CAPÍTULO VI

Con la intención de alejarme un poco de Ravenna, decidí realizar mi aplazada visita a los oceanógrafos. Ahora que sabía dónde estaba su estación y, más o menos, cómo llegar, no me llevó mucho tiempo abrirme paso a través de las calles laterales. Aún era media tarde y la mayor parte de la población se encontraba en sus puestos de trabajo, de modo que la ciudad parecía un poco vacía. Quizá más vacía de lo habitual a causa del desembarco de Midian y su tribunal de inquisidores.

Por suerte, en mi recorrido no me topé con ninguno de los sacri, pero cuando alcancé la más concurrida avenida de la costa percibí un aire sombrío y amenazador que no había notado antes. La gente ya no parecía tan amable y distinguí no pocas miradas de sospecha, algunas dirigidas a mí, otras no. Me pregunté cuánto empeoraría la situación en Ral’Tumar. Quizá las cosas no fuesen tan terribles allí como en otros sitios, ya que el clan Turnarían era el más continental de los clanes del Archipiélago, y se le consideraba por lo tanto el menos peligroso.

Decidí pasar por el puerto submarino para comprobar que el buque de Demaratus estuviese donde él dijo que debía estar. Allí me las compuse para sonsacar algunos detalles sobre Midian y su entorno. Habían llegado en tres mantas alquiladas a las grandes familias tanethanas y un área del puerto submarino acababa de ser restringida para uso exclusivo del Dominio, lo que ocasionaba un notable caos para los oficiales navales tumarianos que se apuraban para encontrar embarcaderos libres.

Tres mantas; eso quería decir sin duda que tras su paso por Turnarían el tribunal se dividiría de forma gradual, de manera que sólo Midian y su séquito más próximo irían a Qalathar. Era posible deducir que existían dos grupos más, uno que partiría hacia Mons Ferranis y otro en dirección a Selerian Alastre. Luego ambos se escindirían a su vez.

Me alejé del muelle submarino y caminé a lo largo de la avenida costera pasando frente a multitud de bares y tiendas de navegación. Así llegué al pequeño solar que ocupaba la estación oceanógrafica. A fin de llamar la atención lo menos posible, viajaba fingiendo ser un oceanógrafo y vistiendo la túnica azul claro del instituto, de manera que no hubiese ningún motivo para dudar de mi identidad. Por lo general, los hijos de los líderes de clanes, al menos los continentales, no se hacían oceanógrafos.

Yo era verdaderamente afortunado, ya que el dialecto que hablábamos en el noroeste de Océanus era el mismo que en muchas de las islas, además pertenecía por nacimiento al Archipiélago y viajaba junto a dos ciudadanas del Archipiélago. Entre la gente del clan de Ral’Tumar, sólo destacaría por ser sorprendentemente thetiano. Y los thetianos, por regla general, no eran herejes. De cualquier modo, todo eso no hacía que me sintiese menos nervioso respecto a los sacri.

La estación oceanógrafica de Ral’Tumar era más grande que la de Lepidor y construida en un estilo diferente —, pero el ambiente que se respiraba en el edificio era el mismo. Si bien el salón de entrada era más amplio y de mejor calidad, había también equipos dispersos por todos los rincones, impregnados de ese aroma indefinible que tienen los objetos que pasan la mayor parte del tiempo en el agua.

No había nadie en la recepción cuando llegué, pero un par de minutos más tarde un hombre con barba, de unos treinta años, descendió por la escalera llevando una hoja de papel. Se detuvo al verme y pareció ligeramente sorprendido.

—Buenas tardes, ¿qué puedo hacer por ti?

—Estoy de paso en Ral’Tumar y me he preguntado si podría utilizar vuestra biblioteca. Traigo conmigo boletines de la estación noroeste de Océanus, si es que os resultan de utilidad.

—Por favor, pasa. Veré si localizo al ayudante del director. El director no está aquí en este momento; asiste a una conferencia en Sianor. ¿A qué estación perteneces?

—A Lepidor.

—Muy bien. No hemos recibido ningún informe de la isla de Haeden en los últimos tiempos.

Eso me pareció preocupante como oceanógrafo, dado que ambas estaciones estaban dentro del mismo ciclo de corrientes y precisaban estar en contacto.

Me condujo a lo largo del pasillo hasta la oficina del ayudante, una sala mucho más amplia que el despacho del director en Lepidor. El director… Prefería no pensar en él.

La puerta estaba abierta y el ayudante alzó la mirada cuando entramos.

—Ah, Ocusso. ¿Ya has acabado con el presupuesto que te había pedido? ¿Quién es?

Por lo menos, algunas cosas nunca cambiaban: el presupuesto era siempre la prioridad.

—Es un oceanógrafo de Lepidor. Desea utilizar nuestra biblioteca. Si puedes ocuparte de él, iré de inmediato a entregarle el pedido a Amalthea.

El ayudante asintió y mi guía se esfumó con tanta prisa como había llegado.

—Bienvenido a Ral’Tumar… —Cathan— me presenté.

—Soy Rashal, el ayudante principal del director Victorinus, que de viaje.

Con su piel color oliva y sus largos cabellos que le daban un aspecto casi leonino, Rashal podría haber pertenecido a cualquier punto del Archipiélago. En mi opinión, no podía tener más de cuarenta años.

Conversamos cordialmente durante un rato acerca de diversas cuestiones oceanográficas y le ofrecí los boletines de nuestra estación. Era, en esencia, un resumen de las observaciones más importantes durante un cierto período, que podrían ser de interés para otras estaciones. Llevar copias semejantes a las estaciones que se visitaban constituía una cortesía habitual en un oceanógrafo de viaje. Se suponía que toda estación debía enviar un informe similar al Instituto Central, en Selerian Alastre, cada seis meses aproximadamente. Sin embargo, con frecuencia los documentos se perdían en el trayecto o tardaban demasiado en llegar a destino. Era probable que mis boletines llegasen a las oficinas centrales mucho antes que los boletines oficiales.

—¿Qué deseas consultar? —preguntó Rashal por fin—. Tenemos una extensa biblioteca, que supongo que te será de utilidad. Le conté la visita del kraken y le expliqué mis intenciones de investigar las condiciones de las profundidades oceánicas, lo que era cierto, por lo menos en parte. Siempre me habían interesado más las corrientes y el comportamiento del océano como un todo que, por así decirlo, sus habitantes. Los kraken eran una excepción. No había quien no sintiera fascinación por los kraken.

Rashal abrió los ojos de par en par.

—Es un buen campo de estudio en este momento. ¿Has oído hablar de la Misionera?

—¿Misionera?

Rashal sonrió y sacó de su escritorio un par de hojas de papel.

—Es lo que los estudiosos de las profundidades del océano han estado esperando durante los últimos cuarenta años, desde que se perdió la Revelación. En esencia es una Revelación modernizada. Se trata de una manta de guerra modificada, a la que se le están añadiendo los últimos detalles técnicos en Mare Alastre. Y planean además construir una nave totalmente nueva para emplearla específicamente en tareas de investigación en aguas profundas.

Incluso si todo cuanto me había dicho al principio no me hubiese impresionado, sus últimas palabras me habrían llamado la atención. El instituto sólo había sido capaz en una ocasión de afrontar el coste de convertir una manta para utilizarla en las aguas más profundas del océano. E incluso entonces el imperio y el Dominio habían colaborado aportando fondos. El resultado había sido la Revelación, una nave de exploración cuya labor resolvió numerosos misterios concernientes a las profundidades y que, según pensaban muchos, había batido el récord de profundidad. La Revelación se había perdido junto con toda su tripulación cerca de las costas de Tehama unos cuarenta años atrás, circunstancia que nadie había conseguido aclarar.

—¿Colaboran otra vez el imperio y el Dominio?

Rashal asintió.

—Lee esto —me dijo extendiéndome el papel—. Es todo cuanto sé por el momento.

Era una circular del jefe de investigaciones del instituto de Selerian Alastre, anunciando que dicho organismo había dado de baja la manta de guerra Despina para reconvertirla en un buque de exploración de grandes profundidades. El emperador y el Dominio habían accedido gentilmente a financiar el proyecto a cambio de recibir detalles de todos los descubrimientos realizados y de tener derecho a emplear el buque durante todo un mes una vez al año. ¿Para qué pretendía utilizarlo el Dominio? Seguían a continuación los detalles técnicos, el nuevo nombre que se le daría a la nave y una petición de sugerencias acerca del equipo especializado que debería montarse a bordo. Hacia el final, tres líneas especificaban que los financiadores habían acordado diseñar también una manta especializada para trabajar a grandes profundidades, cuya construcción comenzaría al cabo de unos pocos meses.

—Gracias —le dije—. Todavía no nos habíamos enterado de eso.

—Buenas noticias, ¿verdad? —exclamó Rashal radiante de alegría.

—Sobre todo considerando que hasta ahora no parecía haber nadie interesado en hacer algo semejante.

Rashal negó con la cabeza y su expresión se puso seria de pronto.

—El emperador está demasiado ocupado exterminando a sus súbditos, y es un verdadero milagro que el Dominio demuestre interés, máximo considerando la situación actual. —Sus palabras no dejaban en claro ninguna opinión personal, representaban más bien un discurso prudente ante un casi completo desconocido. Por lo general, los oceanógrafos no eran fanáticos, pero no estaba de más asegurarse—. En todo caso —concluyó—, no querrás perder más tiempo, supongo. Te conduciré a la biblioteca y allí te dejaré trabajar por tu cuenta. ¿Estás de acuerdo?

—Por supuesto.

Me guió a lo largo de un pasillo descendente en dirección a un amplio salón dotado de varias hileras de libros y archivos ubicados en el subsuelo. En el centro se veían un par de mesas un poco desgastadas y unas pocas sillas. No había nadie más allí.

—Les diré a todos los demás que estás aquí, y, por favor, avísame cuando te vayas. Los libros sobre las profundidades del océano se encuentran en aquella esquina.

No había demasiadas obras en dicha sección, ya que tampoco se sabía mucho al respecto. La Revelación era la única nave de la que se sabía que había descendido a más de trece metros de profundidad (o al menos ésa era la versión oficial), y se conservaba el registro de sus exploraciones junto a dos gruesos volúmenes que reunían sondeos e información. A su lado había un delgado libro sobre los kraken, escrito por alguien que se había pasado la vida persiguiéndolos y había llegado a ver cuatro en el curso de cincuenta años. Encontré también una teoría sobre lo que podía suceder debajo de la superficie y, por fin, un detallado análisis de las cavernas submarinas existentes bajo las islas de Turnarían.

La verdad es que me sentí bastante decepcionado. Tenían allí algo más que en Lepidor, pero, dado que en Lepidor lo único que había era el relato de los viajes de la Revelación, eso no era muy sorprendente.

El libro sobre la teoría era seco y técnico, con ocasionales raptos de humor cuando el autor olvidaba por un instante la mecánica de las corrientes para ocuparse de alguna otra cuestión. El autor thetiano de dicha obra parecía haber sido también un músico, ya que se extendía durante diez páginas enteras en una digresión sobre la canción de la ballena. Ningún libro de un autor thetiano que hubiese leído en toda mi vida carecía de divagaciones. Se trataba sin duda de un pueblo singular.

Leí tanto de ese libro como me lo permitió la paciencia y luego me sumergí en el estudio de las cavernas. Todas las islas tenían sistemas de cavernas bajo la superficie. Algunas eran apenas agujeros en la roca, pero otras, como las que había bajo la isla de Hanmar en Thetia, se extendían cientos de kilómetros y tenían cuevas lo suficientemente grandes para albergar una pequeña flota. Según podía recordar, eso había llegado a suceder en al menos una ocasión, durante la guerra de Thetia contra Tuonetar: uno u otro de los bandos escondió un escuadrón en aquellas cavernas y luego emboscó a los desprevenidos enemigos.

Sin embargo, mi interés sólo fue pasajero, ya que el Aeón era con mucho demasiado grande para ocultarlo en cualquier sistema de cavernas. Aunque no tenía idea del aspecto del Aeón, aparentemente había sido construido a escala gigantesca, más como una ciudad móvil que como una nave. La imagen mental que yo me había creado a partir de referencias y descripciones escritas en la Historia de la Guerra de Tuonetar presentaba más dudas que certezas. Dicha obra, escrita por un líder thetiano, había sido prohibida por el Dominio.

En realidad no era el Aeón en sí lo que yo buscaba, sino lo que llevaba a bordo. El Aeón había sido el centro de control de una especie de red de vigilancia llamada ojos del Cielo. Gracias a algún misterioso medio, los ojos del Cielo poseían una visión del planeta en su totalidad, y de las tormentas. Con ellos sería capaz de comprender las tormentas y, según predecía el director del instituto de Lepidor, emplearlas contra el Dominio.

Pero el Aeón había desaparecido durante la violenta escalada al poder del Dominio y su paradero se ignoraba desde la virulenta contienda que siguió al asesinato del emperador unos doscientos años atrás. A partir de ese momento no se sabía nada. No había ni rastro del buque, ni de su tripulación ni de su capitán. Sólo un clamoroso silencio.

Cogí el relato de los viajes de la Revelación y permanecí absorto en sus páginas. Se trataba de la única descripción autorizada del abismo más profundo existente. Un abismo por el cual el Aeón, construido cientos de años antes de la guerra, había sido más que capaz de navegar. Y si, como yo creía, el buque había sobrevivido a la breve guerra civil, escondido entonces por su tripulación, el sitio lógico para ocultar el Aeón era alguno tan profundo que nadie pudiese jamás toparse con él por accidente.

—¿Perdido en meditaciones?

La suave voz interrumpió mi ensueño como un hierro ardiente. Se me cayó el libro y me volví en la silla. Abrí los ojos de par en par cuando reconocí su cara.

—¿Quién eres? —pregunté.

—Esa es una pregunta que bien podría hacerte yo a ti.

Con extraña elegancia, el visitante avanzó unos pasos en dirección a mí desde la entrada en la que se hallaba. Recogió el libro que se me había caído y lo observó con minucioso interés.

—Los viajes de la Revelación, es un buen tema para tratar en este momento, ¿verdad?

Me incorporé, sintiéndome en desventaja al estar sentado.

—¿Quién eres? —repetí—. No eres un oceanógrafo.

—No tengo ningún interés en absoluto por la oceanografía, salvo cuando tiene que ver conmigo de forma directa.

Su túnica naval crujió ligeramente cuando acercó una silla para sentarse frente a mí.

—¿Sabe Rashal que estás aquí? —pregunté.

—Si te refieres al oceanógrafo, no nos ocasionará ningún problema. No te librarás de mí de forma tan sencilla.

—Puedo irme de aquí cuando me plazca. ¿O acaso has puesto guardias en la entrada? —le dije intentando modular la voz de modo que sonase neutra y carente de emoción.

—Oh, yo no haría eso en tu lugar. No hay ningún guardia, pero permanecerás aquí porque yo así lo deseo. Si intentas irte, me veré forzado a retenerte, lo que te resultaría humillante.

Sus ojos color violeta no parpadeaban y me miraban fijamente mientras yo bajaba la mirada hacia su cintura, donde resultaba evidente la silueta curva de una espada colgando de su cinturón. Quizá yo estuviese desarmado, pero…

—Y si estás pensando en emplear… otros talentos que posees, te advierto que también puedo lidiar con ellos. Así que toma asiento y mantengamos una conversación civilizada.

No era una petición.

—Siempre me gusta saber con quién estoy hablando —sugerí mientras me sentaba con expresión adusta. Era posible que el sujeto estuviese mintiendo respecto a sus poderes, pero algo en él me indicó que no era conveniente arriesgarme. Mi corazón palpitaba con violencia.

—Creo que aquí soy yo quien lleva ventaja —sostuvo—, y no sólo por el hecho de que tú tengas algo que ocultar y yo no.

—Entonces ¿qué pierdes diciéndome tu nombre?

—Los nombres pueden convertirse en poder… Cathan. Y en esta sala no hay nadie más a quien puedas dirigirte, así que no hay necesidad de que conozcas el mío.

—Entonces ¿por qué dijiste antes que te correspondía preguntármelo a mí si ya lo sabías? ¿Es éste algún juego del Dominio?

—¿Imaginas entonces también que el Dominio está tras tus pasos? ¡Qué egocéntrico eres! Todos tus amigos parecen tener la misma debilidad. Me pregunto cómo conseguís llevaros bien. —En sus facciones angulares apareció un momentáneo gesto de desconcierto—, ¿os peleáis con mucha frecuencia para saber cuál de vosotros corre mayor peligro?

No dije nada y, tras un instante, sonrió.

—El Dominio no necesita en absoluto andarse con sutilezas. Si yo buscase apresarte en su nombre, ya conocería tu culpa de antemano y sólo habría venido a arrestarte. Si ellos no te buscasen a ti en particular, ¿crees que perderían el tiempo de esta manera? No. Puedo asegurarte que no tengo nada que ver con ellos.

—Entonces ¿por qué te tomas la molestia? Porque nos has visto antes. ¿No estarás satisfecho hasta que investigues a cada persona que ves? Quizá me haya equivocado con Pa… con mi amiga —corregí maldiciendo interiormente porque se me hubiese escapado esa sílaba.

—No creas que ignoro el nombre de Palatina. Y te haré una pregunta. ¿Por qué te ponía tan nervioso pasar frente a la embajada de Thetia? Tu actitud implica de alguna forma una conciencia sucia, Una embajada no tiene por qué inspirarle miedo a nadie.

—¿No tienes nada mejor que hacer que controlar las posibles conciencias culpables? Sabrá Dios cuántas personas hay en este mundo a las que no les gustan los thetianos. Si te dedicases a investigar a cada uno que pasa, estarías así eternamente y no dejarías de controlar ni a tu emperador. Aunque por otra parte… tú no eres thetiano, ¿verdad?

—¡Qué observador eres! No, no lo soy, pero es evidente que tú sí.

—¿Estás aquí sólo para hacer comentarios agudos e insinuaciones? No tengo tiempo para eso.

Me puse de pie, decidido al menos a intentarlo. Mejor correr el riesgo que permitir ser acobardado por meras palabras.

Resultó sin embargo que él era capaz de más que eso. Con increíble velocidad desenvainó la espada y la colocó contra mi garganta, sin que yo tuviese tiempo para dar más que un único paso.

—Esta conversación seguirá mis pautas, Cathan —advirtió con voz que sonaba más aburrida que amenazante—. Permanecerás aquí hasta que decida que te vayas. Ahora siéntate mientras te brinde esa posibilidad.

Seguí mirándolo por un momento, casi furioso por la frustración y un odio repentino. ¿Quién era aquel hombre y por qué se sentía con derecho a hacer todo aquello? Pero había colocado su espada en mi cuello y no había absolutamente nada que pudiera hacer la magia contra eso. Temblando de ira caminé hacia atrás y me desplomé con fuerza en la silla.

—Eso está mejor.

Volvió a su asiento y dispuso la espada sobre su regazo.

—Alguien con mayor sensatez habría intentado eso un poco antes. Alguien con menos orgullo no lo hubiese hecho en absoluto, pero tú desbordas de orgullo. Realmente tienes demasiado para alguien de tu posición. Yo, personalmente, no tengo objeción que hacer al respecto, siempre y cuando vaya en equilibrio con otras cualidades.

—¿Te parece que podríamos ir al grano? ¿O sólo estás alimentando un ego todavía más grande mediante mi humillación?

—¿Para qué querría hacer eso? Y, en todo caso, ya deberías saber por qué o, mejor dicho, por quién estoy aquí.

—¿Deseas que te diga todo lo que sé acerca de Palatina de manera que no tengas que preguntárselo a ella?

Quizá estuviese físicamente a su merced, pero no dejaría pasar ninguna otra oportunidad.

—Sé bastantes cosas acerca de Palatina Canteni, pero suponía que ella había muerto.

Su pronunciación de la lengua del Archipiélago escondía un vago acento detrás de un vocabulario bastante extenso, como si fuese alguien que había aprendido el idioma desde la infancia pero sin ser un nativo thetiano. Éstos tendían a omitir los pronombres, no a añadirlos. Algo que tenía relación con el modo peculiar en que funcionaba la lengua de los nobles thetianos.

—¿Acaso crees que es ella? —lo desafié—. No me lo parece, pues en ese caso no habrías venido hasta aquí para preguntármelo.

—Tenía entendido también que a ella le quedaba sólo un pariente vivo, un varón. Tú y ella os parecéis mucho, demasiado para que sólo sea una coincidencia.

Eso era indudable. Pese a sus curvas y al tono un poco más claro de su cabello, cualquiera que nos veía suponía que nos unía algún lazo de parentesco. Ravenna había pensado en un primer momento que podíamos ser incluso hermanos.

—Eso nos lleva a preguntarnos más cosas de ti —prosiguió—, cosas que supongo que no te han preguntado. Si tú no cooperas, podría verme forzado a llegar a conclusiones inconvenientes sobre tu verdadera identidad.

¿Eso quería decir que sabía alguna cosa? ¿O sólo estaba siguiendo una línea de razonamiento? Lo más probable era lo segundo, ya que no era necesario ser un genio para establecer la relación. Por eso a Palatina le preocupaba tanto ir a Thetia, y, pese a que mi mente estaba empañada por la furia, intentaba concentrarme todo lo que podía. Casi con seguridad este sujeto, fuese quien fuese, trabajaba para los thetianos. Pero ¿para qué thetianos? ¿El emperador, la Armada o alguno de los clanes? No tenía todavía ninguna pista, pero con un poco de suerte acabaría diciendo algo que me ayudase a determinarlo.

—Por alguna razón tienes miedo al Dominio. No tardaré en averiguar por qué. Pero Palatina Canteni solía moverse en los círculos más elevados y provocaba fuertes reacciones entre sus amigos y enemigos. Un pariente suyo con tus rasgos podría perfectamente ser utilizado. Thetia cuenta también con amigos y enemigos.

—Estás perdiendo el tacto —le indiqué con satisfacción—. Recurrir a amenazas de violencia, referirse a facciones misteriosas…, esas cosas muestran por lo general que quien lo hace no está seguro de donde pisa.

—Y sospecho que ése es el caso, en efecto, cuando hay políticos de por medio, pero ahí te equivocas por completo —afirmó tajantemente—. Creo que mi suposición sobre cuál de los dos era más ingenuo ha resultado acertada. No puedes ir por la vida, y mucho menos por el Archipiélago, con un rostro como el tuyo y pretender que la gente lo ignore. Dime, ¿de qué continente vienes?

—De Océanus —respondí con un amargo sabor en el fondo de la garganta. Me parecía haber sido muy listo y, sin embargo, me tenía andando en círculos. No tenía ningún sentido mentir cuando era obvio que podían descubrirme tan fácilmente.

—¿Has tenido alguna vez ocasión de ver o conocer al virrey imperial? —me preguntó—. Es posible que sí. —Eso no basta.

—Lo he visto —dije con un hilo de voz, incapaz de desafiarlo—. El virrey Arcadius es un primo lejano del emperador, hijo de la concubina de su abuelo. No se espera que los emperadores thetianos tengan concubinas, pero así son las cosas. Por otra parte, él es el heredero al trono. Como sea, es un Tar’ Conantur puro: cabello negro, delgado, con un rostro de elegantes rasgos, ojos azul marino. Los años lo han favorecido, ¿no te parece?

Se inclinó hacia adelante y al mencionar cada uno de los rasgos hizo descansar con delicadeza el extremo de la espada sobre cada una de las correspondientes partes de mi cara. Permanecí totalmente inmóvil.

—No soy único en absoluto —afirmé del modo más cortante que pude, pero sabiendo que no sonaba convincente—. Vuestra dinastía real ha dado muchísimos niños a lo largo de los años, y al parecer algunas cosas se repiten en todas las generaciones.

Tar’ Conantur era el nombre del clan de thetianos pertenecientes a la realeza.

—Es cierto, pero siempre hay algo que se pierde. Los Tar’ Conantur acostumbran a casarse con mujeres de una raza en particular, lo que refuerza los lazos.

Eso era algo sobre lo que había leído sin comprenderlo demasiado bien. La mayor parte de las dinastías reales se relacionaban entre ellas a fin de reforzar sus rasgos, teniendo a veces hijos idiotas. Los thetianos parecían haber elaborado una regla diferente, según la cual el emperador debía casarse con una exiliada. Los exiliados eran una tribu singular que vivía de forma nómada en zonas alejadas junto al océano y que rara vez entraban en contacto con otros pueblos.

—No soy ningún experto en genealogía pero sé que los Tar’ Conantur son difíciles de confundir.

—¿Consideras que soy una amenaza para vuestro emperador?

—Lo que yo piense es irrelevante —dijo con brusquedad—. Te formulé una pregunta acerca de Palatina y escogiste no responderla. Apenas estoy siguiendo una linea de razonamiento que podría construir cualquiera con medio cerebro. Que tú seas o no una amenaza para el emperador es algo inmaterial, pues, igual que la belleza, la amenaza está en los ojos de quien la mira. Así que volveré a preguntártelo. ¿Es ella la auténtica Palatina Canteni? Sé cuidadoso. No intentes desviarte del tema otra vez, a menos que desees que te dé una verdadera lección de humildad.

—Es ella —admití, sintiéndome atrapado como un insecto en la resina de un pino—, al menos hasta donde yo sé.

No quería que fuese más lejos, pero una parte de mí protestaba a gritos que me daba por vencido demasiado fácilmente. ¿Por qué me sentía tan dispuesto a rendirme frente a meras amenazas? La espada me había puesto en mi lugar, nada más. O por lo menos así me justifiqué ante mí mismo.

—¿Te ha dicho ella qué fue lo que le sucedió, cómo escapó de Thetia?

—No lo sabe con seguridad, pero sé que fue recogida por… —comencé la frase pero me obligué a detenerme—. No voy a traicionarla. Por lo que yo sé, tú podrías ser uno de los que intentaron asesinarla. No te diré nada más.

—Bien —dijo él, inexpresivo, poniéndose de pie y envainando la espada—. Estoy seguro de que el nuevo inquisidor general estará muy interesado en saber que una joven hereje qalathari de alto rango se hospeda en el hostal del parque Bekal.

Avanzó hacia la corta escalera que conducía fuera del salón.

Mi corazón pareció detenerse por un segundo y lo observé con terror. Seguramente no tenía intención de hacerlo, pero se aproximó a la puerta como si pensase abrirla.

—¡No! —grité desesperadamente, corriendo a través del salón en un irreflexivo esfuerzo por detenerlo. Me detuve de inmediato sin haber llegado siquiera a tocarlo cuando puso frente a mí la espada desenvainada.

—No amenazo en vano, Cathan —sostuvo con una fría sonrisa.

¿Cuánta de tu preciosa dignidad estás dispuesto a sacrificar para salvarla?

No se movió salvo para darme un golpecito en el hombro con la punta de la espada. Lo miré desconcertado por un instante.

—¡Hijo de puta! —dije finalmente ahogando mis propias palabras una vez que comprendí lo que insinuaba.

—Me han entrenado muy bien —afirmó, esperando.

Presa de una ira ciega e impetuosa por poco no me abalancé sobre él, sin importarme la espada ni su fuerza, superior a la mía. Pero lo único que podía ocurrir era que él venciese, y entonces…

Me arrodillé muy lentamente al pie de la escalera, con la cabeza al nivel del extremo de su vaina. Ya me había encontrado dos veces en una situación similar, pero en ambas me habían atado y mis captores eran superiores en número. Aunque en esta ocasión no creía estar en peligro, me sentía mucho peor por haber sido forzado a ese tipo de rendición por un único hombre que no tenía aspecto de ser mago.

—¿Bien?

—¿Qué es lo que pretendes?, ¿que te pida disculpas o que te suplique?

—Que me supliques —espetó. Una frase mínima. Mataría a ese hombre, fuera quien fuese. Ése era el único pensamiento que me sostuvo mientras pronunciaba las siguientes palabras.

—Te ruego… te ruego que no le hables al Dominio de Ravenna. Quédate aquí y te diré todo cuanto desees saber.

Por un largo rato se quedó en su sitio, mientras yo lo observaba, consumiéndome en una furia impotente. Entonces, quizá tras considerar que ya me había visto padecer demasiado, se alejó de la manilla de la puerta y regresó a su asiento. —No te molestes en ponerte de pie, Cathan, sólo vuélvete y mírame.

Cuando muy a mi pesar obedecí, lo encontré sentado como si estuviese en el trono del delfín y no en una maltrecha silla de madera en una biblioteca provincial.

—Ahora dime todo lo que te pregunte acerca de Palatina.

Su interrogatorio fue relativamente corto en relación con el jaleo que había ocasionado, pero me pareció durar una eternidad. Cuando acabó, sentía pinchazos en las rodillas a causa del contacto con las duras piedras del suelo, pero estaba todavía más furioso que antes. Se puso de pie y fue hacia la puerta. Sin atreverme a otra cosa, volví a mi posición anterior, girando sólo el cuello para seguirlo con la mirada.

—Palatina es ahora menos importante para mí de lo que lo eres tú, Cathan. Es en ti, mucho más que en ella, en quien estoy interesado. Sé quién es y cómo es Palatina, pero contigo la situación es diferente. Vine a quitarme preocupaciones, pero eso no es ni remotamente lo que ha sucedido.

Su silueta pareció difuminarse un segundo, como si lo estuviese mirando desde debajo del agua. Entonces, el agente de la embajada con aspecto extranjero fue reemplazado por una figura de estatura un poco menor pero mucho más intimidante. Era esbelto, de cabellos negros, tenía un rostro delicadamente cincelado y ojos azul marino que brillaban con malvada pasión. Su cuerpo era algo más alto y ancho que el mío, e imponía mucha mayor autoridad que la que hubiese podido dar mi propia imagen en el espejo.

Por primera vez sentí auténtico terror.

—¿Me reconoces ahora, Cathan? ¿Reconoces este rostro? Es el rostro del legítimamente coronado emperador de Aquasilva. Es conmigo con quien has estado hablando, y te has arrodillado ante mí. Soy la principal entre las numerosas personas a las que deberías temer. Volverás a ver a mi agente y volverás a verme a mí. Habrá momentos en el futuro en los que desearás regresar aquí, Cathan. Si vives lo suficiente, nuestros caminos se cruzarán otra vez. Te aterroriza el Dominio, pero ahora tienes algo que debes temer mucho más. Algún día te presentarás voluntariamente en mi corte y te arrodillarás ante mí en persona, porque si no lo haces y yo me veo forzado a llevarte hasta allí, desearás no haber nacido jamás.

»Ahora te concedo un período de gracia. Pero recuerda que sé de tu existencia y que estaré cerca de ti. Dondequiera que vayas, donde sea que intentes esconderte, alguien te encontrará. Quizá yo, quizá un inquisidor. Asegúrate de no olvidarlo.

Su silueta volvió a difuminarse y se transformó de nuevo en el agente extranjero, que salió de la sala cerrando la puerta tras él sin pronunciar ni una palabra más.

No podía ser.

Pero había sucedido. No sé cómo lo había hecho, pero no se trataba de ninguna ilusión. Representaba una minúscula satisfacción saber que quien había sido capaz de controlarme de forma tan eficaz no era una persona común.

Era el propio emperador Orosius.