CAPÍTULO XXVII

BILL, PRESO

Para aquellos dos miserables todo había concluido: su captura no era más que cuestión de horas, tal vez de minutos; la fuga les era imposible habiendo sido descubiertos por sus perseguidores a tan corta distancia.

Es cierto que a través de aquel intrincado bosque, medio kilómetro era todavía una gran ventaja; pero MacBjorn debía de hallarse extenuado y su compañero no podía correr, herido como estaba y además cojo.

Collin y el capitán, que suspiraban por el instante de cogerlos, se lanzaron detrás de Paowang, que ya corría, seguidos por los marineros y los diez indígenas.

Atravesada la cumbre de la montaña, descendieron a un pequeño valle y en seguida se pusieron a escalar la segunda eminencia, procurando dirigirse hacia el sitio donde habían visto aparecer la cabeza de MacBjorn.

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Cortando rabiosamente las plantas que les impedían el paso y después de veinte minutos de rápida ascensión llegaron al grupo de arbustos contra el que habían hecho fuego Asthor y Fulton, esperanzados de matar a los presidiarios.

—¿Los ves, Paowang? —preguntó Collin.

—Sólo veo un sombrero —contestó el salvaje.

—¿De quién?

Paowang les enseñó un gorro de marinero que recogió del suelo.

—Es el de MacBjorn —dijo el capitán.

—Y está atravesado por una bala —añadió Asthor.

—Busquemos —dijo Collin.

—¡Calle, Calle! ¿Qué es esto? —exclamó Maryland, señalando la hierba manchada de rojo.

—Es sangre —dijeron Collin y el capitán.

—¿Heriríamos a MacBjorn? —preguntó Asthor.

—O a él o a Bill, no hay que dudarlo.

—Tanto mejor; así los encontraremos más fácilmente —dijo Collin—. ¿Ves algo, Paowang?

—Sí —contestó el salvaje, que miraba por todas partes—. Otra vez he visto moverse el césped.

—¿Dónde?

—Allí, a trescientos pasos.

En aquel momento sonó una detonación y una bala pasó silbando por cerca de la cabeza del capitán, matando a un salvaje que estaba a su lado.

Una nube de humo se alzó sobre las altas hierbas, disipándose en el aire.

—¡A tierra! —gritó Collin.

—¡Demonio de gente! —exclamó Asthor ocultándose tras el tronco de un árbol—. Están bien cerca, a lo que parece.

Collin y el capitán apuntaron sus carabinas hacia las hierbas de donde había salido el humo que ondeaba aún por encima y dispararon simultáneamente.

Un grito de dolor resonó en la montaña, seguido poco después de una voz que gritaba:

—¡Esta vez he caído!

—¡Es MacBjorn! —exclamaron los marineros.

—¡Y está herido solamente! —manifestó Collin.

—¡Cuidado con las cabezas! —vociferó Asthor.

Un peñasco de medio quintal caía dando tumbos por la pendiente de la montaña, tronchando a su paso los árboles y aplastando las hierbas. Pasó sólo a cinco metros del grupo de hombres.

—¡No tienes tino, MacBjorn! —le gritó Asthor.

—Se hace lo que se puede —contestó el bandido con su eterno tono burlón.

—¡Y nosotros vamos a hacer contigo algo que no te agradará, ladrón! —gritó Collin.

—¡Si me cogéis vivo!

—¡Adelante, pero cuidado con los peñascos y con las balas! —manifestó el capitán.

—Aguardad un momento, señor —dijo Asthor—. Quiero regalarle uno de mis confites.

A riesgo de recibir una bala en el cráneo, subió por el tronco que le guarecía y, poniéndose a caballo en una rama, procurando que las hojas le cubriesen, se puso a apuntar con toda calma.

Un minuto después caía el gatillo. La detonación fue seguida de un gemido.

—¿Qué tal? —preguntó Asthor.

No contestó nadie; pero a poco se oyó una voz débil, pero todavía burlona, que decía:

—¡Ya tengo mi ración!

—¡Es audaz el condenado! —dijo Collin con admiración—. ¡Lástima que un hombre tan valiente sea tan canalla!

—Y Bill, ¿dónde estará? —preguntó el capitán.

—Tal vez muerto —dijo Asthor.

—O a estas horas andará huyendo —agregó Collin.

—¡Silencio! —exclamó Fulton.

En la montaña se oía aún a MacBjorn, que decía con la voz cada vez más débil:

—¡Huye!… ¡No te detengas!… ¡Estoy malherido! ¡La vista… se me enturbia!… ¡Bah!… ¡Esto… acaba!…

—¡Bill, que se escapa! —gritó Collin—. ¡Adelante, señores!

Emprendieron la ascensión de la montaña en fila india, o sea uno detrás de otro, para perder poco tiempo en abrirse camino. Paowang, el más práctico de todos, iba siempre a la cabeza y cortaba rápidamente los bejucos y las ramas con un hacha de abordaje.

Alcanzada la altura superior, encontraron tendido a MacBjorn, que no daba señales de vida.

Aquel facineroso había perdido la vida de la misma manera que había vivido: violentamente, pero en sus labios se dibujaba todavía la irónica sonrisa que nunca le abandonó.

A pocos pasos del bandido se hallaba su carabina y poco más allá encontró Grinnell una cajita, que era la que Bill había robado al capitán.

Fue abierta en seguida, pero sólo contenía unos cuantos dólares y algunas cartas.

—¿Dónde ha ido a parar casi todo el dinero? —preguntó Asthor.

—Se lo habrá llevado Bill —contestó el capitán.

—¡Le tiene cariño ese asesino al dinero robado! Pues no creo que sea muy higiénico cargarse para correr.

—¡En marcha! —gritó, impaciente, Collin.

—¡Allí está! —gritó Fulton en aquel momento—. Ha abandonado el bosque.

Todos los ojos miraron a la cima de la montaña. En un espacio que aparecía desnudo de vegetación se vio a Bill, el cual subía penosamente, cojeando y tambaleándose.

—¡Detente o hago fuego! —le intimó Collin.

El presidiario se volvió, y al ver que le observaban, se dispuso a apuntar con la carabina; pero desistió en seguida y haciendo un esfuerzo, casi arrastrándose, pudo ocultarse en un macizo de hierba cercano.

Collin, furioso, iba a disparar, pero el capitán le bajó el brazo.

—Es inútil —dijo Hill—. Ya es nuestro.

Para el forzado, en efecto, no había ya esperanza. Solamente trescientos metros le separaban de sus perseguidores. Su pierna herida, el cansancio y la debilidad no le permitían correr, ni siquiera andar de prisa, y la cima de la montaña estaba todavía lejos.

—¡Un último esfuerzo, amigos! —dijo el capitán.

Aunque todos estaban rendidos por aquella persecución que duraba ya muchas horas, además de la caminata que se habían dado por la mañana, comenzaron a subir a paso de carga la violenta pendiente y llegaron a la margen del bosque.

Desde allí el terreno estaba casi limpio de vegetación y sólo se veían muy esparcidas algunas gramináceas y un césped ligero. Bill, que ya no podía esconderse, hacía inauditos esfuerzos por llegar a la cumbre, tal vez esperando hallar algún escondite en el bosque de la vertiente opuesta. Al verle arrastrándose, se comprendía que no podía más.

Se le oía respirar fatigosamente y se le veía agarrarse con ambas manos convulsas a las ramas y a las piedras para ayudarse a andar. Se paraba con gran frecuencia para descansar y en seguida continuaba subiendo, más difícilmente cada vez y tambaleándose como un borracho.

—¡Detente o te rompo las piernas! —le dijo Collin.

Bill esta vez se detuvo. Sus implacables perseguidores estaban a pocos pasos de distancia y hubieran podido matarle con toda facilidad.

Viéndose perdido, cruzó los brazos sobre el pecho, después de haber dejado caer la carabina, y mirándolos fijamente dijo con voz de angustia:

—¡He perdido la partida y pago!…

En seguida se dejó caer sobre una piedra y ocultó la cabeza entre las manos.

Collin, que iba delante de todos, se le acercó, apuntándole con el fusil al pecho, y le dijo:

—¿Me reconoces, miserable?

Bill alzó la cabeza, mostrando su semblante, más blanco que el papel en aquellos momentos, y dijo con voz lenta, solemne:

—Os reconozco y veo que los muertos resucitan.

—¿Y yo, sabes quién soy? —le dijo Hill, que también se había acercado.

Un relámpago de odio brilló en los ojos del forzado.

—¡Vos! —exclamó—. ¿Por qué arte de Satanás estáis aquí vivo? Creía que los tigres os habían devorado.

—¡Te engañaste, asesino, incendiario y ladrón! Estoy vivo y a tu lado para hacerte purgar tus infamias.

—¡Matadme ya, si os place! He perdido y estoy dispuesto a pagar.

—No; la muerte sería para ti un castigo muy dulce.

—¿Qué vais a hacer conmigo? —preguntó el forzado con inquietud.

—Llevarte a la isla de Norfolk.

El semblante de Bill se puso más pálido aún y su fisonomía se contrajo ferozmente.

—¿Vive todavía vuestra hija? —preguntó de pronto.

—¡Sí; Dios la ha protegido!

—¡Pues os perderá a vos! —exclamó el bandido.

Y rápido se arrancó del cinto una pistola cargada y la apuntó contra el capitán; pero Grinnell, que no le había perdido de vista, le derrumbó al suelo de un culatazo. El tiro salió, pero la bala se perdió en el vacío.

—¡Ah malditos! —rugió el forzado.

Los marineros se arrojaron sobre Bill y le ataron fuertemente, a pesar de su desesperada resistencia. Asthor le había registrado antes, sacándole de los bolsillos todo el dinero robado en el camarote del capitán.

—Está mejor en poder de su legítimo dueño que en el tuyo —le dijo el piloto—. Además, a los forzados que van a la isla de Norfolk les sobra todo el dinero, grandísimo tunante.

—Regresemos —dijo Collin—. Va a caer la noche y el camino es largo.

A una seña suya, cuatro salvajes levantaron a Bill y se encargaron de transportarle.

Asthor, antes de dejar la cima, miró hacia la llanura. En el fondo, junto a la colina, a cuyo pie se abría la caverna, descubrió gigantescas fogatas que brillaban entre los árboles.

Eran los salvajes, que celebraban la victoria.