LOS PRESIDIARIOS
Collin hizo servir cerveza, que obtenía con la fermentación de ciertas frutas, y que, por unanimidad, fue declarada excelente; encendió una pipa que le regaló Asthor, se colocó bien sobre la esterilla y empezó diciendo:
—De seguro habréis supuesto todos que yo caería al mar por efecto de un descuido, de una desgracia puramente casual, aquella noche en que la «Nueva Georgia» luchaba contra el segundo huracán. Estoy cierto de que a ninguno de vosotros se le habrá ocurrido el sospechar siquiera que mi caída se debiese a un cobarde delito.
—¿A un delito? —exclamaron todos, mientras Ana se ponía pálida por efecto de la emoción—. ¿Y quién lo cometió?
—Lo sabréis dentro de poco. Desde el momento en que Bill fue transportado a la cubierta de nuestro barco, yo sospeché quién era realmente. Aquellas señales que tenía en las muñecas y en los tobillos me lo explicaron suficientemente claro, y desde el mismo instante me dediqué a vigilarle, sabiendo de lo que son capaces los forzados de la isla de Norfolk, que son los peores de todos, la verdadera hez de los ladrones y de los asesinos de Inglaterra. Él se había dado cuenta, sin duda, de mis sospechas, porque cuantas veces pasaba por su lado lanzaba sobre mí miradas de odio profundo, en las que podía leerse el más hondo deseo de deshacerse de mi persona, que para él constituía un peligro. Además creo que tenía otro motivo de odio, y era que me suponía su rival en amor.
—¡Su rival! —exclamó el capitán con sorpresa, mientras Ana se ruborizaba.
—Sí, porque él secretamente amaba a miss Ana.
—Pero ¿eso es verdad? Me resisto a creerlo —dijo el capitán.
—Sí; Collin tiene razón —replicó la joven—. Aquel miserable había puesto sus ojos en mí. Me miraba siempre, trataba de satisfacer mis menores deseos, me seguía sin cesar, y aún me acuerdo que en el momento en que la «Nueva Georgia» varaba en los arrecifes de Fidji, me dijo: «¿Queréis vivir o morir?» Y entonces fue cuando se decidió a echar aceite en el mar.
—Sí, así debe de ser —replicó el capitán—. Aquel malvado te amaba y sólo por esto trató de raptarte y urdió tan infernal trama. Continuad, Collin.
—Aquella noche, durante la segunda tempestad —siguió diciendo Collin—, había yo subido al palo mayor para deshacer un nudo que impedía enrollar la vela. Mientras realizaba la operación, lo vi a mi lado, a caballo sobre el mismo peñol. Creí que había subido para ayudarme; pero de improviso me agarró por la garganta y, aprovechando el momento en que la «Nueva Georgia» estaba casi acostada de estribor, me precipitó al mar.
—¡Infame! —exclamaron los náufragos.
—Cuando me recobré el buque huía empujado por el huracán. Me creí perdido, y por instinto me puse a luchar desesperadamente con las olas, que me traían y llevaban como una pluma, lanzándome de cresta en cresta, de abismo en abismo. Poco después vi pasar ante mí una canoa tripulada por salvajes, a quienes la tempestad arrastraba en su carrera furiosa. Rápido como un relámpago me agarré a la borda, sentí dos brazos que me ayudaban a embarcar y caí desvanecido. Cuando volví a la vida me encontré en la playa de esta isla. Algunos salvajes que volvían de la isla Tonga me habían recogido, y, en vez de matarme bonitamente para comer mi carne, me nombraron rey de su tribu. ¿Me habían tomado por una divinidad marina o por un hombre de gran valor? Lo ignoro todavía; sólo sé que todos me adoran, que mis menores deseos son para ellos una orden y que a una simple señal mía se arrojarían sin vacilaciones en el cráter mismo del volcán.
—¿Pero contáis con permanecer en esta isla? —preguntó el piloto—. El cargo es bueno, especialmente si os tratan bien y os engordan; pero yo siempre tendría miedo de que se me comieran.
—No tengo ningún deseo de acabar aquí mi vida, Asthor —dijo, riendo, el teniente—. Entre mis súbditos cuento con hábiles carpinteros, que me ayudarán a construir una gran canoa, a la que podré, o procuraré al menos, dotar de las condiciones de un mediano velero, y, una vez terminados nuestros negocios aquí, tomaremos rumbo hacia Australia.
En aquel momento se presentó un salvaje, diciendo:
—Paowang ha llegado.
—Es el hombre a quien mandé por noticias —aclaró Collin—. Que entre.
El salvaje, que esperaba ser llamado, se adelantó. Era un hombre hermoso, de alta estatura, de fisonomía enérgica y de ojos expresivos y fieros. Parecía cansado por una larga carrera y, por no perder tiempo, ni siquiera se había desembarazado de sus armas, consistentes en una pesada maza de madera adornada con tiras de piel de perro, en una lanza con la punta de hueso y en un arco con una docena de flechas.
—¿Los has visto? —le preguntó Collin, sin dejarle casi respirar.
—Sí, jefe —respondió el salvaje con voz sofocada.
—¿Dónde están?
—Se hallan acampados junto a una caverna de la costa septentrional.
—¿Cuántos son?
—Siete y un herido.
—¿Tienen alguna canoa?
—He visto en la playa el casco destrozado de una bien grande —respondió el salvaje.
—¿Y qué hacían esos hombres?
—Habían derribado un árbol y lo ahuecaban para hacer una embarcación.
—¿Están armados?
—He visto que tenían cañas que despedían fuego y hacían ruido fuerte como el volcán.
—¿Serías capaz de conducimos hasta la caverna sin que esos hombres nos descubrieran?
—Cuando lo queráis, en seguida —respondió Paowang—. Pero ¿no son tus parientes aquellos hombres?
—No; son mis enemigos.
—Entonces nos los comeremos —dijo el fiero antropófago.
—Veremos —contestó Collin.
—¡No tengáis duda, son los forzados! —exclamó el capitán cuando Collin le tradujo las noticias del caníbal—. El herido es Bill y los otros son sus compañeros. Preguntad a vuestro súbdito si entre ellos hay un hombre delgadísimo y de alta estatura.
Collin hizo la pregunta a Paowang.
—Sí —respondió éste—. He visto un hombre delgado como un cangrejo ladrón, y me pareció el jefe de los otros.
—¡Es MacBjorn! —dijo el capitán—. El lugarteniente del infame Bill. ¡A Dios gracias, creo que ha llegado el día de la venganza! Asthor, tú irás a la costa con los marineros y una escolta de indígenas y traerás aquí nuestro pequeño cañón, fusiles y abundantes municiones para demoler la caverna de esos facinerosos.
—Sólo espero vuestras órdenes, capitán.
—Y vos, Collin, dispondréis vuestros más valientes y escogidos guerreros para ayudarnos en la empresa.
—Y enviaré además mensajeros a las aldeas vecinas. Antes de que llegue el día de mañana tendré sobre las armas más de trescientos hombres escogidos.
—¿Y qué pensáis hacer de los forzados? —preguntó Ana.
—Colgarlos del árbol más alto del bosque, miss Ana —dijo Asthor—. Si los salvajes quieren después comérselos, no seré yo quien se oponga.
—No se nos rendirán tan fácilmente —dijo el capitán—; pero si cogemos alguno vivo, lo conduciremos con nosotros a Australia para que vuelvan a llevarlo a la isla de Norfolk.
—¿Podré yo ir también a la caverna? —preguntó Ana.
—No, miss —dijo Collin—. Allí nos esperan graves peligros. Permaneceréis aquí bajo la custodia de Koturé.
Poco después, Asthor, los tres marineros y diez indígenas bajaban por la vertiente de la gran montaña, mientras Collin enviaba mensajeros a las aldeas cercanas para que acudieran los guerreros y sus jefes.