LA BANDA DE BILL
Durante la noche, en la pequeña capital del rey blanco, reinó una extraordinaria animación.
Los guerreros que acampaban en la plaza no pegaron ojo.
Se les oía cuchichear, gritar, sonar sus conchas marinas, ir y venir, como si estuvieran impacientes por partir para la costa septentrional de la isla, donde contaban con entregarse quién sabe a qué monstruoso banquete.
De cuando en cuando llegaban de los pueblos más lejanos nuevos refuerzos de guerreros, los cuales hacían su entrada en la capital con un ruido de dos mil diablos. Se comprendía que el entusiasmo había llegado a su colmo y que todos querían tomar parte en la expedición, siendo como era la guerra casi una diversión para aquellos pueblos salvajes, que peleaban como si estuvieran en una fiesta.
Al alba, Collin, el capitán y los marineros estaban ya en pie, prontos a partir. Cuando aparecieron en la playa fueron acogidos con gritos de entusiasmo.
Unos trescientos guerreros armados con mazas, lanzas y arcos estaban formados ante la gran tienda con sus respectivos jefes a la cabeza.
—Marchemos —dijo el capitán, abrazando a Ana—. No temas, hija mía, que volveremos todos sanos y salvos. Somos tantos en número, que obligaremos a los forzados a rendirse sin que nos hagan consumir mucha pólvora.
—Sé prudente, padre mío —dijo, conmovida, la joven—. No tengo a nadie más que a ti en el mundo, y si te ocurriera alguna desgracia no sé lo que sería de mí en esta isla, en medio de antropófagos.
—Aquí estamos nosotros, miss —dijo Collin—, y nuestros pechos servirán de escudo a vuestro padre.
—No será necesario, teniente —dijo el capitán—. Los forzados no opondrán mucha resistencia.
—¡Koturé! —gritó Collin.
El salvaje se presentó en seguida.
—Dejo a esta mujer bajo tu protección —le dijo el rey—. Te advierto que me es más preciosa que mi trono, y si en algo se me pudiera quejar de ti o de los tuyos, disparo el cañón contra la aldea y la hago cenizas.
—Para que la toquen tendrán que matarme antes —respondió el salvaje—. Esta mujer es «tabú» (sagrada, inviolable).
—Está bien. Marchemos.
El capitán abrazó nuevamente a Ana y la expedición salió del pueblo, acompañada por casi todos los habitantes, que daban gritos de alegría.
Paowang abría la marcha con su hermano y doce de los más valientes guerreros, detrás caminaba el grupo de los hombres blancos y en seguida todos los demás indígenas, dispuestos en doble fila. El cañón, llevado en brazos por cuatro hombres que se relevaban de rato en rato, iba detrás de todos.
La expedición bajó la vertiente opuesta de la montaña, abriéndose paso por los bosques a fuerza de golpes de hacha, y después descendió a un estrecho valle sombreado por infinito número de bananos, que se inclinaban al peso de las frutas, dispuestas, como se sabe, en gigantescos racimos. De cuando en cuando se veían plantaciones de caña de azúcar.
Paowang se orientó por medio del volcán, cuyo cráter vomitaba siempre llamas, humo y pedazos de ardientes rocas, y al fin condujo a la tropa por en medio de un cañaveral para remontar una colina.
—¿Están cerca del volcán nuestros enemigos? —preguntó Collin, acercándose al guía.
—A poca distancia —respondió el isleño.
—Entonces no acampan en la playa.
—El mar está lejos de la caverna que habitan.
—¿Y por qué crees que se hayan alejado tanto?
—Porque aquella costa está casi desnuda de árboles. Deben de haberse internado con el fin de encontrar un grueso tronco para ahuecarle.
—Comprendo —respondió Collin—. Mejor para nosotros y peor para ellos. Pero me parece, Paowang, que si nos descubren huirán a los bosques.
—Nos acercaremos con prudencia, jefe. Cuando nos vean estarán cercados.
—¿Está aislada su caverna?
—Se encuentra al pie de una pequeña colina.
—¿Con bosques?
—Sólo en la vertiente opuesta.
A las ocho de la mañana, después de una marcha de tres horas subiendo y bajando colinas y atravesando valles y cañadas, Paowang se detuvo al pie del volcán.
—¿Hemos llegado? —preguntó Collin.
—Dentro de poco —contestó el isleño—. Que permanezca aquí el grueso de la tropa y nosotros con vuestros amigos blancos ganaremos la falda de aquella colina.
Hicieron que los guerreros se ocultaran en el follaje, recomendando a todos el más profundo silencio, y en seguida el capitán, Collin y Paowang subieron a una eminencia, resguardándose entre las matas y los árboles.
En pocos minutos ganaron la cima, desde la que se divisaba una gran extensión.
Al Este, a distancia de milla y media, se veía el Océano, cuyas olas se rompían con fragor contra la playa; frente a ellos se alzaba el volcán con su penacho de humo y de chispas, penacho que el viento abría de cuando en cuando dejando ver la altísima columna de fuego que se elevaba del cráter, y al Oeste surgía una pequeña altura formada por una colina, privada de vegetación en uno de sus lados y cubierta en el otro de mullido césped y de numerosos cocoteros, plátanos y hermosas palmas.
—¿Se les ve? —preguntaron ansiosamente Collin y el capitán.
—Sí —respondió el isleño, después de algunos instantes de observación.
—¿Dónde?… ¿Dónde?
—Al pie de la altura.
El capitán y Collin miraron en la dirección indicada y vieron a siete hombres, siete marineros, a juzgar por los trajes que vestían, ocupados en socavar el tronco de un árbol gigantesco para transformarlo, sin duda, en una canoa.
—¡Son ellos! —exclamó el capitán—. Allí distingo a MacBjorn dirigiendo el trabajo. Aquel otro corpulento es MacDoil; el tercero, O’Donnell; el cuarto, Brown; el quinto, aquel que maneja el hacha, Dickens; el sexto, Kingston, y el último, Welker.
—Pero ¿dónde está el infame Bill? —preguntó Collin, apretando los dientes.
—Vedle allí, sentado al pie de aquel banano —respondió el capitán—. El miserable está todavía vivo, a pesar de sus heridas.
Collin entreabrió las matas que le ocultaban y miró. En efecto, a la sombra de un banano vio al octavo forzado, al que reconoció en seguida.
—¡Bill! —exclamó con indescriptible acento de odio—. ¡Ah! ¡Ahora nos toca vernos la cara, bandido!
—¿Y la caverna? —preguntó el capitán.
—¿No veis aquella abertura? —respondió el teniente—. Mirad allí, al lado de aquel grupo de arbustos.
—Ya lo veo.
—¿Cómo dispondremos nuestros hombres?
—Paowang, con cien guerreros, se emboscará entre aquellos macizos que se extienden hacia el Este; su hermano, con otros tantos, se ocultará en aquel bosque de cocoteros que se extiende por el Oeste, y nosotros escogeremos sitio detrás de aquellos grupos de matas. Si los forzados intentaran subir la colina, nos será fácil extender las tres bandas y alcanzarlos.
—Voy a dar las órdenes necesarias —dijo Collin—. Aguardadme aquí. Luego bajaremos a través de aquel bosque y nos situaremos ante la colina.
El teniente y Paowang bajaron de la eminencia y el capitán permaneció en observación.
Media hora después, Collin estaba de vuelta, acompañado de los marineros, que traían el cañón, y de unos cincuenta guerreros de los más valientes.
—¿Han partido ya los otros? —preguntó el capitán.
—Dentro de pocos instantes estarán en su puesto —contestó el teniente—. Bajemos, capitán.
Siempre manteniéndose a cubierto por el espeso follaje, atravesaron la altura y, pasando a través de los bosques, ganaron el llano y se emboscaron tras unos inmensos bananos que formaban por sí solos un pequeño bosque.
Asthor condujo el cañón a la altura y lo colocó apuntando hacia la caverna; Collin dispuso sus guerreros a derecha e izquierda, ocultándose todos tras los troncos de los árboles.
Habían apenas terminado aquellos preparativos de combate cuando se vio a los forzados interrumpir bruscamente su trabajo, mirar alrededor con visible inquietud y huir precipitadamente hacia la caverna, precedidos por Bill, que andaba con trabajo.
—¡Truenos y rayos! —exclamó Asthor, que estaba cargando el cañón—. ¡Nos han descubierto!
—Mejor —respondió Collin—. Ahora no se podrán escapar.
Así diciendo, disparó un tiro en dirección a la gruta.
A aquella señal, gritos feroces se elevaron de todos los bosques que rodeaban la altura y aparecieron las hordas de salvajes, agitando con rabia sus armas, impacientes ya por ver derramar sangre.
—Intimémosles la rendición —dijo el capitán.
—Esa canalla no se rendirá —objetó el piloto.
—¡Mirad! ¡Mirad! —exclamaron Fulton y Maryland.
Un forzado había salido de la caverna con un fusil en la mano y trataba de darse cuenta de la inminencia del peligro que les amenazaba. Sin duda, no sabiendo todavía qué clase de gente eran los asaltantes, se había sorprendido al oír entre aquellos gritos de los salvajes el disparo de un arma de fuego, que anunciaba la presencia de hombres blancos.
—¿Quién vive? —gritó—. ¿Amigos o enemigos?
—¡Soy yo, señor Brown! —exclamó Hill, saliendo del bosque—. ¿No me reconocéis?
El forzado, al ver al capitán de la «Nueva Georgia», a quien suponía muerto o bien lejos de allí, retrocedió bruscamente, le miró con ojos espantados, que parecían los de un loco, y balbució angustioso:
—¿Resucitan los muertos?
—¡Sí, para castigar a los infames!
—¿Y qué queréis? —preguntó el miserable, pálido como un cadáver.
—¡Mataros a todos! —dijeron los náufragos, saliendo de la espesura.
—¡Antes es necesario que nosotros lo consintamos! —gritó MacBjorn con voz burlona.
El antipático lugarteniente de Bill había aparecido en la entrada de la caverna y miraba sonriendo con insolente aire de bravata a los supervivientes del incendio y de las acometidas espantosas de los enfurecidos tigres.
—¡Mil truenos! —añadió—. Es preciso confesar que tenéis la piel dura, capitán, para que os halléis gozando de completa salud; pero os advierto que la nuestra es también muy dura y que la cuerda que pretendéis enrollarnos al cuello no se ha tejido todavía. Conque en retirada, Brown, y apelemos a las balas.
El piloto y Fulton, furiosos ante la insolencia y la ironía de aquel bandido, hicieron fuego; pero el forzado se refugió de un salto en la caverna, prestamente seguido de Brown.
—¡Os cogeremos, tenedlo por cierto! —gritó Collin—. ¡Cada uno a su puesto de combate!
Tres o cuatro disparos partieron de la caverna, pero el teniente y el capitán habían tenido tiempo de parapetarse detrás de los troncos de unos bananos. Los salvajes, al oír aquellos disparos, lanzaron espantosas vociferaciones y respondieron con un diluvio de flechas, aunque sin resultado alguno, porque los presidiarios se habían atrincherado detrás de unas enormes rocas que antes habían hecho rodar ante la caverna.
—¡Bah! No será con flechas ni tiritos con lo que os rendiréis —dijo el piloto—. Se necesita metralla para que entren en razón esos tunos; pero la tenemos, y muy abundante, y dentro de poco van a cantar, y no de gusto por cierto.
Apuntó bien con el cañón y lanzó la primera descarga, cuyas balas chocaron contra las rocas.
En la caverna se oyeron gritos de furor y una voz, la de Brown, que gritaba:
—¡Me han matado!
—¡Ya cantó uno! —dijo el piloto—. Un pillo menos que nos dé qué hacer.
—¡Fuego! —ordenó Collin.
Las carabinas comenzaron entonces a disparar, mezclando sus agudas detonaciones a los rimbombazos del cañón, a los silbidos de las flechas y a los gritos agudos de los salvajes, deseosos de apoderarse de aquellos hombres.
Los forzados, sin embargo, atrincherados sólidamente, no se amilanaban y oponían una enérgica resistencia, respondiendo disparo con disparo y matando con matemática precisión a los salvajes que abandonaban sus escondites de ramaje para acercarse a la entrada de la caverna.
De cuando en cuando, a través del humo que salía del negro agujero, aparecía alguna cabeza, que volvía a esconderse en seguida, y se oía la sarcástica voz de MacBjorn que gritaba:
—¡Fuego contra esos condenados americanos!… ¡Apuntad bien y no errad el tiro!
En vano Asthor soltaba la metralla de su cañón dentro de la caverna, destrozando las rocas; en vano el capitán, Collin y los tres marineros lanzaban sus flechas; los presidiarios resistían con desesperada energía y no parecían dispuestos a rendirse ni tampoco caía ninguno de ellos, parapetados como estaban.
Ya doce o quince isleños yacían sin vida sobre el césped, acribillados por el plomo de aquellos rebeldes, cuando el capitán gritó:
—¡Ya son nuestros!
—¿Se rinden? —preguntó Collin.
—No; pero los obligaremos a ello.
—¿De qué modo?
—Ahumándoles, como hacen en Europa con las zorras. Asthor, deja el cañón, toma doce hombres y corre a incendiar los matojos que hay ante la caverna.
—¡En seguida, capitán! —respondió el piloto.
—¡Cuidado con las balas!
—No hay temor; cuento con un camino seguro.
—Ve, pues, y a ver cómo te portas.