CAPÍTULO XXI

EL NAUFRAGIO

La isla de Tanna es una de las más bellas y pintorescas del grupo de las Nuevas Hébridas. Es la más meridional de todas y la más conocida, a lo menos en aquel tiempo.

Había sido visitada por el navegante Quirós en 1606; por Bougainville en 1768, y más tarde por Cook.

Es una isla de naturaleza esencialmente volcánica, y se calcula que su longitud es de siete leguas, y de tres su latitud. Es montuosa en su mayor parte y cubierta de espesos bosques; tiene un volcán que está siempre en actividad, muchos manantiales termales, y de cierta parte de su suelo se exhalan vapores sulfurosos.

No sólo goza la fama de ser una de las más bellas de todo el archipiélago, sino que también se dice que es de las más fértiles, a pesar de que su suelo está formado de varias especies de lava, de capas de arcilla mezclada con tierra, en que abunda el alumbre, de masas de cuarzo y de ciertos terrenos riquísimos en azufre. Sus montañas se levantan en anfiteatro y dan a aquel pedazo de tierra perdido en el Océano un aspecto no sólo risueño, sino interesante.

Sus habitantes, cuyo número se hacía ascender entonces a tres o cuatro mil, no son ni mejores ni peores que los de las otras islas del archipiélago, pero carecen de la perfidia de los isleños de Tonga-Tabú y de Fidji, y los navegantes que los habían visitado no tuvieron motivos para quejarse de ellos. Cierto es que en el tiempo en que la «Nueva Georgia» arribó a aquellas costas eran todavía antropófagos, pero se limitaban a devorar a los enemigos muertos en el campo de batalla, y en ocasiones a los prisioneros.

Entre la multitud de islas que se hallan dispersas en aquel inmenso Océano, era quizá una de las mejores a que podían llegar los náufragos de la «Nueva Georgia».

Desgraciadamente, se veían amenazados de llegar a aquella tierra en las más tristes y peligrosas condiciones, aunque para ellos la isla representaba la salvación y la vida. La caída del palo de mesana, sobrevenida en el momento de ver la isla ponía en gran peligro la seguridad del buque, al que ya podría considerarse como un casco destrozado vagando a merced de las olas.

Estaban, sin embargo, acostumbrados aquellos hombres a las desgracias, y ninguno dio muestras de terror, aunque corrían el serio peligro de estrellarse contra los escollos de la isla. Unicamente Ana se puso algo pálida, pero bien pronto logró tranquilizarse, fiada en la habilidad y en los recursos de su padre.

—¡Asthor! —gritó el capitán, al ver caer el palo atravesado en el buque—, ten firme la barra del timón y procura guiar el barco hacia la isla, y vosotros a ver si lográis que el palo caiga al mar.

Los tres marineros se pusieron a descargar hachazos en el palo, a fin de separarlo del tronco, y logrado esto, le quitaron la cruceta y le empujaron al mar, maniobra que no les costó gran trabajo.

La «Nueva Georgia», que estaba inclinada de babor a causa del peso del palo, recobró la horizontal cuando éste cayó al agua, y, empujada por el viento, se dirigió a la isla, con grandes cabeceos y sacudidas, pues la falta de velas originaba de tal manera la inestabilidad.

El capitán subió al castillo de proa y miró atentamente. La isla no estaba más que a tres o cuatro cables de distancia, y por aquel lado presentaba una playa dulcemente inclinada y que parecía carecer de la corona de escollos coralíferos que circundan ordinariamente las tierras del Océano Pacífico. Había, pues, esperanza de poder arribar sin que la nave se estrellara, o por lo menos de embarrancarla en la arena sin gran violencia. Las olas jugaban con el buque, que se defendía impetuosamente. La rotura o brecha había vuelto a abrírsele y comenzaba a embarcar agua en gran cantidad. Además, la violencia de la resaca, que producía inmensas y espumeantes contraolas, y lo llevaba y lo traía de un lado a otro.

Pero bien pronto recobraba su marcha hacia la costa, la cual se teñía en ocasiones de resplandores rojizos, por efecto del volcán, que en aquellos momentos estaba en erupción con gran violencia y lanzando sordos rugidos.

—¡Ah! —exclamó el capitán—, ¡si pudiera descubrir la bahía de la Resolución, que Cook ha descrito tan bien! Pero ¡quién sabe por qué parte se encuentra!…, y además ¡con mil rayos! ¿Y si ésta no fuera la isla de Tanna? Si no me equivoco, más al Sur se encuentra otra isla: la de Anatton… Pero ¿y el volcán? Anatton no lo tiene, que yo sepa…

La «Nueva Georgia» seguía avanzando, y unas veces parecía que iba a hundirse en los abismos de las aguas, y otras se la veía subir con vertiginosa rapidez hasta las espumosas crestas de las inmensas olas. Gemía, como si presintiera su próximo fin, y crujían espantosamente sus costados, como si se negara a llegar a aquella costa llena de escollos; pero la marea la impulsaba cada vez con rapidez mayor.

A las tres de la mañana no estaban más que a dos cables de la isla.

El capitán, que observaba con atención las olas para conocer si el fondo estaba compuesto de rocas y puntas coralíferas, gritó a poco:

—¡Arrojad las anclas!

Maryland, Fulton y Grinnell dieron vuelta a los tornos, y las dos anclas cayeron al agua, haciendo correr rápidamente las cadenas por los alvéolos de proa.

El buque filó todavía algunos metros, y en seguida se detuvo bruscamente, virando de bordo.

Casi en el mismo instante ocurrió a popa una sacudida tan violenta, que toda la tripulación cayó sobre cubierta.

—¿Hemos tocado? —preguntó Asthor, levantándose con gran presteza.

—La popa ha embarrancado —gritó el capitán.

—¿Hay averías?

—Me parece que no —explicó Grinnell, que había acudido a comprobarlo.

—¡Pero el agua entra! —gritó Fulton.

—¿Dónde? —preguntó el capitán.

—La oigo precipitarse en la cala.

—¿Habrá roto la carena alguna punta rocosa? —dijo Asthor.

—Es posible —respondió el capitán—. Pero no importa; estamos sobre un banco.

El Océano, sacudido con violencia por el viento, no daba muestras de calmarse. Enormes olas asaltaban la proa de la «Nueva Georgia», rebasando la obra muerta y rompiéndose en la cubierta. Los agujeros de desagüe eran insuficientes para darle salida, y corriendo hacia popa, caía en las profundidades de la estiba con el fragor de una catarata.

El pobre buque temblaba bajo aquellos vigorosos y continuos golpes; crujía, y poco a poco era arrastrado hacia la costa. Felizmente no había miedo de que la resaca lo llevase a alta mar. La enorme mole del barco se había hundido bien entre las escolleras y la arena, y no había fuerza capaz de arrancarle de aquel lecho.

Esto bastaba para tener tranquila a la tripulación, la cual, además, nada tenía que temer hallándose la tierra tan cerca. Aunque las olas hubieran hecho pedazos el buque, todos hubieran podido ponerse a salvo con facilidad, no obstante el fuerte oleaje.

A las cuatro comenzó a clarear. A través de un desgarrón de las nubes pasó un rayo de luz, que permitió a los náufragos observar la isla que tenían ante la vista.

La costa corría de Este a Oeste en línea recta, y en una extensión de varias millas, sin un puerto, una bahía ni una pequeña rada; cubierta de hermosa vegetación, compuesta de cocos, bananos, plátanos de varias especies y palmeras con sus hojas abiertas en inmensos abanicos. En segundo término se alzaban verdes montañas, dispuestas en anfiteatro, y en medio de ellas se destacaba un volcán, de cuyo cráter salía una altísima columna de humo rojizo, la cual derramaba en una extensa zona una lluvia de negruzcas cenizas. Enormes masas incandescentes salían de cuando en cuando y se despeñaban por las vertientes de la montaña hasta desaparecer entre los bosques o rebotar chocando en otras peñas.

Cosa en verdad extraña y en contraposición con las teorías de los hombres de ciencia: aquel volcán, en vez de dominar la isla, era más bajo que otras de las montañas cercanas.

El capitán, Ana, el piloto y los tres marineros examinaron con atención la costa, temiendo descubrir en ella salvajes dispuestos al pillaje, pero no vieron ni una sola persona ni una choza.

—¿Desembarcamos? —preguntó Ana—. De buena gana daría un paseo por esos bosques.

—Una lengua de tierra, descubierta por la marea baja, se divisaba bajo la popa del puente —dijo Fulton—. El desembarco es facilísimo.

Se armaron todos de carabinas, se colocaron hachas al cinto, se llenaron los bolsillos de municiones, recogieron algunos víveres, y echada una escala de cuerda, bajaron a la lengua de tierra, ya descubierta por completo.

A pesar de que las olas la barrían con frecuencia, después de algunos minutos los seis náufragos de la «Nueva Georgia» ponían el pie en la isla ante los grandes bosques.

El lugar no podía ser más pintoresco. Ante ellos, una multitud de árboles de todas especies y dimensiones se extendían hasta perderse de vista, cubriendo enteramente la costa.

Se veían enormes bananos, árboles venerados por los habitantes de la India y cuyos troncos se extendían a centenares, rectos y lisos como columnas; bellísimas plantas de nueces de coco, que se inclinaba al peso de los frutos: «ficus» de nudosos y lucientes troncos, que mostraban una fruta pelosa; «catappas», especie de almendros que dan pepitas dos veces mayores que las de Europa y mucho más delicadas, y, por último, preciosos plátanos, cuyas gigantescas hojas proyectaban deliciosa sombra durante las horas más calurosas del día.

Un número infinito de palomas, de papagayos negros o con espléndido plumaje, y de pájaros de mil especies y colores, volaban de rama en rama, sin espantarse a la vista de los hombres, lo que indicaba que por vez primera se presentaban ante ellos.

—Esto es un verdadero edén —dijo Ana, aspirando el aire perfumado de aquellos bosques, bajo los cuales crecían en abundancia bellísimas flores—. ¡Qué desgracia que este paraíso terrenal esté habitado por monstruosos antropófagos!

—¡Calle! —exclamó Grinnell—. ¿Qué es aquello que hay sobre aquella palmera de coco?

Todos miraron en la dirección indicada por el marinero y descubrieron sobre un árbol, casi escondido entre las hojas, un extraño animal que parecía espiarles, aguardando tal vez la ocasión oportuna para bajar y emprender la fuga.

—Es un «birgus latro» —exclamó el capitán.

—¿Y es comestible? —preguntó el piloto empuñando el hacha.

—Una comida suculenta, viejo mío.

—Entonces no se me escapará. ¡A mí, marineros!…

El piloto, Fulton, Grinnell y Maryland se lanzaron hacia el cocotero, y agarrándose al tronco empezaron a sacudirle con gran fuerza, a fin de que el bicho raro cayese al suelo, lo que consiguieron bien pronto. Apenas el animal se vio en tierra trató de huir hacia el mar, pero los marineros, que contaban con él para el almuerzo, lo dejaron sin vida de dos hachazos en menos tiempo del que se tarda en decirlo.