En la pantalla de la manta apareció un oficial thetiano, un hombre de cabellos grises que rondaba los cincuenta años y que, de pie ante el puente de mando, exhibía la calma de un oficial de carrera. Los oficiales y subordinados a su alrededor fingían prestar atención a sus propios controles, aunque subrepticiamente espiaban la pantalla. —Soy el almirante Charidemus, comandante naval imperial del este de Thetia, a bordo del Meridiano. Por favor, detallad vuestra nacionalidad y el motivo de vuestro viaje—. Almirante, tripulamos el Naiad. El almirante Charidemus mostró una amplia sonrisa. —¿Nos haría el honor entonces de permitir que mi escuadrón se sume a su escolta?
El capitán del Naiad se volvió inquisitivamente hacia el hombre que permanecía oculto en las sombras, en la parte posterior del puente de mando. Éste asintió y dio unos pasos adelante permitiendo que la luz iluminase su rostro.
—Su majestad imperial —dijo Charidemus con una reverencia—. Es para mí un verdadero honor ser el primero en darle la bienvenida. Que su reinado sea largo y glorioso.
—Muchas gracias, almirante. Y el honor de contar con su escolta es mío.
Charidemus notó con satisfacción cómo en todo el puente del Meridiano las miradas se clavaban en él. Ni siquiera la disciplina militar thetiana podía hacerles contener la excitación de ser los primeros en ver la silueta del nuevo emperador. Tal como él esperaba, en el aire se percibía la esperanza.
Tenían todavía mucho que aprender, pero el también. Era la primera ocasión en que cruzaba un mar, pero allí donde otros hubiesen estado incómodos, él se sentía como si volviese a su elemento. Podría comandar ejércitos y, por la gracia de Ranthas, también dirigiría flotas con igual o mayor destreza. Era un desafío que ansiaba afrontar.
—Estaremos en casa dentro de muy pocas horas, su majestad. Su imperio lo espera.
—¿Puedo pedirle que me acompañe durante el almuerzo, almirante, antes de llegar a destino?
—Con mucho placer, señor.
—Entonces nos veremos en la segunda hora de la tarde, almirante. Lo espero.
—Allí estaré, su majestad.
La imagen desapareció y en la pantalla se vio como único paisaje las aguas azules bañadas por el sol. Era el primer día de verano. El emperador se acercó a los cristales y observó el mar, distinguiendo la silueta del escuadrón de Charidemus que formaba rodeando su propia pequeña escolta. Las mantas era tan elegantes, unas naves tan bonitas; ni siquiera los barcos con sus velas blancas en los lagos de las montañas eran comparables. Daba la impresión de que las mantas estaban vivas, y de hecho estaban en manos de gente, su gente, para la que el mar era su elemento, personas que se sentían tan cómodas en el agua como otras lo estaban en tierra. Comprendió que jamás volvería a ver las cosas de la misma manera. Había pasado toda su vida en un sitio demasiado limitado, demasiado cerrado, y con muchísima frecuencia se había preguntado cómo estar en paz consigo mismo. Había dado con la respuesta en el momento justo en que puso los pies en el Naiad, y las semanas siguientes no habían hecho más que confirmárselo. Allí, en la inmensidad de las verdes islas y los claros y arenosos mares azules de Thetia y el Archipiélago, existían muchas más cosas por descubrir y una vida mucho mejor que la que había conocido durante un millar de años en la única tierra en la que había vivido hasta entonces.
El emperador Aetius VI sonrió satisfecho de sí mismo al contemplar el océano y su nueva flota, la flota que lo llevaba a su hogar.