Esperamos durante dos semanas más, pero Tañáis no regresó. El cielo permaneció inexorablemente gris y desapacible sobre Lepidor, lo que sólo se vio interrumpido durante cinco días por una tormenta invernal proveniente del sur. Se trataba de un inesperado ciclón que cruzó tres frentes de tormenta, causando serios daños en el poblado de Gesraden y en las tierras de Courtiéres, que estaban más lejos descendiendo por la costa.
Dieciocho días después de la partida de Oltan, la manta de la familia Barca llegó a Lepidor cumpliendo con su recorrido bimestral correspondiente al comercio del hierro. Traía un mensaje lacrado de Hamílcar.
Mientras subía la escalera de palacio pensé que, por fortuna, mi padre había vuelto a asumir casi todas sus responsabilidades. Aún me ocupaba de más cuestiones relacionadas con el clan que antes, pero ya no lo hacía con el mismo sentido del deber.
—Adelante —dijo mi padre tras oír mis golpes en la puerta.
Estaba sentado detrás de su escritorio, igual que tantas otras veces, y su aspecto era muy similar al de siempre. Algunos surcos alrededor de sus ojos, sin embargo, nunca se le irían. Entonces sentí renacer un odio violento por aquella primada, ya muerta, que había intentado despojarnos de Lepidor. Deseé que estuviese flotando en el vacío subterráneo, alejada de todos los dioses que ella afirmaba adorar.
Le di la carta, que estaba envuelta en una bolsa de tela impermeable y llevaba lastres cosidos en su interior. Mi padre alzó las cejas de modo expresivo.
—Aquí hay cosas que sin duda nadie desea ver —anunció mientras se ponía de pie y se aproximaba al globo azul, un adorable modelo a escala de Aquasilva que descansaba sobre su pedestal en un rincón. Un pequeño generador de éter situado en su base cubría el modelo de nuestro mundo con formaciones de nubes que cambiaban constantemente. Mi padre giró la esfera levemente y sacó de su polo norte una delgada aguja metálica.
—Para Hamílcar representa un verdadero peligro exponerse a escribirnos —comenté.
—Es evidente que no has mirado el mensaje con detenimiento —advirtió mi padre mientras regresaba a su escritorio—. Observa el sello de la bolsa. Tiene el distintivo del Dominio y la marca personal de un primado. Casi con seguridad debe de ser un obsequio de su tutor.
Su tutor, que resultaba ser el mismísimo Lachazzar, pensé irritado por no haber distinguido el diminuto símbolo de las llamas ardientes. Hamílcar ya nos había probado su lealtad durante la invasión de Lepidor, pero, pese a eso, Ravenna seguía sin confiar en él por completo debido a su vínculo con Lachazzar. Después de todo, Hamílcar era un comerciante tanethano, y resultaba mucho más seguro que no estuviese al tanto de algunas cosas.
La aguja metálica tenía un borde aserrado de modo irregular, siguiendo un diseño específico que permitía abrir el sello de ese envío, pero nada más. Hamílcar nos la había dado antes de partir, en caso de que necesitase enviarnos mensajes confidenciales. No supuse que fuésemos a utilizarla tan pronto.
La bolsa estaba hecha, en realidad, de un fino tejido metálico forrado con tela lubricada y asegurada en su apertura por un candado cilíndrico provisto de cuatro cerraduras para confundir a cualquiera que ignorase el sistema. Debía de haber costado una fortuna, ya que su confección era exquisita. Sólo los reyes, los exarcas y los mercaderes nobles podían permitirse ese tipo de seguridad, y ni todo el dinero del mundo podía haber comprado la insignia del primado que exhibía el sello.
Mi padre colocó la llave en la cerradura, la giró y luego volvió a hundirla un poco más antes de abrir la bolsa y extraer la carta, escrita en varias páginas de costoso pergamino.
Se produjo un silencio mientras ambos la leíamos, sólo interrumpido por unos gritos procedentes del jardín inferior, donde algunos de mis primos y sus amigos aprovechaban el día parcialmente soleado.
—¿Qué opinas? —preguntó mi padre cuando acabé de leer la última página y alcé la mirada.
—No se está arriesgando demasiado. Pide que los disidentes aseguren su interés, una confirmación de que pueden pagar por las armas y la comunicación a través de un intermediario, aunque la carta no especifica ninguno.
Mi padre asintió.
—Es mucho más precavido que la familia Canadrath, pero considerando su posición, no me sorprende. Los Canadrath cuentan con fondos para afrontar muchos y nuevos desafíos, mientras que a él eso le es imposible. Sin embargo, le interesa expandir sus negocios en el Archipiélago una vez que consiga encaminarse y diversificar su comercio a campos diferentes de las armas. Por lo menos, me atrevería a decir que no confía en las posibilidades de supervivencia de Taneth.
No se me había ocurrido nada semejante, y mi padre debió de notarlo en mi mirada.
—No te preocupes —me excusó—, llevo más de treinta años leyendo cartas políticas. Es preciso leer decenas de ellas antes de poder detectar una mentira o algo que se halla implícito o se omite en un mensaje, e incluso así muchas veces pasas por alto lo importante.
—Hamílcar desea que establezcamos contacto con los líderes heréticos de Qalathar —sostuve, con la esperanza de no haber pasado por alto nada más.
—A través de Ravenna. Pero no dice nada de Palatina ni de Thetia. Ella era la hija de un presidente de clan, y hubiese supuesto que Hamílcar querría emplear sus contactos.
No hubiese podido determinar a partir de qué línea había llegado mi padre a semejante conclusión e incluso después de señalarme el pasaje me costó comprender su alcance. Hamílcar pretendía que nosotros, a través de Ravenna, contactásemos con los líderes del movimiento herético disidente de Qalathar. Según me pareció, más que nada para averiguar si poseían dinero suficiente para negociar con ellos.
—Tendré que consultar con Palatina y Ravenna si estarían dispuestas a acompañarnos —añadí.
—Debes hacerlo sin duda, al fin y al cabo Qalathar es a pesar de todo un sitio peligroso. Después de las cosas que han sucedido, enviaros allí a los tres juntos sería tentar al destino. El Dominio mantiene un férreo control sobre las llegadas y partidas.
—¿Por qué no acordamos otro punto de encuentro, algún sitio neutral como Ral’Tumar? —sugerí—. Quizá lleve un poco más de tiempo organizarlo, pero podría ser lo mejor para todos.
—Me parece una buena idea, pero creo que surgirán problemas. Es más sencillo para ti entrar en Qalathar que para ellos salir. Podríamos haberle preguntado a Sagantha, pero, entretanto, Ravenna nos será de ayuda. Estás en sus manos: si las cosas salen mal, son su país y su gente los que sufrirán las consecuencias.
En aquel preciso momento, el intercomunicador de éter del escritorio de mi padre dio señales de vida con un zumbido y parpadeó.
—¿Quién es? —preguntó mi padre con desconcierto.
—Hablo desde el Instituto Oceanógrafico —informó Tétricus, un oceanógrafo a quien conocía desde la infancia. Podía oírse su tono agitado a pesar de la leve distorsión del intercomunicador—. Conde, mi señor, lamento interrumpirlo, pero una de nuestras sondas oceánicas ha registrado la presencia de un kraken. El director del Instituto dijo que quizá deseara verlo. No hemos podido contactar con Cathan, pero si usted pudiese avisarle…
—Cathan está aquí conmigo. Iremos de inmediato —indicó mi padre cortando la comunicación.
Yo salté de alegría, dando apenas crédito a lo que había dicho Tétricus. ¿Una criatura marina como el kraken tan cerca de la costa? Jamás había tenido noticia de que eso pudiera ocurrir. Y la oportunidad de ver un kraken…
Mi padre esbozó una sonrisa, guardó el mensaje de Hamílcar en su escritorio y cogió su impermeable. Sobra decir que el registro estaría allí en cualquier momento, pero avistar un kraken, incluso en las profundidades del océano, era un suceso tan extraordinario que mucha gente jamás lo había vivido. Mi padre había visto un kraken en apenas una ocasión, y yo nunca había tenido esa oportunidad.
No nos fue posible localizar a mi madre, a Ravenna o a Palatina, pero mi padre les dejó un mensaje con los centinelas, diciéndoles que acudiesen al edificio del Instituto Oceanógrafico tan pronto como pudiesen.
Por más que brillase el sol era un día ventoso y las ráfagas de aire tiraban de nuestros abrigos. Una lluvia de hojas secas descendía de los jardines superiores que aún no habían sido cerrados por la llegada del invierno. La ventisca llevaba las hojas de aquí para allá como si fuesen corrientes submarinas en miniatura. Había gente en las calles, aunque la mayor parte de las tiendas del mercado ya habían sido desmontadas y la ciudad parecía vacía sin ellas.
Todos nos saludaban al pasar y tuve que contener mi ansiedad durante unos cinco minutos mientras un capitán de la marina le sugería a mi padre relajar la guardia de los portales, de manera que fuesen más los hombres disponibles para reparar los daños producidos en Gesraden. Elníbal parecía poseer una paciencia sobrehumana para las demoras, y aunque yo contuve mi impaciencia tanto como pude, él la percibía.
Era evidente que todavía no se había corrido la voz, ya que no vimos ninguna multitud de gente agolpada en la escalinata del Instituto Oceanógrafico. Construido en el mismo estilo que el resto de Lepidor, el instituto tenía una cúpula de tejas turquesa, rodeada de enormes equipamientos técnicos, en lugar del jardín superior. Debajo había una zona para aparcar la raya oficial del instituto y la mía, la Morsa, que me había regalado el instituto cuando los oceanógrafos consideraron que ya estaba demasiado vieja. De cualquier modo, dado que en los últimos tiempos apenas se me veía por allí, el instituto la utilizaba cuando se precisaba una segunda nave.
Una vez dentro del edificio, no fue difícil saber hacia dónde dirigir nuestros pasos. Una confusión de voces provenía del salón de imágenes, sobre el ala izquierda, y allí encontramos a todos los integrantes del instituto, apretados en una estrecha sala, con los ojos fijos en una borrosa pantalla de éter montada sobre toda una pared, por encima de un cúmulo de equipos de registro y procesamiento de datos.
—Es demasiado increíble como para ser cierto —decía uno de los asistentes del director del instituto.
—Vuelve a pasarlo por el filtro —ordenó el director, que ocupaba una de las dos sillas—. Todavía está demasiado azul y no es posible distinguir ningún detalle.
—¿No sería conveniente modificar también los contrastes? —sugirió alguien cuyo rostro quedaba oculto tras la erguida cabeza de un aprendiz.
—Buena idea. Adelante, no podemos estar aquí todo el día —asintió el director, con su bigote de morsa moviéndose arriba y abajo.
Tétricus, de pie al fondo, se hizo a un lado para dejarnos sitio y luego miró a los demás.
—Aquí están el conde y el vizconde —anunció, y por un instante la atención se desvió de la pantalla.
—No os preocupéis por nosotros —dijo mi padre—. Desde aquí podemos ver.
Eso estaba lejos de ser cierto. Dada mi baja estatura, la cabeza de Tétricus se interponía entre mis ojos y la pantalla, pero finalmente se movió lo suficiente para que yo me colase en medio de los demás y pudiese ver la imagen con claridad.
—Eso está mejor —señaló el director—. Detened la imagen ahí.
—¡No cabe duda! —exclamó el asistente con regocijo y un entusiasmo en el rostro casi siempre inmutable. Un evidente aire de excitación invadía todo el salón, y ni siquiera la falta de espacio podía mitigarla.
—¡Mirad esas aletas!
Me concentré en la pantalla viendo cómo un sector del océano se oscurecía de repente cuando algo aparecía en las tinieblas. Todavía era una forma indistinguible, pero pude notar el movimiento de un par de aletas… ¿Era posible que fuesen tan grandes? Entonces comenzó a voltearse y quedé boquiabierto. ¡Dulce Thetis, era inmenso! Había creído que los plesiosauros eran grandes, pero esto… El cuello por sí solo debía de medir diez metros de largo, si es que lo estábamos viendo entero, y sus fauces podrían engullir a un tiburón.
Lo contemplé en silencio, anonadado, mientras su gigantesca masa corporal pasaba frente al aparato de registro, dominando el campo visual aunque se hallaba a varios cientos de metros. El cuerpo se veía enteramente negro, porque a esa distancia y a esa profundidad nuestros equipos sólo podían mostrar formas en movimiento. Pero eso no me importó. Se trataba de la criatura más sobrecogedora que jamás hubiera observado y no me extrañó en absoluto que el Dominio considerase a los kraken generadores del caos. Comparados con una criatura como ésa, Lachazzar y todo el Dominio se volvían insignificantes.
—¡Mira su piel! —dijo Tétricus—, ¡debe de tener casi veinte centímetros de espesor!
—¿Habéis podido medir ya su longitud? —le preguntó el director a alguien que no pude ver y que estaba agachado en una esquina junto a una de las máquinas—. Puede que tenga al menos setenta metros de largo.
—¿Cómo demonios se alimentará? —preguntó el asistente—. Tendría que comer diariamente casi el peso de una ballena.
—Supongo que comen de todo —afirmó el experto en zoología, Phraates, que hizo un detallado cálculo entre el peso y la cantidad de camarones. Su exposición dio paso al silencio cuando la cola del kraken ocupó la pantalla.
—Quizá sea incluso un poco más largo —advirtió el director golpeando la mesa con los puños—. Ochenta metros, probablemente. Revisad las mediciones anteriores.
Tras unas contorsiones más de su extensa y sinuosa cola, el monstruo volvió a desaparecer en las tinieblas y alguien detuvo el registro.
—¡Por la gloria de Ranthas! —exclamó Tétricus—. ¿Cómo es posible que exista algo tan grande?
—Y lo que es más importante todavía, ¿qué está haciendo aquí? —preguntó retóricamente el director—. Se trata de una criatura de las profundidades del océano, eso está claro. Allí no hay luz, y con semejante cuerpo debe de ser capaz de descender a quince metros de profundidad o más.
—Me pregunto por qué no atacó —murmuró Phraates con el ceño fruncido—. Esa sonda mide más de un metro; tiene que haberla notado.
—Es probable que no vea muy bien —aclaró el director—. Y quizá se comporte igual que un delfín y utilice esos extraños chasquidos.
No dejaba de ser curioso comparar con un delfín a ese titan que acababa de surcar nuestras aguas y, sin embargo, era menos extraño que la idea de que pudiese existir algo tan enorme. Volvimos a ver el registro, esta vez acompañado por una discusión entre Phraates y el asistente acerca de los motivos que podrían haber llevado a la criatura a ascender desde su tenebroso hogar.
—¿Cuál es la profundidad máxima a la que ha llegado una nave? —indagó Tétricus mientras el director ordenaba a los dos aprendices que preparasen otra pantalla en la columnata de la recepción central para que pudiesen ver la grabación todas las personas que quisiesen, una vez que se difundiese la noticia.
—Como mucho unos quince metros —informó Phraates abandonando por un instante su discusión.
—Unos veinte metros —dije yo al mismo tiempo.
—¿Cuándo fue eso? —protestó Phraates—. Si estás pensando en la Revelación, el registro más profundo fue de quince metros.
—Sin embargo, ignoramos qué profundidad alcanzaron en la última expedición —señaló Tétricus—. Podrían haber llegado mucho más hondo aunque no poseamos el registro. Pero no recuerdo que nadie afirmase haber descendido tanto como veinte metros.
—Durante la guerra de Tuonetar, el buque insignia thetiano llegó a veinte metros —afirmé. Era un poco arriesgado decirles tal cosa, pero eso era algo que sólo podía interesar a los oceanógrafos. Y, por otra parte, quizá ellos pudiesen ser de ayuda.
—No recuerdo haber leído nada de eso —contestó Phraates, beligerante. Tétricus se encogió de hombros, pero parecía intrigado.
No tuve tiempo de decir nada más, ya que en ese preciso momento el bastón del director me dio un golpe en las costillas. Al darme la vuelta VI una expresión furiosa en su rostro.
—¿Por qué no anotaste los resultados de tu última medición en los documentos? —inquirió—. ¿La temperatura del agua ha descendido dos marcas al borde de la bahía y no me has informado? Ven de inmediato a mi oficina para hacerme un informe verbal. Podrás ser vizconde, pero mientras pertenezcas a mi instituto no estoy dispuesto a permitir semejantes descuidos.
Me enfadé. No tenía necesidad de regañarme por algo como eso. Noté, con todo, que me hacía un gesto casi imperceptible con la cabeza. Intenté descifrarlo mientras lo seguía a su oficina. Nada más entrar cerró la puerta, ahogando los ruidos provenientes de la recepción.
—Siento haberte gritado, pero estabas a punto de decir algo que luego lamentarías —se disculpó el director con aspereza, sentado frente al pequeño y desordenado escritorio que tenía en una esquina. Había nueve oceanógrafos en Lepidor, un número elevado para un sitio de esas dimensiones, y el edificio no bastaba para acomodarlos con propiedad.
—¿A qué te refieres? —pregunté apoyado sobre una silla ocupada por el gato del instituto, que respondía al apropiado nombre de Sin aletas. La mayor parte de los institutos oceanográficos tenían un gato de mascota, pero Sin aletas, como casi todos los gatos de Lepidor, era bastante salvaje. Y mucho más si se le molestaba, así que me moví con precaución.
—No es una buena idea mencionar esa nave —explicó—. Especialmente cuando hay otras personas escuchando.
—¿Te refieres al Aeón?
—¿A cuál si no? —exclamó—. El buque insignia thetiano en la guerra… ¡Por supuesto que me refiero al Aeón! Pero cualquiera con un poco de sensatez mantiene la boca cerrada respecto a esa nave.
—¿Acaso sabes dónde se encuentra?
—No seas estúpido. Sé que existe, igual que otros directores. Si supiésemos dónde se encuentra, no estaríamos manteniendo esta discusión. Pero por el bien de todos, es mucho mejor que el Dominio no se entere. Lo que quisiera averiguar es por qué deseas encontrar el Aeón.
—Las tormentas —sostuve—. El Aeón tenía acceso al sistema de los ojos del Cielo, podía observar el tiempo desde las alturas. Si fuésemos capaces de predecir las tormentas, el Dominio perdería gran parte de sus ventajas.
—Y así podrías hacerles a otras ciudades lo que hiciste aquí, ¿verdad? —preguntó el director con dureza—. No me gusta lo que dices.
—Si crees que yo haría tal cosa, entonces es evidente que no me conoces bien.
—Pues, entonces, ¿para qué tomarte tantas molestias? —argumentó—. Controlar el tiempo sólo puede ser de ayuda si compruebas que el Dominio no puede proteger a la gente contra el designio de las tormentas. Y el único modo de lograr tal cosa es desatar una tormenta sobre una ciudad en la que esté presente un inquisidor.
—¿Preferirías que permitiese a los inquisidores cumplir con su trabajo? ¿Después de lo que hicieron aquí?
—No estás negando siquiera lo que afirmo, Cathan. En Lepidor nos salvaste a todos de una primada demente y de sus ambiciosos planes. Utilizando el poder de las tormentas de la forma en que lo hiciste protegiste a tu clan, a tu chica, a tus amigos, no veo nada malo en ello. Pero si utilizas el buque Aeón para usar las tormentas sobre cualquier otro sitio, pasarás entonces a la ofensiva y harás que muera gente.
No parecía dispuesto a ver las cosas desde mi punto de vista, y eso me entristeció. Tenía la esperanza de contar con la ayuda del instituto, pero su director parecía reunir los rasgos del típico oceanógrafo veterano.
—Si el Dominio no se hubiese comportado del modo en que lo hizo, ni siquiera habría sido preciso que emplease las tormentas en primer lugar.
—Así funciona el mundo, Cathan. Existe un único dios, y ellos son sus seguidores. En este momento son peligrosos, es cierto, pero eso no justifica que arriesgues tu vida renunciando a la verdadera religión. Tu padre no es creyente y sin embargo se ha conformado siempre con luchar a su lado. Sin embargo, tú no eres en realidad hijo de tu padre, así que no debería sorprenderme.
Lo miré absorto por un instante. Conocía al director desde que tenía siete años y, aunque siempre había sido seco y estricto, jamás me había hecho dudar de su rectitud. Ahora parecía haberse vuelto repentinamente en contra de mí; ya no era el director que yo conocía, sino un desconocido. Sentí como si me hubiese asestado una puñalada.
—Entonces, si tú no me hablas del Aeón, ¿quién lo hará?
—Nadie. Por lo que concierne al interés de este instituto, ese buque se ha perdido para siempre, y no hallarás ningún oceanógrafo que te diga algo distinto. Al planeta no le agrada que se interfiera en sus ritmos, Cathan, y tú ya lo has hecho en una ocasión. —Su curtido rostro se arrugó en una sonrisa que a mí me pareció casi una burla—. Es verdaderamente una lástima. Habrías sido un brillante oceanógrafo.
Con amargura, me incorporé y acaricié al somnoliento gato por última vez, dudando de si en alguna ocasión volvería a verlo.
—Mi auténtico padre está muerto, director Domitius, pero estoy seguro de que no era inferior al conde en nada —espeté.
—¡Cathan! —ladró el director mientras yo abandonaba la oficina a toda prisa—. ¿Qué es lo que…?
La puerta se cerró interrumpiendo el sonido de su voz y yo alcé la mano para restregarme con fuerza los ojos. Todavía había mucha gente en la recepción, pero por fortuna mi padre parecía haberse ido, y no veía a Palatina ni a Ravenna por ninguna parte. Cogí mi impermeable y me lancé a la calle casi a la carrera en dirección a palacio.
Me sentía terriblemente herido mientras cruzaba, ofuscado, el barrio Nuevo, incapaz aún de creer lo que me había dicho el director. ¿Por qué había sido tan hostil? ¿Era por la nave o por la mera idea de la herejía? Pero, a medida que avanzaba, la sensación de rechazo fue reemplazada de forma gradual por la frialdad de la ira. Si los oceanógrafos no iban a ayudarme, si lo único que estaban dispuestos a ver era su propio diminuto rincón del mundo, entonces no me necesitaban en absoluto. Quizá en Qalathar, donde los inquisidores torturaban a la gente todos los días, el personal de su instituto estaría más deseoso de cooperar. Y de no ser así, ya encontraría y utilizaría el Aeón junto a Palatina, Ravenna y mis amigos del Archipiélago. No era mi intención desencadenar el enorme poder de una tormenta sobre nadie, pero después de lo que había intentado hacernos el Dominio a mí y a los demás, no podía permitir que semejantes consideraciones obstaculizasen mi camino.
Al atardecer tuve la oportunidad de hablar con Ravenna y Palatina sobre la conversación que un poco antes habíamos mantenido mi padre y yo. En lugar de reunimos en mi estudio, que era demasiado amplio para resultar cálido y acogedor, encendí el hogar en el estrecho desván que había convertido en sala de estar. El tapizado de las paredes la volvía poco confortable en verano, pero en invierno la protegía del frío de forma eficaz.
—¿Dónde te habías metido? —preguntó Palatina desplomándose sobre la silla que estaba frente al fuego—. Cuando fuimos al Instituto Oceanográfico nadie pudo indicarnos dónde estabas, y el director estaba buscándote.
—Puede buscarme todo lo que quiera —afirmé mientras me sentaba junto a Ravenna en un sillón cubierto de cojines. Luego cambié de tema—. Esta mañana hemos recibido una carta de Hamílcar. Está de acuerdo con la familia Canadrath, pero no se comprometerá hasta no estar convencido de que los disidentes pueden pagar las armas.
—Lo que implica que desea que vayamos a Qalathar —dijo Palatina de inmediato.
Asentí.
—¡Qué considerado de su parte! —subrayó Ravenna con acidez—. ¡Brindarme la oportunidad de regresar a casa y ayudarlo a la vez! Es muy conveniente.
—¿Sólo a Qalathar? —preguntó Palatina con cierta ilusión ante la idea de hacer algo al fin—. ¿Y a Thetia no?
—Hamílcar tiene sus propios contactos en Thetia —advirtió Ravenna—. Trabajar allí le resulta seguro, no debe ser relacionado con Qalathar, su tutor podría sentirse decepcionado.
—Eso es injusto —señalé—. Nadie firmaría un acuerdo comercial con una organización de la que no se sabe absolutamente nada. Por otra parte tú, Ravenna, eres su líder por descendencia familiar.
—¿Cuánta gente de mi país me ha visto? Si voy allí y les digo que soy la faraona, me encerrarán mientras lo confirman y luego me mantendrán confinada para que no vuelva a irme. Eso si el Dominio no se entera y pone, en cambio, sus prisiones a mi disposición. Hay ratas más grandes, pero son más simpáticas. —Ravenna no sonrió al pronunciar esas palabras.
A lo largo de las últimas seis semanas había podido comprender lo delicada que era la pretensión de Ravenna de ocupar el trono de Qalathar. Derivaba sobre todo de asumir que el resto de los integrantes de su familia, a quienes le había sido imposible ver en los últimos trece años, estaban todos muertos. E incluso si lo estaban, ella sería entonces sólo la segunda faraona de su dinastía. Su abuelo Orethura, que murió durante la cruzada del Archipiélago, había asumido el trono tras un interregno de cincuenta años, a lo largo del cual no se había hecho ninguna reclamación previa. Y lo que resultaba quizá más preocupante, si alguien decidía desafiar su legitimidad, era que no parecía quedar ningún superviviente capaz de probar su consanguinidad con Orethura.
Por otra parte, por lo que sabían los habitantes de Qalathar, la faraona era una mujer de aproximadamente la misma edad que Ravenna, con lo cual quizá supiesen algo que ella ignoraba. Y el Dominio daba muestras de haber sido muy efectivo masacrando a su familia.
—De todos modos deberás regresar tarde o temprano —señaló Palatina con tacto—. Ellos confían en ti, pero no pueden mantener esa confianza para siempre. Cuanto más tardes en aparecer, más crecerá tu imagen en sus mentes. Y si te convierten en una mesías, eso ocasionará tantos problemas como los que parece que hay que resolver.
—Con todo, creo que bastaría con quitar de en medio al Dominio —reflexioné—. El Archipiélago ya ha sufrido lo suficiente.
—Puede que tengas razón —admitió Palatina en un murmullo—. Creo que el Dominio sólo puede oprimirlos hasta cierto punto. Si lo traspasasen, se verían inmersos en otra rebelión.
—Y la última fue la cruzada del Archipiélago —interrumpió Ravenna—. Quizá ya hayáis acabado de planear el futuro de mi país, pero todavía no me habéis convencido de que exista una forma segura de llegar a Qalathar.
—Nada es seguro jamás, deberías saberlo. Pero conocemos herejes suficientes en el Archipiélago para viajar hasta allí. ¿Cuántas personas conocen tu verdadera identidad?
—Unas seis —reconoció Ravenna.
—¿Quiénes?
—¿Acaso importa?
—Sí, y mucho. No cabe duda de que una de ellas es Sagantha.
¿Quién más?
—Los dos tutores que tuve antes de estar con él, que viven en las islas del Fin del Mundo y en Ilthys, la hermana de mi padre en Tehama, el presidente Alidrisi y Fernando Barrati.
No reconocí ninguno de los nombres, pero era evidente que a Palatina le sonaban. «Presidente“, si no recordaba mal, era el equivalente de” conde» en Thetia y en el Archipiélago, con la salvedad de que, por lo general, el de presidente era un cargo electivo, no hereditario.
—Alidrisi podría darnos un disgusto —comentó Palatina—, ya que permanece todavía en Qalathar con la pretensión de ser un devoto y fiel líder de clan. Fernando Barrati (¿cómo pudo enterarse?) es sólo un playboy, que se pasa el tiempo persiguiendo muchachas, igual que el emperador.
—Su hermano mayor me libró de las garras del Dominio cuando era apenas un bebé —indicó Ravenna—, y Fernando se hizo cargo del coste de uno de mis cambios de tutoría.
—Deberás explicarnos alguna vez cómo es que se involucró el clan Barrati. Pero si Alidrisi es el único con quien tenemos que tratar, sería posible, contando con los contactos apropiados, hacerte pasar por una disidente viviendo en el exilio.
Llevó otra media hora de discusiones hacer que Ravenna comprendiese el punto de vista de Palatina. Yo colaboré tanto como pude, aunque Palatina fue quien se encargó de casi todo el discurso, explicando el asunto como si se tratase de otro de sus intrincados pero por lo general exitosos planes. El dilema era que, en esta ocasión concreta, debía tener éxito. Durante la invasión de Lepidor, su plan había sido llevado a cabo de forma milagrosa gracias a la intervención de Hamílcar. En Qalathar no contaríamos con salvavidas semejantes.
Palatina se veía muy satisfecha cuando al fin nos pusimos de pie para ir a dormir, supongo que sobre todo porque al fin íbamos a hacer algo. Me habría agradado esperar un poco más, pero se había decidido que en un lapso de dos días partiríamos rumbo a la capital de Océanus, Pharassa, a bordo del buque mercante costero Parasur. Desde Pharassa cogeríamos una nave en dirección a Ral’Tumar, la mayor ciudad del Archipiélago a excepción de Qalathar. Allí embarcaríamos hacia ésta.
Ya no me quedaba tiempo para esperar a Tañáis. De todos modos no deseaba confirmar mi parentesco cercano con el emperador, ya que en el fondo conocía la respuesta. Y esa certeza me producía más terror que el que había sentido seis semanas atrás, cuando estuve a punto de morir quemado en la hoguera.
Aquella noche sufrí una de las terribles pesadillas que me habían acosado siendo niño y de las cuales ni siquiera el Visitante había conseguido librarme del todo. La mayor parte era demasiado escalofriante para recordarla, pero, al despertar, la fría y demente risa de Orosius retumbaba aún en mi cerebro.