CAPÍTULO IX

—¿Puedo sugerir que nos demos prisa? —dijo el agente rompiendo el silencio que siguió a las últimas palabras de Telesta—. Si los inquisidores descubren que hay gente intentando huir, podrían llenar de patrullas todo el sector.

Mauriz asintió y se dirigió a la criada sin volverse para mirarla.

—Vuelve a abrir la puerta trampa, Matifa.

Ella se inclinó bajo una pila de embalajes, y momentos después uno de ellos se deslizó a su lado produciendo un ligero crujido.

—Tekla, tú custodia la retaguardia —pidió Mauriz, y luego le indicó al portador de la antorcha que fuese adelante.

De manera que ése era el nombre del agente imperial, o al menos así se hacía llamar, y que no me había querido decir. No era un nombre thetiano, o al menos que yo hubiese oído antes.

—Cathan, espero poder confiar en que tú y tu amiga me sigáis sin más resistencia.

Asentí y entonces la niebla del mago mental se evaporó de mi mente. Era como salir de una piscina de miel, pero apenas tuve tiempo de recuperar el control sobre mí mismo cuando Tekla me empujó en dirección a la apertura.

Un conjunto de escaleras descendía hacia un pasillo iluminado de forma intermitente por la antorcha. Rocé con un brazo el empapado muro de piedra y deseé que esa humedad no fuera más que musgo. Un poco más adelante, Mauriz se detuvo hasta que sentimos un crujido a nuestras espaldas, seguido por la voz de Matifa diciendo que la puerta trampa ya estaba nuevamente cerrada.

El aire enrarecido del túnel resultaba opresivo, y el techo era tan bajo que quien sostenía la antorcha no podía levantarla más que a la altura de su cara. Por fortuna, el pasadizo era bastante ancho, pero al verme cercado entre Telesta y Ravenna no pude evitar una sensación de claustrofobia. Todos mis temores me asaltaron de nuevo mientras avanzaba por el sendero subterráneo, más o menos prisionero de ese agente imperial que tanto detestaba. Por no mencionar a Mauriz y a esa mujer vestida de negro que él había comparado con un ave de mal agüero. No habíamos recorrido mucho trecho cuando el túnel se ensanchó dando paso a una cueva que parecía estar algo más seca y cuyo techo era más alto que el del túnel. Pese a eso, nuestra pequeña procesión no se detuvo, sino que siguió adelante en dirección a una de dos aperturas ubicadas al fondo.

—¿Dónde estamos? —pregunté.

—Es un depósito —explicó Tekla—. Una especie de depósito.

—Quiere decir una guarida de contrabandistas —me susurró Ravenna—. Para que el clan Scartari no pague los impuestos obligatorios.

Cruzamos numerosas puertas de madera obstaculizadas o cerradas con candado e insertas en huecos en la roca. Me resultaba difícil imaginar a los clanes thetianos envueltos en un contrabando tan ordinario, pero pronto me percaté de mi propia ingenuidad. Se trataba de contrabando en una inmensa y thetiana escala, realizado a través de un gigantesco complejo de almacenes dispuestos en cuevas. Quizá los clanes no hubiesen construido el sistema de cavernas, pero no había duda de que lo empleaban en la actualidad.

Avanzamos a través de una red de cuevas al parecer interminable. Los únicos sonidos que oíamos eran los de nuestros pasos sobre el desgastado suelo de piedra, bien alisado a fin de que generaciones y generaciones de contrabandistas pudiesen transportar sus cargas con mayor facilidad. Mauriz, de contextura demasiado imponente para ser un thetiano, marcó desde el principio un paso veloz que mantuvo durante todo el trayecto sin detenerse jamás.

Cruzamos un sólido puente de piedra que se extendía sobre una corriente subterránea y a continuación bordeamos un lago igualmente subterráneo, hacia una galería cuyo techo estaba lleno de estalactitas. El agua goteando hacía eco en las paredes, y en la distancia podía oír el sonido sordo e inconfundible de las olas. Entonces, en el extremo de una pronunciada pendiente, llegamos a una pequeña caverna. Miré a mi alrededor y percibí que su superficie estaba en su mayor parte cubierta por las aguas y que en un estrecho muelle había amarrada una gran raya. Los muros de la caverna desaparecieron en la oscuridad por encima de nosotros. Contemplé con detenimiento el frente de la raya, que parpadeaba debido a la luz de las antorchas dispuestas sobre bases de metal a todo lo largo del muelle. «Son los colores rojo y plateado de Scartaris», pensé.

—¿Hemos recibido más visitantes? —preguntó Mauriz al vigoroso marino sentado bajo el techo azul de la nave. El hombre negó con la cabeza y Mauriz se volvió hacia mi—. Cathan y… —Miró a Ravenna, que lo observaba de manera arisca, con los ojos fríos como témpanos.

—Ravenna —dijo ella en tono rebelde.

—Ravenna, por tu propio bien, haz exactamente lo que te diga. Debemos permanecer en Ral’ Tumar durante uno o dos días más y, dado que los inquisidores tienen vuestra descripción, vamos a disfrazaros. Matifa se encargará de eso.

Se dirigió entonces hacia Telesta y Tekla y salió de la caverna junto a ellos por una pequeña salida en el pasaje. Se alejaron hasta que sus voces no fueron más que un murmullo apagado por el rumor no tan distante de las olas. Mauriz poseía el aire inconfundible de alguien habituado a dar órdenes, que no esperaba que nadie cuestionase.

—Vosotros dos, mojaos —nos mandó Matifa bruscamente antes de desaparecer en el interior de la raya.

Ravenna y yo nos miramos durante un segundo. Luego ella se encogió de hombros, sacó el papel y el monedero de su bolsillo y se quitó los zapatos.

—Pronto sabremos adónde nos lleva todo esto.

Saltamos al agua desde el muelle de madera, cuya superficie superior estaba por encima del lago. No tardamos en arrepentirnos. El agua estaba mortalmente helada y era lo bastante profunda para que mis pies no llegasen al fondo. Ambos salimos tan de prisa como pudimos y nos quedamos temblando sobre los tablones.

—¿Fría? —preguntó Matifa sonriendo sin alegría—. Os hemos salvado de aguas mucho más calientes, así que parece justo que os hayáis zambullido aquí. Arrodillaos, no puedo hacer esto si estáis de pie.

Se colocó junto a nosotros con unas diminutas tijeras y dos recipientes llenos de un líquido marrón oscuro. Ravenna comprendió lo que iba a hacer Matifa mucho más de prisa que yo y se echó el pelo hacia atrás, apartándoselo de la cara antes de arrodillarse. Pese a su cooperación, era evidente que todavía estaba furiosa, y lo estuvo aún más después de que Matifa le cortó unos centímetros el pelo. No tenía ninguna duda de quién sería el próximo blanco de Ravenna en cuanto tuviese oportunidad de liberar su enojo.

Seguí su ejemplo con reticencia mientras Matifa destapaba uno de los potes y echaba sobre el cabello de Ravenna buena parte de su contenido. Incluso la propia Ravenna pareció sorprendida por el método, y me pregunté si existía otra forma de teñir el pelo. Mis rodillas aún no se habían recuperado por completo del infame tratamiento de la jornada anterior y por dentro le suplicaba a Matifa que apurase su trabajo, aunque deseaba también que la tintura no fuese tan evidente en mis propios cabellos. Por el modo en que Matifa trabajaba el pelo de Ravenna, con las manos manchadas y estropeadas, y deteniéndose cada tanto para echar un poco más de tinte, deduje que Matifa debía de ser una experta en esos menesteres. Mauriz no parecía ser de los que empleaban a principiantes.

Cuando Matifa se acercó a mí, el cabello todavía mojado de Ravenna se veía ya mucho más claro y brillaba. Por su túnica prestada corrían hilos de agua marrón, pero con algo de suerte Mauriz y sus compañeros nos darían ropa nueva. Aún tenía frío y, cuando Matifa echó el contenido del segundo recipiente de tintura tibia sobre mi cabeza, sentí algo de alivio.

Por fortuna, yo no tenía ni de lejos tanto pelo como Ravenna, de manera que Matifa no pasó mucho tiempo tiñéndome.

—Ya podéis poneros de pie —dijo volviéndose por un instante—, pero faltan muchas más cosas.

«Más cosas», como pronto descubrí, implicaba frotarnos la cara y los brazos con un aceite empalagosamente dulce (para aclarar el color de la piel, informó Matifa cuando le pregunté), untarnos las manos y los pies con otra sustancia para que pareciésemos más fornidos y cambiar el color de mis ojos.

Los alquimistas thetianos eran la envidia del mundo, pero mientras que sus colegas continentales aún llevaban a cabo estudios arcanos e investigaban la transmutación de metales, ellos hacia tiempo que se habían concentrado en las aplicaciones más prácticas de su propio arte. Palatina me había dicho en una ocasión que los alquimistas y esteticistas de su patria podían transformar un buitre en un ave del paraíso. Semejante talento, por cierto, tenía usos más siniestros en la práctica de la política thetiana. Los thetianos producían todo tipo de compuestos, desde venenos hasta afrodisíacos, incluyendo, como pronto pude comprobar, una poción capaz de modificar el color de los ojos.

Sólo entonces comprendí cuánto había pasado Ravenna a lo largo de su vida, transformando su apariencia de modo sutil, planchándose el pelo y, sobre todo, cambiándose el color de los ojos. Y con frecuencia había tenido que hacerlo ella sola.

—Mantén los ojos abiertos o será peor —me advirtió Matifa cuando me recosté, un poco agitado, sobre una roca bastante irregular. Ravenna y Matifa habían conseguido acallar mis protestas, subrayando que en el mundo había muy pocas personas con ojos de un brillante azul marino y que yo llamaba la atención. Me explicó que habría podido pasar por un exiliado, pero que ellos tenían el pelo rojo, lo que era todavía más llamativo. Ravenna me sostenía firmemente la cabeza, lo que no me inspiraba mucha confianza sobre lo que sucedería a continuación.

—Eres un hombre, y por lo tanto ésta es una experiencia terrible para ti —dijo Matifa inclinándose sobre mí con un delicado gotero de vidrio.

No tuve tiempo de responderle pues antes derramó un hilo de líquido en mi ojo izquierdo y, segundos después, otro en el derecho. Por un momento me pregunté qué había querido decir, pero en seguida sentí en los ojos una comezón insoportable. De forma instintiva llore y cerré los ojos, pero pronto comprobé que eso no me ayudaba lo más mínimo y volví a abrirlos. Todo se volvió borroso y difuminado hasta que Matifa me vendó con un trozo de paño.

—Asegúrate de que no se quite la venda al menos durante cinco minutos —le dijo a Ravenna mientras se incorporaba—. Ya conoces el procedimiento. Casi hemos terminado.

Con tanta crueldad como Matifa, Ravenna me mantuvo tendido durante diez minutos antes de quitarme el vendaje y permitirme sentarme. La vi revisar mis ojos a través de una difusa neblina.

—¿Era necesario que fuesen tan oscuros? —le consultó entonces a Matifa, que había regresado.

—Están bien —respondió la otra mujer—. De un azul oscuro normal. No hay nada extraño en ellos. Ahora prestad atención. Dentro de la raya tenéis ropa con los colores de Scartaris. Id allí y mudaos totalmente, echad lo que lleváis ahora dentro de la bolsa. Daos prisa, que tenemos una cita.

La niebla ya se había despejado casi del todo cuando entramos en la cabina de pasajeros de la raya, aunque todavía me picaban los ojos. Deduje que la nave pertenecía al equipo de emergencia de alguna manta de Scartaris, de las que se empleaban para salvar la vida de los tripulantes si el buque era dañado de modo irreversible. Las luces de éter me resultaban penosamente brillantes en comparación con la grata penumbra de las antorchas, pero la molestia pasó después de unos instantes.

—Aquí está la bolsa —dijo Ravenna, de pie junto a uno de los asientos acolchados. De su interior sacó dos juegos completos de prendas destinadas a la servidumbre, túnicas que llevaban los colores de Scartaris. No había pantalones, lo que me pareció sorprendente. Los únicos materiales lo bastante livianos para ser utilizados en el Archipiélago, incluso en invierno, eran demasiado caros para que los vistieran simples sirvientes.

No había en la cabina ninguna privacidad, por lo que nos mudamos de ropa tan de prisa como pudimos, sacando todo lo que llevábamos en los bolsillos y desechando las prendas húmedas y manchadas a la bolsa. Nuestras nuevas túnicas nos iban un poco holgadas, pero sin duda nos darían el aspecto que Mauriz tenía en mente. Luego nos miramos por primera vez con nuestra flamante imagen. Noté una sonrisa asomando tímidamente en el rostro de Ravenna, que un momento después estalló en una sonora carcajada. Contemplé entonces mi apariencia en un espejo y, a pesar de lo incongruente de la situación, me eché a reír también.

De parecer inconfundibles oceanógrafos del Archipiélago central, con nuestros negros cabellos, Matifa nos había convertido en lo que debía de ser el prototipo de los sirvientes extranjeros de pelo castaño. No es que Ravenna y yo nos pareciésemos demasiado, ya que nuestros rostros ya eran de por sí bastante distintos, y además Matifa nos había dotado de sutiles diferencias.

Me resultó un poco humillante que el cambio se hubiese producido en menos de una hora. Por no mencionar lo perturbador que era ver a un extraño en mi propio reflejo. Pero, de algún modo, el asunto tenia su lado divertido y seguíamos tentados de reírnos. Incluso cuando Matifa nos interrumpió con sequedad, ordenándonos que volviésemos a salir de la nave, parte de la tensión había desaparecido. No toda, pero si buena parte.

Mauriz y sus compañeros nos esperaban frente a la portilla, mientras que Matifa y el portador de la antorcha miraban desde un lado. Nos detuvimos al extremo del muelle obedeciendo un gesto de Telesta y permanecimos allí, cohibidos, mientras los tres nos observaban de arriba abajo.

—Buen trabajo, Matifa —dijo Mauriz tras una pausa—. Será más que suficiente para engañar a cualquiera de esos imbéciles que custodian el puerto.

—Todavía queda por hacer —advirtió Matifa sin tomar en cuenta el elogio recibido—. ¿Cuánto tiempo me has dicho que debe durar esto?

—Depende. Te lo confirmaré cuando lo sepa con certeza. Igual que Tekla, Mauriz omitía deliberadamente darnos cualquier tipo de información.

—En ese caso debo hacer algunas cosas más. Esto durará unos pocos días, pero se estropeará si deseas mantener el engaño más tiempo.

—Podrás hacerlo cuando estemos mar adentro. Ahora pasarán sin problemas por sirvientes. Cathan, Tekla irá ahora en busca de Palatina y la conducirá a la embajada. Nos ayudaría mucho que utilizases algunas de esas hojas para escribirle un mensaje. Pero no menciones al clan Scartaris.

En todo este tiempo, yo no había hablado de Palatina con la esperanza de que se olvidasen de ella, aunque debí imaginar que estaban muy bien organizados para que eso sucediese.

Escribimos un mensaje usando la superficie de la raya como escritorio mientras todos menos Mauriz y Tekla abordaban la nave. Mauriz desechó mi primer borrador, señalando que era demasiado ambiguo, pero el segundo recibió su aprobación y le entregó el papel a Tekla. En mi nota le advertí del peligro que corría tanto como pude, pero con todo guardaba pocas esperanzas de que Palatina pudiese escapar. Y quizá ni siquiera tuviese demasiado sentido que lo lograse. ¿Adonde iría? ¿Regresaría a Lepidor, a decirle a mi padre que yo había desaparecido? ¿O viajaría a la tierra de Qalathar, desconocida para ella? No, ella estaba tan atrapada en las redes thetianas como nosotros.

Al abordar la raya no dejaba de preguntarme si había traicionado o no a Palatina. Alguien en Thetia había intentado asesinarla y sólo falló por la intervención de un mago desconocido, Ella siempre sostuvo que la idea de matarla había surgido del emperador, que quería eliminar a la única superviviente del partido republicano. Incluso yo, con mi vaga noción de los asuntos de Thetia, sabía que el clan Canteni y el clan Scartari no podían ni verse. ¿Acaso estaba siendo culpable de entregarla a manos de Mauriz? Sin embargo, me recordé a mí mismo, si Mauriz pretendía contar con mi colaboración, no empezaría por maltratarla. Mauriz parecía carecer de tacto y sensatez, pero sin duda era muy inteligente. Y si los oceanógrafos hablaban, Palatina estaría en peligro de todos modos.

Sentado en uno de los confortables asientos acolchados, observé cómo Tekla apagaba las antorchas y desaparecía por el túnel, una pequeña fuente de luz desvaneciéndose hasta dejar la raya en tinieblas.

—Salgamos de aquí —le ordenó Mauriz al piloto antes de venir a sentarse frente a mí, junto a Telesta.

—Entonces, ¿cuándo nos diréis de qué trata todo esto? —le preguntó Ravenna a Mauriz mientras la raya retrocedía lentamente alejándose del muelle. Me parecía que la arrogancia del thetiano enfurecía a Ravenna. No dejaba de ser comprensible, y yo sentía lo mismo.

—No sois nuestros prisioneros —advirtió Mauriz encogiéndose de hombros—. De acuerdo con la ley thetiana sois algo denominado terai, una especie de sirvientes bajo contrato. Eso es tan sólo una formalidad respecto a vosotros, pero será lo que diremos en caso de que intervenga el Dominio.

Ravenna estaba a punto de estallar, y por la rigidez de su rostro noté que las provocaciones de Mauriz estaban yendo demasiado lejos.

¿Para quién trabajaba Mauriz? No tenía nada que ver con el Dominio y sin embargo aquí estaba, colaborando con un agente imperial de cierta importancia. Tekla no era un mero subordinado, no si era un mago mental ligado en alguna medida al emperador. Pero si íbamos a ser conducidos ante el emperador, como parecía probable, ¿por qué tomarse la molestia de disfrazarnos? Mauriz o Tekla podían sencillamente imponer una advertencia imperial a todos los inquisidores y argumentar que yo ya estaba bajo arresto.

—¿Si el Dominio interviene en qué? —preguntó Ravenna—. Os referíais a Cathan como si fuese una especie de mesías y os habéis arriesgado bastante para ayudarnos a escapar. ¿Es acaso otra de vuestras pequeñas conspiraciones thetianas carentes de sentido?

La raya comenzó a sumergirse en círculo y el agua a cubrir las ventanillas hasta que estuvimos por completo bajo aguas oscuras. Debía de existir sin duda un pasaje subterráneo que llevaba hasta el mar. De otro modo habría sido imposible que la nave entrase ahí.

—Esta es más que una conspiración —afirmó Mauriz—. Mucho más. Se podría decir que tiene que ver con la redención.

Media hora más tarde, sin saber mucho más, estábamos en el hueco de acceso a la manta Lodestar del clan Scartari, esperando a que Mauriz acabase de hablar con su capitán. Desde el puente de mando dio órdenes, por lo que supuse que se trataba de alguien situado muy arriba en la jerarquía del clan Scartari. El capitán esperó luego junto a la entrada a la raya y Mauriz lo acompañó para dar nuevas órdenes. Nos dejó de pie bajo la atenta mirada de Matifa. Era peculiar comprobar el modo en que todos los demás parecían desvanecerse en un segundo plano cuando Mauriz estaba presente, como si atrajera toda la luz hacia su persona.

Ravenna y yo éramos ahora sirvientes del clan Scartari, convertidos en dos isleños del Fin del Mundo, que habían conseguido de algún modo rehuir la desolación de las islas del Fin del Mundo poniéndose a las órdenes del clan. Nada de eso era inusual, y, por otra parte, nadie se fijaba en los sirvientes. Dado que cualquiera que si decidiese fijarse notaría que no estábamos habituados a nuestras tareas, se había establecido que hacía muy poco tiempo que estábamos sirviendo al clan. Habíamos abordado el Lodestar unos días antes y Mauriz nos había tomado como siervos.

Se abrió la puerta de la sala de navegación y Mauriz salió haciéndonos una sutil señal con la mano para indicarnos que lo siguiésemos. Ninguno de los marinos nos prestó la menor atención mientras cruzábamos tras él el acceso principal y atravesábamos el muelle con techo de vidrio en dirección al puerto submarino de Ral’Tumar, una columna de luces en la tiniebla gris azulada.

El puerto rebosaba actividad, repleto de marineros transportando mercancías y de otras personas. Debajo de nosotros, en el nivel de las cargas, oí voces thetianas discutiendo y a alguien que maldecía. Pero, mientras mi mente divagaba, Matifa me dio un codazo en las costillas que centró mi atención. La mire con sorpresa y apuré el paso hasta el ascensor de madera en el que esperaba Mauriz, con expresión de impaciencia. Pero no dijo nada y los marineros que maniobraban el ascensor activaron los controles de éter para que comenzase a elevarse. Al subir, sentí que mi corazón palpitaba con fuerza. Allí arriba, en algún sitio, había inquisidores con mi descripción y la orden de arrestarme bajo cargos de herejía. «Adorada Thetis, haz que el disfraz funcione», suplique en silencio a medida que veía pasar los distintos niveles ante mí y la gente entraba y salía del ascensor.

El tiempo transcurría demasiado despacio o demasiado de prisa, y me pareció que habíamos alcanzado la superficie en solo un momento, apareciendo en el salón esférico que coronaba el muelle submarino. Ante nosotros estaban las puertas y escalinatas en las que, apenas la mañana anterior, Sarhaddon y Midian se habían detenido para leer su mensaje de muerte. En el extremo opuesto, varios sacri permanecían de guardia con los rostros ocultos tras velos carmesíes.

—No los mires de ese modo —me susurro Ravenna.

Mauriz salió de prisa del ascensor y luego se mantuvo de pie a unos pocos pasos, todavía impaciente.

—Vosotros dos debéis aprender a seguirme —nos dijo—. Matifa, asegúrate de que no me pierdan.

Luego miró a su alrededor y distinguió a Telesta que se nos acercaba. Ella había desembarcado un poco antes, nos contó Mauriz, a fin de comprobar algo en las autoridades portuarias.

—Todo irá bien por aquí —le aseguró a Mauriz cuando estuvo junto a él—. Los jontianos no zarparán hasta pasado mañana.

¿Quién demonios eran los jontianos?, ¿otro clan?

—Mientras nos atengamos a nuestro plan no tendremos problemas.

Mientras cruzábamos la rampa en dirección a la puerta tuve la seguridad de que los sacri fijaban su mirada en mí y supuse que de un momento a otro me darían la voz de alto y se interpondrían en mi camino. Pero ninguno se movió ni pareció tomar conciencia de que estábamos allí. Y a poco estuvimos ya descendiendo la escalinata exterior del puerto.

Debo de haber liberado un sonoro suspiro de alivio, ya que Ravenna me miró con ojos comprensivos y asintió con la cabeza. Aun nos quedaba un largo camino por recorrer. Debíamos permanecer en Ral’Tumar un día y medio más hasta… ¿hasta qué? Cualquiera que fuese el sitio seguro al que Mauriz nos llevaría, la elección del destino estaba en sus manos. No teníamos posibilidad de opinar y nada que hacer en lo que se refería al Aeón.

Casualmente, salimos del puerto justo a tiempo para ver cómo los oceanógrafos marchaban custodiados por los centinelas sacri. Una visión que anunciaba en la húmeda tarde el fantasma de las piras y el humo producido por la quema de libros. Sacos y sacos de libros eran transportados por más sacri que caminaban detrás de los cautivos. El conocimiento acumulado tras siglos y siglos de investigaciones, destinado a caer sobre las llamas y quedar reducido a cenizas.

Contra mi voluntad, miré a la izquierda, al extremo del muelle. Sobre el edificio azul y blanco de la estación oceanográfica llameaba amenazante una bandera con la insignia del Dominio: el fuego divino de Ranthas. Ya no había oceanógrafos en Ral’Tumar. Nadie para advertir a los marinos acerca de las tormentas submarinas, para detectar cambios mínimos en el tiempo que anunciaban enormes tempestades en algún punto del infinito océano. Todo para satisfacer la manía haletita por la limpieza, el divino azote de su dios.

En Midian había algo más que fanatismo, como pronto descubrirían los aterrorizados oceanógrafos que marchaban ahora hacia el templo para ser interrogados. El hombre que estaba tras nosotros no era sólo un fanático, sino también un político, del mismo modo que lo habían sido todos los primados desde Temezzar hasta Lachazzar. Un haletita para el cual todos los demás pueblos del mundo eran inferiores por no haber nacido en el centro de Equatoria. Y un hombre con un ardiente deseo de dominar, que había sido derrotado y humillado por la mismísima gente que él despreciaba. En concreto, por un oceanógrafo, una thetiana y una joven originaria del Archipiélago, humillación que debía considerar aún mayor, teniendo en cuenta que de los tres dos eran mujeres. Hamílcar, cuya intervención había resultado crucial, resultaba menos importante. Debido a lo que nosotros tres habíamos hecho para salvar nuestras propias vidas, Midian estaba dispuesto a devastar el Archipiélago a sangre y fuego en el nombre de Ranthas.

Para entonces yo ya me había alejado demasiado de Lepidor, pensé con tristeza mientras ascendía la calle principal de la ciudad siguiendo los pasos de Mauriz y Telesta, acompañados ahora por dos marinos del clan Scartari con armaduras escarlatas. La furia de Midian debía de haber aumentado tras la liberación de Lepidor, convirtiéndose en una llaga que corroía su alma. Algo que no se nos había ocurrido, aunque teníamos que haberlo calculado, era que si Midian sobrevivía al enfado de Lachazzar, como había sucedido, su deseo de venganza lo transformaría en el instrumento perfecto para liderar la Inquisición. Alguno de nosotros debía haberlo esperado, pero nos habíamos distraído celebrándolo, y recuperándonos. Dudaba incluso que capturarnos y ejecutarnos bastase para atenuar su ira. Ya era para Midian una cuestión de orgullo.

Deduje que Mauriz había declinado montar en elefante para llamar la atención lo menos posible, pero me equivocaba. Cuando habíamos alcanzado casi el centro de la calle principal, doblamos hacia una estrecha vía lateral que hubiese resultado demasiado pequeña y populosa para cualquier elefante. Pasado el frente de las casas familiares, cogimos otra avenida que nos llevó hacia un pequeño parque con naranjos, junto al consulado Scartari.

Según nos había dicho Palatina, igual que en cualquier otra gran ciudad, existían en Ral’Tumar nueve consulados thetianos. Sus funciones derivaban de algún ignoto punto en la desconcertante complejidad de la política thetiana. Como fuese, lo único importante era que estábamos en territorio thetiano, o más específicamente en territorio Scartari, bajo la protección (o la custodia) del segundo clan más poderoso de Thetia. Un clan que en otros tiempos, durante los antiguos días del imperio, había concentrado más poder que continentes enteros, pero que ahora había caído en la decadencia en la que estaba inmerso el propio imperio. De algún modo, no me pareció que la principal ambición de Mauriz se relacionase con lograr importancia en el circuito social de Selerian Alastre, algo que pretendían muchos de sus compatriotas.

Las puertas se abrieron antes de que llegásemos hasta ellas, y Mauriz fue invitado a pasar a la recepción con suelo de mármol, que se veía iluminada y fresca pese a sus muros de un rojo terroso. Podía oírse el tranquilizador fluir del agua proveniente de una fuente en un patio interior. En el aire flotaba un vago rastro de perfume.

—¿Alguna novedad? —le preguntó Mauriz al sujeto que le había abierto la puerta, y que supuse que sería el administrador. Se trataba de un hombre joven que parecía que tuviese muchos escalones por ascender y pretendiese hacerlo con las menores complicaciones posibles.

—El cónsul está reunido con un representante eiriliano, alto comisionado. El almuerzo está listo.

—Telesta y yo comeremos ahora, tenemos asuntos que concluir, listas dos —dijo señalándonos con autoridad a Ravenna y a mí— son personas valiosas para el clan que serán tratadas como si fuesen sirvientes nuevos provenientes de las islas del Fin del Mundo. Matifa está a cargo de ellos y partirán conmigo cuando yo zarpe. Asegúrate de que tengan sitio para dormir esta noche.

Los ojos del administrador nos recorrieron brevemente y luego regresaron a Mauriz antes de que condujera al patio al alto comisionado y a Telesta. Todo eso nos recordaba a Ravenna y a mí nuestra importancia en el plan general que se estaba desarrollando. Matifa dijo un nombre en voz alta y un instante después presentó desde una puerta situada a nuestra izquierda una mujer entrada en años. A diferencia del administrador, no era thetiana.

—Besca —le dijo Matifa y su tono dejó en claro que la consideraba inferior en rango. Luego repitió más o menos lo que había dicho Mauriz de nosotros, añadiendo que precisaríamos otras prendas de vestir. Antes nos aseguró que recogerían nuestros equipajes del hostal, pero que por ahora no nos serían necesarios. Supongo que los habrían revisado detalladamente, aunque no debían de haber hallado nada peligroso en ellos. Yo conservaba todavía la carta de crédito de la familia Canadrath en un bolsillo, y ellos estaban al tanto de que yo era un hereje.

—Con todos estos marinos estamos un poco faltos de espacio —nos explicó Besca—. Tendré que acomodaros en uno de los almacenes, si es que consigo encontrar sitio en alguno.

¿Por qué había allí tanta gente? ¿Era un rutinario movimiento de tropas o formaba parte de los planes de Mauriz?

—¿No dormiréis juntos, verdad? —preguntó Matifa sin rodeos.

—No —respondimos ambos a la vez. La voz de Ravenna denotaba furia; yo estaba tan sólo fastidiado. Supuse que le perturbaba el mero hecho de que lo hubiese preguntado, aunque no podía afirmarlo con seguridad.

—Al menos podríais haberme avisado con antelación —le dijo Besca a Matifa—. Ya les encontraremos un sitio. ¿Sabes si el amo los necesitará hoy?

—Quizá por la tarde, pero no antes. No deben salir. Puedes ponerlos a trabajar si quieres. —Matifa sonrió agriamente mientras le decía—, enséñales a comportarse como sirvientes.

Oír a esa mujer refiriéndose a mí como si yo no estuviese presente me hacía regresar a la infancia. Sin embargo, me resultaba difícil echarle toda la culpa a Mauriz, por muy seco que fuese. Si se debía culpar a alguien, aparte de a mi mismo, seria quizá a A Midian y a Lachazzar o a aquellos zelotes anónimos que habían denunciado a los oceanógrafos. ¿Qué sería lo que intentaban hacer con esos delfines? Quería saberlo, aunque fuese un aspecto de la oceanografía del que no sabía mucho.

Mientras Matifa se retiraba y Besca nos hacía seguirla y cruzar la puerta por la que había aparecido, se me ocurrió que, pese al odio que prevalecía por el Dominio, seguramente habría otros zelotes en el Archipiélago. Fanáticos intolerantes, puritanos de la peor calaña, con sed de venganza sobre sus impíos conciudadanos.

Vi llegar a Palatina varias horas más tarde, mientras fregaba el suelo de la columnata y le deseaba todos los males en silencio a Besca. Era evidente que el encargado tenía un centinela observando desde arriba la entrada principal, ya que por segunda vez la puerta se abrió antes de que nadie la golpease. Un momento después Tekla, cargando dos bolsas sobre los hombros, hizo pasar a Palatina a la recepción.

—¡Comisionado Mauriz! ¡Ha llegado nuestra huésped! —anunció el encargado. Palatina me vio, me ignoro por completo y luego, tras un instante, me dirigió una mirada de incredulidad. No tuvo tiempo de decir nada ya que Mauriz, que debía de estar por allí cerca, entró en el salón y se interpuso entre Palatina y yo.

—¡Palatina, estás viva! ¡Es un placer volver a verte!

Con un extravagante gesto de la mano, invitó entonces a Palatina a atravesar la columnata. Entonces ella le dijo algo que sin duda pasó desapercibido para todos los demás, salvo para mí, lo que sin duda no fue accidental.

—Mientes, Mauriz. No puedo imaginar nada que te pueda amargar más el día.

—Siempre has ido una Canteni exasperante, Palatina. Las cosas han cambiado, ahora la situación es diferente. Por fin tenemos una posibilidad, una posibilidad de llevar a cabo el motivo por el que asesinaron a tu padre

—¿Y de qué se trata? —preguntó ella, pero no me cabía duda de que Palatina sabía muy bien a qué se refería Mauriz. Un segundo después, agachado fregando las húmedas losas, confirmé mi hipótesis cuando él respondió:

—De fundar una república, por supuesto.