CAPÍTULO VIII

La mañana siguiente empezó en forma bastante tranquila, aunque no encontramos ninguna solución evidente a nuestros problemas. Por insistencia de Ravenna, regresé a la biblioteca oceanógrafica para ver si había allí algo que pudiese servir. No albergaba demasiadas esperanzas, pero valía la pena probar, sobre todo ahora que parecían ir cerrándose otras vías.

De forma sorprendente, Palatina no se opuso al cambio de plan tras las apasionadas palabras de Ravenna de la noche anterior. Estaba seguro de que no estaba de acuerdo, pero contuvo la lengua para evitar otra discusión que llamase la atención. Palatina era más realista que Ravenna, pero no hubiese podido afirmar que eso fuese positivo en esas circunstancias. Las cosas no parecían muy prometedoras y, sin embargo, ella había decidido volver a entrar en el templo, lo que me parecía una absoluta locura. Aun así, era tan inflexible como habría podido serlo Ravenna y no fue posible disuadirla.

Ravenna insistió en acompañarme al instituto a pesar de que a mí no me entusiasmaba que lo hiciese. En especial, por si el agente del emperador volvía a presentarse. Los oceanógrafos podrían incluso sospechar de nosotros. Pero no hubo nada que hacer y Ravenna insistió claramente en que no quería permanecer todo el día sentada sin hacer nada.

Ninguno de nosotros tenía grandes deseos de pasar junto al puerto submarino, de manera que nos adentramos en el confuso laberinto del casco antiguo de la ciudad, agrupado alrededor de un pequeño altozano que debió de haber albergado alguna vez el palacio y la fortaleza primigenios de la ciudad. En la cima de aquella enorme base de piedra que partía de la calle inferior había una típica casa tumariana, más bien ordinaria. La base estaba formada por colosales bloques de piedra reunidos de modo bastante primitivo; definitivamente no había sido construida por los thetianos. ¿Acaso Tuonetar había extendido alguna vez sus dominios tan hacia el sur?

Encontramos a Rashal en su oficina de la estación oceanográfica, completando la petición presupuestaria junto a su barbado colega Ocusso.

—Cathan, —me preguntó con amabilidad, sin sorprenderse por verme de nuevo— ¿quién es ella?

Presenté a Ravenna. Afortunadamente, a Rashal no le pareció extraña su presencia allí o, al menos, no lo dio a entender. Se le veía demasiado preocupado por sacarle hasta la última posible corona a la sede central del Instituto Oceanográfico. Ya iría luego, nos informó, para ver si podía sernos de ayuda. Ocusso asintió con un gesto cordial aunque distraído. Teniendo en cuenta su expresión, parecía estar menos interesado que Rashal en el presupuesto. Semejante actitud nunca lo llevaría a un ascenso.

Por segunda vez no había nadie en la biblioteca, pero yo era consciente de que no podíamos contar con que esa situación se mantuviese demasiado. Le expliqué a Ravenna qué era lo que buscábamos de forma tan precisa como pude y le ofrecí el relato de los viajes de la Revelación y unas hojas de papel en blanco. Por mi parte, encontré un intrigante papiro sobre la construcción de una manta que debía de tener al menos un siglo de antigüedad, si no más. Lo que cautivó mi atención fue el hecho de que había sido escrito y emitido por los astilleros imperiales de Salemor, en el sur de Thetia. Los mismos astilleros a los que había sido conducido el Aeón después de que Carausius lo rescató del océano.

—¿Qué sucedió exactamente con la Revelación? —preguntó Ravenna tras un silencio de apenas unos minutos.

—¿Jamás has oído la historia?

—Mi profesores siempre tenían cosas más cercanas con las que bombardear mi mente, como la historia de la cruzada.

—¡Qué increíble! Pues bien, el Dominio y los thetianos lo construyeron transformando lo que era una manta de guerra, del mismo modo que intentan hacerlo ahora con la Misionera, para explorar las profundidades del océano. Nadie sabe si hay allí abajo una civilización oculta o ruinas de Tuonetar. El emperador, creo que entonces era Aetius V, gastó grandes sumas de dinero en el proyecto a fin de convertirlo en el buque de exploración mejor equipado jamás construido. A continuación pasó varios años haciéndolo sumergirse a profundidades cada vez mayores. Su tripulación confeccionó mapas del abismo y estableció registros en toda la extensión del Archipiélago. Todo eso fue de inmenso valor para el instituto, y tanto los thetianos como el Dominio se mostraron felices al descubrir que nada podía sobrevivir a tal profundidad, por lo que nunca podrían ser atacados por sobrevivientes submarinos de Tuonetar. Así fue como el Dominio perdió gradualmente el interés, pero se trataba del proyecto predilecto del emperador, que siguió subvencionándolo. Unos tres años después de ser estrenada la Revelación, alguien decidió comprobar la profundidad límite a la que podía navegar. Por ello la enviaron con un escuadrón naval a algún punto de Qalathar, creo que fue Tehama, fue preparada lo mejor posible y luego se ordenó la inmersión. Llegó a alcanzar catorce kilómetros y medio antes de que se perdiera su rastro de forma definitiva. No hubo ningún mensaje de emergencia, ninguna señal de que la nave hubiese sido destruida… tan sólo se perdió el contacto.

—¿No fue posible emplear la magia para localizarlo?

—El Dominio lo intentó. Incluso había un mago suyo a bordo, pero no consiguieron establecer contacto, ni siquiera saber si ese mago estaba vivo o muerto, aunque se supone que se podía hacer. Hubo algo extraño en la última transmisión de la Revelación. Pero no puedo recordar qué fue.

Ravenna recorría las páginas del libro, leyendo los párrafos finales de cada una.

—Su último mensaje fue: «Informe quince: catorce kilómetros y medio de profundidad, el ángulo de descenso es de uno sobre ocho, todas las condiciones son estables. La temperatura es increíble: les he permitido a los miembros de la tripulación cambiar sus uniformes debido al calor. Hemos dado con una poderosa contracorriente de varios nudos, dirección sur sureste, que parece estar muy concentrada en un pequeño espacio. La Revelación corta la comunicación».

—Eso es lo que era inusual, la corriente concentrada —advertí. Era algo que sólo podía parecerle misterioso a un oceanógrafo, pues nadie más sabría que a tal profundidad las corrientes miden cientos de miles de kilómetros de ancho y no se concentraban en un pequeño espacio, como había informado el capitán. Una corriente arremolinada o contracorriente semejante a la que habían descrito hubiese sido factible cerca de la superficie, ya que la costa de Tehama en Qalathar era muy peculiar, con un sistema propio de corrientes. Había allí formaciones costeras, cuevas y promontorios, que podían causar ese fenómeno. Pero no a más de catorce kilómetros de profundidad, y menos aún cerca de Tehama—. Existen aguas traicioneras cerca de la costa —expliqué—, allí donde hay poca profundidad, pero nadie ha podido explicar jamás esa contracorriente.

—¿Por qué navegaban tan cerca de la isla? —preguntó Ravenna—. Conozco la costa de la que hablas. La llamamos Orilla de la Perdición debido al gran número de naves que han desaparecido por allí.

—No iban tan cerca de la costa. Por algún motivo, las autoridades a las que obedecían escogieron Tehama, y ellos debieron de acercarse lo suficiente para alcanzar una de las islas cercanas si se desataba una tormenta. No imagino por qué se decidirían por la costa más peligrosa de la isla.

—Tehama es un sitio extraño —dijo ella en un murmullo—. ¿Sabes? Allí hay un lago a unos siete u ocho kilómetros por encima del nivel del mar, y en la costa occidental el agua cae en una catarata directamente al mar. Sólo lo he visto desde arriba, pero debe de ser muy hermoso desde abajo en un día despejado. Era nuestra única salida en los viejos tiempos, después de que Valdur destruyó la carretera y cercó la meseta… O al menos eso creyó hacer.

El resto de Qalathar estaba en su mayoría ocupado por bosques, como cualquier otra isla del Archipiélago pero a mayor escala. El interior había sido explorado y representado en mapas mucho tiempo atrás, y no se había encontrado allí otra cosa que una serie infinita de estrechos valles llenos de árboles. La zona conocida como Tehama, que se alzaba desde el extremo occidental de Qalathar, era muy diferente. Sus montañas estaban envueltas por densas nubes y el interior seguía siendo un misterio. Excepto para los que habían vivido allí, como Ravenna.

—Nunca me dijiste cómo es Qalathar. La consideras tu hogar, no Tehama.

—¿No lo hice? —Ravenna parecía realmente sorprendida—. Supuse que lo sabías.

—Sé del bosque y del mar, pero no es a eso a lo que me refiero.

Ravenna dejó el libro sobre la mesa frente a ella y fijó la mirada en el vacío.

—No sé qué decir, de verdad. El clima siempre es templado, nunca caluroso como se supone que es en Thetia, y tampoco tan húmedo, salvo durante el invierno, cuando todo está siempre empapado. —Hizo una pausa—. Estoy haciendo que suene terrible, ¿no crees? Ves verde dondequiera que mires, hay bosques tierra adentro y a lo largo de la costa, pero nunca es triste. Tehama está siempre muy fría y despejada, pero Qalathar no es así Es hermosa, sencillamente —concluyó sin convicción y me dirigió una de sus medias sonrisas—. Creo que has escogido un mal momento para preguntarme.

—Nunca me hablas de ella, sólo eso.

—No me gusta pensar en ella. Cuando estemos allí te llevaré a ver las ruinas de Poseidonis y comprenderás por qué. Claro, si es que las ruinas se encuentran todavía allí y la Inquisición no ha construido un zigurat en su lugar.

Comencé a darme cuenta de que ni Palatina ni yo teníamos derecho a discutir las decisiones de Ravenna respecto a Qalathar. Era su país el que había sido destruido de modo sistemático por el Dominio en nombre de la ortodoxia religiosa, y su gente la que estaba muriendo.

Ravenna retomó la lectura de los viajes de la Revelación y yo inicié la del papiro sobre la manta, que se refería a la historia del astillero de Salemor. Buena parte de éste hablaba de aspectos de la construcción de una manta, completados con ejemplos, especificaciones y detalles técnicos. Podría haber claves allí, pero descubrirlas llevaría mucho tiempo, así que lo dejé a un lado por el momento.

El astillero de Salemor era mucho más antiguo que cualquier otro que hubiese oído nombrar: databa de los primeros días del imperio y su estatuto inaugural había sido firmado por Aetius II, nieto del fundador. No era en absoluto sorprendente que hubiesen enviado allí al Aeón a fin de equiparlo adecuadamente. Leí superficialmente el relato de los primeros años, la construcción de la enorme fortaleza por encima del astillero y cómo éste había sido ampliado hasta cubrir las exigencias de los sucesivos emperadores en su guerra contra Tuonetar.

Entonces llegué al año de la ascensión de Aetius IV y descubrí que, sin advertencia previa, la crónica omitía toda mención a los siguientes veintiún años. En un párrafo hablaba sobre un sistema perfeccionado de armas que no se congelaría en las heladas aguas del norte y, en el que venía a continuación, Valdur I asistía a la ceremonia de botadura del primero de una serie de buques fabricados para reemplazar las pérdidas producidas en la guerra. Valdur había traicionado y asesinado a Tiberius, hijo de Aetius IV, un año antes del final de la guerra. Era quien había establecido la supremacía del Dominio y había sido amigo del primer primado.

—¡Maldición! —exclamé, resistiendo la tentación de arrojar al suelo un documento tan insultante. No había señales de que hubiese sido censurado. Tan sólo estaba escrito como si los años de la guerra de Tuonetar no hubiesen transcurrido. Desistí de seguir con la historia.

—¿Qué sucede ahora? —preguntó Ravenna.

Giré el papiro sobre la mesa hacia el sitio que ella ocupaba y señalé el salto en el texto.

—¡Otra vez el Dominio! —dijo con expresión de disgusto—. El castigo para quien escriba sobre esos años es la muerte en la hoguera. ¿Te sorprende que nadie se atreva a hacerlo?

El Dominio no podía permitirse ninguna mención a los años finales de la guerra. Si los acontecimientos verdaderos fuesen de conocimiento público, podría perder gran parte de su respaldo, ya que el relato de su ascenso al poder era cualquier cosa menos edificante. Sobre todo las persecuciones en Thetia, llevadas a cabo por el Dominio en nombre del emperador para capturar a cualquier mago o sacerdote que perteneciese a un elemento diferente del Fuego.

Alguien, en alguna parte, debía de tener libros que recogiesen los sucesos de aquellos años. Nosotros teníamos tres en la Ciudadela, pero sin duda habían existido más descripciones, redactadas durante el fugaz período halcyón, que vino inmediatamente después de la derrota final de Tuonetar. Aquel momento en que Carausius y su familia soñaban con comenzar de nuevo, con reconstruir sus hogares y sus vidas tras la devastación de la guerra.

Retomé la lectura del pergamino sobre la construcción de mantas, aunque sin demasiado entusiasmo. Las posibilidades de hallar en una biblioteca algo que valiese la pena parecían remotas si la censura era así de eficaz. La Gran Biblioteca de Taneth era tan antigua como la propia ciudad y, por lo tanto, posterior a la guerra. Era improbable encontrar allí escritos tan viejos. Y Selerian Alastre, con la biblioteca más extensa de Aquasilva, era además el lugar de residencia del emperador.

No seguía la lectura con particular concentración y me saltaba pasajes. Nadie más había venido a la biblioteca, pero oí pasos apresurados y una puerta que se abría con fuerza en algún punto del pasillo.

Estaba a punto de coger otra sección del rollo cuando unas líneas captaron mi atención:

Fue también en ese año cuando se iniciaron los trabajos de reparación de los daños sufridos muchos años atrás, cuando el centro de un reactor derritió la red de conductos y destruyó las grúas de construcción de aguas profundas. El éter sobrecalentado había deformado las grúas hasta tal punto que resultaban irreconocibles y siguió ocasionando problemas al tráfico de naves. Nicephorus Decaris, quien ordenó el trabajo, estaba destinado a presidir el período de prosperidad más extenso que hubiese visto Salemor y se había propuesto dejar su huella desde el principio. Nicephorus desarrolló en persona la técnica para remover el poder residual acumulado de los desechos y los puso a disposición de equipos de reciclaje, una técnica que, algo modificada, sigue empleándose hasta el día de hoy.

Incluso yo sabía lo suficiente sobre la construcción de mantas para detectar en aquel párrafo varias notables inconsistencias. Una carga de éter nunca podría haber permanecido en las grúas más de una fracción de segundo y bajo ninguna circunstancia podría haber sido capaz de causar el daño descrito. Por otra parte, no había allí ninguna mención a un accidente semejante. Quizá…

Un fuerte estrépito interrumpió mis pensamientos. Un aprendiz de cabellos negros con cara de preocupación estaba de pie ante mí.

—Rashal dice que dejéis los libros y os acerquéis al salón principal de la estación. Se acercan inquisidores.

Mis ojos y los de Ravenna se cruzaron durante un instante y en un santiamén cerramos nuestros libros amontonándolos lo más lejos que pudimos. El aprendiz no nos esperó, sino que se precipitó de nuevo a toda prisa por el pasillo. Un momento más tarde oí su voz resonar escalera arriba. Alguien le respondió y se oyeron más pasos frenéticos.

—¿Has apuntado alguna cosa? —le pregunté a Ravenna mientras dejábamos la biblioteca.

—Sí, pero no demasiado.

—Dámelo todo a mí, yo soy oceanógrafo y si…

—No podemos permanecer aquí —afirmó Ravenna—. Rashal sabe quién eres. No podemos arriesgarnos.

Casi todo el personal de la estación estaba de pie en el salón principal o en la escalera, y todos parecían muy preocupados, o algo peor. Rashal estaba en el escalón inferior, recorriendo el lugar con la mirada para constatar quién estaba allí. Un momento después de nuestra llegada aparecieron el aprendiz y Ocusso en el segundo descansillo de la escalera.

—Ahora ya lo habéis oído todos —señaló Rashal—. El hijo de Ocusso ha venido corriendo desde el templo con las novedades. Al parecer un grupo de zelotes ha presentado una denuncia contra nosotros por practicar «artes prohibidas» y están en camino algunos sacri e inquisidores.

¿Artes prohibidas? ¿Qué querían decir con eso? Un instante después mi muda pregunta fue respondida al menos en parte.

—¿Desde cuándo utilizar delfines es un arte prohibido? —protestó, furiosa, una mujer de sensual mirada—. Intenta decirles eso a los pescadores.

—Hemos estado haciendo más que eso, Amalthea, pero de cual quier modo ese argumento es irrelevante. No nos servirá de justificación.

Rashal parecía consumido por los nervios y me percaté de que no tenía tanta confianza en sí mismo como me había parecido. Es probable que nunca hubiese imaginado verse en una situación de crisis semejante, y se preguntaba qué habría hecho el director de haber estado allí.

—Supongo que no nos arrestarán bajo el mero testimonio de unos pocos zelotes —comentó Ocusso, sin sonar convincente.

—Somos oceanógrafos —exclamó otro—. Nos necesitan.

—Ojalá pudiese compartir vuestra confianza. Pero si los inquisidores sospechan que hemos estado empleando delfines en cuestiones relacionadas con la magia, no se mostrarán inclinados a disculparnos. Amalthea, tú eres experta en delfines. Los inquisidores estarán aquí de un momento a otro. ¿Por qué no reúnes tantos de tus apuntes como puedas y los guardas en los compartimientos de las rayas?

»¿Estás sugiriendo que huyamos? —inquirió Amalthea con incredulidad—. ¿Que huyamos del Dominio? En ese caso seré denunciada como hereje.

—Debes dirigirte a los comandos centrales, entregarles la información y advertirles que se producirá una purga. Coge todo cuanto puedas y sal por la escalera posterior. Si no hay nadie allí para ayudarte, sencillamente zarpa. ¡Y hazlo ahora!

Tras unos segundos de duda Amalthea pasó frente a él y subió la escalera con el rostro pálido. Ocusso parecía estar a punto de desmoronarse.

—No lo logrará, hay sacri custodiando el puerto —señaló una voz que conocía demasiado bien. Me volví sintiendo un repentino ataque de pánico y pude ver al agente imperial del día anterior acercándose desde el pasillo de la biblioteca. Orosius en persona… ¿o sólo un instrumento a través del cual podía hablar? No habría podido afirmarlo.

—¿Quién eres tú? —preguntó Rashal invadido por el terror, el mismo terror que se reflejaba en los rostros de todos los demás. Supongo que mi cara no desentonaba con la de ellos.

—No soy un sacerdote. Eso es todo lo que necesitáis saber. Como sea, tus huéspedes son enemigos personales del inquisidor general y serán ejecutados si los capturan.

Rashal me miró como si lo hubiese apuñalado por la espalda, y quise arrastrarme hasta desaparecer en un rincón.

—¿Eso es cierto? —preguntó con voz que era apenas un susurro.

Asentí sintiéndome un miserable.

—Sin embargo, existe todavía una salida. Si Cathan y su amiga me ayudan, los conduciré a ellos y a Amalthea lejos de aquí y tendrás mucho menos de qué preocuparte.

—¿Qué beneficio obtienes haciendo eso? —preguntó el aprendiz de cabellos negros.

—A ellos.

—¡Por el amor de Ranthas, ayudadlo! —pidió Rashal con tono de súplica.

Me contuve de lanzarme sobre el agente, que otra vez me trataba como a una de sus propiedades. Lo miré de frente y le hablé manteniendo la voz tan neutral como me fue posible.

—¿Qué es lo que quieres?

Su extraño rostro angular no parecía complacido. Ravenna nos apuñalaba alternativamente a ambos con la mirada, lo que me hizo sentir todavía más desdichado. ¿Por qué no se lo había contado a Ravenna la noche anterior? ¿Por qué no había confiado en ella?

—Que alguien nos guíe hacia la escalera posterior, de modo que podamos unirnos a Amalthea —ordenó el agente—. Asistente Rashal, te sugiero que ocultes cualquier libro prohibido que puedas tener en la biblioteca y prepares tu defensa. Ha sido poco astuto iniciar un proyecto semejante sin la autorización del instituto, pero creo que podrás superarlo. No me menciones a mí, aunque me gustaría mucho que hablases de tus visitas.

—Ocusso, muéstrales el camino —ordenó Rashal—. Myroes, ya has oído las instrucciones. Lleva los libros al escondite de seguridad. El resto de nosotros debemos pensar un plan.

—¿Yo? —preguntó Ocusso, aterrorizado.

—Sí, tú. Y date prisa.

Forzado de repente a la acción, Ocusso se zambulló escalera abajo sin esperar a que lo siguiéramos y cogió un pequeño pasillo lateral.

—Después de ti —me dijo el agente imperial señalando el pasillo. A través de las ventanas pude distinguir una columna de inquisidores a lo largo de la costa, portando los pesados cascos carmesí de los sacri. Sin lugar a dudas dirigían sus pasos en dirección a nosotros. No protestaría en esta ocasión. Empujando a Ravenna para que avanzase, corrí detrás de Ocusso.

Descendimos un breve tramo por el pasillo y entramos luego en una amplia habitación de techos altos y desigual suelo de piedra, con aspecto de almacén. Contenía diversas clases de equipos oceanográficos, desde estaciones de prueba hasta una colección de redes que hubiesen parecido fuera de lugar en una barcaza de pesca. A la derecha, una desvencijada escalera de madera conducía a una puerta que conectaba con el nivel superior. En el lado opuesto estaba lo que supuse que sería el acceso a los embarcaderos de las rayas. Las rayas oceanográficas, al igual que los submarinos de emergencia, se mantenían con frecuencia en bahías y no ancladas en los muelles. Era evidente que la estación de Ral’Tumar podía afrontar el gasto. Tras recordar la obsesión con que Rashal calculaba el presupuesto, lo creí bastante plausible.

Ocusso estaba muy nervioso y su silueta ascendía y descendía al atravesar el suelo abarrotado de trastos, y a cada palpitación de su pecho fijaba la mirada en la escalera. Amalthea parecía demorarse una eternidad, pero al fin la puerta se abrió y ella se deslizó a toda prisa escalones abajo.

—Rashal dice que esta gente te ayudará —murmuró Ocusso—. Parece que hay sacri custodiando el puerto.

Luego se volvió y escapó corriendo sin esperar respuesta. La inminente llegada de los inquisidores había convertido al sereno oceanógrafo en un conejo aterrorizado, y por los gestos que había observado en el salón principal no era el único afectado de esa manera. ¡Por el amor de Thetis! ¿Con qué intención acosaban el instituto? ¿Qué había hecho ese puñado de amistosos y excéntricos científicos para merecer la atención de Midian?

—¿Puedo confiar en él? —me preguntó Amalthea señalando al agente.

—Es un condenado y desagradable espía imperial —espeté salvajemente, feliz de poder vengarme—. Pero, por otra parte, estamos atrapados.

Desgraciadamente, también eso era cierto… ¿o acaso me engañaba?

—Si no estuviese obligado a mantenerte con vida, ya me habría encargado de ti sin… —comenzó a replicar el agente, pero luego hizo una pausa y negó con la cabeza—. No tenemos tiempo para discutir.

—¿De verdad hay sacri custodiando el puerto?

—Así es —aseguró el agente—. Si deseáis seguir viviendo, es mejor que hagáis exactamente lo que os diga. Amalthea, por favor, intercambia tu túnica con la que lleva Ravenna.

Ambas empezaron a protestar, pero en ese preciso instante oímos con claridad el sonido del personal del instituto saliendo por las puertas principales. El agente se apuró a cerrar la puerta de la habitación que ocupábamos, y Ravenna y Amalthea nos dieron la espalda. Miré a otra parte mientras intercambiaban las túnicas. La de Ravenna le iría algo estrecha a Amalthea, pero por fortuna la oceanógrafa no era tan regordeta como muchas de las tumarianas.

—Amalthea, sácanos de aquí —ordenó el agente, y esta vez ella no puso objeción. Abrió entonces una de las amplias puertas dobles situadas en un extremo del almacén, permitiendo que entrase la luz gris del día. En el repleto almacén no había nadie más que nosotros, pero sentía un hormigueo sobre los hombros, como si esperase que un inquisidor me cogiese de un segundo a otro.

Eso no sucedió, y alcanzamos sin problemas el estrecho portal de madera en el otro extremo del salón. Amalthea abrió el cerrojo y nos lanzamos hacia la calle que corría entre la estación oceanográfica y algunos pequeños almacenes. Sentí la misma incomodidad que había experimentado unas semanas atrás, esquivando patrullas de sacri en el distrito portuario de Lepidor.

En la calle sólo había dos marineros, que tras observarnos un momento volvieron a sus asuntos como si no existiésemos. El agente nos condujo un trecho en dirección a una angosta vía lateral y luego giramos por una abrupta esquina hasta un diminuto parque entre varios depósitos. En el centro de éste había una higuera abandonada y solitaria.

—Aquí es donde se separan nuestros caminos —advirtió el agente mientras buscaba algo en un bolsillo oculto de su túnica. De allí extrajo una delgada pieza cuadrangular de cobre. Cogió luego un medallón que colgaba de su cuello, bajo la túnica, y lo oprimió con firmeza sobre el cobre. Tras volver a ocultar el medallón, le dio la pieza de cobre a Amalthea.

—Esto es un salvoconducto imperial. Utilizadlo para llegar hasta Selerian Alastre y entregádselo entonces a vuestros superiores. El buque de guerra Meridian zarpará del muelle cuarenta y cinco en un par de horas. Abríos paso hasta el puerto a través de las calles laterales y partid de inmediato.

Un poco reacio, le dio también a Amalthea un pequeño monedero lleno de dinero.

—Esto os ayudará a llegar allí —añadió—. Y si alguien os interroga, decid que os ha sido entregado por motivos imperiales secretos y por eso lleváis mensajes destinados al instituto. ¿Habéis comprendido?

Incluso Amalthea, que hasta aquel momento había sido la persona más calmada entre todos los oceanógrafos, parecía ahora un poco desanimada. Sin embargo, asintió y se puso en camino. Apenas un instante después, como una especie de reflejo retardado, se volvió y dijo «Buena suerte», pero sin dirigirse al agente. El sonido de sus pasos apenas se había desvanecido cuando Ravenna me miró con los ojos encendidos de furia y me propinó una violenta bofetada que casi me hizo perder el equilibrio.

—Eso es por no haber confiado en mí —explicó antes de darle un bofetón semejante al agente imperial, un golpe que sin duda podría haber esquivado si lo hubiese querido—. No soy la chica de nadie, mercenario, y nadie regatea conmigo.

Afectado todavía por el cachete que me había dado (y que merecía, por mucho que mi enfado intentara negar los hechos), no dejé de sentir cierta satisfacción al ver que el arrogante agente había recibido un castigo semejante. En esta ocasión no era Orosius en persona, de eso estaba seguro. Había sutiles diferencias entre las palabras y el comportamiento de él en la biblioteca y los que había mostrado en esta ocasión. Por otra parte, no imaginaba a Orosius recibiendo semejante bofetada.

—De todos modos, tú estás ahora en una ciudad hostil, y a mi absoluta merced —dijo él tras un silencio—. Por no mencionar que vistes colores que son una garantía de ser arrestada.

—Motivo por el cual regresaré para cambiarme de ropa —anunció Ravenna—. ¿Vienes, Cathan?

Lo que sucedió a continuación es muy difícil de describir, pero no bien intenté moverme sentí que una niebla caía sobre mi mente, haciendo que mis músculos se negaran a obedecerme. Ravenna pareció por un momentos caminar en un mar de melaza. Entonces ambos nos detuvimos.

—Os he inmovilizado para evitar que hagáis algo extremadamente desaconsejable —dijo el agente con calma—. Hay sacri por toda la ciudad haciendo investigaciones de diversos tipos y todos tienen orden de arrestar a cualquier oceanógrafo que intente escapar. Dudo mucho que lleguéis siquiera a vuestro alojamiento.

De nuevo había sido superado por completo, aunque esta vez era peor, ya que tenía a Ravenna de pie a unos pocos metros, con la furia y el desconcierto marcados en sus facciones. Aún más irritante, y en realidad el motivo real por el que merecía la bofetada, era que el emperador no tenía, al parecer, intención alguna de esperar. Me había equivocado. ¿Y cuánto nos costaría ahora que yo hubiese defendido tan obstinadamente mi orgullo?

—Entonces ¿cómo haremos para escapar de esta trampa que tan amablemente nos has tendido? —exigió Ravenna—. ¿O se supone que no debemos escapar?

Como respuesta, el agente se dirigió a uno de los pequeños almacenes y golpeó dos veces en la rectangular puerta de madera. La puerta se abrió, y yo sentí una inmediata e irresistible urgencia por entrar. Una urgencia que treinta segundos más tarde, cuando la puerta se cerró detrás de nosotros, pude comprender.

—Creía que todos los magos mentales debían ser sacerdotes.

—No existen reglas en lo que concierne al emperador —afirmó él con una sonrisa.

El almacén era muy similar al que habíamos visitado antes, salvo porque éste era algo más amplio y oscuro. Su única iluminación provenía de dos ínfimos focos en el techo y de una antorcha que sostenía un sujeto rechoncho vestido con una túnica escarlata con la insignia plateada.

Pero no fue el portador de la antorcha quien me llamó la atención. Había allí otras tres personas de pie entre cajas apiladas y objetos embalados. Por su vieja túnica supuse que una sería una criada, aunque su actitud no era en absoluto tímida ni sumisa.

Era imposible que los otros dos fuesen sirvientes.

—¡Dios mío! —exclamó Mauriz Scartaris, una presencia con mucha autoridad bajo la luz de la antorcha. Tenía voz de tenor y sin duda hubiese sido admitido en cualquier teatro de la ópera de Aquasilva—. ¡Tenías razón! —añadió—, el parecido es inconfundible.

Sus palabras no pudieron encubrir la sorpresa reflejada en una profunda inspiración de su compañera, a quien no conocía. Se trataba de una mujer thetiana toda vestida de negro y cuyo collar de oro desprendía destellos. No es que esa actitud significase algo para mí: yo me sentía en aquel momento por completo perdido.

—Si el parecido es genuino —dijo ella muy lentamente—, siembra dudas en torno a muchas cosas que hemos creído durante largo tiempo. También nos pone en una situación muy delicada, Mauriz, nos sumerge en aguas muy profundas.

—Las aguas más profundas contienen las montañas más altas —respondió él con lo que pareció ser una cita literaria. Mostraba la sonrisa de quien acaba de descubrir un tesoro y tiene plena conciencia de ello. Su rostro patricio pareció de pronto muy satisfecho.

—Además —prosiguió Mauriz—, las antorchas brillan más en la oscuridad. He visto muy pocos sueños hacerse realidad, Telesta, pero aquí y ahora estoy viviendo uno que hemos tenido durante generaciones.

—¿Sueño o pesadilla? —preguntó con voz suave la mujer a la había llamado Telesta.

—Tú nunca ves el lado bueno de las cosas, ¿verdad? Como un de mal agüero llorándole al viento.

Ella no pareció sentirse insultada y sólo agregó:

—No todos los augurios son buenos, Mauriz. Recuerda lo que te digo.