CAPÍTULO XIX

SOBRE LOS RESTOS DEL BUQUE

Como puede calcularse, la propuesta del capitán era temeraria, porque los tigres son, sin duda, los animales más valientes del mundo y sólo en muy raras ocasiones temen al hombre, arrojándose con audacia loca contra los cazadores sin reparar ni en el número ni en sus armas.

Sin embargo, era preciso hacer lo que el capitán había decidido, porque el tigre podría mantenerse en su escondite doce y aun veinticuatro horas, prolongando así la inacción del capitán y de sus compañeros un espacio de tiempo en el que no hubieran podido resistir el hambre ni la sed.

Tomadas convenientemente sus precauciones, los tres hombres se dejaron caer poco a poco sobre cubierta, llevando consigo las carabinas y abundante cantidad de municiones.

El tigre, que sin duda los espiaba desde su escondite, al verlos poner el pie en el puente hizo oír un gruñido amenazador.

—No hay que cometer imprudencias —dijo el capitán a sus dos compañeros—. Permaneced cerca de mí y tratad de no errar el tiro.

Parapetados entre las cajas y barriles que había sobre cubierta, el capitán y los otros llegaron hasta unos diez pasos del castillo de proa.

—Descarga tu fusil a través de la pared, Grinnell.

El gaviero disparó.

El tigre, al oír la detonación, lanzó un gruñido terrible y apareció en la puerta de la cámara común; pero antes de que el capitán ni Asthor pudieran apuntarlo, volvió a entrar.

—Tiene miedo —dijo Grinnell, cargando nuevamente su fusil.

Asthor cogió un trozo de madera y lo arrojó a la cámara.

Esta vez el tigre se lanzó fuera rugiendo. Se recogió sobre sí mismo para tomar impulso y dio un salto describiendo una gran parábola.

Sonaron tres disparos. La fiera, alcanzada en el aire, cayó de lado y dio con la cabeza contra el parapeto de babor.

Haciendo un desesperado esfuerzo, alzóse nuevamente con el fin de precipitarse contra sus agresores, pero de pronto le faltaron las fuerzas y se desplomó, permaneciendo inmóvil: había muerto.

—¡Hurra! ¡Hurra! —gritaron Asthor, Grinnell, Fulton y Maryland.

El capitán corrió a popa, gritando a su vez:

—¡Ana, Ana, nos hemos salvado!

En el cuadro de popa se oyó que una puerta se abría violentamente, tembló la ligera escalerilla, y la valiente joven apareció en la cubierta, precipitándose en los brazos de su padre.

—¡Ana, Ana mía! —decía el capitán, estrechándola contra su pecho—. ¡Cuánto he temido por ti!

—¡Y yo por ti, padre querido! —respondió Ana, llorando de alegría—. ¿Estamos ya a salvo?

—Sí, gracias a Dios.

—¿Y los tigres?

—Muertos todos.

—Parece que se apaga —dijo el piloto, acudiendo.

—¡Qué se apaga! —exclamaron Ana y el capitán.

—Sí —respondió el viejo marino—. Ahora no arde más que alguna parte insignificante y nosotros lo apagaremos del todo.

—¡Esto parece un milagro! —dijo, admirado, el capitán Hill.

—Y yo lo creo, señor —añadió Asthor.

—¿Y los náufragos? —preguntó Ana.

—Han huido, y a estas horas deben de estar muy lejos —respondió el capitán—. Pero el corazón me dice que los encontraré algún día, y ¡ay de ellos entonces!

—¿Matasteis a Bill?

—Asthor disparó contra él su pistola, haciéndole caer al mar desde la amura de popa. Cuando aquellos miserables abandonaron la a «Nueva Georgia» llevándose a Bill, éste no daba señales de vida.

—¡Infame! —exclamó Ana.

—Dime —le preguntó el capitán—, ¿salieron por el cuadro de popa aquellos bandidos?

—Sí; atravesaron el salón y se embarcaron en la chalupa, saliendo por la ventana de la cámara.

—¿Y Bill?

—A ése le vi entrar después, y a poco llamó a la puerta de mi cámara. Había yo oído tus gritos, sabía que los tigres estaban en el puente, y me había encerrado, armándome de una pistola.

—Sigue, Ana.

—Le pregunté qué quería y me respondió que salvarme. No sabiendo yo todavía la verdadera condición de aquel hombre e ignorando, además, que estaba de acuerdo con sus compañeros, abrí y vi que llevaba en la mano la cajita con tu dinero. Entonces la venda cayó de mis ojos.

—¿Qué habéis robado? —le pregunté.

—«Los dólares de vuestro padre —dijo, con cinismo—. He pensado que pueden servirme a mí mejor que a los demás».

—¡Salid de aquí, si no queréis morir! —le dije, apuntándole con la pistola.

Él se echó a reír, diciéndome:

—«¡Me iré, pero con vos, porque yo… os amo!»

—¡Salid! —repetí, montando el arma.

—«¡Ah! —exclamó con ironía—. La paloma se cree fuerte, pero yo soy un milano que no tiene miedo».

Hizo ademán de sujetarme. Yo, que tenía el arma dispuesta, extendí el brazo, disparé y pude encerrarme en seguida, atrancando la puerta.

Le oí dar un grito de dolor y alejarse lanzando maldiciones. Por el modo que tenía de andar comprendí que debía estar herido. A poco no le oí más.

—¡Miserable! —rugió el capitán—. ¡Sí, te amaba, y eso lo explica todo!… Ahora me acuerdo de que le sorprendí muchas veces mirándote de extraño modo y de que te seguía como la sombra al cuerpo. Se había propuesto robarme el buque y a ti con él. ¡Qué trama infernal, Dios mío!

—¿Y quiénes crees que fueron esos hombres?

—Forzados, Ana. ¡Presidiarios que se habían escapado de la isla de Norfolk! ¡Maldito el día en que recogí de las olas a aquel hombre!… ¡Buen modo de agradecer mi acción!… Pero no pensemos ya en ellos, Ana. Procuremos por nosotros. ¡Asthor!

El marinero, que se ocupaba en preparar una bomba, acudió en seguida.

—¿Hay mucho humo en la estiba? —le preguntó el capitán.

—Muy poco.

—¿Podrá bajarse?

—Vamos a verlo —contestó.

Dejaron la cubierta y bajaron la escala que conducía al entrepuente.

En la despensa se oían todavía chasquidos y se veían ligeras nubes de humo, pero ya no era denso ni pestilente.

Del fondo de la estiba salía también muy poco humo.

—El incendio se extingue por ambas partes —dijo el capitán—. ¿Qué habrá pasado?

—No sé cómo explicarme este milagro —contestó el piloto—. Ayer, el fuego era terrible.

—Vamos a ver, viejo mío.

Agachados, para evitar mejor los efectos del humo, se acercaron a la despensa, en la que aún ardían algunos leños que estaban ya para consumirse.

—¡Escucha! —exclamó de pronto el capitán, parándose en seguida.

—¡Calle! —dijo el piloto—. ¡Se diría que está cayendo agua sobre el fuego!

—Pero ¿de dónde viene? ¿Les dan a las bombas nuestros hombres?

—No.

El capitán avanzó un paso más y volvió a detenerse, exclamando:

—¡Mira, Asthor!

El viejo marinero miró en la dirección indicada y vio una ancha abertura, por la que entraban chorros de agua espumeante.

—Ahora lo comprendo —dijo—. El fuego, al atacar el casco, abrió una brecha, y por ella entra el agua. Sin este hecho providencial, el incendio hubiera ya destruido todo el buque.

—¡Es verdad! —añadió el capitán, asintiendo con la cabeza—. ¡Bendita sea la brecha!

—Hay que evitar que llegue a comprometer más tarde la seguridad de la «Nueva Georgia».

—Ya se tapará, Asthor.

—Pero ¿cómo se ha apagado el fuego de la estiba?

—Ahora lo sabremos.

Bajaron al sitio indicado, y apenas estuvieron en el fondo pudieron percatarse de que había más de un palmo de agua.

—Todo se explica —dijo el capitán—. El agua entrada por el boquete y arrastrada hacia aquí, ha apagado el segundo incendio. Subamos, Asthor.

Abandonaron la estiba y volvieron a cubierta.

—¿Qué hay? —preguntó Ana.

—El buque, por el momento, está a salvo —respondió el capitán—. ¡A las bombas, muchachos!

Los brazos eran escasos, pero robustos.

En pocos instantes fue preparada la bomba mayor y el capitán y sus cuatro hombres empuñaron la palanca y se pusieron a trabajar con actividad febril, mientras Ana, que no quería ser menos que los otros, dirigía el chorro sobre los leños de la despensa y de la cámara común.

El agua que entraba sin interrupción en cantidad respetable por la brecha que en el casco había abierto el incendio les ayudaba con eficacia.

El humo iba siendo menos denso de minuto en minuto y los leños requemados apagábanse rápidamente con largos silbidos.

A la media hora el fuego se había apagado por completo.

El capitán llamó a sus hombres y les dijo:

—Escuchadme, amigos. Nuestra situación, aunque haya cesado el fuego, no es envidiable ni mucho menos; pero tampoco es desesperada. Mi idea es la de arribar a la isla más próxima, que creo será una de las del archipiélago de Tanna, la más poblada y de mejores habitantes en cuanto a su condición, pues son polinesios de los menos malos. Allí cuento con construir con los restos de la «Nueva Georgia» una pequeña embarcación, con la que intentaremos llegar hasta Australia. Pretender hacerlo en ésta, casi destruida, sería una verdadera locura, afrontar una muerte cierta. ¿Aprobáis mi proyecto?

—Me parece el mejor —dijo el piloto.

—Pues bien, tratemos de componer lo mejor posible a esta pobre «Nueva Georgia» y dirijamos la proa hacia Tanna.

—¡Al trabajo sin perder tiempo, compañeros!