Permanecí sentado en la biblioteca mucho tiempo después de la partida de Orosius, sin moverme más que para ir tambaleándome hasta la silla que ocupaba antes de su llegada. Cuando se apagó el sonido de sus pasos no hubo allí ningún otro ruido con excepción de un silbido sordo sin melodía, proveniente de otro punto del edificio. Probablemente un aprendiz en medio de una tarea aburrida, totalmente ignorante de quién había estado en esta sala. O, mejor, de quién se había hecho presente.
Se suponía que lo que el emperador acababa de hacer era imposible. Si había que creer a los magos que me habían instruido, muchas cosas eran imposibles. Incluyendo unir dos mentes e influir sobre las tormentas.
Sin embargo, había por ahí gente (y probablemente fuese el resto del mundo) que no había oído jamás esas reglas. E incluso algunos para quienes, si lo que se decía era cierto, no valía ninguna regla. Y por delante de todos ellos estaba el hombre con quien acababa de hablar (si es que «hablar» era el término correcto en este caso).
A su modo conservador y proteccionista, el consejo de herejes había tenido razón en al menos una cosa. Conservar el anonimato era algo mucho más complicado de lo que se me había ocurrido. Sin duda era así respecto a nosotros tres. Quizá, de no mediar ninguna dificultad imperial, no habríamos tenido problemas. Con todo, se sabía que ciertas cosas se administraban en familia, y la magia era una de ellas.
Fijé la mirada en los libros dispuestos sobre la mesa, intentando no venirme abajo. No podía recordar ningún momento en el que fueran tantas las cosas que iban mal. Llevábamos apenas dos días en Ral’Tumar y ya habíamos sido acechados por el Dominio y por el emperador. Se suponía que las cosas malas venían de tres en tres, y no quería ni imaginar con quién más me toparía.
El libro de los viajes de la Revelación yacía donde el agente del emperador lo había dejado, abierto un poco más adelante de donde yo estaba leyendo, las páginas habían recobrado su posición natural. Volví a cogerlo y con poco entusiasmo intenté retomar la lectura para distraerme un poco, pero sin mucho éxito. Tras un instante me descubrí otra vez con la mirada perdida en el espacio, meditando sobre lo que el emperador había dicho.
No era posible de ninguna manera que se le hubiese pasado por alto la relación entre la Revelación y el Aeón. Es más, probablemente ninguna otra persona que estuviese viva sabría más cosas que él respecto del Aeón. Con excepción de Tañáis, a quien quizá consiguiésemos encontrar a tiempo… o quizá no. El emperador no querría que ningún otro encontrase el Aeón. Eso era demasiado peligroso para un hombre que se autoproclamaba administrador de los mares. La supremacía naval thetiana era cosa del pasado, una de las tantas glorias perdidas del imperio, pero yo era consciente de que Orosius tenía ambiciones en ese sentido.
Entonces, veladamente, me di cuenta de algo más, algo que me confundió y preocupó en idéntica proporción.
Algún día te presentarás voluntariamente en mi corte y te arrodillarás ante mí en persona.
En realidad eran dos cosas. Una apenas implícita y otra groseramente obvia que siempre me había producido terror. Orosius había sido capaz de dominarme sin esfuerzo, y, en caso de que el agente no fuera un mago, no cabía duda de que el emperador sí lo era. Le habría sido sencillo llevarme de regreso a la embajada y embarcarme de vuelta a Selerian Alastre. Un mago mental habría podido emplear la magia para eso, pero había otros métodos menos evidentes.
Sin embargo, había un punto más importante que dependía de la interpretación que yo le diese.
Orosius me había dejado en libertad. Yo permanecía en la biblioteca porque él deseaba que permaneciese allí, porque todavía no deseaba enviarme de regreso.
Me llevó algo más de tiempo percatarme de la segunda cosa, bastante más sutil. Por algún motivo era importante para él que fuese a Selerian Alastre. ¿Por qué quería que me dirigiese allí? Fuera cual fuese el motivo, Orosius había decidido que podía esperar, pero en mi cabeza aparecía una buena razón para eso. Algo que rondaba mi mente desde que había zarpado de Lepidor. Más de doscientos años atrás, el jerarca Carausius había escrito:
Nuestro sistema thetiano de gobierno es fuente de confusión para el resto del mundo. Mientras otras naciones pueden ser denominadas repúblicas o monarquías, nosotros no somos ni la una ni la otra, sino más bien algo intermedio. Un delegado de la Asamblea por Huasan comparó nuestro sistema con el movimiento del pulpo, criatura cuyos tentáculos son difíciles de contar y al parecer demasiado numerosos para lo que necesita hacer Es la mejor analogía que jamás he escuchado, si bien alguien me sugirió una vez que la reemplazara por la de un pulpo con dos cabezas. No sé bien si me halagaba o se trataba de una broma; no tuve oportunidad de preguntarle. La belleza de eso, por cuanto me concierne, es que todo el que intente desafiar su poder se verá tan confundido en el momento de enfrentarse a cada una de sus partes que acabará dándose por vencido. En una o dos ocasiones habría deseado poder dividir mi propia persona de ese modo.
La improvisada carta de Palatina en Lepidor había omitido un buen número de cosas, e incluía sólo a la Asamblea y al emperador. A pesar de su inmenso poder, la posición de Orosius era siempre precaria, algo que él obviamente pretendía cambiar. La más sorprendente peculiaridad del sistema thetiano, la prueba más fundamental del poder del emperador, había dejado de existir más de dos siglos atrás. No existía ningún jerarca ni sacerdote imperial desde los tiempos de Carausius.
Para mí era cada vez más importante hablar con Tañáis, pero dudaba de encontrarlo si iba en su busca. Sólo esperaba que nielemos para él lo bastante importantes para que él mismo se preocupase de hallarnos. Palatina parecía haber sido su protegida, y él había dicho en Lepidor, hacía dos meses, que tenía que decirnos más cosas.
Había perdido la paciencia respecto a la oceanografía. Ya tendría más oportunidades de regresar allí y estudiar lo poco que había en la biblioteca, pero fuera ya comenzaba la tarde y mi concentración se había esfumado. Guardé con cuidado los libros en tus estanterías, recogí las hojas de papel aún en blanco que había llevado en caso de que hubiese algo que mereciese la pena ser anotado y me fui de la biblioteca.
Rashal no estaba en su oficina y la única oceanógrafa que pude encontrar, trabajando hasta tarde en su sala de pruebas, no sabía adonde había ido. Le pedí que le agradeciese a Rashal su ayuda y salí del edificio del instituto en dirección al aire límpido del atardecer de Ral’Tumar. Incluso en un momento del año tan tardío seguía haciendo un tiempo cálido y los suaves globos de éter que iluminaban las calles comenzaban a encenderse. Ral’Tumar no era como ninguna otra ciudad de las que había estado antes. No sabía con seguridad si Ral’Tumar era de verdad tan especial o si lo que me llamaba la atención era estar en el Archipiélago. Palatina y Ravenna habían pasado allí la mayor parte de sus vidas y supongo que sabían a qué me refería.
En ese momento debía decidir otra cosa. ¿Qué les contaría acerca de lo sucedido? Algo debía contarles, pero seguramente que Palatina diría en seguida que Thetia tampoco era un lugar seguro y acabaríamos sin hacer nada en absoluto. Sólo Ranthas podía saber cuántos sitios más debíamos evitar, y no había manera de conocer la reacción de Palatina al enterarse de que el propio emperador estaba involucrado. La invasión de Lepidor la había cambiado, y no para mejor.
Caminé sin rumbo fijo a lo largo de la avenida costera y luego cogí la calle principal, ya vacía de elefantes y del fluido tráfico que por lo general amenazaban con atropellarme. El bullicio en los muelles de superficie se había apagado y la mayor parte de los buques descansaba en sus embarcaderos, desiertos salvo por unos pocos centinelas que maldecían todavía los dados que habían decidido que permaneciesen allí mientras sus compañeros comían algo en tierra.
Aún había luces encendidas en el puerto submarino, y no pude evitar un escalofrío al ver a dos figuras encapuchadas conversando en el portal, dos siluetas negras contra el resplandor amarillento. ¿Qué estaban haciendo allí tan tarde? ¿Asegurándose que no hubiese infieles a bordo, que ningún hereje intentara apoderarse de su nave? Nadie habría intentado tal cosa ni en la mejor de las oportunidades y mucho menos tras el despliegue de poder de esa mañana. Apuré el paso cuando comencé a aproximarme al centro de la ciudad, ansioso por dejarlo atrás. Supongo que no fue una actitud demasiado inteligente, sino más bien una reacción instintiva que no pude resistir en absoluto. Con todo, no hubo ningún grito de «¡Hereje!» ni sentí el ruido de nadie corriendo detrás de mí. ¿Por qué iba a suceder tal cosa? Eran sin duda dos sacerdotes conversando quizá sobre alguna cuestión administrativa trivial y a quienes les daba por completo igual quién pasase por la calle.
A lo largo, de la calle principal se habían extendido en las aceras mesas y sillas, y farolas portátiles colgaban de marcos de madera, transformando una calle agitada en un bulevar de cafés y tabernas. Muchos pertenecían a familias particulares y eran sitios donde los amigos o familiares podían sentarse antes de la cena. Pero muchos otros estaban abiertos al público en general. Después de todo, se trataba de una gran ciudad comercial.
Eran cafés públicos, pero, por lo que pude notar poco a poco, no había gente del continente en todos. En Ral’Tumar, como en cualquier parte, existían diferenciaciones sutiles en ciertos sectores, lugares donde los extraños no eran bienvenidos. La gente acusaba a los habitantes del Archipiélago de ser excesivamente cerrados y egocéntricos más allá de su cortesía, reputación que no me parecía por completo justificada. De hecho, no habíamos tenido ningún problema, ya que no había nada en absoluto que nos ligara a los habitantes del continente, aunque en ocasiones fui testigo del modo en que los continentales eran tratados de forma diferente en tiendas y tabernas.
Incluso aquí en Ral’Tumar, generalmente considerada la ciudad insular menos típica del Archipiélago, había tramas ocultas. En ese caso, no me atrevía a imaginar cómo sería Qalathar.
Llegué a nuestro alojamiento habiendo tomado la decisión de no mencionar el incidente. Sabía que no era justo para ellas, y me hacía sentir culpable del mismo tipo de desconfianza de la que yo había acusado antes a Ravenna. Si resultaba esencial se lo diría, pero fuera por lo que fuese era en mí en quien estaba interesado el emperador.
Nadie respondió cuando golpeé en la puerta de Ravenna y Palatina, pero encontré una nota que habían deslizado bajo la puerta de mi habitación.
Aún no hay señales de Palatina, Búscame en la taberna que señalaste ayer. También a ella le he dejado una nota.
R.
Hacía poco me habría preguntado si no era demasiada precaución omitir el nombre de la taberna. Pero ahora ya no me lo parecía Sabía a qué taberna se refería, de manera que dejé la bolsa y la nota sobre la cama y fui a su encuentro.
La Casa al. —Malik era una terraza con vistas al parque principal de la ciudad, cuyas mesas miraban hacia un oasis de verdor. La desventaja de su posición, en opinión de sus propietarios, era que entre el edificio y las mesas se extendía la avenida, por lo que cualquiera que la recorriese debía esquivar a los meseros. Una desventaja menor, debe admitirse, en relación con el maravilloso paisaje y la circunstancia de que se servían platos con carne de algunas aves salvajes que vivían en los confines del Archipiélago conocido.
Habíamos pasado frente a dicha taberna la tarde anterior, durante una caminata por los alrededores. Entonces me llamaron la atención la carta y la cantidad de habitantes del sur del Archipiélago, con sus pieles color de cobre, que comían allí. Sin duda era lo bastante bueno para ellos, así como para los mercaderes de Mons Ferranis que también ocupaban sus sillas. Los habitantes de Mons Ferranis solían ser notorios gourmets, aunque no demasiado aficionados al pescado, debido a alguna peculiaridad en el agua que rodeaba Mons Ferranis y que impregnaba todo de un sabor especial. Un sabor al que estaban desacostumbrados, según me había explicado un sujeto de Mons Ferranis durante un almuerzo hacía más de un año.
No fue difícil encontrar a Ravenna, que me esperaba con una botella de vino y copas listas sobre una mesa en uno de los extremos de la terraza. Me dio la bienvenida con una ligera sonrisa, un modo de decirme que había olvidado cualquier desacuerdo que hubiésemos tenido con anterioridad.
—¿Has tenido buena suerte? —me preguntó sirviéndome una escasa cantidad de tinto lionano. No era egoísmo de su parte: sabía que yo tenía poca tolerancia al alcohol.
—La verdad es que no —dije pidiendo perdón para mis adentros por mi monstruosa mentira. Aunque quizá no lo fuese tanto, considerando que ella había dicho buena suerte. Pero eso era una burda e indigna excusa—. No tienen mucho más material que en Lepidor Lo que sí pude averiguar es que están construyendo una nueva Revelación.
Le conté entonces lo que sabía sobre el proyecto de la Misionera.
—Es extraño que se propongan algo semejante en un momento como éste, con el primado necesitando todos los fondos que pueda rapiñar para sus nuevos planes —advirtió en voz muy baja.
Hablar de Lachazzar en esos momentos no era algo aconsejable, y mucho menos en el Archipiélago.
—Y más considerando que no han demostrado el más mínimo interés en las profundidades oceánicas desde que la Revelación dejó en claro que no hay nada allí abajo.
Se habían sucedido interminables murmuraciones tras la desaparición de la Revelación. Se insinuaba que el buque había violado algún tipo de ley divina al sumergirse demasiado. Sólo los habitantes del continente se habían sentido incómodos, por cierto, pues para ellos el mar era una ruta y no la cuna de la vida.
—Quizá busquen un nuevo prototipo de nave de guerra que consiga sorprender totalmente a sus enemigos —sugirió Ravenna pero sin parecer muy convencida.
—No necesitan sorprender a nadie, pero con un buque como la Misionera podrían aventajarnos. Quizá incluso hallen el…
Deliberadamente omití el nombre. Algunas cosas nos tenían muy sensibles.
—No puedo creer que de repente se muestren interesados a la vez que nosotros.
—Podría ser que, de algún modo, haya atraído la atención de los thetianos —sostuve escogiendo con cuidado mis palabras. Sin duda habían estado interesados, aunque era probable que no hasta aquel momento.
—No puede ser una mera coincidencia, aunque no se me ocurre un motivo por el que puedan estar interesados en las profundidades del océano. No tiene nada que ver con nosotros, pues un mes no es tiempo suficiente para emprender un plan semejante.
—Lo que nos abre más interrogantes que respuestas.
—Aun así, sabemos al menos que están tramando algo —subrayó soltando un suspiro—. Una nueva complicación. Algo más a lo que debemos temer.
No mencioné que Ravenna era la primera en exponer esos miedos. Palatina podía temer la visita a Mare Alastre, pero pese a eso aún pensábamos ir allí. Había una cosa en la que no tenía pensado ceder. Quería ver Thetia con mis propios ojos, incluso si no era seguro dirigirse a Selerian Alastre.
—Con todo, hay cosas en las que no nos aventajan —dije tras una pausa mientras ambos paseábamos la mirada por el jardín y las cúpulas de Ral’Tumar—. Si de verdad están buscando lo mismo que nosotros, no veo cómo podría durar el acuerdo. Si lo hallasen, no habría forma de que el emperador se lo diese a nadie más, ni de que el Dominio le permitiese a él controlarlo.
—De cualquier modo no lo tenemos —afirmó Ravenna acentuando el fallo más grande de mi razonamiento. Quizá los thetianos y el Dominio acabasen enfrentados, pero eso no sucedería hasta que tuviesen la nave en sus manos.
Y en realidad nadie tenía todavía la menor idea de lo que podía hacerse con el Aeón si se tenía la fortuna de encontrarlo. Aunque cualquiera de nosotros tres tenía cierta experiencia con mantas, el titánico buque insignia imperial era una cuestión completamente diferente. Carausius había sido muy claro al escribir que el buque no era de fabricación thetiana. De hecho, era mucho más viejo que el imperio que lo había utilizado. No se sabía con exactitud quién lo había construido y no existía ninguna mención si Aeón en los tiempos anteriores al imperio. Sólo conocíamos la historia sobre cómo había sido hallado, a la deriva en un océano estéril y deshabitado más allá de los límites conocidos del Archipiélago.
Seguía siendo una realidad que, careciendo de experiencia naval e incluso de una nave propia, ninguno de nosotros tres podría hacer nada en caso de dar con el Aeón. Hasta cierto punto, no era realmente importante si conseguíamos moverlo, ya que lo que me interesaba no era el buque en sí, sino el sistema de los ojos del Cielo.
No era algo para discutir en aquel momento, en una populosa taberna tumariana y en el preciso día en que Midian había desembarcado con un edicto general del primado, destinado a erradicar la herejía del Archipiélago.
Un cuarto de hora más tarde se nos unió Palatina, con aspecto preocupado y expresión seria.
—¿Habéis oído? —dijo no bien se sentó y cogió con alivio la copa llena de vino que le habíamos ofrecido.
—Estábamos allí.
—¿Cómo…?
—Accidentalmente —informó Ravenna rápidamente—. Tuvimos la mala suerte de estar cerca del muelle cuando llegaron.
—Lo llaman el Tormento —añadió Palatina acabándose la copa de vino con mayor rapidez de lo que recomendaba la etiqueta. Ravenna le sirvió más sin hacer ningún comentario—. ¿Podríais contarme qué dijeron exactamente cuando esté en condiciones de escucharlo?
Mientras esperábamos a que eso sucediese, me percaté de que teníamos poco que temer por hablar del Dominio. En realidad, casi no había otro tema de conversación en toda la taberna, y en general todos estaban más sobrios de lo que parecían en un principio. Probablemente llamase más la atención no hablar del Dominio que hacerlo.
—¿Dónde has estado? —le pregunté. A juzgar por su apariencia, en algún sitio poco placentero.
—¿Recuerdas a Phocas, el boxeador?
Ése era el nombre que había intentado recordar, el contacto de la Ciudadela en Ral’Tumar. No era un hombre que pareciese un boxeador, como me había engañado la memoria. Alto y delgado, aficionado a propagar sorprendentes rumores; nunca malicioso, sólo un bromista. Eso era todo lo que sabía de Phocas.
—¿Qué pasa con él?
—Al fin recordé su nombre y fui a verlo. Se mostró bastante simpático, teniendo en cuenta que apenas me conocía. Resulta que su padre está a cargo este año de las obras públicas, y fue convocado por el virrey para que lo ayude con las nuevas llegadas. ¿Sabes que Midian es incluso peor de lo que fue en Lepidor? Ahora ni siquiera finge ser amable.
—¿Cómo es que llegaste a verlo? —preguntó Ravenna con expresión de asombro.
—Hice que Phocas me vistiese de sirviente y lo acompañé cuando su padre necesitó ayuda.
¿Acaso había entrado en el mismísimo templo, que rebosaba de inquisidores y de sacri?
—Antes de que digas nada, no fue en absoluto tan peligroso —se apresuró a explicar Palatina—. El sitio estaba lleno de gente, incluso es posible que estuviese el emperador y que nadie lo notase. —En eso tenía razón, aunque no del modo que ella suponía—. La mayoría no se quedará aquí mucho tiempo. Sarhaddon y Midian permanecerán lo suficiente para oficiar la ceremonia del Gran Ritual en el templo y recibir a la primera ronda de penitentes. A continuación zarparán con destino a Qalathar.
El Gran Ritual era una celebración que hasta entonces sólo habían dirigido los sacerdotes más veteranos del Dominio. En una ocasión había presenciado uno en Pharassa cuando era pequeño. Sobre todo recordaba el incienso proveniente de los numerosos braseros que rodeaban el zigurat. Su potente aroma impregnaba incluso el pabellón elevado que se reservaba a los condes y sus familias. Sin duda sería aún peor en el interior del templo de Ral’Tumar. No es que fuera un aroma desagradable, sino que tan concentrado resultaba asfixiante.
—La otra novedad es que planea anunciar un nuevo índice, incluyendo la prohibición de muchos libros que no figuraban en el anterior. Pronto organizarán quemas de libros en todos los puntos del Archipiélago.
—Para salir del apuro hasta que encuentren herejes para quemar —lanzó Ravenna con violencia.
Eran malas noticias para los oceanógrafos, ya que muchos de sus libros serían incluidos en la prohibición. Me pregunté qué títulos quemarían esta vez y deseé que las autoridades del instituto tuviesen tiempo de ocultar sus ejemplares. Incluso con eso se perderían muchas obras, igual que había sucedido cuando se incendió Vararu durante la cruzada, sólo para satisfacer el aparentemente insaciable apetito de destrucción del Dominio.
—¿Ya se han reunido Midian y el virrey? —preguntó Ravenna con los dedos tan aferrados a la copa que temí que en algún momento la rompiese.
—Se presentó mientras yo estaba allí. Fue muy cordial con Midian, por cierto, y dijo que el emperador le había ordenado que lo ayudara todo lo que pudiese. En todo caso, él no es relevante, apenas un cero a la izquierda. El verdadero poder en Ral’Tumar lo tiene el almirante Charidemus, pero no lo VI en el templo. A Charidemus la religión no le interesa lo más mínimo, de manera que en relación con el Dominio seguirá las órdenes que le dé el emperador.
—¿Es eso habitual?
—Lo es en la armada. La mayor parte de los oficiales no sienten gran apego por Orosius, ya que bajo el mando del antiguo emperador tenían a su cargo algunas cosas que ahora dependen directamente de Orosius. Por el momento son leales al trono y a la Asamblea. Si Orosius venciese en algunas campañas, las cosas serían diferentes.
—¿Tendremos dificultades para salir? —le pregunté.
—No es fácil saberlo. —Su expresión se volvió todavía más tenebrosa, algo que no hubiese creído posible—. Sé que poseen un listado de gente que buscan, y por eso mantienen una guardia permanente en el puerto. No impedirán que salgan…
—¡Ése no es el modo de actuar de los sacerdotes! —interrumpió Ravenna—. Permitirán que la gente disperse los temores y los rumores para que todo esté bien tenso cuando ellos lleguen finalmente.
—Exacto. Lo que ignoro es si nosotros figuramos o no en la lista. Quizá no de forma oficial, pero para Midian formamos parte del juego y es posible que haya incluido al menos a Cathan. Me temo que aquí seas una presa legítima, Cathan. Debemos dar por sentado que intentarán capturarnos si se enteran de que estamos aquí.
Miré aquí y allá con preocupación, pero todos parecían demasiado inmersos en sus propias conversaciones. A pesar de eso, era imposible estar seguro.
Nadie pudo agregar nada más en aquel momento, pues entonces un camarero (evidentemente contratado por su aspecto sureño y no por otros talentos) se presentó a tomarnos nota. Después de lo que había dicho Palatina, mi apetito había disminuido bastante, pero pedí de todos modos uno de mis platos favoritos de la Ciudadela. Era probable que no volviese a encontrar ese tipo de comidas en bastante tiempo.
No conversamos mucho mientras comimos. Yo estaba demasiado ansioso para disfrutar de la comida por más que estuviese deliciosa. Sólo después de pagar la cuenta nos atrevimos a mencionar nuevamente el Dominio. Caminábamos de regreso a lo largo de una avenida surcada por filas de árboles. Algunos de los globos de luz habían sido parcialmente oscurecidos por las ramas y producían sobre la calle motas sombreadas.
—Entonces, ¿tenemos alguna idea de cómo saldremos de Ral’Tumar? —preguntó Ravenna con suavidad. Las colinas detrás de la ciudad ocultaban el crepúsculo. No había luna ni estrellas en el cielo, casi por completo negro. Las luces de la ciudad se extendían a nuestro alrededor como constelaciones en miniatura, un panorama que sin duda hubiese sido todavía más impresionante desde mar abierto.
—No nos consta que tenga que haber problemas —protesté sin convicción—. No somos tan llamativos y no tienen una descripción nuestra.
—Eres demasiado parecido al emperador para no llamar la atención. Supongo que no deberíamos tener problemas, porque aquí nadie nos conoce.
—Con excepción, quizá, de aquel agente thetiano que viste esta mañana, pero no podemos estar seguros —advirtió Palatina, y sentí una aguda punzada de ansiedad. Pero ella no miraba en mi dirección, no tenía idea de lo que había sucedido esa tarde, y yo me permití un fugaz y silencioso gesto de alivio.
—¿De qué otro modo podríamos salir? —pregunté—. Si partimos a bordo de un buque, nos llevará meses y nos arriesgaremos a ser capturados en cualquier puerto en que nos detengamos. Cuando lleguemos a Ilthys o a Qalathar ya no habrá ningún disidente con el que contactar.
—Tiene razón, Palatina —advirtió Ravenna—. Ignoran que estamos aquí. No hay modo de que pudiesen enterarse antes de su partida de Taneth. Midian no nos buscará aquí, sino en Qalathar. Aquél es el punto central, y hacia allí se espera que vayamos. Ni siquiera sabe con certeza si estamos en el Archipiélago.
Yo no estaba tan seguro de eso y pude percibir la sombra de la duda. ¿Qué ocurriría si el emperador, o su agente, decidía ordenarle al Dominio que nos cogiese? Alejé esa idea de mi mente tanto como pude. Era demasiado improbable, considerando que el emperador bien podía haberme hecho seguir sin mayor complicación. ¿Quién sabía qué haría Midian si me atrapara? Si no lo había comprendido mal, el emperador deseaba mi rendición, no mi muerte. O al menos eso era lo que yo esperaba.
—Pues podría haber dado nuestra descripción sólo por si acaso —señaló Palatina—. Y ninguno de nosotros es indescriptible. No sería mala idea que te deshicieras de esa túnica de oceanógrafo.
—Hacerlo llamaría la atención —objeté—. Además, yo podría ser un oceanógrafo de media jornada. Viajo como oceanógrafo, no como vizconde de Lepidor. Será mejor que la conserve.
—¿Qué es lo que haremos entonces? ¿Dirigirnos hacia el puerto dentro de dos días y rezar para no ser arrestados por los sacri? Si eso ocurre no habrá ninguna solución intermedia.
—Otra vez te comportas como una paranoica —le espeté. Entendía sus miedos, pero me asustaba más la idea de permanecer por siempre en Ral’Tumar. Y, lógicamente, si nos movíamos lo bastante de prisa, cualquier informe que recibiese Midian quedaría obsoleto.
—Me comporto como alguien sensato, y eso ya ha salvado mi vida en una ocasión.
Supuse que se referiría a Thetia, donde los asesinatos eran habituales. La mayor parte, como podía deducir, eran promovidos de un modo u otro por el propio emperador.
—A bordo de esa nave llegaremos a Ilthys mucho antes de que ponga el pie allí ningún inquisidor. Entonces contactaremos con los disidentes mientras aún pueda ser…
—¿Y entonces qué? —interrumpió Ravenna deteniendo nuestra conversación para mirarme con auténtica furia en los ojos—. Os comportáis como si se tratase de movimientos de ajedrez en medio de la vida real. Ya no podemos ceñirnos a los planes originales, pues las cosas han cambiado. Los inquisidores están aquí para destruir el Archipiélago y en ese proceso matarán a mucha gente. Mi gente, aunque eso no os incumba. Llevará varios meses organizar el comercio de armas, y ¿de qué servirá? Quizá para entonces no queden ya herejes con los que tratar. Sarhaddon está sediento de nuestra sangre, pero también de la de cualquier otra persona. Todos los que conocimos en la Ciudadela, Laeas, Persea, Phocas y sus familias. Toda esa gente cuyas vidas intentamos salvar hace un mes, gente que carece de ciudades continentales hacia las que huir cuando la situación empeore.
—Como tú, no quiero que el Dominio me coja, pero si la Inquisición llega a conseguir lo que se propone, quizá también eso suceda. Con sólo hacer el contacto para dar seguridad a Hamílcar habremos sido de ayuda. Si logramos hallar el Aeón, tendremos la oportunidad de invertir la situación. Es posible que sea preciso hacer muchas otras cosas, pero ése sería un comienzo. Y un sitio donde refugiarnos.
Proseguimos la discusión, inconscientes de que la decisión ya había sido tomada sin nuestro consentimiento.