—Ha llegado el invierno! ¡Lo ha confirmado el Instituto de Meteorología!
Me incorporé, pestañeando por el brillo del sol del mediodía para ver de dónde provenía la voz. Tras un momento oí pasos en el sendero que venía de abajo y pronto apareció una cabeza tras las rocas.
—¿Están seguros? —preguntó alguien sentándose a mi derecha.
—¿Acaso alguna vez no lo están? —respondió la primera voz mientras ascendía los últimos metros antes de girar y sentarse en la machacada hierba del camino.
—Los sacerdotes estuvieron fuera dos semanas el año pasado.
Su interlocutora cambió de posición, inspeccionó con detenimiento su laúd y quitó una ligera capa de polvo y semillas del mástil.
—Pero ésos eran los sacerdotes, que no tienen ni idea.
—Pues deberían tenerla, ya que son los únicos que pueden hacer pronósticos fiables.
Alcé los ojos hacia el despejado cielo azul, como si al hacerlo pudiese descubrir en algún punto los mismos signos que observaban los sacerdotes para decirnos que descendería la temperatura y las tormentas doblarían su potencia.
—El Instituto de Meteorología podría mejorar sus previsiones sobre la llegada del invierno si los sacerdotes le brindasen la oportunidad de hacerlo.
—No empecemos otra vez esa discusión, Cathan —dijo la recién llegada recostándose contra el tronco de un solitario cedro, lejos del bosque al borde del acantilado—. Todavía nos quedan unos cuantos días de calor para sentarnos en el exterior, y no tiene sentido desperdiciarlos. Dispondremos de todo el tiempo del mundo para discutir cuando llegue el invierno.
—Y eso ¿cuándo sucederá?
—Cuando concluya este antinatural encantamiento cálido. —La joven vestía sólo una delgada túnica y sandalias pese a estar bien entrado el otoño—. Como mucho, dos o tres días más.
Dos o tres días. Bueno, nada dura para siempre, y la verdad es que nunca hubiésemos esperado el repentino retorno de temperaturas estivales en una fecha del año tan tardía. Mejor todavía habría sido no tener que pasar tanto tiempo trabajando, ocupado en administrar los asuntos del clan durante la convalecencia de mi padre. Él hubiese podido recuperar su título, pero aún no estaba en condiciones de hacerse cargo del papeleo, así que acabé encargándome de todo. Eran tareas que aborrecía, pero no me parecieron tan terribles como en otros tiempos. Quizá porque ya había pasado por cosas mucho peores.
—¿Has hecho algo que sea útil?
—Eso depende del significado que le otorgues a la palabra «útil», Palatina —dijo Ravenna, que estaba sentada junto a mí con la espalda en el tronco del árbol. A su lado había un libro abierto apoyado contra el suelo, que llevaba un buen rato sin leer (por lo menos desde la última vez que había desviado mis ojos hacia ella).
—Útil como aseguraste que sería lo que hicieras. —La comprensión que exhibía Palatina de la gramática del Archipiélago era aún un poco esquemática a veces, pese a que ya había pasado dieciocho meses alejada del intrincado lenguaje de su tierra natal.
—Quieres decir que busco en este libro algo que obviamente no está ahí.
—Pues si no está ahí, ¿por qué te empeñas en buscarlo? ¿Por qué no pruebas a buscarlo en otro sitio?
—Tan pronto como nos digas por dónde debemos empezar…
Palatina puso los ojos en blanco y, con mirada ausente, tan incapaz como siempre de quedarse quieta, comenzó a retorcer un verde brote de hierba. De nosotros tres, sólo ella no había recibido con alegría la llegada del calor y la oportunidad de no estar demasiado activos.
Echando un vistazo antes de coger el libro una vez más, Ravenna reinició su lectura. Yo también poseía un ejemplar, pero no tenía ni idea de dónde lo había puesto. Ni siquiera recordaba habérmelo llevado allí… No, estaba en el fondo del baúl, en mi habitación, donde nadie se toparía con él accidentalmente y sentiría la tentación de investigar su contenido.
Me recliné un poco, intentando encontrar en la ancha raíz del árbol un espacio más confortable para mi cabeza. Verdaderamente hacía demasiado calor para hacer otra cosa que echarse a la sombra. Por otra parte, tampoco había necesidad de hacer nada más. Ya había cumplido con mi cuota diaria de papeleo —los otros miembros del clan se sentían igual de debilitados y la gente parecía reacia a hacer agotadoras colas o a presentar peticiones—. Alejé de mi mente la idea de que, repentinamente, tendría trabajo de ese estilo en exceso cuando llegase el invierno.
Volví a cerrar los ojos y me puse a dormitar plácidamente, permitiéndome ignorar una molesta saliente de la raíz que se clavaba en mi espalda e incluso el muy irritante zureo de unas palomas en el bosque detrás de nosotros. Las palomas estaban bien en pequeñas dosis, pero el ruido que hacían me ponía nervioso en seguida. El sordo sonido de las olas en la playa a nuestros pies era mucho más grato y supuso un excelente acompañamiento cuando la intérprete de laúd comenzó a tocar una melodía unos minutos después. —Palatina, ¿cómo demonios hicieron los thetianos para ganar la guerra?— preguntó la lectora de repente. —¿Qué quieres decir?
—Estaban siempre borrachos. Mira, el sujeto que escribió esto era su sacerdote superior, pero en apenas una semana asistió a más fiestas que todo un regimiento de vividores.
—Nos gusta disfrutar de la vida —respondió Palatina—. Cuando tenemos tiempo libre no nos echamos a descansar bajo los árboles contemplando el mar con ojos extasiados y soñadores. —Si es tan bueno, ¿por qué no deseas regresar? Casi pude sentir la mirada que Palatina le dirigía, pero no me molesté en abrir los ojos. Palatina llevaba ya al menos una semana irritada, quizá un poco más, y ya me había acostumbrado.
—Dejad de discutir —intervino la intérprete de laúd sin interrumpir el fluir de su melodía—. Perturbáis mi concentración.
—Te ruego que me disculpes, Elassel —dijo Palatina, sin que su tono de voz expresase lo mismo que sus palabras.
No hubo respuesta, y mi mente volvió a navegar a la deriva, muy lejos de las costas de Lepidor moteadas por el sol.
Conocía muy bien las razones del malhumor de Palatina. Todos lo sabíamos. Pero era lo que yo estaba haciendo, o en realidad lo que no estaba haciendo, lo que ella veía mal. Mientras Palatina estaba ansiosa y desesperada deseando nuestra partida, yo me conformaba con esperar… sin hacer nada. Eso sí, en mi decisión no me faltaba respaldo, ya que ninguno de los demás tenía la menor prisa. No le había dicho a nadie el motivo por el que aún estábamos allí, por qué permanecíamos tanto tiempo cuando era evidente que ésa no era una buena opción. Pretexté que tenía que cumplir con obligaciones del clan y, durante más de un mes, mientras mi padre se recuperaba de los efectos del veneno, no hicieron falta más excusas. Pero todos sabían que ésa no era la verdadera razón, que ningún aburrido papeleo requería mi presencia física, por muy importante que fuese para el clan. Mi madre y el consejero principal eran tan capaces como yo de encargarse de esas cuestiones y además tenían mucha más paciencia.
—¿Me estoy excediendo al preguntarte si nos iremos cuando llegue el invierno? —dijo Palatina clavándome los dedos en un costado. La miré, indignado, y la luz del sol me cegó por un momento—. No pienso marcharme sólo porque cambie el clima. —Entonces ¿cuándo nos iremos?, ¿cuando caigan las estrellas y los océanos se desborden hasta cubrirnos por completo?, ¿cuando los sacerdotes abran la boca sin mencionar la palabra «herejía»?, ¿o quizá cuando todos hayan muerto de viejos?
—Ya te lo hemos dicho. No pienso partir hasta no tener una idea de hacia dónde debo dirigirme.
—Entonces ¿de qué te servirá permanecer en Lepidor? No hay nada aquí que pueda ayudarte de ninguna manera, con excepción de ese maldito libro.
—¿Y adonde más podríamos ir?
—Podrías consultar en la biblioteca. Allí tienen cientos y cientos de libros, incluso antiguos pergaminos cubiertos de telarañas en los que seguramente encontrarás lo que buscas.
—O sea que toda la gente que ha recorrido enormes distancias para ocultarlo habría dejado finalmente mensajes por todas partes diciendo: «Aquí estamos». Palatina, sé que detestas no hacer nada, pero no podemos tomar decisiones precipitadas en este asunto. ¿Qué sucedería si lo descubriese la Inquisición? Si la Inquisición lo averiguase, sería el fin de todos nuestros desacuerdos con ella.
—¿No merezco al menos que me digas qué es lo que esperamos? ¿No lo merecemos todos?
Miró a las otras dos mujeres en busca de respaldo, y yo hice lo mismo. Elassel estaba concentrada tañendo su laúd, al parecer absorbida por la música.
A mis espaldas, Ravenna volvió a cerrar el libro y clavó su grave mirada gris primero en mí y luego en Palatina.
—Esperáis a alguien, ¿no es cierto? Alguien en particular —añadió.
Me encogí de hombros algo molesto y en seguida asentí con la cabeza. Quizá no me había comportado de forma tan astuta como pensaba.
Palatina hundió el rostro en las manos, exagerando como era habitual en ella.
—Podríamos permanecer aquí para siempre. ¿Cómo es que no lo comprendí antes? Me hubiese ido en alguno de los otros barcos que zarparon. Cathan, Tanais puede tardar meses en regresar y nunca aparecerá donde tú lo esperes.
—Dijo que volvería cuando Lepidor estuviese nuevamente en calma.
—Pero entretanto podría tener que afrontar alguna rebelión del clan o encargarse de algún sacerdote problemático o del espía de alguien, y eso sin duda lo mantendrá alejado de nuestras costas durante semanas y semanas.
—¿Acaso tú te embarcarías en una travesía sabiendo que no has consultado antes a un oceanógrafo? Es posible que Tanais no regrese cuando lo deseemos, pero estaba aquí cuando desapareció lo que buscamos, y si existe alguien que sepa dónde está, ése es Tanais.
—Entonces te deseo buena suerte —sentenció Palatina mientras se ponía de pie y se alejaba caminando a lo largo de la costa; por un instante, su silueta desapareció tras el tronco de un cedro.
—Palatina sólo puede ponerse peor —afirmó Ravenna observándola—. Y ella conoce a Tanais mucho mejor que tú.
—Eso no cambia nada. De cualquier modo debemos esperarlo.
—Lo sé, lo sé. Pero ¿qué sucederá si no viene? ¿Deseas permanecer aquí todo el invierno mientras la Inquisición conspira y pone a punto sus estrategias? Admito que aquí hemos vencido, pero son muy malos perdedores y si nos quedamos aquí, no haremos más que llamar su atención otra vez. Lo mejor es mantenernos en movimiento.
Se oyó algo en las ramas del cedro sobre nuestras cabezas, quizá una de aquellas endemoniadas palomas. El laúd de Elassel volvió a sonar, acompañado por un coro de cigarras.
—Si nos atacan, estarán reconociendo que todo lo que ocurrió no fue tan sólo producto de unos pocos renegados, y la gente empezará a preguntarse qué es lo que pretenden.
—Eso ya no tiene importancia ahora, Cathan. Y además un fundamentalista nunca olvida sus reveses. —Pues al parecer nadie los olvida—. Si eso incluye a nuestros aliados, entonces ¿por qué tanto malhumor?
Me cogió la mano y se volvió a por el libro, pero en ese momento se produjo un agudo crujido. Un segundo manojo de hojas de cedro cayó sobre ambos, acompañado de una lluvia de piñas. —¡Jerian!— Sacudí la cabeza intentando quitarme la fronda del pelo mientras Ravenna se sacudía las pequeñas ramitas del suyo. Al elevar la mirada distinguí la silueta de mi hermano de siete años, sonriéndonos con descaro. —¡Lo suponía!— dijo triunfante.
Estaba fuera de nuestro alcance, tres o cuatro ramas por encima de nosotros, pero antes de que pudiésemos agregar nada más oí un grito ahogado a mi derecha.
—¡Maldito…, me llevará una eternidad limpiar mi laúd! Elassel colocó el instrumento en un sitio seguro, se levantó de un salto y corrió hacia el otro lado del árbol. La sonrisa triunfal se borró del rostro de mi hermano en apenas unos segundos, reemplazada por un gesto de sorpresa y miedo cuando Elassel trepó por el tronco en su busca con tanta facilidad como si estuviese caminando por la playa. Todavía no sabía dónde había aprendido. Elassel a forzar cerrojos o a trepar a árboles y paredes con la misma pericia con la que los comunes mortales suben escalones; sus destrezas, sin embargo, habían demostrado ser muy útiles en más de una ocasión.
—En opinión de Jerian, los adultos somos incapaces de trepar a los árboles —le susurré a Ravenna—. Con un poco de suerte no se atreverá a repetir la broma.
—Espero que así sea —respondió ella quitándose el polvo—. Vaya pinta que tienes.
—Mira quién habla. Creo que el estilo primitivo te sienta bien, en especial esa ramita en el pelo.
Las manos de Ravenna volaron hacia su masa de rizados cabellos negros antes de que se percatase de mi sonrisa y comprendiera que no existía tal ramita.
—Cathan, si no conociera tu historia, habría creído que Jerian y tú erais auténticos parientes.
De pronto, un halo de tristeza invadió su rostro y recordé lo que me había contado sobre su hermano menor, asesinado por una organización cercana a la Inquisición: los sanguinarios guerreros que se llamaban a sí mismos sacri, es decir «los sagrados». Fuesen o no sagrados, no había duda de que eran devotos. Devotos en su incansable entrega a la religión de derramar sangre.
Un flujo constante de protestas y disculpas nos llegaba ahora desde algún punto entre las ramas del cedro, un ruido que se hizo más intenso cuando Elassel reapareció desde detrás del tronco. Llevaba a mi hermano cogido de la muñeca.
—¿Qué deseas hacer con él? —me preguntó intentando contener la risa. Elassel parecía ser completamente incapaz de mantenerse enfadada más allá de unos pocos minutos, salvo, por cierto, cuando se trataba de los haletitas. Odiaba a ese pueblo con tanta pasión que pensé que su habilidad como artista de la huida podría tener algo que ver con ellos. Sin embargo, Elassel nunca dijo nada al respecto y ninguno de nosotros se lo preguntó.
—No me disgustaría nada darle un buen remojón —sugerí señalando la playa, a pocos metros de donde estábamos.
—Tengo una idea mejor —intervino Ravenna y le susurró a Elassel algo al oído. Jerian llegó a oírlo y emitió un aullido de protesta—. Traigo novedades —aseguró entonces mi hermano, gritando para asegurarse de que todos le prestasen atención—. Pero no os las diré a menos que me soltéis.
—Muy bien, lo haremos —accedió Elassel, pero antes de soltarle la muñeca se agachó para recoger un puñado de ramitas y cortezas, que esparció por el pelo de Jerian—. ¿Cuáles son esas noticias? Jerian le dirigió una furiosa mirada y sacudió la cabeza para tener un aspecto más presentable.
—Unas personas importantes han llegado desde un sitio importante con un importante mensaje.
—El mar sigue estando a sólo unos pasos —le advirtió Elassel, pero para entonces Jerian ya había recobrado la seriedad.
—Una inmensa manta —anunció— proveniente de Pharassa, con ese corpulento y rubio Canadrath a bordo. Dice que trae noticias de Taneth y no se le veía nada feliz. ¡Ah, Courtiéres lo acompaña!
—¡Los haletitas! —exclamó Elassel automáticamente y guardó el laúd en la maleta de cuero que llevaba para los viajes. Ravenna y yo intercambiamos miradas, y ella asintió levemente con la cabeza. Ambos habíamos pensado lo mismo.
—Ahora estaréis tristes durante toda la vuelta —comentó Jerian con la intolerancia propia de un joven de diecisiete años por los problemas que no le conciernen directamente.
—No, no lo estaremos —respondí forzando una sonrisa.
Jerian conversó con alegría mientras descendíamos por el sendero en dirección a la playa, ya que la costa era el camino más directo hacia Lepidor. Existía un sendero propiamente dicho a través del bosque que comunicaba con la carretera. Pero cogerlo implicaba cruzar obstáculos y rodear la ladera de una pequeña colina, y ninguno de nosotros estaba dispuesto a perder tiempo. Supuse que Palatina habría regresado a la ciudad, ya que no se la veía sentada en ningún lugar al borde del acantilado, que tenía casi cuatro metros de altura (de hecho, una especie de muro marino de piedra que separaba la playa del bosque).
Pronto la ciudad estuvo a la vista en el otro extremo de la extensa bahía donde nos hallábamos. Algunos de sus edificios de piedra exhibían todavía andamios junto a las paredes y muchos jardines superiores habían desaparecido de los techos. Tal era el legado de la tormenta que habíamos desatado hacía ya más de un mes (irónicamente, con la intención de proteger la ciudad). Pero la mayoría de los daños ya habían sido reparados: se habían reforzado los muros y estaba en marcha la construcción de un nuevo portal entre el barrio del Palacio y el distrito Marino.
A medida que nos aproximábamos a la ciudad, mi mente intentaba con insistencia interpretar el mensaje de Jerian, en especial la presencia de Oltan Canadrath. La relación entre su familia y la nuestra era bastante superficial y había surgido hacía poco más de un mes, cuando ellos se habían puesto al frente de los refuerzos. Aunque los habíamos recompensado por su ayuda, para nosotros todavía eran casi unos desconocidos. ¿Por qué había recorrido, entonces, el hijo de lord Canadrath todo el camino hasta Lepidor portando malas noticias?
Entramos en la ciudad por el estrecho portal posterior del barrio del Palacio, accesible sólo a través de un pasaje de madera bajo los muros. Éste estaba cada día más desgastado a causa de la presión de las olas y las tormentas, pero nadie había sugerido aún reemplazarlo por un sendero de piedra, pues brindaría a los enemigos una eficaz ruta de acceso a la ciudad.
Los centinelas que custodiaban el portal posterior nos miraron con curiosidad a medida que nos acercábamos.
—¿Habéis estado tomando baños de polvo, vizconde? —me preguntó uno de ellos con la mirada absorta en el cabello de Ravenna.
—Mi hermano ha estado practicando cirugía arbórea —respondí antes de que agregase algo más sugerente—. Desgraciadamente, no se preocupó por analizar en qué tipo de árbol hacía su operación.
—Entonces puedes venir a podar mi olivo —le dijo a Jerian el otro centinela, mostrando una amplia sonrisa en su barbado rostro—, es un árbol tan enorme que te mantendría ocupado al menos durante una semana. Pasad un buen día.
El portal posterior comunicaba con una corta calleja, a pocos pasos del palacio. Las casas tenían todas las puertas abiertas por el calor, y dos ancianos que jugaban a las cartas protegidos por la sombra de un estrecho toldo nos saludaron cuando pasamos a su lado. La ciudad estaba más fresca que las afueras, escudada del sol por edificios de tres y cuatro plantas y por los toldos colgados a lo largo de las calles, que formaban una hilera continua. Se oía además por todas partes el agradable fluir de las pequeñas fuentes de los patios y las esquinas. Alguna vez, esas fuentes habían abastecido a casi toda la ciudad. Pero hacía alrededor de cincuenta años había llegado a Lepidor la idea, pronto convertida en realidad, de introducir cañerías directamente en las casas, y, desde entonces, la función principal de las fuentes pasó a ser la de mantener fresco el aire durante el verano.
En la entrada del palacio había dos centinelas más. Ambos se inclinaron para saludarnos y nos abrieron paso hacia el impecable patio situado a continuación. Ni siquiera pese a las severas medidas de seguridad impuestas desde la invasión creyeron necesario comprobar mi identidad. Como sucedía con las casas, la entrada del palacio estaba repleta de andamios y las puertas todavía no habían sido terminadas. Por ese motivo, al anochecer y al amanecer se levantaban y echaban abajo barricadas de madera.
—¡Al fin aparecéis! —resonó la voz de Palatina. Alcé la mirada y la VI de pie en el balcón del descansillo de la escalinata, junto al muro de la derecha—. ¿Qué demonios te ha sucedido, Ravenna? ¿Te querías teñir el pelo?
—Ha sido Jerian —dije mientras mi hermano ascendía la escalera a toda prisa adelantándose a nosotros. Con la expresión más animada que le habíamos visto en muchos días, pese a su rostro preocupado, Palatina nos indicó que mi padre y sus invitados estaban en la sala de recepción. Ravenna y yo nos sacudimos el polvo de nuestro cabello tan bien como pudimos, empleando un pulido plato de bronce a modo de espejo.
—¡Venga, que ya estáis bien! —exclamó Palatina—. Si aparecen de modo inesperado, no pueden pretender que tengamos un aspecto inmaculado.
No me habría importado si sólo hubiese venido Courtiéres, el mejor y más antiguo amigo de mi padre, pero no me había visto con Canadrath más que en una ocasión. Y he de reconocer que aquella vez tampoco había dado una buena impresión: magullado y con los ojos hundidos, llevaba una larga túnica para ocultar las marcas de mis brazos y piernas. Mi aspecto actual suponía sin duda una mejora.
Un sirviente esperaba junto a la puerta de la sala de recepción y nos anunció sin formalidades.
—¡Ah, aquí estáis! —dijo mi padre interrumpiendo su conversación con los otros dos hombres.
—Vizconde Cathan —agregó uno de ellos efectuando la reverencia acostumbrada hacia alguien de estatus similar—. Me alegra verte gozando de buena salud.
Correspondí a su reverencia, absurdamente consciente de que los otros tres eran todos un poco más altos que yo. Oltan Canadrath, que acababa de darme la bienvenida, tenía una tez blanca y cabellos rubios inusuales en cualquier continente, y todavía mucho más en Taneth o el resto de Equatoria. Mi segundo encuentro con él confirmó la impresión que tenía de que estaba metido en asuntos no del todo apropiados. Con su crecida barba, su bigote y su impactante físico, debió de haber sido uno de esos piratas del norte que acosaron el Archipiélago en otros tiempos, haciendo de los ya desaparecidos bosques de Turia su hogar.
—Tiene razón, Cathan —añadió Courtiéres con expresión amistosa—. Tenías muy mal aspecto la última vez que nos vimos.
Acabados los recibimientos, Palatina nos trajo bebidas y Oltan nos contó las novedades a Ravenna y a mí.
—Los haletitas han invadido Ukhaa y se han apoderado del delta —explicó sin rodeos—. Ahora hemos perdido todos los territorios centrales y unos treinta mil guerreros haletitas acampan bajo nuestras narices.
—Como se trata de Taneth, todos los comerciantes nobles están buscando con desesperación cosas que los haletitas deseen comprar —dijo Courtiéres con sarcasmo. Puede que tuviese el aspecto de un oso, pero poseía una mente veloz y, por lo general, bastante más tacto que mi padre.
Oltan no se tomó a pecho esa ofensa.
—Creo que el conde está en lo cierto. Lord Barca y yo hemos buscado apoyo para iniciar una acción militar, pero las otras familias son reacias a perturbar lo que interpretan como un nuevo statu quo.
Se produjo un silencio. Cualquiera con algo de sensatez podía comprender que las noticias eran muy malas. Taneth podía ser una ciudad comercial construida sobre islas, pero estaba muy cerca de las tierras centrales y hasta entonces el ejército haletita había demostrado ser invencible. El futuro de Lepidor y de muchos de los clanes dependía de una Taneth gobernada libremente por la nobleza comerciante. Era impensable que siguiese siendo un centro mercantil bajo el dominio militar de los haletitas, en especial si éstos se mantenían fieles a su habitual política de saquear las ciudades capturadas. Sentí cómo se esfumaba mi buen humor.
—¿Las familias no están haciendo nada en absoluto? —preguntó Ravenna.
Oltan negó con la cabeza.
—Nada de nada. Ah, sí, el Consejo de los Diez le envió una protesta al rey de reyes, pero es posible que también en ese caso hayan ahorrado en tinta.
—¿Sabéis si los haletitas tienen pensado atacar la ciudad?
—Todavía no —respondió Oltan—. Carecen de flota por el momento. Pueden complicarnos la vida, pero nada más, por ahora.
Comprendí entonces los motivos que habían traído hasta aquí al heredero de los Canadrath, una de las familias más importantes de Taneth. Lepidor poseía los yacimientos de hierro más gran des de Océanus y en breve seríamos también los más importantes fabricantes de armas. Oltan deseaba asegurarse de que éstas no acababan en manos de los haletitas.
—¿Es que eso cambia algo? —preguntó mi padre, que vestía una holgada túnica verde que en otros tiempos había sido de vestir. No deseaba que el clan fuese consciente del daño que le había causado el veneno y, con esas ropas, no parecía tan demacrado. A pesar de eso, la mayor parte de la gente conocía su situación, aunque nadie decía nada. Los renombrados médicos de Courtiéres habían asegurado que con el tiempo recuperaría el peso perdido.
—Lo que planteáis hace de nuestro comercio de armas una actividad casi cuestionable —agregó—. En vista de que las armas enviadas a Taneth acabarán con toda probabilidad en manos indeseadas, embarcarlas hacia allí podría ser una mala idea.
«Acabarán en manos indeseadas». Mi padre no se refería sólo a los haletitas. Es verdad que ellos representaban la amenaza inmediata, pero detrás de ellos estaban los sacerdotes, el Dominio, con sus sueños de cruzadas y sangre. Ya habían intentado una vez apoderarse de Lepidor por ese mismo motivo: fabricar armas para una futura cruzada. Después de todo lo que habíamos vivido, vendérselas sin más a sus aliados era algo impensable.
Por otra parte, la familia Canadrath había consolidado su fortuna vendiéndole armas al Archipiélago, el mismo sitio que el Dominio pretendía purificar con el fuego sagrado de los inquisidores.
—Entonces ¿queréis vender armas a alguien más? —preguntó Ravenna.
—Debemos hablar de este asunto con Hamílcar, ya que es él quien está obteniendo beneficios por transportar nuestro hierro y nuestras armas a Taneth, pero si existe mercado en el Archipiélago… es otra cuestión.
Hamílcar era nuestro socio oficial en Taneth, con quien habíamos firmado el contrato por el hierro. Y era también el hombre que había salvado nuestras vidas durante la invasión.
No vender armas a Taneth era una cosa, pero ofrecerlas para matar sacri era un asunto muy diferente. Percibí una leve sonrisa en labios de Ravenna. Para ella, los sacri eran los sanguinarios carniceros que habían destruido a su familia. Ni siquiera los consideraba seres humanos.
—Tengo más datos que quizá os sean útiles —intervino Oltan—. Son sobre los dos sacerdotes que sobrevivieron al fallido derrocamiento que tuvo lugar aquí, el avarca Midian y… me parece que su nombre era Sarhaddon.
Me puse a escuchar con atención. Ellos habían sido los únicos dos supervivientes de las fuerzas del Dominio que intentaron apoderarse de Lepidor. Por eso, su destino actual podía ser un buen indicador del modo en que el Dominio había reaccionado ante los sucesos.
—Prosigue —pidió mi padre sin alzar la voz.
—Ambos regresaron a la Ciudad Sagrada, donde al parecer el primado Lachazzar los recibió en persona.
Esa no podía haber sido una buena experiencia. Apodado «el cocinero del Infierno», se decía que cuando sus subordinados fallaban en una misión, Lachazzar era proclive a acusarlos de pactar con los herejes. Pero las siguientes palabras de Oltan desmintieron el mito.
—Sarhaddon —continuó— ha sido ascendido a inquisidor con plenos poderes y enviado al Archipiélago. El inquisidor general ya se encuentra allí, con orden de aniquilar cualquier signo de independencia que surja en Qalathar.
—Nunca se rinden —comentó Ravenna con tristeza—. Asesinaron a toda una generación, pero no fue suficiente. Invadieron el país pero no fue suficiente. Ya lo sabéis, las personas a las que torturan y envían a la hoguera son las que aprenden la lengua qalathari o preservan los archivos históricos de la dinastía.
—Lo siento, no me había percatado —advirtió Oltan en tono compasivo—. Te tomé por una thetiana la última vez que nos vimos, pero debí de haberme dado cuenta de mi error al verte. Nadie nacido en Thetia se parecería a ti.
Canadrath tenía razón, pensé mientras Ravenna sonreía levemente, desaparecido ya su buen humor tras oír las noticias. Durante muchos años había intentado alisarse el pelo, soportado las irritaciones que el nuevo clima producía en sus ojos y pasado bastante tiempo al sol para acentuar la coloración natural de su piel, muy pálida para una qalathari. Casi había logrado parecer una thetiana, pero ahora, sus ojos marrones y su masa de rizos negros ya no dejaban lugar a dudas.
—¿Y qué sucedió con Midian? —preguntó Courtiéres.
—Se le ha otorgado un cargo en el Archipiélago. No sé con seguridad de qué puesto se trata. No creo que sea un cargo muy importante, pero eso implica que sigue en el centro de los acontecimientos.
—¿Por qué les ofrecerá Lachazzar una segunda oportunidad? —inquirió Palatina—. Supongo que tiene muchos seguidores capacitados allí de donde proviene.
—No estoy seguro de eso —advirtió mi padre—. Sarhaddon es excepcionalmente inteligente, aunque no lo demostrara mucho cuando estuvo aquí de monaguillo. Además, es extremadamente leal, y Lachazzar no es estúpido. Su derrota aquí no fue responsabilidad de Sarhaddon. En cuanto a Midian, proviene de una poderosa familia haletita, así que es casi indestructible, un miembro de la antigua nobleza del Dominio. Quizá los últimos sucesos hayan retrasado un poco su carrera, pero no hay duda de que algún día será exarca.
La idea de ver a aquel patán arrogante elevado al puesto más alto como servidor de Ranthas me repugnaba. Incluso si hubiese estado de acuerdo con sus ideas, no habría lugar para mí en el Dominio, estando a la cabeza personas como Midian y Lachazzar.
—Sabemos que deseaba una cruzada —dijo Palatina mientras jugueteaba con una copa—. Desde que frustramos sus planes se vio forzado a golpear el Archipiélago de otro modo, y la Inquisición es la mejor respuesta. Al menos para él —añadió tras un instante, observando la mirada de Ravenna.
Yo no podía imaginar siquiera todo lo que había vivido Ravenna: ver cómo su patria era abatida sistemáticamente por los sacri, que la dominaban desde la cruzada del Archipiélago, cerca de un cuarto de siglo atrás. Ella había nacido un par de años más tarde y jamás había conocido una Qalathar libre. Había heredado el título de faraona de su abuelo, que fue quemado en la hoguera durante la cruzada. Pero ese título no era para ella más que un recuerdo vacío y doloroso de todo cuanto se había perdido. En mi interior sentía compasión por ella. Ser heredero ya era de por sí algo bastante malo, según infería de mis propias experiencias, sin el hecho añadido de cargar sobre los hombros la agonía sufrida por Qalathar.
—Estamos en condiciones de ayudar —aseguró mi padre fijando los ojos en Oltan—. Si logramos establecer de común acuerdo una ruta para las armas que evite el paso por Taneth y se dirija directamente al Archipiélago, podemos intentar facilitarle la huida a la gente durante la ruta de regreso.
El heredero de Canadrath pareció dudar.
—Las grandes familias deben tener cuidado de no hacer contrabando —comenzó a explicar, pero Courtiéres lo interrumpió.
—Si todos a los que quieres venderles armas están encerrados en las prisiones del Dominio, nadie te pagará. Contando con una resistencia organizada fuera, podrías tener una oportunidad.
—Supongo que así es —admitió Oltan, todavía inseguro—. Si fuésemos descubiertos, sin embargo, quedaría arruinada nuestra reputación. Es ilegal importar armas a Qalathar, bajo pena de excomunión, por lo que deberemos encontrar un tercer país hacia el cual embarcar las armas. Con todo, creo que el primer paso es hacerle una propuesta a lord Barca.