EL NAUFRAGIO DE LA «NUEVA GEORGIA»
El piloto y los tres marineros, impacientes por hacerse a la vela, se pusieron a trabajar con verdadero ardor y sin perder un minuto, bajo la dirección del capitán Hill.
Ante todo, desembarazaron la cubierta obstruida por los cadáveres de los tigres. Los restos de los infelices fueron piadosamente envueltos en telas embreadas y arrojados al mar. En seguida tiraron al agua los cuerpos de los tigres, sin entretenerse en arrancarles aquellas soberbias pieles, de las cuales podrían haberse obtenido pingües beneficios.
Limpia y convenientemente baldeada la cubierta, condujeron a la estiba las cajas y barriles, y procedieron a continuación a picar el palo mayor, que de un momento a otro amenazaba caer sobre el puente, pues su base había sido casi carbonizada. Trabajando vigorosamente con las hachas, en media hora lograron que el enorme palo cayera al mar, habiendo tenido antes la precaución de cortar el cordaje que lo unía al palo de mesana.
La caída de aquel enorme madero produjo grandes averías en el parapeto de babor; pero el piloto dejó para tiempo más oportuno el reparar aquellos desperfectos, que no influían nada en la seguridad del buque.
Terminados aquellos diversos trabajos bajaron al entrepuente para cegar la vía de agua abierta por el fuego.
Aunque medía dos metros de ancho por uno y medio de altura, Asthor se dedicó, ayudado por los tres marineros, a cerrar aquel boquete, empleando tablas y carenas que se procuró bien pronto. Hizo un reparo momentáneo, ineficaz contra las grandes olas, pero podría resistir algunos días hasta la llegada a la isla de Tanna.
A las ocho de la noche, cuando se hundía el sol en el mar, o mejor dicho, cuando parecía hundirse en las aguas, la «Nueva Georgia» se hallaba dispuesta a reanudar la navegación, interrumpida por tantas desgracias.
El capitán estableció turnos de guardia para no extenuar las fuerzas de todos, cosa bastante peligrosa por lo reducida que había quedado la tripulación, mucho más siendo el buque tan grande y hallándose tan mal pertrechado, pues sólo disponía de un palo en buenas condiciones.
Asthor, Grinnell y Maryland, debían montar la primera guardia; Hill, Fulton y Ana, que exigió se la tratara igual que a los demás, la segunda. Así, al menos, la mitad de los tripulantes podrían descansar cuatro horas antes de comenzar el servicio de un tumo de otras cuatro. Ana se lamentaba de no entender de maniobras, pues también hubiera querido tomar parte en éstas.
A las nueve fue desplegada la vela del palo de mesana y se añadió otra vela a proa para la mejor estabilidad. Asthor se colocó al timón y la «Nueva Georgia» comenzó a navegar hacia el Norte, o sea hacia el archipiélago de Nuevas Hébridas.
El viento era débil y el mar estaba algo agitado; pero la noche era clara y había salido la luna. El buque, aunque no bien servido por el palo de mesana, que, como se sabe, está situado a popa, comenzó a filar, pero con extraordinaria lentitud.
Era mucho si se conseguía que corriera dos nudos por hora.
El capitán, Ana y Fulton se retiraron a sus camarotes, dejando a sus compañeros de guardia.
Nada que merezca referirse ocurrió en aquellas primeras cuatro horas. «La Nueva Georgia», aunque tendía a salirse del camino, obligando al piloto a vigilar sin descanso el timón, a causa del palo de mesana, que ejercía un esfuerzo desequilibrado sobre la popa, navegó sin interrupción, recorriendo nueve nudos en aquellas cuatro horas.
A medianoche, el capitán, Fulton y Ana, que no había querido permanecer en su camarote, considerándose ya como un hombre de la tripulación, montaron la segunda guardia.
Al alba, el capitán, que quería dar descanso a Ana, iba ya a despertar al piloto y a sus compañeros, cuando sobrevino un fenómeno extraordinario que los maravilló a todos. Hacía ya algunos minutos habían observado que sobre el puente caían unos hilos ligeros tan tenues que parecían delgadísimos filamentos de seda y que se detenían en gran número en los penóles, en las velas, en las cuerdas, en toda la arboladura.
Fulton y Ana, que fueron los primeros en advertir aquello, iban ya a pedir al capitán la explicación de tan raro fenómeno, cuando vieron caer sobre cubierta millares y millares de filamentos de una blancura inmaculada y que parecían caer de las altas regiones de la atmósfera.
Primero caían relativamente pocos centenares; pero en seguida el aire se cubrió como de una nube vaporosa, ligera, la cual se teñía de reflejos azulados a las primeras tintas de la aurora, extendiéndose sobre el buque y sobre una gran extensión del Océano.
—¿Qué es eso, papá? —preguntó Ana en el colmo de la sorpresa.
El capitán no respondió. Miraba con atención aquella extraña nube que seguía bajando y de la que caían de la arboladura y el puente hilos de ligereza desconocida, algunos de los cuales medían veinte metros de largo y parecían constituir una sola y tenue hebra.
—¡Ah! —exclamó a poco riendo—. Asistimos a uno de los más curiosos fenómenos y que, por cierto, no es muy común.
—¿A cuál? —preguntaron Ana y Fulton.
—A una emigración de arañas.
—¿A una emigración de arañas? —exclamó con incredulidad la joven.
—Sí, Ana.
—Pero ¿ésas son telas de araña?
—¿No te lo parecen? Fíjate bien.
—Tienes razón; aunque son muy blancas, tienen una forma especial y parecen más resistentes.
—Pues yo no veo ninguna araña —dijo Fulton.
—Las arañas emigrantes y aeronautas son tan pequeñas, que apenas se las ve; pero si observas bien las encontrarás entre sus telas —dijo el capitán—. El fenómeno no es nuevo y le han observado muchas veces los hombres de ciencia.
—Pero ¿qué arañas son ésas? —preguntó Ana, que iba de sorpresa en sorpresa—. Además, ¿por qué emprenden esa emigración?
—A qué especie pertenecen no te lo sabría decir, como también ignoro el motivo que las impulsa a dejarse llevar por las corrientes aéreas. Creo que estos viajes se atribuyen a excentricidad de las arañas vagabundas. Otros creen que son debidos a causas accidentales. Algunos sabios han presenciado la partida de estas arañas, y en particular de la especie llamada «thomicus viaticus».
—Pues debe de ser curiosísimo ese principio del viaje.
—Las pequeñas arañas, antes de lanzarse al aire, se suben a la cima de ciertas gramináceas o a la extremidad de las ramas; una vez allí, se inflan el abdomen, aspirando abundante aire, y sueltan los extremos de unos ligerísimos hilos, que les sirven para conocer la dirección del viento, y además como globo o nave aérea; en seguida, abandonando el punto de apoyo, se dejan llevar tranquilamente.
—¡Calle! ¡Calle! —dijo Fulton—. Las arañas esparcen nuevos filamentos.
—Es que se preparan a partir —dijo el capitán.
—¡Cómo! ¿Siguen el viaje?
—Lo verás en seguida.
Todas aquellas arañas habían abandonado los primeros hilos, que por la humedad nocturna se habían hecho pesados, y tejían otros con sorprendente rapidez.
Al cabo de media hora, una gran parte de las arañas, después de haber lanzado al aire, de un soplo, el nuevo hilo, se dejaban llevar por el viento matutino, que las conducía facilísimamente, elevándolas a altas regiones de la atmósfera. A la segunda ráfaga de aire, las rezagadas siguieron a sus compañeras, desapareciendo tras los primeros rayos del sol.
—¡Buen viaje! —gritó una voz alegre—. ¡Ah, cómo las envidio!
Era Asthor, que algunos minutos antes había subido a cubierta y que observaba atentamente aquella emigración maravillosa.
—¡Ah! ¿Eres tú, viejo amigo? —le dijo el capitán.
—Sí, y he llegado a tiempo para presenciar ese curioso fenómeno. ¿Cómo va la «Nueva Georgia», señor?
—Camina como el plomo, o, mejor dicho, como un pájaro que tuviera heridas las alas.
Todo el día el buque siguió filando con lentitud hacia el Norte; pero cerca de la puesta del sol aligeró la marcha, porque se había levantado un fuerte viento del Sudoeste.
El sol se ocultó en el seno de una nube de color oscuro y el mar comenzó a levantarse en altas olas, que se rompían con fragor en los costados del barco.
El capitán no quiso descansar y permaneció sobre cubierta con todos los tripulantes. Estaba intranquilo, inquieto; visitaba con frecuencia la brecha, que oponía muy débil resistencia a los golpes de mar, y bajó varias veces a la estiba para asegurarse de la solidez del palo de mesana, el cual, como había sido privado del apoyo del palo mayor y cortadas todas las cuerdas que le unían a él, podía caer sobre cubierta.
A las diez de la noche el viento soplaba con gran violencia entre las cuerdas y las velas, y la enorme nube, que se había extendido sobre el Océano, relampagueaba y tronaba fragorosamente.
Las olas batían los flancos del pobre buque, que cabeceaba y sumergía la proa, dando fuertes testarazos a babor y estribor. Para mayor desgracia, la oscuridad era tan profunda que a pocos metros de distancia no se distinguía nada.
Ana estaba sobre cubierta, a pesar de los ruegos del capitán, y miraba intrépidamente el tempestuoso Océano, como si quisiera desafiarle. La joven no temblaba y quería mostrarse digna de un padre que pasaba por uno de los más intrépidos lobos de mar de las dos Américas.
A medianoche, Grinnell, que había bajado al entrepuente, notó que los travesaños colocados tras las tablas que tapaban la brecha amenazaban ceder de un momento a otro al impulso de las olas, cada vez más altas y fuertes.
Asthor acudió en seguida, y ayudado de Fulton lo aseguró lo mejor que pudo, amontonando contra ellos todas las cajas y barriles que logró encontrar. El agua, sin embargo, se filtraba con abundancia a través de las mal unidas tablas y se la oía precipitarse en gruesos chorros en el fondo de la estiba.
Más tarde, el mar se puso aún más tormentoso y el viento aumentó la carrera del velero, que devoraba el espacio con fantástica rapidez, no obstante tener un solo palo y unas pocas velas.
Frecuentes golpes de mar entraban por las amuras, casi destrozadas por la caída del palo mayor y el de trinquete, y se rompían sobre cubierta, esparciéndolo y echándolo todo a rodar y cayendo en las profundidades de la estiba, después de anegar el castillo de proa.
Las cajas, los barriles y las jaulas de los tigres, no contenidos ya ni por el peso ni por las ataduras, rodaban de una parte a otra, chocando con fuerza; pero la tripulación no tenía tiempo para ocuparse de aquello, necesitando atender a las maniobras del enorme buque, para cuya seguridad hubieran sido precisos lo menos diez hombres más, a fin de que pudiera ir bien dirigido.
El capitán, que se mostraba cada vez más inquieto, interrogaba en vano las tinieblas con su aguda vista, esperando siempre distinguir algún fuego que les indicase la proximidad de la costa.
A las dos de la mañana la luz de un relámpago dejó ver en la línea del horizonte una gran masa oscura, sobre la cual ondeaba una nube de humo rojizo.
—¡Un volcán! —exclamó.
—¿Dónde? —preguntó una voz.
—Allí, Ana.
—¿Tierra, pues? —añadió la joven.
—¡Es Tanna! —exclamó el capitán—. Sé que allí hay un volcán que está siempre en actividad.
—¡Ah, padre!
—¡Asthor! —gritó Hill—. Haz amainar la vela y gobierna el buque hacia proa.
En aquel instante salió de popa un fragoroso ruido, seguido de una violenta sacudida del barco.
El palo de mesana había caído sobre la «Nueva Georgia» y la extremidad superior del mismo quedó sepultada en las olas.