CAPÍTULO IV

Ral’Tumar fue la primera ciudad del Archipiélago que visité y no le encontré ningún parecido a nada que hubiese contemplado antes. Entre los edificios que se extendían junto a la ladera de una colina, en medio de bosques tropicales, se veían decenas de cúpulas brillando por esporádicos rayos de sol. Por un instante, la pintura blanca de las casas se fundía en un destello que cegaba la vista; luego un conjunto de nubes grises volvía a taparlo todo. Pese a su cielo encapotado, la capital de la provincia de Turnarían en el Archipiélago presentaba un paisaje imponente.

Incluso los aromas eran distintos, pensé mientras aspiraba profundamente el aire cálido y húmedo, recibido con alivio tras el ambiente seco y esterilizado de la manta y la humedad helada de Lepidor. Incluso en invierno, con Aquasilva cubierta de nubes, Ral’Tumar seguía siendo gratamente templada, pues la corriente tropical del norte impedía que se diluyese el calor.

—Al fin volvemos a encontrar una temperatura apropiada —dijo Palatina con la mirada puesta en la ancha calle principal de la ciudad, que comunicaba con la entrada al puerto submarino. No había sido diseñada del mismo modo que las avenidas de Taneth; la calle se curvaba alrededor de un ramal donde el terreno era ligeramente más alto y luego avanzaba serpenteando hasta llegar al palacio situado en la cima de la colina.

—¿Qué son esas pequeñas torres que hay por todas partes? —pregunté, desconcertado, mientras ascendíamos por la calle, repleta a ambos lados de los puestos del mercado. El tiempo no parecía afectar lo más mínimo a los mercaderes.

—Minaretes —respondió Palatina—. Todas las casas tienen uno. Algunos son lo bastante grandes para contener habitaciones, por ejemplo aquél.

Seguí la dirección que marcaba su brazo y VI una torre circular, cuya cúpula en forma de cebolla exhibía un balcón con plantas y flores en cada uno de sus dos niveles. También había unos cuantos jardines superiores, pero la mayor parte del verde estaba en las mismas calles y al parecer había un parque cada veinticinco metros.

—El clima es tan caluroso en verano que tienen parques para mantenerlo todo más fresco —explicó Palatina—. Ahora será mejor que nos pongamos en camino.

—¿Por qué?

La respuesta fue un ensordecedor estruendo detrás de nosotros. Seguí a Palatina y a Ravenna y nos apiñamos en el estrecho espacio existente entre dos de los puestos. Miré a mi alrededor para averiguar qué había ocasionado semejante ruido, y mis ojos se abrieron de par en par cuando dos elefantes comenzaron a abrirse paso por la calle. Más que una howdah, llevaban un verdadero arnés amarrado al lomo, donde habían sido dispuestos múltiples cofres y cajas con distintos tipos de objetos.

—¿Nunca habías visto un elefante, Cathan? —preguntó Ravenna ofreciéndome una de sus cada vez más infrecuentes Sonrisas.

Negué con la cabeza y luego palidecí cuando el olor de los elefantes invadió el ambiente. Era desagradable, sobre todo por la enorme cantidad de elefantes que integraban la comitiva.

Según me había informado alguien, la gente del Archipiélago empleaba elefantes con mucha frecuencia, algo que nadie hacía en el continente, debido a la falta de bosques y que dichos animales no se adaptaban a climas fríos y secos. Como Palatina, los elefantes sólo estaban a gusto en el húmedo calor de las islas, que, debo admitirlo, siempre me pareció muy placentero. Quizá porque tampoco yo era thetiano de nacimiento y el clima de Lepidor jamás me había gustado.

Había otro motivo por el que me sentí cómodo en Ral’Tumar. Mi estatura era baja incluso para ser originario del Archipiélago, pero aquí la mayor parte de la gente no era mucho más alta que yo, y mi físico armonizaba más que destacaba. Eso, por cierto, comparado con los pobladores locales, ya que las populosas calles estaban salpicadas de todo tipo de personas, desde rubios como Oltan Canadrath hasta grupos de hombres altos de piel oscura que llevaban armaduras reforzadas con la misma ligereza que si llevasen túnicas de seda. Quizá fuesen de Mons Ferranis, pero no me parecía del todo probable. Mons Ferranis, en la ruta occidental en dirección al Archipiélago, era una próspera ciudad comercial y sus hombres no se sometían a entrenamiento militar si podían evitarlo. Estos guerreros podían ser de cualquier sitio en los ignotos confines del Archipiélago, que eran mucho más extensos de lo que indicaban los mapas. Quizá de algún lugar del sur de Equatoria, al filo de Desolación, donde hacía demasiado calor para que alguien pudiese resistirlo.

—¿Dónde creéis que se compran los billetes para zarpar? —le pregunté a Palatina mientras retomábamos el ascenso siguiendo la huella de los elefantes, con cuidado de no pisar las inmensas pilas de excrementos que habían dejado en el camino.

—Tu padre nos advirtió que sería en un sitio inesperado, no en los muelles ni en palacio. Al menos, Ral’Tumar es pequeña y no una inmensidad monstruosa como Taneth.

No le faltaba razón, pensé mientras doblábamos la esquina y entrábamos en una amplia manzana llena de palmeras, que albergaba en su extremo más lejano el templo de la ciudad. Con sus muros pintados de rojo y su arquitectura haletita, parecía claramente fuera de lugar en medio de las blancas casas con cúpulas que caracterizaban Ral’Tumar.

—Disculpe, ¿podría decirme dónde está la agencia portuaria? —le preguntó Palatina a una mujer que pasaba por la calle. Llevaba un vestido verde y tenía aspecto de ser comerciante.

—Cruzando el parque y girando a la izquierda, luego se debe rodear el muro.

El dialecto de Turnarían era mucho más seco que el habitual del Archipiélago, aunque resultaba comprensible para quien hubiese sido criado en Océanus. La mayor parte de los habitantes del mundo conocido hablaban una u otra variante de la lengua del Archipiélago, con ocasionales excepciones, como, sobre todo, los de Thetia, cuyo lenguaje no tenía raíces comunes con ningún otro.

—Gracias —dijo Palatina. La mujer asintió con elegancia y se alejó cruzando el parque en dirección a una taberna que tenía el frente adornado con palmeras.

—Al menos me alegra estar de nuevo en una región civilizada del planeta —comentó Ravenna mientras seguíamos las indicaciones de la mujer.

—Sin duda alguna, Ral’Tumar es muy diferente de Taneth.

La agencia portuaria era un edificio palaciego, evidentemente construido merced a la lucrativa y fiel clientela de los tumarianos. Al capitular de inmediato, Ral’Tumar había conseguido sobrevivir a la cruzada, aunque había estado en medio de la ruta de los cruzados. Ese plan demostró la eficiencia de Ral’Tumar, una ciudad que siempre había ocupado un deslucido tercer lugar en el Archipiélago detrás de Selerian Alastre y Poseidonis, la devastada capital de Qalathar. Ahora Mons Ferranis, situada en la ruta occidental entre Thetia y Taneth, comenzaba poco a poco a superarla.

—¡Ni siquiera en sus propias mentes consiguen decidir de parte de quién están! —exclamó Palatina con disgusto señalando la cerrada entrada principal del edificio. Allí, la bandera de Turnarían flameaba entre el delfín imperial y la balanza dorada de Taneth.

—¿Y dónde está la bandera del Archipiélago? ¡Como si no lo supiera! —replicó Ravenna. Era una pregunta retórica, pues aunque Turnarían era nominalmente parte del Archipiélago y territorio de Thetia, la bandera del Archipiélago había sido prohibida.

La entrada de la agencia comunicaba con un patio lleno de tamariscos. Una fuente con forma de cabeza de león vertía agua sobre un extenso canal que recorría todo el borde del patio. La ciudad podría haber sido una justa rival de Thetia, pero los agudos arcos y los diseños geométricos pertenecían al mismo estilo arquitectónico que había visto en imágenes de Selerian Alastre.

Esto era el Archipiélago, y así el propio patio constituía el centro de la actividad. A la sombra de los arcos porticados podían verse las oficinas, protegidas de las inclemencias del tiempo. Sin embargo, no era allí donde tenía lugar la auténtica vida social. Diseminados por el patio había pequeños grupos de gente conversando a toda voz, mientras que unas pocas personas permanecían solas o en parejas, esperando la llegada de potenciales clientes.

A pesar de que nuestro aspecto no prometiera probablemente grandes riquezas, una regordeta mujer envuelta en vaporosas sedas se nos acercó antes de que atinásemos a decir una sola palabra.

—Que la paz sea con vosotros —dijo. Se trataba de una de las bienvenidas tradicionales del Archipiélago.

—Y que la paz también sea contigo —correspondió Palatina.

—¿Pasajeros o transporte de carga? —indagó la mujer. La expresión aguda y alerta de su rostro disimulaba su apariencia maternal.

—Pasajeros con destino a Qalathar.

Por un instante los ojos de los demás nos enfocaron, pero su interés se diluyó en seguida.

—¿Lleváis dinero, verdad? Desde aquí tenéis un viaje muy caro, salvo que estéis planeando coger una de las lentas barcazas de superficie.

—Eso nos demoraría demasiado.

—Sí, pero nadie revisa las barcazas de superficie. El trayecto entre Ral’Tumar y Qalathar es muy largo, y nadie lo realiza si no es por un motivo muy específico. De hecho, no conviene en absoluto ir a Qalathar si no es por alguna razón concreta.

Clavé los ojos en Ravenna, que se encogió de hombros de forma casi imperceptible y miró a su vez a Palatina. Se suponía que nuestros motivos debían ser secretos, y los sacri controlaban las salidas y entradas de Qalathar. Tres ciudadanos del Archipiélago como nosotros que llegasen en manta sin ningún motivo aparente despertarían sospechas.

—¿Alguien cubre el trayecto hasta Ilthys? —preguntó Palatina.

—¿Pasajeros de cubierta en una manta?

Palatina asintió y la mujer llamó a un hombre de bigotes que conversaba con un colega en medio de la multitud.

—Te debo un favor, Demaratus —le dijo la mujer mientras él se acercaba a nosotros. Pese a su bigote, que le daba el aire de cabecilla de una banda de ladrones, tenía porte militar y su paso era más parecido a una marcha que a un pavoneo. En su cinturón llevaba grabada la espiral verde y gris que constituía el emblema del clan Turnarían.

—¿Intentas quitarme de en medio sin esfuerzo, Atossa? —preguntó Demaratus, pero su tono era amigable.

—Supongo que ya habrá sucedido otras veces… —comentó Palatina bromeando.

—Desean viajar a Calatos —afirmó Atossa. Supuse que Calatos sería la capital del clan Ilthys.

—¿Sólo vosotros tres? —preguntó Demaratus—. ¿No tenéis equipaje?

Palatina negó con la cabeza.

—Costará trescientas coronas —señaló tras una breve pausa—. Cada uno.

—¿A quién intentas estafar? ¡Eso es ridículo! Ciento cincuenta.

—¡Eso es impensable! ¡Por ciento cincuenta no conseguiríais llegar ni hasta Thetia. ¿Queréis que me arruine?

—En ese caso, ¿cuánto te costaría llevarnos? Prácticamente nada.

—Puedo llenar mis camarotes con gente dispuesta a cubrir el trayecto por hasta cuatrocientas coronas incluso.

—¿Y dónde está esa gente? —inquirió Palatina extendiendo las manos para indicar el espacio vacío que nos rodeaba. Atossa sonrió con aprobación; luego vio a dos posibles clientes acercándose por el portal detrás de nosotros y se dirigió en su busca.

—La gente llegará hacia el momento de zarpar, pero puedo rebajaros el precio a doscientas cincuenta coronas por cabeza, y supongo que no esperaréis tener camarotes individuales.

—Doscientas coronas, y dos de nosotros compartiremos un camarote.

Cada manta, tanto si pertenecía a un clan o a Taneth, contaba con unos pocos camarotes para los pasajeros que pagaban el viaje. Las autoridades del clan decidían qué cargamento sería transportado, pero el capitán y la tripulación podían realizar pequeños negocios; en este caso, el capitán llevaba pasajeros.

—Eso dependerá de lo llena que tenga la nave. Recordad que viajáis como pasajeros de cubierta. Si deseáis comodidades debéis pagar por ellas. Doscientos cuarenta.

—La cubierta ya está bien. Doscientos veinte.

—Doscientos treinta —espetó Demaratus de mala gana—. Y no Sigamos o esperaré a otros pasajeros.

—De acuerdo —aceptó Palatina, y se estrecharon las manos para sellar el contrato.

—La mitad en el momento de zarpar y la otra mitad en Calatos —advirtió Demaratus sin mediar una pausa—. Son las reglas del dan y no puedo modificarlas. Mi manta es el Sforza, amarradero once del puerto del clan. Zarparemos dentro de cuatro días a la hora séptima. Nos detendremos en Mare Alastre y Urimmu. Lleudaremos a Calatos en unos doce o trece días. Es invierno, así que «afrontaremos fuertes tormentas.

Ambos intercambiaron las fórmulas de cortesía al despedirse y «pronto nos marchamos de la agencia. Atossa no notó nuestra partida, ya que por entonces regateaba furiosamente con un grupo de hombres macizos y de baja estatura, cuyas voces sonaban como si no estuviesen hablando la lengua del Archipiélago.

—Creo que hemos tenido bastante suerte —dijo Palatina—. Cuatro días no representan una espera demasiado grande y la ruta que tomará la manta es bastante directa. Mi duda ahora es qué haremos hasta entonces. Encontrar un sitio para dormir no será difícil y podemos aprovechar al máximo nuestra estancia aquí. ¿Recordáis si había alguien procedente de Ral’Tumar en la Ciudadela?

Hice memoria de la gente que había conocido durante mi año en la Ciudadela, aquel baluarte herético situado en unas islas deshabitadas de los confines del mundo conocido. Mikas Rufele, el rival de Palatina, y todos sus amigos procedían de Cambress, Ghanthi era ciudadano haletita, Persea, mi compañera durante la mayor parte del año, era del clan Ilthys… pero no recordaba a nadie de Ral’Tumar.

—¿Recuerdas a aquel amigo de Ghanthi que solía importunar a Mikas? —preguntó Ravenna mientras volvíamos a cruzar el parque sin rumbo especial—. No consigo acordarme de su nombre, pero creo que era de aquí.

—Sé a quién te refieres —dijo Palatina con expresión de intensa concentración, pero al momento se rindió—. No recuerdo cómo se llama. Si supiésemos su nombre podríamos buscarlo. De todos modos, antes debemos encontrar alojamiento y, sobre todo, algún lugar donde comer. Es posible que vosotros dos seáis tan delgados como esqueletos, pero algunas tenemos estómagos que llenar.

—¿A quién llamas esqueleto? —protestó Ravenna, indignada—. Te has pasado; no tienes en cuenta el calor que hace aquí.

—¿En invierno? Debes de estar bromeando. Si hace un poco más de frío, me congelaré.

—¿A esto lo llamas frío? ¡Sería mejor que regresases a Lepidor!

Precisamente porque era invierno pudimos encontrar una hostería muy respetable a buen precio. Mi padre me había dado todos los fondos que podía permitirse, pero debía emplear mucho dinero en la reconstrucción de las partes de la ciudad que Ravenna y yo habíamos contribuido a destruir durante la invasión. Y aunque tanto Palatina como Ravenna habían ganado algo de dinero trabajando para mi padre y yo tenía crédito de la familia Canadrath, convenía ser tan cuidadosos como pudiéramos.

Sobre todo porque ignorábamos nuestro destino final. Podría llevar cierto tiempo establecer contacto con los disidentes en Qalathar, y después de eso todavía debíamos encontrar a Tañáis. Y el Aeón, cuya mera mención había hecho que el director del instituto se enfrentara a mí en Lepidor. Debía encontrar ese buque.

El Aeón era una imagen muy lejana a la mañana siguiente, mientras almorzábamos en un bar de Ral’Tumar. Incluso en invierno hacía calor suficiente para colocar mesas en el exterior, debajo de toldos y rodeadas de pequeñas palmeras en maceteros. El bar estaba en una pequeña manzana cercana a la cima de la colina, lejos del barullo de la calle principal y de los puestos del mercado.

—Ir a Mare Alastre podría ser peligroso —comentó Palatina acabándose una hoja de vid rellena, comida típica de Ral’Tumar. El clan Turnarían era uno de los mayores viticultores. Exportaba vino tinto y blanco a Taneth y a Selerian Alastre, y el excedente de uvas hacía que estuviesen presentes en prácticamente todos los platos. La comida era algo más picante que en Lepidor, pero aun así deliciosa. Sólo Ravenna se había topado con un problema, que por cortesía nunca había mencionado en Lepidor: para ella nada estaba lo bastante condimentado.

—¿Cuál podría ser el peligro? —preguntó Ravenna mientras le echaba a su comida una especia picante de cuya existencia yo no hubiese querido ni enterarme—. No es la parte de Thetia a la que perteneces.

—No, pero es una de las ciudades más grandes, capital del clan Estarrin. En cualquier otro aspecto, los Estarrin son un clan poco numeroso e insignificante, pero algunos de sus integrantes podrían reconocerme.

—Pero piensan que estás muerta —interrumpió Ravenna, inclinándose para gozar de su picante hoja de vid.

—Es verdad, pero si me viesen andando por la calle podría llamar su atención y es posible que se preguntasen quién soy. ¿No harías tú lo mismo?

—Si Mare Alastre es tan grande como dices, no tendremos problemas —respondió Ravenna—. Podemos ocultarnos en medio de la multitud cada vez que se acerque alguien importante o incluso podrías permanecer a bordo de la nave. A propósito, ¿dónde queda Urimmu? Nunca había oído hablar de ese sitio.

—Es el único poblado del clan Qalishi —informó Palatina encogiéndose de hombros—. Son personas peculiares, más interesadas en combatir que en comerciar. Existen también dos o tres clanes más, que por lo general se ofrecen a sí mismos como mercenarios. Realmente, no se me ocurre por qué la nave ha de hacer escala allí. Nunca he ido a Urimmu, pero, por lo que me han contado, no es un sitio demasiado impactante.

—Con todo, podríamos tener problemas al llegar a Ilthys. El trayecto desde allí hasta Qalathar lleva unos cinco días de navegación, y no creo que sea mucha la gente dispuesta a arriesgarse haciendo el viaje. Además, quizá nos quieran sangrar con el precio.

—Lo que implica que tampoco será sencillo el regreso —dije mientras observaba distraídamente cómo un gato acechaba una ramita suelta al final del parque.

—Sí, ¿qué sucedería si tuviésemos que escapar en un apuro o si se produjese una tormenta? —argumentó Ravenna—. El éxito de este plan depende de que todo funcione a la perfección… y no todo será así, siempre surge algún inconveniente. Cuanto más nos metemos menos me gusta nuestra misión.

—Pero estuviste de acuerdo en acompañarnos, y tenemos que seguir adelante no sólo por nosotros, sino también por Hamílcar.

—Hamílcar sólo quiere asegurarse sus beneficios.

—Pues considera que ha sacrificado sus ganancias aseguradas por no venderle armas al Dominio, Ravenna. Eres demasiado dura con él, en especial teniendo en cuenta que te salvó la vida.

—Por lo cual le estoy más agradecida de lo que estoy dispuesta a admitir. Pero él aún posee sus propios negocios, y ¿quién sabe qué haría si el Dominio lo descubriese todo? Si hay algo que un tanethano no puede tolerar es la idea de ver su preciosa piel en peligro. Le duele tanto como la idea de perder dinero.

—Si crees que puede ser de ayuda, podemos parar en Ilthys y buscar a Persea. No hay duda de que tiene contacto con los disidentes, y conocemos el nombre de su familia. Además, está al tanto de lo que sucede.

—Supongo que eso estaría bien —reconoció Ravenna quitándose del rostro un mechón de pelo—, pero ya sabes cómo acaban los traidores en todos los sitios que ocupa el Dominio, y si sus sacerdotes tienen la más mínima sospecha de que estoy en Ilthys, podrían cerrar las fronteras del país.

—¡Eso es imposible! —protestó Palatina, desechando la idea con un violento ademán—. Suponiendo incluso, aunque lo dudo, que pudiesen cercar una nación entera, siempre existen aldeas de pescadores y contrabandistas a mano. Además, el Dominio no puede excederse en acciones de ese tipo sin que todo el mundo se dé cuenta.

—El exarca es tan insensible a las críticas que resulta casi imposible alejarlo de sus eventuales obsesiones. Pero una vez que estemos allí me pondré al cargo —afirmó Ravenna dedicándonos sucesivamente a ambos una firme mirada con sus ojos marrones—. Sé cuál es mi misión, y, por otra parte, ninguno de vosotros ha estado allí. Nosotros hacemos las cosas de manera diferente.

—Lo he notado. ¿Al menos aceptáis un consejo de tanto en tanto?

—Con tanta frecuencia como sea preciso —respondió Ravenna mientras volvía a condimentar su comida. Sin embargo, su modo de comportarse empezaba a preocuparme. Parecía resentida porque Palatina asumiera el liderazgo con tanta frecuencia, sobre todo teniendo en cuenta que ella había estado en la Ciudadela mucho antes que cualquiera de nosotros dos. A veces Ravenna me resultaba una completa desconocida.

Después de comer volvimos a descender en dirección a los muelles. Había en Ral’Tumar una enorme estación oceanográfica, y yo tenía conmigo los documentos que me acreditaban como miembro del instituto. Con ellos podría entrar en su biblioteca, y si bien no habría allí ninguna referencia al Aeón, o al menos ninguna que yo pudiese hallar sin una referencia previa, esperaba dar con algo interesante. Todo cuanto pudiese leer sobre las características del fondo marino podría ayudarme a concretar mi búsqueda, en especial si conocía el límite máximo de profundidad al que podían navegar las mantas y las rayas. El Aeón había sido capaz de descender a profundidades nunca antes conocidas y, para evitar que alguien se topase de casualidad con su titánica nave, sus tripulantes podrían haber hecho algo mucho peor que ocultarla lo más hondo posible.

—¿Los oceanógrafos de Qalathar tienen alguna gran estación? —Le pregunté a Ravenna, que se encontraba un poco menos susceptible ahora que habíamos dejado de lado la discusión de nuestros planes.

—Ninguna demasiado importante. No lo recuerdo con exactitud, pero creo que sus instalaciones centrales están en Saetu, sobre la costa sur. Nunca sustituyeron la estación perdida cuando se quemó el Poseidonis. Tienen poca infraestructura.

—Saetu no está ni remotamente cerca del lugar al que nos dirigimos. Echaré un vistazo en Calatos cuando pasemos por allí.

Era irritante, ya que así no podría proseguir la búsqueda mientras estuviésemos en Qalathar. Pero, por otra parte, implicaba un riesgo menos, que podría haber llamado la atención del Dominio.

—También puedes consultar en Mare Alastre si nos da tiempo —sugirió Palatina de forma inesperada—. Suelen tener las estaciones oceanográficas más grandes de Thetia, dado el gran número de personas que desean ingresar en el instituto.

—Pensaba que querías estar de incógnito en Mare Alastre.

—Yo sí, pero no es necesario que tú lo estés. Tu aspecto no te delata tanto como un Tar’ Conantur, al menos no como para que todos lo distingan. La gente pensará que eres thetiano.

—Eso me reconforta.

Doblamos la esquina y pasamos frente a una tienda que vendía café en grano. El fuerte aroma del café al tostarse inundaba el aire. Pasamos a una corta y ancha avenida con mansiones a cada lado, un poco alejadas de las aceras. Dominaba la amplia calle un enorme edificio con al menos diez torres y más de una docena de minaretes, cuyo centro estaba coronado por una cúpula de color turquesa, que parecía brillar incluso bajo el cielo gris. El aroma del café y el sonido de los molinillos fue reemplazado por el olor de las plantas y el ruido de las tijeras que las podaban.

Avanzamos por la avenida, manteniéndonos a una prudente distancia del elefante que se aproximaba en dirección contraria por una calle que, por lo demás, estaba vacía. Casi habíamos llegado frente al gran edificio cuando se abrieron sus puertas de hierro.

—Pues vaya… —dijo Palatina cuando el elefante se detuvo allí exactamente. Un pequeño grupo de personas emergió del interior y permaneció conversando hasta que el guía puso al elefante de rodillas. Dos centinelas colocaron una escalerilla para que los pasajeros pudiesen subir al howdah.

—Se trata de la Alta Comisión de Thetia —informó Ravenna—. Me acusas de eludir mis responsabilidades y tú no puedes siquiera pasar frente a un edificio thetiano.

—No soy tan estúpido. Mira el elefante: sólo alguien con mucho dinero podría permitirse esas guarniciones. Y rojo y plateado son los colores de Scartaris. Alguna de esas personas podría reconocerme.

—Entonces sigue andando.

Nada más alejarnos y pretendiendo no tener nada que ver con el otro grupo, elevé la mirada hacia los que estaban sobre el elefante. Un hombre alto y distinguido, vestido con una túnica blanca, conversaba con un sujeto llamativamente más pequeño que llevaba una funcional túnica roja y una capa clara. Había otros tres sujetos, dos de los cuales me parecía que vestían los uniformes color azul real de la Armada imperial, mientras que el otro podía ser un asistente. De hecho, éste no parecía siquiera thetiano: su piel era de un color semejante al del cobre y sus ojos eran ligeramente oblicuos.

El ayudante no parecía concentrado en la conversación, y unos segundos más tarde nuestras miradas se cruzaron. Sucedió demasiado de prisa para permitirme girar la cabeza. Había entre nosotros unos escasos diez metros, y alcancé a notar una breve expresión de desconcierto en sus impasibles facciones antes de que se volviese de nuevo para seguir la conversación. Mi corazón comenzó a palpitar con fuerza, y tres o cuatro pasos más adelante el elefante obstaculizaba la vista. No me atreví a mirar hacia atrás, ni siquiera después de haber doblado la siguiente esquina.

—¿Qué has hecho, Cathan? ¡Cómo puedes ser tan torpe! —dijo Palatina furiosa—. ¿Querías saludarlo?

—¿Por qué? ¿Es que había alguna manera de que no se percatase de nuestra presencia? ¿Era amigo tuyo?

—No lo había visto en mi vida. Pero quizá él sí me haya visto, porque es evidente que reconoció a alguno de nosotros. Así que quizá se lo comente al hombre de blanco, que podría resultar ser el virrey. O quizá fuese Mauriz Scartaris, que es el Scartaris designado como comisionado principal en el Archipiélago. O incluso el almirante Charidemus, con su uniforme azul, estaba allí.

—¿Y qué les dirá?, ¿que ha visto a una revolucionaria muerta andando por la calle? —acotó Ravenna con ferocidad—. Dices que me creo muy importante y luego estallas ante la mirada del más sencillo funcionario. Nadie te verá si no espera verte, y deja de culpar a Cathan.

Mi sorpresa frente al hecho de ser defendido por Ravenna eclipsó el desconcierto que sentía al ser culpado por Palatina.

—Incluso si te hubiese visto y lo contase, ¿cuántas personas creerían sus palabras? —preguntó Ravenna.

—Para empezar, Mauriz. Y luego la gente del emperador que quiso matarme primero…

—¡Palatina, lo que dices no tiene el menor sentido! —la interrumpió Ravenna—. Todos en Thetia han oído hablar de tu funeral, y todos los líderes de clanes habrán visto un cadáver que creyeron que era el tuyo. Podrías ser alguien que se parece a Palatina Canteni, pero nada más que eso. ¿Es que tienes ahora aspecto de la hija de un presidente de clan? No, ni en lo más mínimo. Así que detén tanta paranoia y vayamos a ver a los oceanógrafos.

Palatina la miró absorta por un momento.

—¡No sabes en absoluto de lo que estás hablando! Esto no es Qalathar, donde el Dominio controla a base de terror y donde todos debéis manteneros en fila. Thetia es un mar de secretos. Aquel asistente podría ser espía de alguien, quizá de su propio clan, quizá de la Armada, o incluso del emperador. Cualquiera podría enterarse y entonces comprenderías lo que digo. Ya no estamos entrenándonos en el Archipiélago, ¿o acaso has olvidado tan pronto las cadenas y la hoguera?

—He estado toda mi vida ocultándome del Dominio, y sus seguidores son mucho más insidiosos de lo que pueda llegar a serlo un thetiano.

—Si piensas ignorar todo lo que digo, puedes hacerlo, pero no pretendas que salga de ello nada bueno.

—Eres una auténtica thetiana si no crees que sea capaz de arreglármelas por mí misma. Tú, por el contrario, te consideras capaz de ocuparte de los asuntos de todos los demás.

—Como quieras. Olvida entonces que hemos visto a esa gente y no me pidas ayuda en Thetia. Eres tan terrible como lo fue tu abuelo, siempre obstinada y cerrada a ceder.

Antes de que a Ravenna se le ocurriese algo para responder, Palatina aceleró el paso hasta perderse de vista en una estrecha calleja un poco más adelante. Había poca gente en la ancha y sinuosa avenida y nadie parecía haber notado nuestro altercado. Ninguna ventana se había abierto en el frente de la casa junto a la cual habíamos discutido, y los niños que jugaban a la pelota en el jardín contiguo estaban demasiado concentrados en lo suyo para prestarnos la menor atención.

—Permite que vaya a esconderse a algún sitio, no sea que los agentes thetianos vayan tras ella —dijo Ravenna en tono burlón—. Además, ¿quién es Palatina para hablar de abuelos? ¡Mírala!, ¿qué es lo que ha hecho por Thetia?

Su humor corrosivo prosiguió durante todo el trayecto hasta el puerto, hacia el que nos dirigimos cogiendo otra vez la avenida principal y atravesando el bullicio del mercado en la plaza principal, mucho más activo entonces que el día anterior. Sin embargo, Ravenna no se enfadó conmigo, porque yo me las compuse para evitar cualquier reacción ante los permanentes insultos que lanzaba contra mi familia Tar’ Conantur, que en no pocos casos me parecieron incluso justificados. La verdad es que para mí representaban bien poco y muy rara vez me había puesto a pensar en Palatina como mi prima.

Cuando nos aproximamos a la costa aumentó la cantidad de gente. Muchas personas se arremolinaban en dirección a los embarcaderos y los accesos al puerto submarino.

—Me parece que los oceanógrafos están allí —dijo Ravenna señalando hacia el este—, en aquel edificio con la cúpula de cristal azul y el balcón.

Apenas habíamos recorrido un corto trecho a lo largo de la playa cuando el murmullo habitual de los embarcaderos enmudeció de repente. Prácticamente lo único que podía oírse era el bramido de las focas alrededor del puerto. Preguntándome qué había sucedido, cogí de la mano a Ravenna antes de que pudiese avanzar más y me volví para comprobar la causa del silencio.

—¿Qué es lo que estás…? —protestó Ravenna y se detuvo. Aunque ninguno de los dos era demasiado alto, nos hallábamos un poco por encima del nivel de los embarcaderos centrales y logramos ver lo suficiente. La mano de Ravenna se puso de pronto muy tensa y apretó la mía con firmeza, pero yo estaba demasiado abstraído en mis propios y profundos temores para correspondería

La doble hilera de siluetas de sacri con sus cascos púrpura salía del puerto submarino sin que sus botas produjeran ruido alguno sobre la piedra. El gentío se hizo a un lado y me permitió observar a los hombres encapuchados, cuyo paso emitía apenas el casi inaudible roce de sus túnicas. Sentí un repentino brote de vana furia recordando la última ocasión en que los había visto.

La Inquisición acababa de llegar a Ral’Tumar.