Tras cuatro horas verdaderamente agotadoras Mauriz nos convocó a Ravenna y a mí, pero ya no me sentía tan dispuesto a disculparlo como antes.
Según nos había informado antes una exultante Besca cuando nos la encontramos por primera vez, el edificio estaba todo ocupado debido al gran número de marinos que albergaban. No eran tan sólo marinos: eran marinos de élite, guardias presidenciales de Scartaris y cierta cantidad de funcionarios habituados a la vida sin complicaciones de Selerian Alastre. Por fortuna, advirtió Besca, todos partirían al día siguiente a bordo del Lodestar, pero en aquel momento seríamos muy útiles relevando de sus tareas a los sirvientes más experimentados para que ellos pudiesen ocuparse de los marinos.
Besca nos había ofrecido a Ravenna y a mí un almuerzo lo bastante abundante para mantenernos con energía y luego nos había encomendado la apremiante misión de fregar el patio. Sólo se podía dejar correr el agua en esa parte una vez cada varios días, y ésta era precisamente la ocasión, cuando contaban con menos personal libre. Así que debimos hacer rebosar de agua los conductos para regar el patio, casi inundándolo, y a continuación abrir todos los desagües para drenarlo. En opinión de Besca, sería para nosotros una buena experiencia, ya que todas las familias del Archipiélago lo hacían con frecuencia y no nos haría mal aprenderlo.
Novatos como éramos, todo nos llevó mucho más tiempo del previsto y en el proceso acabamos empapados, lo que no resulto muy grato en el clima cálido y húmedo de Ral’Tumar, donde todo tardaba una eternidad en secarse. Después de aquello y, dado que Ravenna y yo éramos de baja estatura y bastante ágiles, se nos en cargó la no menos desagradable tarea de quitar de las canaletas todas las hojas secas que esparcía el viento. Al acabar, ambos teníamos ampollas en las manos, unos cuantos cardenales, nos dolían los músculos y, al menos en mi caso, sentía un deseo incontenible de echar a Matifa por un barranco, si era posible con Besca para hacerle compañía.
Besca nos proporcionó túnicas nuevas para que llevásemos esa tarde al reunimos con Mauriz, Telesta, Palatina y el cónsul. Todos los presentes habíamos tratado a los demás en un momento u otro, pero nunca antes habíamos estado juntos en semejantes circunstancias. Palatina sentó precedentes tratándonos a Ravenna y a mí como a amigos y dirigiéndose a nosotros tanto como le era posible, ya que, supuse, eso sin duda perturbaba a ¿Mauriz. El cónsul, encorvado, con cabellos grises y aspecto enfermizo, comió muy poco y presenció la escena que se le ofrecía con indiferencia mundana. Ravenna me sugirió en un momento de distensión que debía de estar en las últimas. Tekla no estaba presente.
Sólo cuando acabaron de comer y el cónsul se retiro a dormir, Mauriz se dignó tratarnos como si fuésemos algo más que sirvientes. Nos dijo entonces que, después de lavar los platos, nos encontrásemos con él en la sala de recepción.
—Hagamos esperar a ese imbécil arrogante —propuso Ravenna apilando la vajilla del postre cuando los demás se fueron. Al parecer, no era común que se sirviesen tres platos, pero Mauriz y Telesta era tratados como huéspedes de honor. Entre otras virtudes, los thetianos se preciaban por su buena comida. En opinión de algunos ascetas, dedicarle tanto tiempo a disfrutarla y tan poco a Ranthas no dejaba de ser un pecado. Pero nadie en Thetia les había prestado nunca demasiada atención. Por una vez estuve de acuerdo, aunque supongo que no por las mismas razones. Eso era todo lo que parecía ser Thetia en tiempos de Orosius: una fachada de cultura carente de contenido.
—Entonces ve más despacio.
Quitamos las cosas de la mesa tan lentamente como pudimos y las llevé a lavar con absoluta calma, sin importarme si Besca notaba o no mi presencia. Pero aunque otros sirvientes cruzaron el salón, lanzándome miradas hostiles que dejaban en claro que yo no era uno de ellos, Besca no apareció.
A mi regreso, Ravenna estaba barriendo el suelo como si dispusiese de todo el tiempo del mundo. Era una actitud algo infantil, lo se, pero ambos nos sentíamos furiosos y humillados. Agradecía a Mauriz el habernos ayudado a escapar de la estación oceanográfica, probablemente salvando así nuestras vidas. A partir de entonces, sin embargo, había estado jugando conmigo por algún motivo personal, algo que yo no estaba dispuesto a aceptar. La otra posibilidad era sin más que mientras no me necesitase le daba por completo igual qué sucediese conmigo. La cuestión era que si pretendía obtener mi ayuda para fundar una república en Thetia, no iba por buen camino.
Por mucho que nos demoramos todo lo que pudimos, llegó un momento en que ya no quedaba nada por hacer salvo atravesar el patio en dirección a la sala de recepción. Allí nos esperaban Mauriz, Telesta y Palatina, sentados en divanes de poca altura bien almohadillados según era costumbre en Thetia. Los tres sostenían copas de vino azul y, según notaron que nos aproximábamos, interrumpieron su conversación.
—¿Queréis un poco de vino? —nos ofreció Palatina—. Mauriz, ¿por qué no les ofreces alguna de las añejas joyas de tu espléndida bodega? No nos gustaría que acabasen echándose a perder.
—Como bien ha sugerido mi amiga, Cathan —dijo Mauriz de inmediato, con suavidad—. No nos andemos con ceremonias.
No había a la vista ningún sirviente (ningún sirviente auténtico) y sobre la parte inferior de la mesa descansaba una botella con tres copas limpias. Me acerqué y serví vino en dos de ellas, fabricadas en cristal puro y destinadas a los invitados especiales. —Acomodaos en un diván— agregó Mauriz. Le di a Ravenna una de las copas y me dirigí a un diván. Había siempre tres divanes en ese tipo de salas, cada uno con espacio para que se reclinaran o se sentaran de piernas cruzadas tres personas. Eso lo sabía, pero ignoraba cómo colocarme.
Esperé a ver cómo resolvía el problema Ravenna y la observe acomodarse en el diván vacío. Con una inclinación de su cabeza me invitó a imitarla.
El diván era mucho más duro de lo que yo había esperado, por más que estuviese cubierto de cojines y ricamente adornado con telas. No era sencillo echarse de forma elegante a menos que se supiese cómo. Era obvio que yo no lo sabía, ni siquiera sin la copa de vino en la mano, y me maldije por parecer un rústico pueblerino ante los tres thetianos. Por cierto que ellos no esperaban que no supiese acomodarme en un diván, pero eso sólo empeoraba las cosas.
—Gracias por acompañarnos —dijo Mauriz tras un instante. Eran palabras vacías, y en su tono de voz no se percibía la menor gratitud. El salón estaba iluminado por antorchas de éter coloreado dispuestas sobre mesas de cedro situadas en el centro de los tres divanes. Se sentía en el aire un sofisticado perfume (incienso mezclado con algo que me era desconocido), que era quizá demasiado potente pero no desagradable.
—No me lo habría querido perder después de la maravillosa bienvenida que nos habéis ofrecido hasta ahora —respondió Ravenna con voz débil.
Mauriz le clavó la mirada y añadió:
—No me habléis a mí de la gratitud de los reyes.
—Nunca comas en una fiesta thanetana, pues luego pretenderán que pagues la cuenta —contraatacó Ravenna con otro dicho, pero noté cómo contenía la respiración al oír las palabras de Mauriz. Él no podía saber quién era ella. No a menos que Palatina se lo hubiese dicho.
—Sólo deberían tener esclavos los que alguna vez lo han sido —añadió Mauriz—. Tercera línea del (Código, redactada en un momento en que la esclavitud era todavía mas usual en Thetia, antes de que la legisladora Valentina II la declarase una práctica injusta y malvada. Desde entonces todos los que habían sido esclavos se han convertido en terai obligados a servir sólo durante tres años.
—Una práctica por completo olvidada fuera de Thetia —advirtió Ravenna.
—Parece que no has comprendido mis palabras. Aetius IV lo dijo con mayor claridad.
—No comandará mi ejército nadie que no haya ocupado las posiciones más inferiores —intervino Palatina, y se encogió de hombros en señal de disculpa—. Pierde un poco de fuerza con la traducción.
El vocabulario de Palatina parecía pobre y torpe en comparación con la manera perfecta y carente de acento de hablar la lengua del Archipiélago de Mauriz.
—¿Por qué hablamos entonces de ejércitos y comandantes?, Qué tiene eso que ver con una república? En todo caso, no dudo que todos vosotros habréis pasado por experiencias semejantes replicó Ravenna mientras cambiaba de posición, tan poco acostumbrada como yo al diván. Estaba tan cerca de ella que podía todavía el tinte de su pelo.
—Es una distinción de honor para todos los thetianos —afirmó Mauriz, aunque no tenía aspecto de haber servido jamás a nadie.
—¿Y qué alcance tiene ese principio? Se trata de una norma poderosa, que puede ser llevada al extremo. Estoy segura de que los filósofos la debatirán en el foro. ¿Sólo puedes condenar si alguna vez has estado entre rejas? ¿Sólo puedes asesinar si alguna vez te han asesinado?
—Esas palabras no son dignas de ti —repuso Mauriz, y sus palabras se superpusieron con las de Telesta:
—Mauriz, así no vamos a ninguna parte.
Era la primera vez que veía bien a Telesta, ya que siempre había estado a la sombra de Mauriz. ¿Por qué vestía siempre de negro, con apenas ese toque dorado en el cuello de su túnica? Su cabello estaba recogido firmemente hacia atrás, sin adornos. Su estilo era austero, parecido al de un sacerdote. El negro y el dorado eran los colores de los magos mentales. ¿Acaso ella lo era? Eso era improbable, ya que el Dominio tenía el monopolio de los magos de la mente, así como de toda magia, con excepción de la curativa. O al menos se suponía que lo tenían. Tekla debía de ser un disidente protegido por sus servicios al emperador.
—Todo lo contrario. Esto es muy importante. Mis invitados me acusan indirectamente de humillarlos, una acusación que no se hace con frecuencia. Antes debo responder a ella.
Supuse que no sería muy común, ya que ningún integrante del clan Scartari osaría contrariarlo, aunque seguramente muchos tendrían motivos de queja.
—Entonces ¿cómo te declaras? —le preguntó Palatina inmediatamente.
—Culpable, pero, dado que soy yo quien preside este tribunal, lo que en cierto sentido lo convierte en una especie de tribunal imperial, ¿no os parece?, me concedo la posibilidad de justificarme
Paseó luego la mirada desde Ravenna hasta mí antes de decir bruscamente:
—Era una prueba.
—¿Es decir que fue una actitud deliberada, no un descuido?
—¿Creéis que cometería tal descuido? Se trataba de una prueba, aunque no teníamos mucho tiempo —lo dijo como dando a entender que el escaso tiempo era responsabilidad de alguien, y que él hubiese preferido una prueba más prolongada—. Una prueba de observación, de reacción. Y también un modo de constatar si había salvado a un tirano o a un liberador.
—Mauriz, hablas como si tu plan fuese una ciencia exacta —interrumpió Telesta—. Un liberador… quizá. Del mismo modo un tirano… es posible. Pero con sólo eso no defines a un hombre. Las cosas nunca son tan simples.
—No puedes distinguir entre ambos con tanta facilidad —añadió Palatina—. Hay sutilezas, reflejo de años de condicionamientos. Por ejemplo, si hubiese sido criado como hijo de un sastre, tu prueba no habría tenido el menor sentido.
—Pero no ha sido criado como hijo de un sastre. Y tampoco Ravenna. No me extraña que se tomen a mal todo esto. Pero incluso podrían haber sido enviados a un monasterio, obligados a pasar el resto de sus vidas junto a monjes cobardes. Es un hecho que ninguno de los dos ha ocasionado problemas.
—Sacas conclusiones muy apresuradas —afirmó Palatina negando con la cabeza—. Quizá esto nos ayude en algo, pero no tanto como tú crees.
—¿No habrías hecho lo mismo en mi lugar? Supongo que no es una pregunta justa, pues estoy seguro de que sí, si hubieses creído que así obtendrías la información que necesitas. Pero de todos los que conociste fuera de Thetia… ¿cuantos te parece que…?
—Pocos, pero lo que tú deseas es compararlo con el emperador, ¿verdad? ¿Qué me dirías que habría sucedido en caso de haber traído a Orosius como lo has hecho con Cathan? ¿Habría pasado la prueba del mismo modo?
—Quien ha nacido cruel y arrogante crecerá de ese modo viva donde viva, al igual que los oficiales de menor rango, reyes de sus propias modestas palabras, y que cualquier emperador de cuello tieso en su palacio.
¿Era Mauriz quien decía todo eso?
Palatina negó con la cabeza mientras Telesta se ponía cada vez más rígida e impaciente. Telesta ocupaba el primer diván, junto a Mauriz. Sentí un escalofrío cuando una brisa fría cruzó la sala desde una de las ventanas abiertas. Me pregunté entonces si no sería peligroso, pero luego razoné que fuera habría centinelas custodiándolas. Los marineros de Mauriz o quizá alguien de mayor confianza, como Tekla.
—¿No estás de acuerdo con eso? ¿No crees que Orosius es arrogante por naturaleza? —inquirió Telesta con cierta reticencia Si lo que ella deseaba era ir al grano, entonces ¿por qué prolongaba la discusión?
—El emperador es diferente —dijo Palatina—. Incontrolable. Nadie le ha dado una orden desde hace diez años o incluso más. Con su poder, nadie se atreve. No existe ninguna posibilidad bajo las estrellas de que Orosius haya sido alguna vez sirviente de alguien.
—Otra vez me has malinterpretado —advirtió Mauriz como si se estuviese dirigiendo a un crío—. Todos sabemos que Orosius jamás habría aceptado hacer de criado del modo que lo hizo Cathan, ni siquiera por un instante. Pero no era a Orosius a quien estábamos probando. No sé más de Cathan de lo que me han informado, de modo que debo juzgar por mí mismo. Eso será… crucial.
Respiré profundamente, consciente de que existían matices de la conversación que no había podido comprender.
—Al parecer, Mauriz, me consideras una especie de instrumento —afirmé de forma deliberada, interviniendo por primera vez—. Alguien a quien estás utilizando para realizar un trabajo. Y doy por sentado que eso requerirá mi consentimiento.
—Tú deseas que te trate de igual a igual —interrumpió Mauriz anticipándose a mis siguientes palabras.
—Sí. Me has salvado la vida con intención de que te ayude. Eso me pone en deuda contigo. Y en caso de ser necesario, conservaré este disfraz hasta que hayamos convenido una compensación. ¿Te cuesta tanto esfuerzo tratarme como si fuese algo más que un instrumento? Nunca tratarías de modo tan brusco a un sirviente auténtico, ¿verdad? Después de todo, el sirviente de hoy podría ser el presidente del mañana. ¿No es así?
Vi que Mauriz se ponía serio y supe que había dado en el blanco. En su mayoría, los sirvientes de las familias thetianas eran jóvenes que iniciaban una carrera o viejos que obtenían así algún ingreso en su retiro parcial. Pero en otros tiempos las cosas no eran así. Hablo de doscientos años atrás, cuando un sirviente de los Scartaris consiguió escalar hasta la presidencia del clan tras fingí ser un integrante de éste.
—Esta noche estáis disfrazados de sirvientes —explicó Mauriz encogiéndose de hombros—. No estáis seguros en la ciudad y todo está lleno de espías. ¿Habríais preferido que os tratase como huéspedes de honor esta tarde?
—Me parece —respondió Ravenna con cautela poco después que te reservabas la satisfacción de ver a una Tar’Conantur vistiendo ropas de criada y fregándote el suelo. Ale parece también que aquí de lo que se trata es del emperador y no de Cathan.
Tras esas palabras, el ambiente de la reunión cambió por completo y la conversación prosiguió por otro lado.
Telesta miró a Mauriz con sus atentos ojos verdes, ansiosa por conocer su reacción. En esta ocasión, el silencio duro un poco más, lo bastante para oír la suave llamada de un ave nocturna proveniente de una ventana.
—¿Qué es lo que te hace suponer tal cosa? —dijo por fin Mauriz. No era una respuesta satisfactoria, no por mucho tiempo.
—Dinos qué es lo que planeas hacer —intervino Palatina—. Sabremos guardar el secreto.
No fue Mauriz sino Telesta quien, plenamente concentrada, respondió en esta ocasión:
—El mes que viene se cumplirán veinticinco años del momento en que el primado Kavadh proclamó una guerra santa contra el Archipiélago. En nombre de Ranthas, ofreció un lugar en el paraíso a todos los que combatieran. Era una cruzada, una gloriosa acción de fe. Sabéis bien lo que sucedió. Las llamas, la destrucción, las masacres. Fuego, fuego por todas partes. Más de ciento cincuenta mil muertos sólo en los territorios centrales. Tantas cosas bellas e irreemplazables se perdieron en esa devastación… Destruyeron diecinueve ciudades hasta que el Archipiélago se rindió en Poseidonis para salvar a la isla de Qalathar de ser destruida. Ellos no tenían líderes, ni flota, ni ejército. Solicitaron ayuda, pero ésta nunca llegó.
Narraba la historia como lo hubiese hecho un historiador. No con la sequedad académica de las salas de las grandes bibliotecas, sino como alguien que sabía en qué consistía la vida. Alguien que sabía qué eficiente es la emoción, pero empleada en esencia como herramienta y nada más. Su voz se oía calmada tras la sorprendente expresividad de Mauriz, que había dado dureza a sus palabras pese a su propia arrogancia. De cualquier modo, la escuché atentamente.
—La única nación en el mundo que podría haber ayudado, aquella cuyos habitantes son primos de los del Archipiélago, no hicieron nada en absoluto. El emperador Perseus no envió respuesta alguna a sus súplicas, apenas un escueto mensaje diciendo que no podía intervenir. El Dominio impuso normas religiosas en Qalathar, elevó a los zelotes al cargo de gobernadores, con avarcas extranjeros manejando los hilos. El exarca del Archipiélago gozaba de poder para dictaminar la vida o la muerte en el territorio del Archipiélago, incluso en aquellas islas que estaban fuera de su control inmediato. Ha habido numerosas purgas en los años que nos separan de ese momento, una represión que ha proseguido una y otra vez. Llevo viviendo algún tiempo en el Archipiélago, narrando lo que nos queda de su historia antes de que vuelvan a cubrirnos las tinieblas. Sus habitantes han sabido siempre que vendría esta inquisición, que aún eran demasiado independientes para el gusto del Dominio. La Inquisición está aquí para acabar con la resistencia en el Archipiélago, para quemar hasta al último hereje y hacer que la adoración de Ranthas vuelva a predominar. Y ahora la gente de aquí está mucho menos preparada para resistir que la última vez, ahora carece de líder. No tienen a nadie más que a un emperador tiránico, un sujeto que debió haber sido ahogado al nacer.
Quizá, las últimas palabras proviniesen de lo más profundo de su alma, pero no podía asegurarlo. Todavía no la conocía lo suficiente.
Sin embargo, comenzaba a notar con incomodidad hacia dónde conducía su discurso, aunque aún quedaba por responder una pregunta. Esperaba que fuese una respuesta que ninguno de ellos conociese todavía, pero probablemente eso era una ilusión por mi parte. Las siguientes palabras de Mauriz, sin embargo, trataron de algo bien diferente y demostrarían ser fatales. Una y otra vez me he preguntado desde entonces si existía algo que yo pudiese o debiese haber dicho, una interrupción de alguna clase que, por milagro, le hubiese impedido proseguir. Por decirlo de algún modo, la suya era una propuesta que habría sido ya de por sí herética y sediciosa de no haber existido cinco personas más en aquel salón.
—Naturalmente está la faraona, y muchas personas la veneran, quienquiera que sea. Pero su valor es sobre todo simbólico y se ha cometido un error al mantenerla oculta. En caso de aparecer, le resultará muy difícil demostrar su identidad y casi con seguridad acabará como una marioneta del Dominio.
Pude ver y sentir la furiosa tensión de Ravenna, y también la notó Telesta, que debió de malinterpretarla. Ignoraban la verdadera identidad de Ravenna, y en ese momento deseé que la conociesen.
—Eres de Qalathar, ¿no es cierto? —le preguntó Telesta a Ravenna, atreviéndose a interrumpir el discurso de Mauriz.
—Tú no lo eres —le dijo Ravenna a Mauriz, saltándose el protocolo.
—La faraona tiene un gran valor simbólico —repitió—. No como líder Carece de experiencia, tanto en la guerra como en cualquier otra cosa que pueda ayudar a salvar Qalathar Me temo que un símbolo no será suficiente.
—Entonces, ¿quién será mejor que ella? —intervino Palatina, que había mantenido la compostura, pero que sin duda estaba tan preocupada como yo. ¿Cómo pudo Mauriz decir tal cosa estando Ravenna en la sala? Aunque él no podía saber quien era Ravenna, al menos estaba al tanto de que era una de las seguidoras de la faraona y quizá incluso su confidente.
La pregunta de Palatina, cuya intención era calmar las aguas agitadas, fue un error. Debería haberme percatado antes de que Mauriz continuase, pero estaba demasiado preocupado por Ravenna para asimilar las implicaciones que tenían las siguientes palabras de Telesta.
—Estoy segura de que todos vosotros conocéis la antigua tradición thetiana de los gemelos de la familia imperial. Sucede en cada generación y ha habido una única excepción en cuatrocientos años.
Eso era cierto, y nadie había sido capaz de explicar ni la tradición ni su interrupción. Se creía que el linaje de gemelos había acabado doscientos años atrás con el asesinato de Tiberius. La excepción se produjo cuando el primo de Tiberius e hijo de Carausius, Valdur, usurpó el trono. El fue el fundador del Dominio.
Con todo, al parecer habían existido casos de gemelos en las generaciones siguientes, y mientras ella lo explicaba por fin acabé de comprender el terrible secreto de mi propia vida.
—Antes del Dominio y de la apropiación del trono había más o menos ocho religiones en el Archipiélago y en el mundo.
Con la usurpación y las purgas que le siguieron, la versión de la historia impulsada por el Dominio fue cobrando fuerza.
«Mas o menos» era una expresión totalmente apropiada. Ocho religiones elementales, pero no todas con adeptos o, al menos, con el potencial para tenerlos. El Agua, la Tierra, el Fuego, el Viento, la Luz la Sombra, el Espíritu y el Tiempo. Todas, salvo el Tiempo, había tenido sus misterios y sus magos, sus seguidores y sus cismas.
Como en seguida nos recordó Mauriz, se habían producido múltiples disputas confesionales, luchas entre los seguidores de un Elemento y los de otro. Pero dichos conflictos nunca se producían en nombre de la religión, sino siempre por cuestiones políticas. La guerra religiosa era un invención del Dominio, algo que Mauriz se empeñó en subrayar aunque todos fuésemos conscientes de ello.
—Aetius II estableció que los gemelos de cada generación heredarían sucesivamente el trono —continuó Mauriz, que con su estilo condescendiente estaba llegando por fin al meollo de su propuesta, y me resultaba imposible esquivar la conclusión inevitable. Sentía que mi estómago se comprimía por el dolor de la anticipación—. El primero en nacer seria emperador, mientras que el más joven, incluso en aquellas raras ocasiones en que no tenía talento para la magia, era designado jerarca, supremo sacerdote de los supremos sacerdotes. El dirigía a los magos del imperio, la mayor parte de los cuales eran seguidores del Agua, y era la máxima autoridad religiosa.
Era de esperar que me sintiese feliz con lo que dijo a continuación, aclarando que deseaba entregarme la tiara del jerarca y elevándome así a un poder supremo con el que la mayor parte de la gente sólo podía soñar. Quizá en un mundo ideal me habría alegrado, pero en un mundo ideal no eran necesarias esas cosas.
Aquasilva no era un mundo ideal. Allí estaba el Dominio, que no aceptaría el regreso al sistema de jerarcas ni en un millar de años, y el emperador, cuya necesidad de tenerme bajo su poder quedaba ahora terriblemente clara. Bajo el sistema que él defendía, legitimado con la llegada al trono de Valdur, me correspondía ser heredero al trono del imperio, en tanto que hermano gemelo de Orosius. Ya habían transcurrido dos siglos sin jerarcas; sólo importaba el trono, y mi mera existencia constituía una amenaza para el poder de Orosius.
—El jerarca es la única figura que podría ser aceptada en todo el Archipiélago y en Thetia. No está relacionado con ninguna orden ni herejía específica y es alguien a quien los thetianos y la flota seguirán.
—Alguien que le restará respaldo al emperador y fundará los cimientos de una república thetiana —añadió Palatina—. De eso se trata, al menos en lo que a vosotros respecta.
—Hay más personas que piensan de esa manera —dijo Mauriz de pronto—. Los habitantes del Archipiélago y los thetianos. Estamos en el momento justo en el sitio adecuado.
Ahora los tres me miraban, esperando que pusiese en palabras lo obvio, que comprendía y que estaba dispuesto a aceptar. Aceptar un título que ya no existía, enfrentarme a toda autoridad secular o religiosa en Aquasilva. Gente que. Tenía que admitir, me estaba buscando por un motivo u otro.
Quizá fuese un camino para acabar con el terror de la Inquisición y acabar con la cruzada que sobrevendría nada más que las purgas comenzasen. La flota thetiana había inclinado la balanza en la última cruzada y quizá volviese a hacerlo si se le ordenase intervenir.
Finalmente, cuando admití con creciente malestar que Telesta podía tener razón, me percaté de que había dos inconvenientes.
En primer lugar, que yo no deseaba convertirme en jerarca. Ya había probado de la peor manera en Lepidor lo que implicaba tener poder, y mis decisiones por poco no habían destruido la ciudad y acabado con todos nosotros. No quería verme de nuevo en esa situación.
Por otra parte, estar siquiera en principio de acuerdo con Mauriz me alejaría de Ravenna. Hubiera lo que hubiese entre nosotros, desaparecería en apenas un instante. Por mucho que odiase la sucesión, su orgullo no le permitiría estar de acuerdo con Mauriz o sentarse a esperar mientras un forastero (no importa lo amigo de ella que fuera) se convertía en salvador del Archipiélago. Ravenna era la faraona, y en su opinión sólo ella podía gobernar el Archipiélago legítimamente. Si yo llevaba adelante mi papel en el plan de Mauriz, no habría en absoluto necesidad de una faraona.
—¿Cómo propones hacerlo? —dijo Palatina atenta a la congoja de mi rostro—. ¿En medio de una purga, con los agentes del emperador por todas partes?
—¿Sabéis que Tekla trabaja directamente para el emperador, que ha sido portavoz del emperador? —intervine, cambiando de tema con la intención de distraerlos.
—Tekla informa al jefe de espías del emperador, de quien nos hemos ocupado. En todo caso, ése no es el problema más grave. Si no podemos asegurarnos el respaldo o al menos la neutralidad del maestro de ceremonias Tanais, será mucho más complicado tener éxito.
—¿Crees que Tanais te permitirá deponer al emperador sólo porque tienes a Cathan? —preguntó Palatina—. Eso es más ingenuo aun de lo que yo pensaba.
—Su interés consiste en el linaje imperial, la familia; no en sus miembros individuales.
—Y en relación con Thetia, ¿qué valor puede tener la familia si carece de trono?
—Tanais fue tu tutor —dijo Mauriz con serenidad—. Has sido republicana. Deseo saber si todavía lo eres.
—¿Saber si estoy contigo o contra ti en este proyecto? —replicó Palatina.
Mauriz asintió y fue ahora Palatina la que se convirtió en el centro de atención. Se quedó en silencio, como si no supiese qué decir. Trasladé el peso del cuerpo de un hombro al otro para aliviar la molestia. Después de pasar un día entero en trabajos físicos a los que no estaba acostumbrado, yacer en un diván thetiano durante mucho rato empezaba a resultar bastante incómodo. Ahora sentía pinchazos en los hombros y también en los brazos y en la espalda. La progresiva incomodidad física era, sin embargo, el menor de mis males.
—Todavía no me has dicho en qué consisten tus planes —insistió Palatina.
Mauriz negó con la cabeza.
—Y no lo haré, no hasta conocer la respuesta de Cathan.
—¿Y si yo me niego? ¿Y si Cathan rehúsa también a participar?
—La Inquisición tiene rienda suelta, Orosius sigue en el poder y vosotros sois exiliados en Thetia.
—Es una opción, Mauriz, una opción de la que hasta ahora sólo te has justificado. ¿No resulta arrogante afirmar que el tuyo es el único camino posible?
—Pues entonces decidme otro —nos desafió Mauriz.
—Ella te dirá tanto sobre nuestros planes como tú nos has dicho de los tuyos —interrumpió Ravenna controlando apenas la rabia en su voz—. Uno que no incluya la exclusión de la faraona.
—Tu lealtad es encomiable, aunque equivocada.
—Creo que esa lealtad está mucho más generalizada de lo que piensas.
Recordé entonces a los marinos del Archipiélago que se habían quedado varados en Lepidor y su defensa casi fanática del nombre de la faraona. Ninguno de ellos sabía quién era ella, ninguno salvo su líder. Por otra parte, divididas como estaban, era difícil adivinar las lealtades de Mauriz.
—Sabes lo que se avecina tan bien como nosotros, lo que hará la Inquisición en las tierras del Archipiélago —comentó Mauriz respondiendo a las palabras de Ravenna, pero ella no lo miraba a él sino al resto de nosotros, deteniendo la mirada en cada uno de nosotros.
»No es preciso que lo explique otra vez —prosiguió Mauriz—. En caso de aparecer un líder, alguien que defendiese al Archipiélago contra el Dominio, el emperador, los haletitas, decidme si creéis que a la gente le importaría si se trata de la faraona o del jerarca. Si esa persona contase con respaldo suficiente para convertirse en un auténtico desafío… ¿quién la seguiría? Los habitantes del Archipiélago desean acabar con la persecución. Los thetianos quieren que se termine la supremacía de Taneth y ansían un gobernante en sus cabales.
—La única diferencia —concluyó Telesta— es que el jerarca tendría un amplio apoyo para derrocar a Orosius. Y una vez que Orosius no esté, el Dominio no podrá controlar Thetia.
—Existe un término que vosotros empleáis para referiros a una persona semejante —señaló Palatina—: El mesías.
Era verdad todo lo que se había dicho. Con una organización apropiada, el plan de Mauriz tenía posibilidades de éxito. No nos diría con exactitud los detalles, pero podía salir bien mientras los thetianos cumplieran su promesa tras la caída de Orosius.
Era crucial que lo hicieran. Eso fue lo que le consulté a Mauriz un instante más tarde, y que él debía responder. Los thetianos eran tan capaces de jugar a ambos bandos como cualquiera. Pero si Telesta y otros veteranos estaban involucrados, era difícil creer que pudiesen renegar si las cosas llegaban a ese punto. Sabía muy poco sobre Telesta. Después de todo, y fueran cuales fueran los círculos en los que se movía, ella no podía ser una pieza menor del engranaje, pues Mauriz, aunque a su modo, la trataba de igual a igual.
Ella había puesto sobre la mesa la cuestión que habíamos estado esquivando toda la tarde y fue quien concluyó la fatídica discusión.
Cathan, tú eres el jerarca, el gemelo de Orosius. Sean cuales sean los sentimientos que eso te produce, podrías convertirte en la pieza clave para acabar con el Dominio, algo por lo que el Archipiélago lleva esperando un cuarto de siglo. Por eso te rescatamos.
Podía percibir fácilmente la tensión en el semblante de Telesta y Mauriz fui consciente de que no podía zafarme otra vez. No había otro sitio en el que desease estar menos que en esa sala, o en aquel diván, sometido a esa pregunta terrible, imposible. ¿Estaba dispuesto a liderar una guerra santa por el poder político? ¿Sería capaz de intentar, al menos, liberar al Archipiélago del Dominio? Aceptar sería sumergirme voluntariamente en una responsabilidad aterradora, mucho peor que cualquiera que hubiese conocido siendo conde de Lepidor. Convertiría a la mujer que amaba en mi acérrima enemiga, pues, en efecto, estaría dejándola fuera de juego. Y debería enfrentarme a Orosius, mi odiado y retorcido hermano gemelo.
No me sentía lo bastante fuerte. Comprendí que todo había acabado antes de comenzar porque no podía decidirme. Una ambición política más fuerte o un noviazgo autentico con Ravenna podrían haber inclinado la balanza hacia un lado u otro. Pero tal como estaban las cosas, hice lo peor que podría haber hecho, pues me vieron tal cual era. Y con mi indecisión me puse de hecho en sus manos. Como no era capaz de tomar una decisión, constataron que estaría bajo su poder, que mi consentimiento no era ningún problema porque yo no era lo bastante fuerte para enfrentarme a ellos.
Sacudiendo la cabeza en un agónico silencio, desperdicié la oportunidad que me habían dado y perdí el respeto de la persona que más me importaba. Se me había ofrecido una oportunidad única brindada a muy pocos, había sido consciente de ella como muy pocos, y luego la había echado a perder. El rasgo más fatal para cualquier líder. No me confortaba saber que había heredado el cargo de mi auténtico padre, el emperador Perseus. Ni que no tendría ninguna posibilidad de perdón, ni yo ni toda la gente que sufriría a causa de mi indecisión.
Nadie dijo una palabra más, nos incorporamos de los divanes y nos marchamos. Yo me desplomé sobre el suelo de un oscuro depósito, donde pasaría una noche de silencio, soledad, desdicha y dolor.