CAPÍTULO V

La multitud se mantuvo en un sombrío silencio, como si la presencia misma de los sacri los hubiese vuelto de piedra. Nadie deseaba llamar la atención abandonando el muelle o alejándose en la dirección opuesta. Sólo observaban, haciéndose a un lado a medida que los sacri avanzaban lentamente a lo largo de la explanada y se detenían formando una doble fila. Los seguían muchos otros, que descendían por la escalinata para unirse a sus camaradas formando alrededor de la entrada al puerto un semicírculo completo.

Detrás aparecieron los inquisidores, casi idénticos entre sí dentro de sus túnicas negras con rayas blancas y sus puntiagudas capuchas que les cubrían prácticamente todo el rostro. Parecían deslizarse en lugar de caminar y arrastraban la parte inferior de las túnicas. Con todo, lo más sobrecogedor era su silencio: aparentemente no hacían ningún ruido al moverse. Y la hilera parecía prolongarse de forma infinita cuando, finalmente, unos cuarenta inquisidores formaron en los escalones inferiores detrás de los sacri.

Como casi todos los edificios de Ral’Tumar, el puerto submarino tenía el portal de entrada ligeramente echado hacia atrás dando lugar a un arco decorativo, ubicado en este caso en lo alto de una pequeña estructura de escalones de mármol. Cuando el último inquisidor ocupó su lugar, el inquisidor principal, que estaba de pie frente al portal con los brazos cruzados y las manos ocultas en las mangas de la túnica negra, se hizo a un lado para permitir que alguien saliera del tenebroso interior.

Un momento después pude ver un haletita barbado de complexión poderosa que salió y se detuvo en el más alto de los escalones. Su túnica roja y anaranjada con el emblema de las llamas estaba recubierta de piedras preciosas.

—¡Es él! —dijo Ravenna en un susurro apenas lo bastante audible para que yo lo comprendiese—. ¿Cómo es posible que lo hayan enviado a él?

Un tercer hombre vestido con la túnica escarlata de los magos se colocó a la derecha del hombre con barba, seguido de otros sacerdotes (uno de ellos con ropas de avarca) y una docena más de inquisidores que se situaron a su alrededor. Supuse que sería el avarca de Ral’Tumar, pues tenía en el rostro la típica expresión servil que sin duda reservaba para los superiores que lo honraban con su visita.

—En nombre de Ranthas, que es Fuego y que trae la luz al mundo, y de su santidad Lachazzar, viceadministrador de Dios y primado del Dominio —empezó a proclamar el mago, leyendo un pesado pergamino de imponente aspecto. Los edificios del puerto amplificaban su voz haciendo eco—. Sea de conocimiento de todos que, en desafío a la ley de Ranthas y a las enseñanzas de su Dominio, el mundo se halla profundamente afligido por la plaga de la herejía. Que andan por ahí quienes niegan las enseñanzas de la fe y desafían la autoridad de Ranthas. Que, aunque poco numerosos, predican su herejía contaminando las mentes de aquellos cuyo corazón permanece puro y que han renunciado al señor verdadero, al hacedor de la creación y a su siervo Lachazzar, quien por derecho de sucesión es el único legislador de la fe en Aquasilva. Al rechazar la verdadera fe han condenado sus almas a estar por siempre fuera del poder generador vital de las llamas y han propagado su contaminación por todo el mundo.

Era un edicto universal, un decreto de fe general, promulgado por el primado en persona, una ordenanza que ningún poder del cielo ni de la tierra podía desobedecer. Mientras que los edictos específicos era algo común y se emitían cada vez que el primado creía conveniente intervenir en algún asunto, por lo general transcurrían años sin que se promulgase un edicto universal. Perfectamente consciente de que nuestras cabezas sobresalían un poco sobre la multitud, no me atreví a moverme, aterrorizado ante la idea de hacer algo que pudiese atraer la atención de los hombres que llenaban la escalinata. Ravenna estaba absolutamente rígida, con la mano a modo de garra que aplastaba mis dedos. Di un pequeño tirón y ella relajó el puño lo bastante para permitirme moverlos.

—Por consiguiente, su santidad, viceadministrador de Ranthas, decreta que la Inquisición se extenderá a todas las tierras y a todos los océanos. Que los agentes del Santo Oficio de la Inquisición actuarán, en concordancia con la voluntad de Ranthas, a fin de eliminar de raíz la plaga de la herejía de la faz de las aguas. Que actuarán con la santa autorización de Ranthas y del Dominio universal. Que nadie deberá obstruir, demorar, impedir o pretender confundir esta misión sagrada, y que quien intentase hacerlo recibirá el trato que merecen los pecadores y los herejes. Que todo hombre o mujer, grande o pequeño, deberá demostrar su fe verdadera a los agentes del Santo Oficio de la Inquisición, y que todos aquellos que tengan alguna autoridad deberán prestar al Santo Oficio toda su asistencia y ayuda. De acuerdo con todo esto, queda establecido a partir de ahora por su santidad que cualquiera que se arrepienta y confiese sus pecados en el lapso de los próximos tres días, admitiendo su culpa y exhibiendo deseos sinceros de enmendarse, será absuelto y castigado con indulgencia, de manera que nunca más se aleje de la verdad o se desvíe de la senda correcta. Que cualquier hombre o mujer que posea información concerniente a las herejías informe de inmediato al Santo Oficio, ya que en caso de ocultarla se le considerará hereje. Que sobre aquellos herejes que no se arrepientan espontáneamente de sus pecados el Santo Oficio empleará cuantos métodos considere necesarios conforme a la ley de Ranthas, a quien no constriñen las leyes de los hombres. Que a aquellos cuyos pecados sean considerados demasiado graves por el Santo Oficio se permite aplicar la purificación mediante el fuego sagrado acorde con la doctrina de Ranthas, y que quien ose intervenir será juzgado culpable de sus actos. A fin de ejecutar su sagrada misión en los territorios del Archipiélago, su santidad decreta por la presente que encomienda la máxima autoridad al inquisidor general Midian, quien en el transcurso de su deber no deberá responder a nadie más que a su santidad en persona y cuyo poder será equivalente al de su reverencia Talios Felar, exarca del Santo Oficio de la Inquisición. Reconozcamos todos su autoridad o seamos excluidos de la protección de Dios. Rubricado de mano de su santidad, Lachazzar, viceadministrador de Ranthas, el primer día de invierno del bendito año 2774.

Cuando el mago volvió a enrollar el pergamino y se lo devolvió al hombre barbado, el recién ascendido inquisidor general Midian, se produjo un silencio absoluto. Entonces Midian alzó la mano izquierda y, con la misma coordinación que la rompiente de una ola, todo el gentío se puso de rodillas. Conscientes de ser dos personas de baja estatura y cabellos negros en medio de una multitud de ciudadanos del Archipiélago con rasgos muy similares entre sí, caímos de rodillas tan pronto como pudimos y hundimos nuestras cabezas sin intentar desafiar la mirada de los inquisidores. Mi cuerpo se lanzó contra el suelo de piedra tan violentamente que sentí una sacudida en todos los huesos.

Casi no escuché la plegaria de Midian o su bendición, o lo que fuese. Sólo sentí como puñaladas las grandilocuentes frases habituales exhortando a todos a seguir la senda de Ranthas y a no cuestionar las enseñanzas del Dominio.

Nunca había admitido cuánto me aterrorizaba la Inquisición, ya que hacerlo hubiese sido el paso previo a la herejía. Pero no me habría avergonzado admitirlo. Al contrario que prácticamente todos los demás en Aquasilva, yo había sido testigo de la muerte de inquisidores, derrumbados por las flechas de los centinelas de Lepidor y de los hombres de Hamílcar. Pero desde entonces ésta era la primera ocasión en que los veía y, por algún motivo, me sentí mucho peor.

En aquel momento me había visto a su absoluta merced, sujeto a los designios de su piedad (aunque ésta no significaba mucho para ellos). De cualquier modo, en Lepidor los inquisidores sólo habían desempeñado un papel secundario. No había existido ninguna duda sobre mi culpabilidad o la de Ravenna, y por lo tanto no tuvieron tampoco ocasión de planteársela. Aquí, en Ral’Tumar, yo estaba libre y en condiciones de escapar. Pero si Sarhaddon llegaba a tener la más mínima sospecha de que yo me encontraba en el Archipiélago…

Midian acabó su oración e informó a la multitud reunida de que ya podía retirarse. Por un momento nadie se movió. Luego un grupo de personas hizo amago de ponerse en pie y saludó con una reverencia al nuevo inquisidor general. Las jerarquías de sacerdotes que ocupaban los escalones abandonaron su rígida formación y volvieron a ponerse en fila para marchar. Unas ocho sillas de mano fueron traídas desde un lado de la biblioteca. Eran similares a tronos, construidas en firme madera, y cada una era sostenida por dos fornidos portadores haletitas. Nadie se atrevió a moverse hasta que todos los sacerdotes principales se subieron a las sillas y la procesión dio comienzo, similar a una serpiente negra y roja avanzando hacia el corazón de la ciudad.

Entonces, por fin, cuando la última armadura carmesí se perdió de vista, la multitud recuperó la voz y empezó a dispersarse. Ravenna aflojó la presión de mi mano y permaneció inmóvil por un instante.

—Será mejor que regresemos —me dijo con su antigua voz entrecortada y desprovista de emociones—. Ya no tenemos tiempo para ir a la biblioteca.

Avanzamos durante un tiempo por la costa siguiendo el flujo del gentío y, luego de mutuo consentimiento, cogimos una empinada y estrecha callejuela que salía entre una farola y un bar. Miré, nervioso, sobre mi hombro cuando alcanzamos la siguiente intersección, donde se cruzaba una calle algo más amplia pero extrañamente vacía que discurría paralelamente al puerto. No había nadie siguiéndonos, pero ¿por qué tendría que ser así?

—Me siento como un ratón acechado por un tigre —afirmó Ravenna, carente de su vitalidad y energía habituales—. Porque es un gran gato, juega conmigo antes de matarme, pero, como es tan grande, pisa a cualquiera mientras se divierte jugando.

—El Dominio no hace todo esto por ti —la contradije sin convicción.

—No seas estúpido —insistió Ravenna en un súbito arranque de enojo que se diluyó tan de prisa como había surgido—. Sé que no están aquí para atraparme, están para atrapar herejes. Son un tigre en un sitio lleno de ratones, y en eso no exagero. Nos dicen a todos que lo que pasó en Lepidor no tuvo la menor importancia. Que no les causamos la menor impresión.

—Así fue. Sólo le arrancamos al tigre uno o dos pelos, pero volverán a crecerle, y ahora el gran gato está furioso.

—No, no lo está. Es implacable. Eso no le importa. Si pisotea la suficiente cantidad personas, entonces dejaremos de figurar entre sus objetivos. Eso sí, en caso de que nos atrape se tomará un poco más de tiempo en matarnos. Pero salvo por ese detalle, para él sólo somos estadísticas. Lachazzar ha promulgado un edicto universal, y nadie en Aquasilva se atreverá a desafiarlo. Ha decidido que el Archipiélago es su próxima meta y ni siquiera el propio Orosius lo cuestionará lo más mínimo. Según la ley thetiana la totalidad del edicto es virtualmente ilegal, pero el Dominio es demasiado poderoso para oponerse a él.

—Ravenna, no durarán para siempre. Nada es eterno. Tras la caída de Aran Cthun, los thetianos no opusieron resistencia en ningún lugar de Aquasilva. Sin embargo se derrumbaron, y mira en qué se han convertido ahora.

—Aún estamos aquí, y respirando temor. Sé que intentas ayudar, Cathan, pero no estás obligado a hacerlo. Harás lo que puedas, igual que yo, pero al final eso no tendrá importancia. No existe nada que podamos hacer contra este edicto; el Dominio puede aplastarnos sin proponérselo siquiera.

—¿Y qué hay de las tormentas? —insistí—. Quizá no seamos más fuertes que todos los magos del Dominio juntos, pero no hay ninguno tan poderoso verdaderamente como nosotros dos juntos.

—No lo hay, pero incluso cuando destruimos medio Lepidor con esa tormenta, quedamos finalmente indefensos ante el mago mental. Todo lo que podemos hacer es enfurecer al Dominio lo suficiente para que arremeta contra nosotros. Y te ruego que no digas que en ese caso tendríamos posibilidades de resistir.

No me quedaba nada por decir, pues en mi interior sabía que ella tenía razón. Ni Ravenna ni yo estábamos acostumbrados a sentirnos insignificantes. Sin embargo, comparados con el poder que acabábamos de ver, no cabía duda de que lo éramos. Esa certeza me hirió tanto que sentí que algo me corroía por dentro, pero no se me ocurrió nada para mitigarlo.

—Creo que habremos de modificar nuestros planes —señaló Ravenna unos minutos más tarde, cuando alcanzamos la calle que discurría por debajo de la avenida de la embajada y se extendía en dirección a nuestro alojamiento, cerca de las murallas de la ciudad—. Qalathar ya no es un sitio seguro. Un solo traidor entre los disidentes, apenas una persona que nos guarde algún tipo de rencor, puede hacer que nos arresten. E incluso si somos afortunados, el Dominio siempre conseguirá capturar a alguien que nos conozca, e interrogarlo.

—¿Qué me dices de las armas? ¿Tendremos que seguir vendiéndoselas a los haletitas?

—¿Nunca te rindes, verdad? Eres casi tan terco como Palatina. Escúchame, si nos dirigimos ahora a Qalathar, probablemente no conseguiremos regresar. Han montado aquí un enorme tribunal y el grueso de los inquisidores puede estar aún en camino. No sería extraño que haya más buques en dirección a otros grupos de islas, pero por el momento el avance de Midian sobre Qalathar se está produciendo de un modo lento y calculado. Se detendrá en cada sitio que pueda, sacará su edicto, lo leerá y permanecerá durante unos días para recibir a unos pocos que vuelven al redil.

»Está claro que sus sacerdotes no tardarán en llegar a Qalathar. Desearán impresionar con sus éxitos, de modo que cuando desembarque allí ya tendrán planeada una gran ceremonia durante la cual morirán en la hoguera cincuenta o quizá cien personas. Sus calabozos rebosarán de sospechosos y controlarán a todo el que pretenda marcharse.

—El edicto alentaba a la gente a delatar a sus propios vecinos —subrayé.

—Eso es lo habitual, y en ocasiones se les ofrece incluso una recompensa. ¿No conoces sus métodos? —preguntó Ravenna.

—Lo básico —admití intentando recordar todo lo que nos habían contado en la Ciudadela.

—Me alegro de que Palatina no esté aquí, ya que detesta incluso pensar en ello. Es su método de acción lo que más la perturba, no lo que hacen en sí. Ya sabes cómo confía ella en la ley thetiana.

—La considera opuesta a la interpretación que la Inquisición hace de la ley.

—Sí, eres culpable antes de ser declarado culpable. Te acusan y debes demostrar tu inocencia en una corte secreta sin ningún testigo que te respalde. No es sorprendente que casi todos sean condenados.

—¿En qué consiste ese «castigo con indulgencia» que mencionaba el edicto? ¿En golpear a alguien para que esté inconsciente cuando arde en la hoguera?

—Estás obligado a llevar un distintivo en tus ropas, ir al templo descalzo cada semana y ser flagelado de forma ritual cada año durante la festividad de Ranthas. Es un castigo establecido. Para los plebeyos. En el caso de los nobles puede diferir, ser mejor o peor, según el caso.

Me quedé estupefacto. Debí de sospecharlo, por cierto, dados mis encuentros previos con el Dominio. Pero llamar a eso «indulgencia»…

—¿Durante cuánto tiempo deben cumplir la pena? —pregunté.

—Cinco años o diez o el resto de tu vida, dependiendo de lo auténtica que crean que es tu confesión.

—¿Y la gente realmente acude voluntariamente y confiesa?

Ravenna asintió con tristeza.

—En vista de un castigo semejante, sin duda lo harán. Pues, en caso de que alguien los denunciase más tarde, sería mucho peor. No es que vayan a quemar a tantos, es obvio, pero hay otros castigos casi igual de terribles.

Con actitud casi ausente, colocó el brazo alrededor de mi cintura y yo hice lo mismo pasando mi brazo sobre sus hombros. Ambos teníamos amigos en Qalathar y en el resto del Archipiélago que eran conocidos herejes, tolerados e incluso merecedores de la plena confianza de sus clanes. Pero cuando llegase la Inquisición, las lealtades de los clanes comenzarían a resquebrajarse. Como yo, Persea ya había escapado de la hoguera en una ocasión. Pero ¿cuánto tiempo podría durar su suerte o la de los otros una vez promulgado ese edicto?

Era un pequeño consuelo saber que sólo el Archipiélago estaba en el punto de mira, que la ofensiva del Dominio no se sufriría en Lepidor, ni la viviría Mikas en Cambress, ni Ghanthi bajo el dominio haletita. Lachazzar se proponía destruir el Archipiélago, un sitio demasiado opuesto a sus creencias, demasiado diferente para adecuarse a su ortodoxia.

Entramos en el pequeño patio donde estaba nuestro hostal, un anexo de dos plantas, contiguo a otro edificio administrado también por la familia que vivía allí. Construido al estilo tradicional del Archipiélago, como el resto de la ciudad, era sencillo, pero, siguiendo las costumbres del Archipiélago, estaba también meticulosamente limpio. La hospitalidad era muy importante en el Archipiélago, y el Dominio parecía abusar de ello de forma desvergonzada.

Subimos la estrecha escalera de madera hasta nuestras habitaciones, y Ravenna golpeó en la puerta de la que compartía con Palatina. No hubo respuesta.

—Se ha ido para demostrar que tenía razón —dijo Ravenna, resignada—. Sólo espero que se mantenga alejada del camino de Sarhaddon. ¿Cómo es posible que enviasen a esos dos, especialmente a Midian? Es un maldito y fastidioso demonio.

Ravenna metió entonces la llave en la inofensiva cerradura y la giró salvajemente, abriendo luego la puerta de un golpazo. Rogué que nadie la hubiese oído. No daba la impresión de que Palatina hubiese regresado desde la discusión que habíamos tenido con ella. No parecía haber nada fuera de su sitio. Yo ocupaba un estrecho cuarto contiguo, así que la habitación de Ravenna y Palatina era el único sitio lo bastante amplio para conversar. Subí la persiana para que entrase un poco de luz. No hacía tanto calor para abrir también los postigos.

—¿Tu idea es no seguir viaje hasta Qalathar? —pregunté sentándome en la cama de Palatina, cuya bonita colcha aparté con cuidado—. Sé que es arriesgado, pero…

—Pero no deseo que me cojan de nuevo. Entonces no nos torturaron, pero lo harán si nos capturan allí. Has leído las Historias, que hablan de Thetia, así que recordarás al jerarca Carausius, quien después de la tortura y la magia casi no pudo volver a caminar.

—Tampoco es seguro que vayan a cogernos.

—¿Quieres arriesgarte? No me digas que no tienes tanto miedo de ellos como yo.

—De cualquier modo, no nos matarán, ¿no es cierto? Al menos, no si saben quiénes somos.

Ravenna se sentó a mi lado con una cauta expresión en el rostro.

—Cathan, por mucho que… —comenzó pero se interrumpió. Aunque siguió adelante, omitió lo que había estado a punto de decir—. En ocasiones puedes ser muy difícil. Sé que intentas convencerme de que todo saldrá bien, pero tú mismo sabes que eso no es verdad.

—Pero está claro que no nos matarán. ¿Por qué intentabas convencerme de que lo harían?

En realidad, yo mismo no estaba demasiado seguro del motivo que me impulsaba a empeñarme en ir a Qalathar, ya que estaba aterrorizado y no deseaba dirigirme a ningún sitio en el que pudiese volver a caer en manos de la Inquisición.

—En Lepidor —explicó ella con mesura—, yo escogí la hoguera antes que convertirme en su marioneta. No podría decirte realmente por qué, ya que ni yo misma lo sé. Pero ya sólo eso, ¿no te dice nada?

La otra cosa que no conseguí comprender es por qué Ravenna parecía estar tan tranquila, cuando por lo general llegados a este punto de la discusión habríamos estado gritándonos el uno al otro.

—Jamás has querido regresar a tu hogar —insistí—. Incluso cuando estábamos en Lepidor y no teníamos idea de que todo esto sucedería pusiste tantas objeciones como pudiste. Está claro que no quieres ir allí, y eso no tiene nada que ver con la Inquisición.

—¿De verdad crees eso? ¡Como si no hubiese habido inquisidores allí durante el último cuarto de siglo!

—Pues entonces ¿cómo piensas regresar alguna vez si te asustan tanto? Lo que tenemos entre manos no es seguro en absoluto, pero eso tú deberías saberlo mejor que nadie.

—Lo sé —reconoció ella con el ánimo un poco más exaltado. Quizá me había equivocado respecto a su calma—. Y ése es el motivo por el que he intentado persuadiros a Palatina y a ti de no acompañarme. Pero sois ambos más tozudos que una mula.

—¿Por qué? Tú no eres en absoluto cobarde y nunca te habías dado por vencida de esta manera. Incluso querías ir a Tehama, que según tus propias palabras es el peor lugar en el… —La observé con agudeza y mi voz se fue apagando. Ravenna me había dicho en la Ciudadela que ella provenía de Tehama, la meseta que hay sobre Qalathar, cuya gente luchó durante la guerra de parte del Sol Negro, pero había sido aislada del mundo como consecuencia de las represalias thetianas. Tehama parecía un sitio espantoso en todos los sentidos, pero algo no encajaba—. Dijiste el otro día que llevabas trece años sin pisar Qalathar —razoné—, o sea desde que tenías unos siete años. Pensé que habías nacido y te habías criado en Tehama…

—Así fue. Pasé sólo un año en Qalathar, pues los hermanos Barrati deseaban que supiese cómo era mi país. El entonces primado era bastante inofensivo y las cosas estuvieron tranquilas por un tiempo. ¿Acaso pensabas que te había mentido?

—Lo siento —me disculpé, maldiciéndome por haber dudado de su palabra y maldiciendo a los inquisidores por sembrar en todas partes la semilla de la desconfianza—. ¿Podrás perdonarme?

Me concedió una leve sonrisa.

—Por cierto, estoy tan acostumbrada a mantener todo en secreto que olvido explicarles cosas a las personas en las que confío.

Cogí al vuelo sus últimas palabras; no quería dejar correr la oportunidad.

—Entonces ¿no merezco saber por qué no quieres ir a Qalathar?

—Muy apropiado —lanzó ella, furiosa—. Digo algo desde el corazón y tú lo aprovechas con la intención de ganar la discusión. No volveré a cometer ese error.

—¿Por qué te resulta tan difícil admitirlo, Ravenna? El único motivo por el que lo pregunto es por la posibilidad de que se trate de algo…

—Es algo por lo que tú me tildarías de nuevo de emocional —irrumpió ella—. Tú deseas ir a Qalathar, acordar un trato comercial para Hamílcar y comprobar si alguien allí sabe algo sobre el Aeón. Bien, en la cuestión del Aeón estoy de acuerdo contigo, pero no necesitamos ir a Qalathar. No deberíamos ir a Qalathar.

Igual que dos duelistas enfrentándose con espadas de entrenamiento, no estábamos llegando a ningún sitio. Cada vez que yo decía una cosa ella respondía que no quería ir, y todo lo que yo podía hacer era seguir preguntando por qué. Me pareció que era como empujar vanamente una puerta sellada y clausurada.

—He comprendido tu mensaje. Pero si no vamos allí, ¿cómo lograremos llevar adelante el trato con Hamílcar? Si tenemos intenciones de comerciar con los di… con esa gente…

De repente tomé conciencia de que la ventana estaba abierta y hablábamos en voz cada vez más alta. Salté de la cama y me asomé, mirando primero hacia el parque y luego hacia abajo. No había nadie en la fachada del hostal y las únicas personas visibles en el parque estaban en la tienda de frutas de enfrente, examinando unos melones.

—Antes de que Hamílcar pueda firmar ningún acuerdo —proseguí—, debe asegurarse de que pueden pagar y de que son quienes dicen ser. Si ellos están en Qalathar, ¿adonde más podríamos ir?

—Existen otros lugares en el Archipiélago, Ilthys, por ejemplo. Quizá Qalathar sea el centro, pero podemos entablar contacto con ellos en cualquier otro sitio y concertar una reunión en un lugar que no represente ningún riesgo.

—¿Cómo? ¿Y permitir entonces que sean ellos en lugar de nosotros quienes pongan sus vidas en peligro? Al menos, nosotros podemos defendernos. Pero ¿exponerlos a ellos para salvar nuestra propia piel? Ellos temen a la Inquisición tanto como nosotros, y son ciudadanos de Qalathar.

—Eso es exactamente lo que digo —advirtió Ravenna—. Si nosotros vamos a Qalathar, seremos gente extraña sin un buen motivo para estar allí. Ellos saben cómo esquivar a la Inquisición y podrán encontrar buenas excusas para viajar a Ilthys o a cualquier otro sitio. El Dominio no puede impedir que la gente viaje o controlar a cada uno que entre y salga. Por mucho que provenga de allí, no se trata de mi propio terreno.

—¿Quieres entonces que permanezcamos en Ilthys mientras ellos hacen todo el esfuerzo de ir y venir?

—¡Qué obstinado eres, Cathan! Al hacer eso no les añadimos ningún tipo de riesgo, mientras que si vamos a la propia Qalathar mientras la Inquisición está allí, no hay duda de que estaremos arriesgando nuestro pellejo. No estás siendo considerado, sino sólo estúpido. Y es cierto que la Inquisición no nos matará si puede capturarnos, eso sería todo un desperdicio. A mí se me hará desempeñar el papel de gobernante títere respondiendo a sus directivas, y a ti te encadenarán antes de enviarte de regreso a la Ciudad Sagrada, donde te mantendrán en un calabozo hasta el momento en que precisen un mago del agua. Probablemente, Palatina vaya a la hoguera. ¿Quieres que suceda eso?

Sus últimas palabras llevaban el tono de la autoridad. Permaneció mirándome fijamente y, por un instante, nuestros ojos se encontraron. Ambos estábamos enfadados y poco deseosos de concederle nada al otro. Nunca me enteraría del motivo por el que ella no quería ir a Qalathar, y probablemente nunca iríamos. Ravenna exageraba, de eso no me cabía duda. Exageraba el peligro, las probabilidades de ser capturados, la ausencia de riesgos que su propuesta representaba para los disidentes. Pero eso dejaba claro que Ravenna escondía una razón más profunda para evitar el viaje, casi con seguridad una razón no vinculada en absoluto a la Inquisición.

Y el hecho de que me hubiese lanzado un ultimátum quizá implicase que estaba a punto de darse por vencida. Si yo insistía en seguir adelante con la discusión un poco más, pensé mientras nos mirábamos el uno al otro como muías en un sendero de montaña, ella se rendiría. Con todo, era evidente que Ravenna todavía no confiaba en mí, lo que me llenaba de amargura. Después de todo lo que habíamos vivido en Lepidor, esperaba que habríamos superado esa etapa. Pero no era así, y yo mismo debía admitir que seguía sin confiar del todo en ella y en todo cuanto la rodeaba. Quedaban demasiadas preguntas sin responder, demasiadas cosas sin decir.

Con todo, tras unos incómodos segundos mi resolución se desmoronó, corroída por lo que ya me había traicionado antes y volvería a hacerlo más tarde. Algo que siempre sentí que debía resistir, aunque nunca había podido hacerlo. Y menos lo conseguiría ahora, sabiendo que la pondría en peligro.

—No, no quiero que eso suceda —admití bajando la mirada a mi pesar. Sentí que me rendía, y en efecto eso era lo que estaba haciendo—. Aunque deberíamos hablar con Palatina.

Y Palatina me culparía por rendirme. En ocasiones hubiese preferido que fuésemos dos o cuatro. Tres era un número discordante, y de acuerdo con eso siempre seríamos dos contra uno.

Ravenna no parecía conforme, sin embargo. En su rostro se leía la tristeza. Rogué que eso fuese una buena señal, pero no habría podido adivinarlo.

Me incorporé, sin intención de permanecer a su lado, y regresé junto a la ventana. En algún lugar a mi derecha, debajo de las cúpulas, Midian y Sarhaddon estarían sentados en el templo, planeando con toda probabilidad su estrategia para la limpieza del Archipiélago. Vencerían si conseguían matar a las personas suficientes para destruir el corazón de la herejía. Y ya, con sólo desembarcar aquí, me habían forzado a admitir algo: yo no era de ningún modo mejor que los que, movidos por el miedo, toleraban el Dominio y hacían caso omiso de sus actividades. Precisamente por miedo habíamos declinado efectuar nuestro viaje a Qalathar. Por miedo. Que fuese mi miedo, el de Ravenna o el de cualquier otro importaba muy poco. La promesa de un tiempo en el que todo eso se hubiese olvidado (aquella promesa que le había hecho a Ravenna en aquella playa y antes en otra) pareció de repente vacía y carente de significado.