CAPÍTULO II

El trabajo de todo un día debatiendo minucias comerciales tenía que valer la pena. Eso pensaba en la sala de recepción del puerto submarino de Lepidor, mientras esperaba a que la manta tripulada por nuestros dos visitantes se desprendiese de la plataforma de lanzamiento. Pasarían al menos tres semanas antes de que obtuviésemos una respuesta o, lo que era más probable, una contrapropuesta con algunas modificaciones que discutir.

El día siguiente a la llegada de Oltan, el último día de verano, lo pasé en la sofocante oficina de mi padre, intentando lidiar con las complejidades del comercio con las grandes familias. Nunca había destacado con los números, y cuando mi padre llamó a su consejero principal, el corpulento Atek, para ayudarme a calcular los márgenes de beneficio y los porcentajes de los sobornos, yo ya estaba casi dormido.

Algún día me convertiría en conde de Lepidor, así que me concentré en los números que Atek garabateaba en un trozo de pergamino, luchando conmigo mismo por no desviar la mirada hacia el despejado y tentador azul del mar. En eso consistía ser conde, o cualquier otro tipo de gobernante, y debo confesar que detestaba esas tareas tanto como la expectativa que todos tenían en mí de que fuese un líder. Sin duda, lo sentía como algo positivo cuando todo iba bien y no se me pedía que tomara ninguna decisión comprometida, pero durante la invasión del Dominio había tenido la oportunidad de experimentar los peores aspectos del liderazgo y no me entusiasmaba la idea de volver a vivirlo.

Aunque la salud de mi padre mejoraba con rapidez, no había sido capaz de seguir el ritmo de Oltan a lo largo de esa jornada, y por la tarde hube de relevarlo en la culminación de las negociaciones de Lepidor. Además, por el bien de mi clan, no podía dar por finalizada la reunión hasta que todos estuviesen satisfechos con las condiciones del acuerdo. Hacia el atardecer, al ver en la parte occidental del cielo un inhabitual tono rojo dorado de extremo a extremo del horizonte, comprendí que el invierno estaba llegando y pospuse las tareas del clan una última vez para nadar en las aguas del mar, aún tibias por el calor del día. No era la actitud de un dirigente, y sentí en mi interior que decepcionaría a mi padre, pero ¿quién sabe cuándo volvería a tener la posibilidad de nadar?

No tenía tiempo para alejarme demasiado de la ciudad si no quería regresar de noche. Por eso me quedé cerca, junto a la playa en la que había estado sentado.

Cuando me quité la túnica en medio de una luz inusual y misteriosa, con el bosque a mi espalda, casi en silencio, miré hacia el mar. El sol era una bola ardiente de color anaranjado contra el impactante cielo cobrizo, que bañaba la ciudad y sus costas con una luz fantasmal, casi apocalíptica. Mi propia sombra estaba dilatada de forma grotesca, una lúgubre silueta entre la hilera de árboles y la dorada arena.

Pero lo más extraño de todo era el mar. En medio de los colores de ese espectacular crepúsculo, la ondulante superficie del océano estaba salpicada de un rojo profundo como el de la sangre.

—El oscuro mar del color del vino —dije sin percatarme de que había hablado en voz alta hasta que alguien me respondió.

—Estaba pensando lo mismo —advirtió Ravenna, incorporándose del lugar en el que había estado sentada, a la sombra de una roca. Con el mayor cuidado, evitamos mirar nada que no fuera nuestros propios rostros.

El poeta thetiano Ethelos había vivido cerca de seis siglos atrás, pero sin duda había visto un crepúsculo como aquél en alguna isla antigua, antes de que la humanidad pusiese siquiera un pie en las costas de Océanus.

—Jamás había visto antes nada parecido —comenté señalando el paisaje del cielo y el mar.

—Yo tampoco —aseguró Ravenna mientras descendía por la playa para acercarse a mí, otra sombra alta y alargada—. Ni siquiera a principios del invierno, cuando los crepúsculos son siempre maravillosos. Es realmente extraño que todos esos colores, alabados y adorados por el Dominio, puedan parecer sin embargo tan hermosos. Los sacerdotes manchan todo lo que tocan, y es llamativo que no lo hagan con los crepúsculos.

—Los crepúsculos llevan aquí mucho más que el Dominio, y estarán aquí mucho tiempo más después de que el Dominio haya sido olvidado.

—Envidio a las personas que podrán ver algún día un paisaje semejante sin haber oído hablar nunca de la herejía ni de los inquisidores.

—No seremos nosotros —agregué—, pero sí te prometo que, en cuanto pueda, un día observaremos un crepúsculo como éste desde el Palacio del Mar en Sanction, igual que solían hacerlo los antiguos jerarcas.

Ravenna contuvo la respiración y me miró fijamente un momento. Luego movió la cabeza con desconcierto.

—Son tantas las cosas que has prometido hasta ahora…

De hecho, eran muchas, y de algunas no tomé conciencia hasta bastante tiempo después. Parecía extraño prometer algo así, pero ambos comprendíamos de qué estaba hablando. Sanction, la antigua ciudad sagrada de Aquasilva, se había desvanecido cuando el Dominio llegó al poder. Si la historia sobre su desaparición era cierta, ninguno de nosotros podría entrar en Sanction hasta después de acabar con el Dominio. Doscientos años sin noticias de la ciudad eran el indicador más claro de que la historia sobre su desaparición era cierta.

Pero había algo más, y de saber lo que sucedería jamás lo habría dicho. Ravenna era más lista que yo y había llegado a conclusiones que yo era demasiado ciego para ver. Lo que ninguno de los dos mencionó, ni entonces ni en ningún otro momento, era el significado específico que tenía para los jerarcas el ritual de contemplar el crepúsculo.

—¿Vamos a nadar? —propuso Ravenna tras unos instantes de silencio.

Eso hicimos, gozando de las aguas oscuras y cálidas hasta que la bola del sol acabó por ocultarse y sólo quedó en el oeste un resplandor púrpura contrastado con el añil de la silueta de las nubes. No volvimos a hablar de eso mientras nos poníamos las túnicas sobre nuestros cuerpos todavía mojados ni durante el regreso al palacio.

Una densa masa de nubes bajas cubría las cumbres de las montañas a la mañana siguiente y se sentía en el aire un frío penetrante. Entonces, el invierno era así, pero no siempre lo había sido. Existía un corte violento entre invierno y verano, una frontera abrupta que tenía lugar al final de cada año. Después de dicha fecha, los primeros vientos que soplaban podían hacerlo durante meses, una tercera parte del año. Sólo el Dominio, con su habilidad para controlar y «ver» el tiempo desde las alturas, sabía por qué sucedía tal cosa. Y está claro que entre sus intereses no figuraba divulgar su secreto.

Observé por unos instantes desde la sala de recepción del puerto submarino cómo la manta de Canadrath navegaba hacia las tinieblas al ritmo tranquilo y ligero de sus enormes aletas. Sólo cuando fue engullida por el agua totalmente me volví para indicarles a los dos centinelas que me habían escoltado que ya podían partir. Tenía trabajo que hacer en el palacio, pero ya no los necesitaba realmente.

La ventaja del invierno, reflexioné mientras ascendía la escalera hacia mi estudio de palacio, era que las horas que uno pasaba dentro no eran tan malas. No había nada que hacer fuera salvo que nevase, y la novedad de eso pronto pasaba en cuanto el frío se metía entre mis ropas. Yo no era oceaniano de nacimiento y nunca me había sentido de veras feliz cuando hacía frío por mucho que lo desease. Un año en el Archipiélago, donde nunca nevaba, había sido suficiente para convencerme de que no lo echaría demasiado de menos.

Mi padre me había instalado el estudio unos años atrás, y desde entonces solía utilizarlo cada tanto. Durante las últimas semanas, sin embargo, había comenzado a sentirme como si yo fuese una tortuga y el estudio mi caparazón. Uno de los servidores había encendido ya el hogar y la sala estaba gratamente cálida y acogedora, lo que no podía decirse de los documentos que me esperaban sobre el escritorio.

Me senté en la silla y cogí el que estaba encima de todos, que concentró mi atención cuando reconocí en él la enmarañada letra de Palatina. Por un momento me sentí desconcertado, pero luego recordé de qué podía tratarse. Durante las negociaciones del día anterior le había mencionado que necesitábamos toda la información que pudiese brindarnos sobre Thetia. Era evidente que había acometido la tarea con interés, ya que había dos páginas tituladas «Negocios en Thetia». El primer punto, subrayado varias veces para darle énfasis, era Thetia es gobernada por el emperador. Le seguía otro título igual de enfático: Los thetianos odian a los tanethanos.

Interpretar algunas de sus palabras habría requerido los servicios de un descifrador, pero acabé entendiendo por el contexto las que no podía identificar de inmediato. Una vez que acabé, me recliné en la silla y contemplé el documento por un instante, preguntándome si, después de todo, nuestra propuesta había sido acertada. No existía prácticamente ningún otro sitio donde fuese posible vender armas a los disidentes de Qalathar: Thetia estaba en el territorio central, era neutral y, como en Taneth, allí podía comprarse o venderse cualquier cosa.

Por otra parte, Palatina había señalado varias evidentes desventajas. Los clanes de Thetia solían complicarles la vida todo lo que podían a los tanethanos que quisiesen comerciar. Muchos de ellos eran sumamente conservadores, proteccionistas y tendentes a preocuparse sólo por sus intereses internos, lo que les llevaba a dilapidar su fuerza en luchas intestinas. En el otro lado del espectro, los clanes como el de Palatina eran, pese a sus ideas republicanas, feroces combatientes con intenciones imperialistas.

En cuanto a Selerian Alastre, la legendaria capital thetiana… ¡Dios nos guardase! Sin duda, Palatina exageraba por algún motivo en lo que había escrito. Es decir, era indudable que nadie podía ser presidente de un clan y pasarse de fiesta tres de cuatro noches. Y en cuanto a las orgías que ella mencionaba, me recordaban la descripción de la ciudad maldita de Malyra (supuestamente destruida por la furia de los dioses varios siglos atrás) que recogía el Libro de Ranthas.

Era necesario que hablase con ella en persona. Di un tirón a la correa de la campanilla y unos minutos después apareció en la puerta uno de mis primos más jóvenes, que por entonces estaba de servicio.

—¿Podrías buscar a Palatina y pedirle que venga tan pronto como sea posible?

Asintió y volvió a desaparecer de mi vista. Hubiese preferido buscarla yo mismo, ya que me parecía poco educado enviar a un mensajero. Pero sabía que si lo hacía, pasarían horas antes de que retomara el trabajo.

Palatina llegó una media hora más tarde, mientras reflexionaba sobre una nota del poblado de Gesraden pidiéndole al clan un aumento presupuestario: el clan Tenth deseaba instalar allí un nuevo sistema de agua, ya que las viejas cañerías estaban fallando. Según parecía, los ingenieros de Pharassa que las instalaron primero habían hecho un trabajo chapucero. No tenía ningún sentido volver a emplear a los mismos, pero para ello era preciso averiguar con exactitud quiénes habían sido. ¡Por los Elementos, esto era mortalmente aburrido! —¿Cathan?

Alcé la mirada con expresión de alivio y dejé a un lado la petición de Gesraden. Eso podía esperar; nadie instalaría el nuevo sistema de agua durante el invierno.

—Espero no haberte interrumpido en medio de algo importante —le dije—, sin duda estarías haciendo algo mucho más vital que yo.

—Quieres que conversemos sobre Thetia —comentó ella caminando hasta llegar a mi lado, junto al escritorio. No había rastros de frío ni en su rostro ni en sus ropas, por lo que deduje que no había salido del palacio. Casi sin duda había venido porque estaba aburrida, y no podía culparla.

—Leí tu informe, pero algunas partes del mismo…

—…son un poco difíciles de creer —continuó—. Desgraciadamente todo es cierto.

Palatina cogió una silla de un rincón de la sala y alejó la mía del escritorio con una salvaje patada para hacerse sitio.

—¡No puedes hablar en serio! ¿Incluso lo del presidente de Decaris y su burdel?

—Cathan, por lo que respecta a estas cuestiones, todavía conservas cierta ingenuidad provinciana. Tethia está derrumbándose, y cuando la gente es tan mala como lo es allí comienza a comportarse de un modo extraño.

—Pero si todo esto es cierto —objeté separando su informe del resto de la pila—, entonces ¿cómo sigue siendo tan poderoso el imperio de Thetia?

Ella esperó antes de responder, con la mirada absorta y pensativa clavada en la distancia.

—Thetia tiene dos caras. Sí, existen todas las cosas que escribí y que tanto te preocupan. A los clanes no hay nada que les interese demasiado, con excepción del prestigio y el buen vivir. No a todos ellos, por supuesto —añadió refiriéndose a su propio clan, el belicoso Cantera—, pero eso es lo que suele verse en Thetia, en las grandes ciudades y en Selerian Alastre. De todos modos, olvidas que los thetianos son los mejores navegantes del mundo. Ambos somos thetianos, tanto tú como yo, y ninguno de nosotros es feliz alejado del mar. Para ti el mar es todavía más que eso, pero cualquiera sabe que, cuando se habla de embarcaciones, las thetianas son las mejores.

Y eso era cierto, por mucho que lo negasen los capitanes mercantes tanethanos y los almirantes cambresianos. El resto del mundo consideraba el océano un mero camino, una ruta para el comercio, así como un vasto criadero natural de peces. Pero parecía que para los thetianos significaba algo más. No como un dios o una diosa, ni como creía el semimítico Exiles un enorme organismo viviente, aunque sí mucho más que un lugar a través del cual era posible viajar o del cual se podía recoger comida. De hecho, los thetianos habían fundado el Instituto Oceanográfico.

—Por lo tanto, sostienes que es su flota lo que los hace poderosos.

—Su flota, y el emperador.

Eso era lo que ella había evitado mencionar hasta entonces. No se había extendido respecto al emperador en todo el informe, lo que me intrigaba. ¿Cómo era posible escribir acerca de comerciar con Thetia sin hablar del hombre que, al menos de forma nominal, poseía mayor autoridad que cualquier otro en Aquasilva? Incluso los cambresianos temían contradecir abiertamente al emperador, por más que desearan liberarse más que cualquier otra cosa, e incluso alimentaban la ilusión de recuperar la independencia de Thetia.

—Lo has dejado para el final.

—Él es más peligroso que todo el resto en su conjunto —advirtió ella asintiendo con la cabeza.

—¿Cómo es? Como persona, quiero decir.

—Es probable que sea el emperador más brillante que jamás haya habido. Cuando hablas con él sientes todo el tiempo que está muy por encima de tus capacidades. Por supuesto, juega al ajedrez. Y nunca pierde. Pero es un individuo desalmado, frío, sin piedad; le valen todos los apelativos de ese orden que puedas imaginar. No es un buen gobernante para Thetia, porque sueña con ser Un monarca absoluto, algo que nosotros no le permitiremos.

—Pensaba que ése era el objetivo de cualquier emperador.

—No de nuestro emperador —subrayó Palatina con un toque de orgullo—. En Thetia el emperador, o la emperatriz, ya que han existido algunas, no se parece, por poner un ejemplo, al rey de reyes haletita. Este último puede ordenar la ejecución de alguien sin juicio previo o pronunciar edictos cuando le place. De hecho —dijo, e hizo una pausa con los puños apretados como si se concentrase en algo fuera de su alcance—, el de Thetia no es, en la práctica, un emperador propiamente dicho. Lidera la flota y la Asamblea de Clanes, pero es ésta la que aprueba verdaderamente las leyes. Él sólo brinda una especie de equilibrio. Sin su figura los clanes no cesarían de enfrentarse; con ella, sólo se pelean de tanto en tanto. La cuestión es que el emperador desea gobernar por su cuenta y recuperar el antiguo imperio. Puesto que la mayor parte de los clanes se encuentran en un estado de franca desorganización, de momento no ha conseguido que sus planes prosperen. Por eso ha acudido al Dominio en busca de ayuda.

Y ése era el peor problema. Un megalómano en el trono de Thetia no hubiese sido tan grave teniendo en cuenta el debilitado estado del imperio, pero si sumaba su poder al del Dominio, la situación cambiaba por completo.

—Mi padre me dijo que el emperador era una marioneta del exarca, y añadió algo sobre una enfermedad.

Los exarcas eran los potentados del Dominio y les debían obediencia sólo a los cuatro primados (y en ciertos casos ni siquiera a ellos). El exarca del Archipiélago, invariablemente un cargo complejo, había gobernado sus vastos territorios espirituales como si constituyesen un imperio secular desde el mismo instante en que la cruzada del Archipiélago dejó allí un vacío de poder. El exarca de Thetia, si bien menos poderoso, poseía una inmensa influencia, comparable a la del rey en mi propio continente, Océanus.

—Eso es verdad en cierto modo —señaló Palatina—. El emperador estuvo muy enfermo cuando tenía trece años y eso lo marcó de por vida. Cada tanto sufre terribles dolores de cabeza que le impiden cualquier actividad y no se le ve durante varios días. Debes considerarte muy afortunado por no estar en su lugar, ya que te verías aquejado exactamente por el mismo problema.

Hubiese preferido que no me lo recordase. Ambos compartíamos la sangre familiar de Orosius: Palatina era su prima directa, y era probable que también yo lo fuese aunque aún no lo sabía con certeza. Y aunque tampoco lo había admitido, la idea me aterrorizaba. Si se enteraban el Dominio o el propio emperador, estaría atado en la hoguera antes de pestañear siquiera y, para entonces, no habría ningún mercader noble a mano para socorrerme. Orosius había intentado ya asesinar a Palatina, y según la opinión del Dominio, como mujer, ella representaba una amenaza mucho menor. Respecto a ese mal, podía recordar haber padecido una enfermedad exactamente a la misma edad.

—Ahora, ¿en qué medida influye en él, el exarca?

—Eso depende —dijo reclinándose en su silla y estirando un pliegue de su gruesa túnica de invierno—. Cuando el emperador está enfermo, el exarca se hace cargo de prácticamente todo. Durante el resto del tiempo, Orosius lo emplea como consejero principal. Hay también un sujeto llamado Zarathec, que tiene a su mando el servicio secreto. Estos dos y Tañáis son las únicas personas en quienes confía.

Nos habíamos alejado por completo del objetivo original de nuestra conversación, cómo comerciar con Thetia, pero no tenía mayor importancia. Tañáis había prometido revelarme a su regreso mi propia identidad, y era tanto por eso como por mis esperanzas de obtener mayor información que había retrasado nuestra partida. Con un poco de suerte, el Dominio ignoraría la existencia de otro primo de Orosius.

Lo que me desconcertaba era cómo era posible que todos hubiesen perdido mi rastro en un principio. Era consciente de ser un Tar’ Conantur de nacimiento, perteneciente al clan imperial de Thetia, y sabía que por alguna razón el entonces canciller del imperio me había secuestrado a las pocas horas de nacer. No trascendió nada acerca de ninguna búsqueda, por lo cual era de suponer que todo el incidente fue cerrado o silenciado de algún modo. Pero ¿por qué tomarse tanto trabajo?

—Si vendemos las armas en Selerian Alastre, ¿es posible que lo descubra el imperio? —pregunté cambiando de tema rápidamente. Por alguna razón, no deseaba seguir hablando del emperador.

—Selerian Alastre es una ciudad muy cosmopolita —explicó Palatina—. No tiene tanta población como Taneth, pero la isla es más grande y por eso resulta difícil seguir el rastro de lo que hace cada Cual. O sea que, a menos que nos estén controlando…

—¿Mercaderes tanethanos vendiendo armas en la capital de Thetia? ¡No veo por qué habríamos de llamar la atención!

Palatina ignoró mi sarcasmo. Una ráfaga de viento produjo una ligera vibración en las ventanas. Miré al exterior, donde la antes maciza nube gris se aproximaba ahora en dirección oeste desde el mar. Había adquirido una tonalidad más oscura, casi púrpura; era una tormenta. Sólo Ranthas podía saber cuánto tiempo duraría.

—Creo que deberías firmar un acuerdo con un clan thetiano. No con uno de los más ambiciosos, como el mío, sino alguno pequeño. Que no posea muchos intereses comerciales y, en lo posible, que sea un poco marginal. Sería mejor tratar con un clan más importante, pero ésos odian demasiado a los tanethanos. Eso es lo único que tienen en común.

—¿Es habitual hacer algo así? —comenté mientras garabateaba algunas palabras al final de su informe para no olvidarme.

—Se sabe que ha sucedido.

—¿Puedes recomendarme a alguien?

—Puedo orientarte —dijo Palatina con un estremecimiento—. Pero Canadrath te será más útil. Las cosas deben de haber cambiado desde que yo partí. ¿Por qué hace tanto frío en este lugar? Suspirando de modo exagerado, me incorporé y fui a revisar el radiador. En invierno y durante las tormentas, el palacio era calentado gracias a cañerías de agua caliente que rodeaban cada habitación. En el sótano había un horno de leña que servía de fuente de calor para el sistema. Mantenerlo era caro pero necesario, dadas las temperaturas glaciales del invierno.

«¿Cómo sería vivir en un sitio más cálido?», me pregunté mientras abría un poco más la válvula del radiador y volvía a mi asiento. El Archipiélago y Thetia no tenían inviernos semejantes, los Elementos sabrían por qué. En Lepidor el clima era muy frío y el sol salía muy poco. Pero en el Archipiélago se vivía en aquel preciso momento la estación del monzón, durante la cual llovía todos los días y a veces de forma continua durante semanas enteras. Para mi gusto, eso era mucho mejor que las temperaturas heladas y las montañas de nieve del tamaño de edificios.

—Ve a vivir a Thetia durante un tiempo y verás como es un clima templado —sugirió Palatina.

—Y ser ahogado por la lluvia, querrás decir —contraataqué en defensa de Lepidor, a pesar de mis sentimientos. Éste era mi hogar, y aunque sufría por el frío a causa de mi sangre thetiana, ya me había acostumbrado al clima.

—Creía que te gustaba estar mojado.

—Hay una sutil diferencia entre nadar en el mar y nadar por las calles —advertí. Palatina sonrió.

—Lo adorarías. Estoy segura de que en parte eres una foca. Nadie más tiene esa percepción del océano.

—Y allí vas a parar otra vez, diciéndome lo estrecho que es el lazo entre los thetianos y el mar. Si no tienes cuidado, acabarás sonando como una tanethana.

—Prefiero Taneth —afirmó ella entonces, poniéndose repentinamente seria. Lo noté porque comenzó a juguetear con un punzón, haciéndolo ascender y descender por el borde del escritorio—. Taneth está desarrollándose, va en alguna dirección. Lo comprendes con sólo escuchar las palabras de Oltan. Canadrath es una gran familia, con rutas comerciales aseguradas y montones de dinero. Podrían sentarse sin hacer nada, dejar que el dinero siga fluyendo y concentrarse en avanzar hasta integrar el Concejo de los Diez. En cambio, tienen la sensatez de ver un problema desde la raíz y planean embarcarse en un proyecto muy arriesgado. Y además en compañía de la familia Barca, a la que apenas conocen. Si esto fuese Thetia, no harían tal cosa. En su lugar estarían apuñalando a sus rivales por la espalda, sin molestarse en mirar al exterior ni en intentar algo nuevo. Thetia vive de sus glorias pasadas y a nadie parece importarle.

Palatina dobló el extremo del punzón con tanta fuerza que éste resbaló de sus dedos y voló atravesando la sala hasta golpear contra las gruesas cortinas. Luego se levantó para recuperarlo con una expresión de culpa en el rostro.

—Pero ¿por qué? —pregunté. Ella sólo había hablado sobre Thetia unas pocas veces, y yo nunca había podido acabar de comprender cómo había empezado su declive.

—Tú no prestas suficiente atención a nada que no sea científico —me amonestó. En eso debo admitir que tenía razón. Se me había dado la educación propia de un noble, mis enseñanzas escolares habían sido rígidamente supervisadas por mi padre, quien pensaba que todo aprendizaje era positivo. Pero yo me había interesado sólo por cuestiones relacionadas con las ciencias. La historia, la teología, la gramática eran todas disciplinas que me aburrían de forma intensa, en especial, la teología. Y en cuanto a los escritos de los filósofos thetianos… ¡en algún momento llegué a odiar a Thetia por el mero hecho de ser su lugar de origen!

—Todo país tiene su momento de gloria —prosiguió Palatina—. Hace doscientos años Thetia venció en la guerra de Tuonetar y tuvo la oportunidad de desarrollarse. Pero entonces surgió el Dominio y el jerarca asesinó a su sobrino y se consagró emperador. Así todo se hizo pedazos. Ya has visto el modo en que el Dominio reescribió la historia, convirtiéndonos en los villanos de la guerra.

—¿Por qué se lo habéis permitido? Sé que tú no estabas allí, por cierto. Pero ¿por qué lo permitió la gente?

—Quién sabe —dijo haciendo un expresivo ademán con el punzón—. La cuestión es que sucedió, y los clanes se rindieron gradualmente a Taneth. Hace doscientos años, Taneth ni siquiera existía.

Eso, al menos, recordaba haberlo leído junto a parte de las historias de los otros continentes. Taneth había sido fundada por refugiados que huían de los horrores de la guerra y que hallaron en las islas del destrozado continente de Equatoria un sitio seguro donde asentarse, protegidos por unos pocos kilómetros de agua de las luchas internas que tenían lugar en las tierras centrales.

—Lo que ha hecho un hombre otro puede deshacerlo —recité—. Ahora citas a los poetas thetianos. ¡Siempre pensé que los odiabas!

—No entiendo nueve de cada diez cosas que dicen, pero puedo utilizarlos.

—Nunca lo conseguirías en Thetia. Allí se debate sobre poesía en la asamblea, y todos los líderes de clan han leído todos los autores que puedas imaginar. Recuerdo haber estado una vez en una sesión cuando mi padre aún vivía. El presidente de Mandrugor y el presidente de Nalassel debatieron en el suelo de la asamblea sobre si Sevferian era o no partidario de la guerra en sus obras épicas. —Palatina esbozó una sonrisa—. Una discusión verdaderamente trivial que demuestra cuánto hemos decaído. Pero al menos todavía nos queda algo, nuestra poesía y nuestra música. Incluso a veces podemos discutir sobre filosofía.

—¿Es cierto que el Dominio cerró todas las academias?

—Si vas a comprometerte con Ravenna, hay algo que debes comprender de Thetia. Digo Thetia, pero vale igualmente para Qalathar y el resto de las islas. No pudiste notarlo demasiado cuando estuviste allí, porque estábamos aislados. En Thetia, la gente vive fuera de casa. Construimos nuestras ciudades alrededor de parques, edificamos nuestras casas y palacios rodeando patios y jardines, y hasta el emperador mantiene fuera a su corte durante buena parte del tiempo. Incluso cuando nos encontramos dentro mantenemos los espacios tan amplios y abiertos como sea posible. Lo que quiero decir es que conversamos. Pasamos horas en cafés, parques y pórticos en compañía de amigos. No nos sentamos dentro solos o en parejas. Nada permanece en secreto y no hay modo de detener la circulación de las ideas. El Dominio clausuró las academias, prohibió las manifestaciones bajo pena de herejía y creó una policía religiosa para asegurarse de que ni siquiera se hablara de herejías. Pese a todo eso, fracasaron —continuó Palatina—. Es imposible conseguir que la gente del Archipiélago deje de hablar; tan imposible como impedir que salga el sol. Por eso odian Qalathar y a todos los habitantes del Archipiélago. No pueden controlarnos del mismo modo que hacen con todos los demás.

—Pero los tanethanos pasan también mucho tiempo en el exterior —protesté.

Palatina negó con la cabeza.

—No del mismo modo. Ellos organizan todo alrededor de sus familias, y las personas importantes sólo salen al exterior para pasar de un edificio a otro. En Thetia, todas las cosas importantes se resuelven fuera, y no puedes presidir un clan si la gente no te ve. No puedes ocultarte. Por eso el Dominio y el Archipiélago no pueden coexistir para siempre. Tarde o temprano, lleve el tiempo que lleve, uno de los dos destruirá al otro.