EL REY BLANCO
El capitán Hill, su hija, el piloto y los tres marineros permanecieron algunos minutos sin acertar a pronunciar palabra: tanta fue su sorpresa al oír al salvaje que un hombre blanco se hallaba en aquella isla investido de la dignidad real.
¿Quién sería aquel individuo a quien los azares de la vida arrojaron a dicha isla? Un inglés, o por lo menos, un angloamericano.
¿Era un náufrago arrojado en aquellas playas por alguna tempestad, o tal vez un marinero desembarcado voluntariamente? ¿Sería, en fin, uno de los forzados que huyeron de la «Nueva Georgia» después de su odioso atentado?
Estos eran los pensamientos que embargaban la imaginación de los seis tripulantes.
—¿Quién será? —preguntó Asthor, rompiendo el primero aquel silencio—. ¡Ah, lo que daría por saberlo!
—¿Uno de los presidiarios? —dijo Grinnell.
—Imposible —respondió Fulton—. Koturé ha hablado de uno solo, y los forzados eran ocho.
—Es que pueden haberse ahogado los otros —observó Maryland.
—Ya lo sabremos —dijo el capitán—. Callaos y dejadme interrogar a este hombre.
—¡Sí, sí! —asintieron todos.
—Koturé —preguntó el capitán, dirigiéndose al salvaje, que escuchaba con gran atención sus palabras, tratando de comprender su sentido—, ¿es joven o viejo mi pariente blanco?
—Joven —respondió el isleño.
—¿Tiene barba?
—Sí, del color de metal brillante.
—Rubio quieres decir. ¿Hace mucho que ha desembarcado en la isla?
Koturé pareció reflexionar un poco y en seguida mostró dos veces los diez dedos abiertos.
—Veinte días —dijo el capitán—. Entonces ese blanco no es uno de los forzados.
—Es evidente —dijo Asthor—, puesto que hace poco que abandonaron el buque. Pero ¿quién será, entonces?
—Algún náufrago —respondió Ana.
—Koturé —dijo el capitán—, ¿cómo llegó ese hombre a vuestra isla?
—Fue recogido en el mar, muy lejos de aquí, por algunos de mis amigos —contestó el isleño.
—¿Y le habéis hecho rey?
—Sí, después de una victoria obtenida contra la tribu del jefe Arrou. El hombre blanco decidió la suerte de la batalla con su valentía y arrojo.
—Ya deseo con ansia conocer a ese pariente mío. Si nos conduces donde está, te regalo un fusil y te enseño el modo de manejarlo.
—Te conduciré —dijo el salvaje.
En aquel intervalo se había calmado el mar y retirado la marea, y el capitán, Ana y los marineros decidieron ganar el buque para pasar la noche. El salvaje, después de haber dudado unos momentos, les siguió.
Su admiración crecía a cada instante al ver los diversos objetos que había en el puente y al mirar la profundidad de la estiba. Manifestaba su alegría con frecuentes frotamientos de nariz, no respetando ni las del capitán ni las de Ana. La de Asthor se había puesto roja como una amapola, porque el salvaje prefería a las demás la gruesa nariz del viejo piloto.
Después de una noche tranquila, durante la cual el volcán continúo lanzando sordos mugidos, que podían oírse a veinte millas de distancia, los náufragos y el salvaje dejaron el buque para ir a la aldea del rey blanco.
Bien armados todos, penetraron bajo los grandes bosques, y después se encontraron ante una gran montaña cubierta de árboles. Alcanzada la cima después de varios altos para dar descanso a Ana y de una marcha de tres horas, se encontraron de improviso ante una pequeña aldea compuesta de unas sesenta chozas, defendidas en su círculo por una empalizada, mejor dicho, un seto de espinos. Se comprendía a primera vista que en aquellas construcciones había intervenido la dirección de un europeo ciertamente inteligente.
La población, compuesta de unos cuatrocientos individuos entre hombre, mujeres y niños, salió en masa al encuentro de los extranjeros, pero Koturé los separó a todos a palos, sin reparar dónde daba.
—Llévanos ante el rey —dijo el capitán al guía—. Vosotros, compañeros, rodead a Ana y armad los fusiles.
—¡Largo de aquí! —gritó el piloto empujando a los salvajes que se acercaban más de lo conveniente al grupo, a pesar de los golpes—. ¡Cuidado, Grinnell, y tú, Fulton, rodead bien a la miss!, que estas bestias parece que quieren comérsela. ¡Duro con ellos, Maryland! Creo yo difícil que el rey de estas gentes sea blanco.
A fuerza de palos, empujones, codazos y puntapiés pudieron llegar ante la gran tienda o cabaña del rey. En aquel momento el monarca, atraído por el ruido y las voces, apareció bajo el toldo de la puerta.
Era un hombre blanco, como lo había descrito Koturé, de alta estatura, de unos treinta años, con grandes ojos azules y barba rubia. Vestía una vieja camisa desabotonada, pantalones negros bastante deteriorados, sujetos con un cinturón de piel color de avellana con vetas negras, distintivo de los grandes jefes y del rey, según la severa etiqueta de Tanna. En la cabeza llevaba una corona de plumas de papagayo y numerosos collares de dientes de «gulú», así como brazaletes de colmillos de cerdo salvaje y de perro, mezclados con escamas de tortuga.
Al ver llegar a aquel grupo de hombres rodeando a una joven, el monarca blanco se estremeció, se puso pálido como un muerto y parecía petrificado.
A los pocos momentos se arrancó la corona de plumas, que lo ponía desconocido, y se dirigió hacia el capitán, lanzando un grito de alegría.
—¿No me conocéis ya? —exclamó.
—¡Collin! —gritaron a un tiempo el capitán, Ana y los marineros, en el colmo del estupor.
—¡Señor Hill! ¡Miss Ana! ¡Asthor! —gritó el rey.
—¡Collin!… ¡Vos! —repitió el capitán.
—Pero ¿es que estoy soñando? —exclamó Ana, que se había puesto pálida y después encendida como la grana.
—Sí, yo soy, capitán —gritó el rey precipitándose en los brazos de Hill, y estrechando efusivamente la mano de la joven, de Asthor y de los marineros.
—Pero ¿cómo estás aquí, Collin? —preguntó el capitán, que no se había repuesto aún de su sorpresa y que aún creía soñar.
—Pero ¡cómo! ¿No os ahogasteis? —le interrogó Ana, que lloraba de alegría—. ¡Ah, creí que no os iba a ver más!…
—Después os lo contaré todo. Entrad ahora en mi real morada, a ver si esa gente chismosa y novelera vuelve a sus chozas.
Ofreció el brazo a Ana y, conduciéndola a la tienda, le dijo galantemente:
—Permitidme, miss, que os ofrezca mi trono, aunque sea el trono de un antropófago.
—¿Antropófago vos?
—Todavía no lo soy, miss, os lo aseguro. Durante mi breve reinado no se ha comido aquí, en mi tienda, ni en todo mi reino, una sola costilla humana. Puedo jurarlo. ¡Entrad, capitán! ¡Adelante, amigos, y acomodaos como mejor podáis!
Con un gesto imperioso ordenó al pueblo que se retirara y guardara completo silencio, disponiendo luego que su guardia de honor formara alrededor de la tienda para que no les molestasen. En seguida entró nuevamente y se colocó junto a sus amigos, que se habían sentado en una vasta estancia, o sea en el salón del trono, porque en el testero principal había una especie de plataforma cubierta con una esterilla, y sobre ella un escabel o silla, que debía haber sido construida por el mismo rey, pues los isleños del Océano Pacífico no conocen el uso de esos muebles.
—Antes de referiros mis aventuras —dijo Collin—, dejad que os ofrezca de todo lo mejor que produce la real cocina; pocas cosas, en verdad, pero malas no son.
Golpeó un mano con otra y aparecieron dos muchachos, llevando una gran vasija llena de un licor amarillento, nueces de coco y siete u otro pasteles que exhalaban un perfume exquisito.
—¿Qué nos ofrecéis? —preguntó Ana, que se había acomodado en el sillón real.
—Cerveza de mi fabricación —respondió Collin, ofreciendo tazas, que consistían en cucuruchos hechos con hojas de plátano—. Esto otro son tortas indígenas elaboradas con higos y plátanos y cocidas en estufa, y éstos son pastelillos de pulpa de coco. Os aseguro que todo ello es excelente y no desmerece en nada de la repostería francesa.
—Y esas cañas, ¿qué son?
—Deliciosas y tiernas cañas de azúcar. Ahora, señor Hill, entre bocado y bocado, os contaré mis aventuras; pero antes desearía saber por qué serie de circunstancias os encontráis aquí.
—Es muy fácil de explicar, Collin —dijo el capitán—. Hemos naufragado junto a esta isla.
—¿Ha naufragado la «Nueva Georgia»? —preguntó Collin, con penosa sorpresa—. Pero ¿cómo?… Y… ¿Bill…?
—Huyó —respondió el capitán, con voz sorda.
—¡Escapado!… ¡Aquel miserable ha escapado! —gritó el teniente apretando los puños.
—¿Y por qué esa expresión de cólera, toda vez que ignoráis el infame comportamiento de aquel hombre? —dijo Ana sorprendida.
—¿Comportamiento infame? ¿Qué queréis decir, miss? ¡Dios mío!… ¿Qué es lo que ha hecho aquel bandido?
—Nos ha arruinado —respondió el capitán—. Ni él ni sus compañeros eran náufragos, sino escapados de la isla de Norfolk.
—¿Y recogisteis a sus compañeros?
—Sí, Collin. Los salvamos a costa de grandes peligros, desafiando el abordaje de los caníbales, y, como reconocimiento, nos hicieron traición, soltando a los tigres contra nosotros e incendiando el buque.
—¡Infames!… ¿Y huyeron?… ¿Dónde?
—No lo sabemos. Se embarcaron en la canoa más grande mientras nosotros nos refugiábamos en la arboladura para huir de los tigres.
—Y la «Nueva Georgia», ¿dónde se encuentra ahora?
—Embarrancada en la costa, a ocho millas de aquí.
—¡Ah! —exclamó Collin—. Mis salvajes no me habían engañado.
—¿Os habían advertido ya de nuestro desembarco?
—Sí. Uno de mis súbditos me refirió esta mañana que, al norte de la isla, había visto desembarcar hombres de piel blanca.
—¡Al Norte! —exclamaron a una el capitán y Asthor—. Al Sur, querréis decir.
—No, al Norte —dijo Collin.
—¡Imposible! —manifestaron los náufragos.
—La «Nueva Georgia» ha embarrancado al sur de la isla.
—Sin embargo, mi salvaje no puede haberse engañado, porque precisamente había ido a las costas septentrionales para cazar cangrejos ladrones.
—¿Habrán desembarcado otros blancos?
—¿Y quiénes podrían ser?… Sin duda, otros náufragos —dijo Collin.
—¿Cuántos ha visto el indígena? —dijo el capitán, en cuya mente había brotado una terrible sospecha.
—Varios; pero no supo decirme el número.
—¿Está aquí ese hombre?
—No; he vuelto a mandarle allá para que adquiera noticias más precisas.
—¿Cuándo volverá?
—Partió esta mañana, al alba, con un hermano suyo, y creo que estará de vuelta dentro de pocas horas. Pero ¿por qué estáis tan excitado, capitán?
—¡Porque comienzo a creer en la justicia de Dios! —exclamó Hill con tono solemne.
—Explicaos, señor —dijeron todos.
—Sospecho que esos hombres son los presidiarios.
—¡Los presidiarios aquí!…
—Sí, amigos. Deben de ser los infames que incendiaron el buque y que pusieron en libertad contra nosotros a los doce tigres, asesinando así a casi toda la tripulación. Esos miserables deben de haber venido derechos hacia esta isla, que era la más cercana, para esperar aquí cualquier buque que los transporte a Europa o América para disfrutar allí del dinero robado. El corazón me dice que no me engaño, y que antes de mucho tiempo todos pagarán su deuda. Collin, juradme que me ayudaréis a hacer justicia sumaria a esos ladrones, incendiarios y asesinos.
El teniente se levantó y dijo con voz solemne.
—Lo juro; tanto más, cuanto que yo también tengo que saldar una antigua cuenta con Bill.
—¡Vos! —exclamaron todos.
—Sí, yo, que a estas horas debía dormir en lo más profundo del Océano Pacífico. He escuchado vuestra dolorosa historia. Oíd ahora mis aventuras.