! —exclamó Palatina.

Cogiéndome la cabeza con ambas manos, observé la mesa de éter. Una chispa incandescente estalló debajo del Avanhatai, tan brillante que sentí una nueva ola de dolor por todo el cráneo. Segundos después, la chispa se extendió como un brillante desgarrón blanco en el agua. Luego siguió expandiéndose.

El agua que veíamos desde las ventanillas se convirtió en un caos de burbujas, una espumosa pesadilla de aire y vapor, y sentí que el Lodestar era impulsado sin control hacia arriba como si no pesase más que una pluma. Mi silla se inclinó con increíble velocidad, dejándome casi colgado de una delgada cinta. Recé con desesperación por que la tela no se rompiera, lanzándome a algún compartimento lejano unos cuatros metros más abajo. Mi pierna derecha golpeó contra un brazo de la silla con tanta fuerza que por un momento creí que me la había partido. El impacto se tradujo en un insoportable dolor.

Algo muy pesado producía un sonido metálico al golpear contra otra cosa y se oía un fuerte lamento parecido al de almas atormentadas, un caos ele sonido y movimiento.

Un segundo después, una luz blanca todavía más brillante inundó la sala, y justo antes de verme forzado a cerrar los ojos pude contemplar la imagen del Avanhatai consumiéndose.

Una nueva descarga impactó contra el Lodestar, balanceándolo con fuerza de un lado a otro. El mundo se inclinaba a nuestro alrededor en un tornado de calor, ruido y dolor. No perdí el sentido, aunque no me hubiese molestado que eso sucediese. En cambio, me las compuse para mantenerme consciente mientras la manta se convulsionaba salvajemente. Una conmoción estremeció el casco, pero no pude determinar de dónde provenía.

Con la nave aún fuera de control, sentí nuevos violentos impactos, objetos que se estrellaban contra el casco. Una fuerza originada en algún sitio me empujó contra el asiento dejándome en una posición extraña y dolorosa. La silla se me clavaba en la pierna herida y me producía terribles pinchazos. Por algún motivo, el agua que veía a través de las ventanillas parecía ser blanca, con apenas algunos contornos oscuros. El Lodestar volvió a elevarse y, por un aterrador momento, supuse que perdería el equilibrio hasta quedar del revés. Entonces se deslizó hacia atrás y yo me desplomé hacia adelante en la silla, casi ensordecido por el infernal gemido de la manta moribunda.