EL ASALTO DE LA CAVERNA
Aquel procedimiento de sofocarlos por el humo era el único medio de obligar a los forzados a rendirse.
Atrincherados tras las rocas, en las que se embotaban la metralla y las balas, podían hacer frente a todo un ejército.
Es verdad que se podía sitiarlos por hambre o por falta de municiones, pero esto requería mucho tiempo y el entusiasmo de los salvajes podría enfriarse entretanto, no estando acostumbrados a las largas resistencias, pues siempre decidían el éxito de sus batallas en muy pocos minutos.
Asthor, en unión de Grinnell y de diez isleños, se arrojó por entre las altas hierbas, arrastrándose como reptiles, y llegaron hasta el enorme tronco que los forzados querían convertir en canoa y que estaba a unos quince pasos de la caverna. Detrás de aquel parapeto no podían temer a las balas de los defensores de la cueva.
—¡Pronto, prendamos fuego a las matas! —dijo Asthor—. El viento sopla de la costa y arrojará el humo dentro de la caverna. ¡Excelente idea ha tenido el capitán!
Encendió la yesca, esparció alguna por las hierbas secas cercanas y les prendió fuego con la pólvora. En seguida se elevó una llama que se extendió rápidamente, invadiendo todos los matojos cercanos, que ardían crepitando con gran ruido.
Al darse cuenta los presidiarios de la maniobra, comprendieron el grave peligro que los amenazaba. Al ver que la hierba húmeda producía al arder gran cantidad de humo y que este humo entraba en enormes nubes dentro de la caverna, se pusieron a gritar como condenados y empezaron a hacer disparos contra las matas, calculando que tras ellas se ocultaría el enemigo; pero sus balas no pudieron tocar ni a los dos marineros ni a los salvajes, que seguían admirablemente parapetados detrás del gigantesco tronco.
Furiosos ante el fracaso de sus tiros y por el humo que empezaba a molestarlos bastante, se arrojaron fuera de la gruta con ánimo de alejar a los incendiarios, pero el capitán y Collin, que no les perdían de vista, les soltaron un buen golpe de metralla. Dos forzados cayeron muertos. Los otros retrocedieron con gran prisa hacia la caverna, dejando detrás a un compañero herido.
—¡Otros dos fuera de combate! —dijo Asthor—. ¡Qué lástima que el tuno de MacBjorn no sea uno de ellos! Me parece, sin embargo, que le queda poco tiempo de burlarse de nadie más. No tardarán en caer.
—Sí, dentro de poco no cantará ya… —dijo Grinnell, que trataba de mandar una bala a otro forzado—. Si el fuego no se extingue, el humo invadirá de tal modo la caverna que no podrán respirar.
—¡Adelante! —se oyó gritar en aquel momento al teniente Collin.
Ante aquella orden los salvajes se echaron al suelo y comenzaron a arrastrarse por entre la hierba, intentando acercarse a la caverna. Asthor, Grinnell y los diez indígenas a sus órdenes se mantenían en su avanzada y no cesaban de extender el fuego por toda la desembocadura de la cueva.
Los forzados seguían disparando, dándose ánimos con gritos feroces; pero su resistencia no era tan tenaz como antes y además sólo disponía de tres tiradores.
¿Habían muerto los otros o el humo les había sofocado ya al extremo de que no podían seguir luchando?
—¿Qué pasará en esa cueva? —se preguntaba Asthor, tratando en vano de que su vista llegase al interior—. ¡Hum! ¡Me temo alguna sorpresa desagradable! ¡Esos bribones son capaces de todo!
Los salvajes, rodeados de humo y de llamas, llegaron sólo a veinte pasos de la caverna. Abandonando toda cautela, se pusieron en pie y comenzaron a arrojar flechas, mientras los blancos hacían una descarga general con sus armas.
Los sitiados respondieron con un sinfín de maldiciones, y a poco, a través del humo, se vio aparecer a un hombre que adelantaba con precauciones, pero a los pocos pasos cayó en tierra.
—¡Es Dickens! —exclamó el piloto, que lo había reconocido—. ¡Otro que va a visitar al demonio!
—¡Otra descarga! —ordenó Collin—. ¡En seguida, todos adelante!…
Cinco disparos resonaron, mientras los salvajes seguían lanzando flechas; pero los sitiados no respondieron a aquel ataque.
Asthor, que permanecía de avanzada a pocos pasos de la caverna, se empinó cuanto pudo y miró al otro lado de la cortina de humo y llamas, pero no vio en pie a ningún hombre.
—¡Truenos y rayos! —exclamó—. ¿Qué significa esto?
—¿Los ves? —preguntó el capitán.
—Esperad. A través del humo veo un hombre revolcándose por el suelo, pero ¿y los otros? ¡Ah! Veo otros dos que me parece que han acabado su desastrosa existencia.
—¡Adelante! —gritó Collin.
Los salvajes dispersaron las brasas con las lanzas, echaron tierra sobre la broza que aún ardía y llegaron a la entrada de la cueva al mismo tiempo que Asthor y Grinnell.
—No veo más que dos muertos y un moribundo —dijo el piloto, entrando.
El capitán y Collin le alcanzaron en seguida, pero bien pronto tuvieron que retroceder por efecto del humo. Apenas se disipó algo, penetraron con paso cauteloso a través de la negra abertura que parecía hundirse en las entrañas de la colina.
Cuatro hombres yacían detrás de las rocas, a las que con tanta obstinación habían defendido. Eran Brown, MacDoil, Kingston y O’Donnell. El quinto, Welker, moría apoyado en la pared.
—¿Y los otros? —preguntó Collin.
—Dickens ha caído fuera —dijo Asthor.
—Pero ¿y Bill y MacBjorn? —demandó el capitán.
—¡Por mil rayos!… ¡No los veo! —exclamó el piloto, enseñando los puños con rabia.
—Y, sin embargo, no deben de haber huido —dijo Collin.
—Welker —dijo el capitán, acercándose al forzado.
El miserable, al oír pronunciar su nombre, abrió los ojos y al ver ante sí al capitán Hill articuló, esforzándose por sonreír:
—Estoy casi muerto, capitán.
—¿Dónde están Bill y MacBjorn?
En los ojos del moribundo brilló una mirada de odio.
—¡Viles!… —exclamó—. Me… han… aban… donado… ¡Trai… dores!…
—Pero ¿cómo?
—¡Allí! ¡Allí! —añadió, señalando al fondo de la caverna—. ¡Han… huido!…
—Una última palabra —dijo el capitán—. ¿Quiénes sois?
—Yo… un muerto —articuló—. No… importa… Somos huidos… de Nor…
No pudo concluir. Le agitó un estremecimiento general, alzó los brazos, llevándose ambas manos a la garganta, y cayó pesadamente, permaneciendo inmóvil.
—¡Busquémosles! —dijo Collin—. ¡De lo contrario, esos miserables se nos van a escapar!
Se lanzaron hacia el fondo de la caverna y descubrieron un estrecho corredor oscuro. Sin reflexionar acerca del peligro a que se exponían, aventurándose por la negra abertura, con las armas preparadas y después de haber recorrido unos quinientos pasos se encontraron ante una abertura que parecía haber sido hecha recientemente a pico. La atravesaron y salieron al campo. Estaban en la vertiente opuesta de la colina, que a su vez se unía con la base de otro monte adosado al volcán.
—¡Escapados! —gritó Collin, mesándose el cabello.
—¡Ah miserables! —exclamó el capitán.
—Y no se han olvidado de llevarse vuestro dinero, señor Hill —dijo Asthor, que había registrado todos los rincones de la caverna.
—Los encontraremos, aunque no quede piedra sobre piedra en la isla —dijo Collin.
—¿Adónde habrán podido dirigirse? —preguntó el capitán—. No pueden llevamos mucha ventaja, tanto más cuanto que Bill está herido y cojea.
En aquel instante Paowang, que hacía algunos minutos observaba con atención el terreno, se acercó a Collin y le dijo:
—He descubierto sus huellas, jefe.
—¿Adónde se dirigen?
—Fuera de la colina.
—¿Serías capaz de seguirlas?
—Sí, y sin vacilar.
—Entonces partamos. Que se unan a nosotros diez guerreros.
Collin llamó a diez isleños y se puso en marcha detrás de Poawang, seguido por Hill, Asthor y los tres marineros.
Siguieron las huellas de los dos fugitivos, que se veían impresas sobre la hierba, tronchada acá y allá, y en el césped, aplastado por el pie de aquéllos, y pronto ganaron la colina y llegaron a la otra vertiente.
Antes de llegar abajo, Paowang se detuvo indeciso.
—¿Has perdido las huellas? —le preguntó Collin.
—No; pero retroceden.
—¡Imposible!
—No me engaño.
—¡Si no los hemos encontrado!
El salvaje no contestó y se puso a examinar atentamente el boscaje. Parecía agitado por alguna idea confusa.
—Espérame aquí, jefe; vuelvo en seguida.
—Se echó a tierra y empezó a inspeccionar la hierba, mirando con gran atención las ramas de césped que parecían tronchadas hacía poco tiempo; después comenzó a andar a rastras, describiendo un semicírculo que terminaba hacia la colina, y, por último, se le vio volver sobre sus pasos y dirigirse a la base del volcán.
—Ha subido a la montaña que tiembla —dijo.
—Han subido, querrás decir.
—No —dijo el indio—, porque sólo hay una huella.
—¿Se habrán separado? —preguntó el capitán.
—Pero entonces veríamos la huella del otro.
—Tenéis razón, Collin.
—Ya adivino—-dijo Asthor.
—¿Qué queréis decir? —le preguntó Hill.
—Que MacBjorn ha cogido en brazos a Bill, porque no podría andar más. Ya sabéis que aquel infame está herido en una pierna, puesto que le vimos cojear.
—Tienes razón, Asthor. Así debe ser, y tanto mejor para nosotros, puesto que los alcanzaremos antes.
—Tiene las piernas largas ese MacBjorn —dijo Asthor—, y temo que nos hará sudar bastante. Es delgado como un esqueleto, pero fuerte como el acero; todo nervios y capaz, por tanto, de hacernos correr mucho detrás de él, a pesar de la carga que lleva sobre las espaldas.
—¡Adelante! —dijo Collin.
Paowang se había ya puesto en camino, siguiendo las huellas y penetrando a través de los bosques que subían por los flancos de la montaña tembladora. Hill, Collin y todos los otros le seguían.
Era el camino cada vez más accidentado y penoso, y a medida que subían hallaban mayores dificultades a su paso. Un número inmenso de bejucos se enredaban entre los árboles y subían y bajaban como serpientes, entrelazándose de mil maneras y describiendo curvas de mil formas que hacían casi imposible el paso de aquel grupo de hombres. Otras veces eran grandes masas de plantas, especie de nogales enanos con ramas muy unidas, las que les cerraban el camino, o bien algún inmenso cañaveral de «bambú tulda», tan unidas sus cañas unas a otras que no permitían pasar a nadie entre ellas.
Los marineros y los indígenas trabajaban con los cuchillos y las hachas, poseídos de un verdadero furor; pero en ciertos momentos se encontraban imposibilitados de avanzar ante aquellos espesos macizos de vegetales que parecían querer sofocarlos. Paowang había perdido las huellas hacía algún tiempo, pero continuaba su ascensión a la gran montaña. Lo guiaba el instinto, y estaba seguro, segurísimo, de que marchaba detrás de los fugitivos.
De rato en rato se paraba y después de haber recomendado el más profundo silencio, escuchaba atentamente, esperando oír algún rumor que le delatara la presencia de los dos enemigos; pero los continuos ruidos de la montaña apagaban cualquier otro rumor.
A las tres de la tarde los expedicionarios, fatigados por la larga marcha, se hallaban cerca de la cumbre de una colina que adosaba al volcán, cuando Paowang, que caminaba siempre a la cabeza de todos, desafiando la negra lluvia de cenizas que venía del volcán, se paró ante un estanque cuyas aguas humeaban, despidiendo un desagradable olor sulfuroso.
Se inclinó y examinó el polvo negro que cubría las orillas de aquel depósito de agua caliente.
—¡He aquí las huellas! —exclamó—. Veo las de los dos hombres, y se dirigen a la cumbre de la colina.
—¿Tendrán intención de separarse?
—Sí…, pero… ¡silencio!
El isleño se había levantado bruscamente y sus ojos se fijaban en los flancos de una cercana montaña, bastante más alta que el volcán y que parecía prolongarse en dirección a la costa. Subió a una roca, manteniéndose oculto tras las ramas de un niaulis, y poniéndose las manos en los ojos, a manera de pantalla, para defenderse de los rayos del sol, siguió mirando.
—He oído tronchar algunas ramas —dijo a poco—, y allá veo moverse el césped.
—¿Se mueve todavía?
—Sí… ¡Allí están!
Collin, el capitán y los marineros miraron al sitio indicado y vieron aparecer a unos seiscientos o setecientos metros de la vertiente de la montaña una cabeza, precisamente en el punto que estaba frente a ellos.
Desapareció en seguida, pero bastó aquel momento para que le reconocieran.
—¡MacBjorn! —exclamaron todos.
Asthor y Fulton se apresuraron a apuntar con sus carabinas y dispararon.
Se vio el césped agitarse con violencia; después, nada.
¿Habían hecho las balas blanco o los dos forzados seguían corriendo ocultos por la hierba?
—¡Corramos! —dijo el capitán—. ¡Es preciso que no se nos escapen!