LA FUGA DE LOS FORZADOS
Sí, el hombre que salía del cuadro de popa, donde estaba refugiada miss Ana, y que con un valor rayano en la locura subía a cubierta, en la que corrían los doce tigres, era el propio Bill, el sombrío y misterioso náufrago recogido en medio del Océano.
¿Qué intentaba hacer en la cubierta del velero? ¿Venía a presenciar aquella horrible comida de las fieras, o a asegurarse de que todos habían muerto? Tal vez ni lo uno ni lo otro.
El miserable tenía los vestidos desgarrados, quemados y parecía sostenerse difícilmente en pie.
Con una mano se apretaba el costado derecho, de donde manaban gotas que parecían de sangre y en la otra empuñaba un hacha.
Los tigres, al ver aquella nueva presa, se lanzaron a él dando rugidos que helaban la sangre, pero retrocedieron de pronto, como invadidos de un misterioso terror.
El náufrago había erguido el cuerpo y de sus ojos parecían brotar llamas; aquella mirada irresistible fascinó una vez más a las fieras y las hizo temblar.
Hizo un gesto de amenaza y se dirigió a popa.
Retrocediendo siempre, subió al puente, sin perder de vista a los doce tigres, que le seguían lentamente, como atraídos por una fuerza misteriosa; se inclinó sobre la amura y miró al Océano, gritando:
—¡Boga hacia acá, MacBjorn!
—¡Bill! ¡Infame Bill! —gritó el capitán.
El náufrago levantó la cabeza.
—¡Ah! ¿Sois vos, capitán Hill? —preguntó con ironía—. ¡Palabra de honor que me alegro de veros todavía vivo!
—¿Qué has hecho de miss Ana?
—¡Ana! —dijo el náufrago roncamente—. ¡Me ha despreciado! ¡Y bien…, condenación contra todos!
—¡Muere, perro! —exclamó el capitán, cogiendo una pistola del cinto de Asthor.
Dirigió la puntería hacia el miserable; pero la mano le temblaba de tal modo por la emoción y la rabia, que hacía imposible asegurar el tiro.
—¡A mí me toca! —gritó el viejo Asthor, quitándosela de la mano.
Apuntó e hizo fuego.
Bill lanzó un gemido y cayó al mar.
—¡Fuego de mil espingardas! —gritó una voz que todos reconocieron ser de MacBjorn—. ¡Esos marineros han matado a mi camarada! ¡A bogar, compañeros, y que el diablo los queme a todos!
Bajo la popa del buque se oyeron golpes sordos, como si los miserables intentaran abrir una brecha, y casi en seguida se vio correr por el agua una chalupa. MacBjorn iba al timón. Bill yacía sobre un banco y parecía muerto; los otros bogaban con gran vigor.
Atravesaron la zona iluminada por el incendio y poco después desaparecían en las tinieblas.
A lo lejos se oyó todavía la voz burlona del hombre escuálido, que gritaba:
—¡Buena suerte, capitán!
Después nada.
—¡Escapados! —exclamó el americano con rabia.
—Sí —respondió Asthor—, después de haber echado a pique la segunda chalupa. Pero Bill creo que ha muerto.
—Y Ana, ¿estará muerta o viva?
—Dios querrá que esté viva —respondieron angustiados los dos marineros.
—Pero si Bill… ¡Oh, Dios mío! ¡Si la hubiera matado!…
—Es imposible, capitán. Tenía armas consigo, y si ha herido a Bill es que se ha sabido defender.
—¡Qué horrible situación! —exclamó el desgraciado capitán—. ¡Si al menos pudiéramos bajar!…
—¡Silencio, señor! —dijo Grinnell.
—¿Has oído algo? —le preguntó el capitán, agarrándole ávidamente por un brazo.
—He oído la voz de miss Ana.
—¡Ah Grinnell, no me desilusiones!
—¡Callad! —dijo a su vez Asthor—. ¡Si no me engaño…! Grinnell ha oído bien… Escuchad, capitán.
Desde popa se elevaba una voz bastante clara, y aquella voz había gritado:
—¡Padre! ¿Dónde estás?
—¡Ana! —gritó el capitán, desbordándosele el corazón de alegría.
—¿Eres tú? —preguntó la joven.
—¡Sí, yo soy, Ana!
—¿Ileso?
—Sí. ¿Y tú?
—Estoy encerrada en mi camarote.
—¿Herida?
—No, papá. ¿Estás solo?
—No, estamos aquí cinco.
—¿Y Asthor?
—¡Estoy vivo y dando gracias a Dios! —gritó el viejo piloto.
—¿Y los otros?
—Muertos —respondió el capitán.
—¿Y los náufragos?
—¡Los miserables han huido!
—¿Bill también?
—Creo que ha muerto.
—Ha robado todo el dinero.
—Pero ha muerto.
—¡También pretendió que yo le siguiera!
—¡Ah! —exclamó el capitán—. ¡Ahora comprendo su trama infernal!… ¡Ese desalmado deseaba a mi hija!
—¿Están todavía los tigres en cubierta? —preguntó Ana.
—Sí.
—¿No podéis bajar?
—Estamos en la arboladura y nuestras armas están descargadas.
—¿Arde aún la «Nueva Georgia»?
—Sí, todavía; pero… Asthor, repara; ¿no te parece que el humo ha disminuido?
—Sí, sí —confirmó el viejo marino—. Ahora distingo perfectamente a dos hombres salvados en el palo mayor, y antes los ocultaba el fuego.
—¿Quiénes son?
—Fulton y Maryland.
—¡Qué suerte si se extinguiera el incendio!
—De todos modos, no podemos bajar —expresó el piloto—. Mientras los tigres estén en la cubierta nadie podrá ir a ella. —Lo sé.
—¡Si lográsemos matarlos!…
—Nuestras armas están descargadas, Asthor.
—¡Una idea! —exclamó el piloto—. ¡Si pudiera ayudarnos miss Ana!…
—¿Cómo?
—¡Miss! —gritó el piloto—. ¿Hay fusiles y municiones en ese camarote?
Algunos instantes después respondió la joven:
—Veo tres carabinas en el salón.
—¿Podríais cogerlas?
—¿Están todavía los tigres en la cubierta?
—Sí —respondió el capitán.
—¿Puedo intentar salir de este camarote?
El capitán dudó en responder. Si en el momento de salir la joven del camarote bajaba a popa un tigre por la puerta que había dejado abierta Bill, ¿qué le sucedería a Ana?
Este pensamiento paralizó algunos instantes la lengua del padre.
—¡Ana! ¡Mi adorada hija!… ¡No intentes semejante temeridad!
—Es necesario para vuestra salvación y la mía —dijo resueltamente la joven.
—¡Es que los tigres pueden bajar!
—En diez segundos lo hago. Pero luego, ¿cómo entregaros las armas?
—Después os lo diremos —contestó Asthor.
—Vigilad a los tigres, y si alguno se acerca a la puerta de popa avisadme con un triple grito.
—¡Qué Dios te ayude, hija mía! —exclamó el capitán, conmovido.
—¡Esperad un instante, miss! —gritó Grinnell.
Cogió de su cintura el cuchillo de maniobras y de tres golpes cortó el extremo de uno de los palos.
—He aquí un proyectil que podrá matar a un tigre. El primero que se acerque a la puerta sentirá su peso.
—¡Gracias, Grinnell! —dijo el capitán—. ¡Ahora, Ana!
—¡Atención a los tigres! Voy por las carabinas.
Los tres hombres, presa de una ansiedad imposible de describir, permanecieron en el más profundo silencio.
Los tigres se habían agrupado hacia proa y a pesar del humo y de las chispas que salían de la cámara común, seguían merodeando, buscando más víctimas para su insaciable voracidad. Un enorme tigre alzó de pronto su monstruosa cabeza y aguzó las orejas, lanzando un sordo gruñido que llevaba toda la fuerza de un terrible grito de muerte.
El capitán, Asthor y Grinnell palidecieron, porque precisamente entonces debía hallarse Ana en el salón de popa, cuya puerta estaba abierta.
—¡Grinnell! —murmuró el capitán, angustiado.
—Estoy alerta, señor —dijo el gaviero levantando el pesado leño.
El tigre parecía seguir escuchando con gran atención. Agitó la cola dos o tres veces y después se volvió bruscamente hacia popa, fijando en la puerta sus encendidos ojos.
—Algo ha oído —dijo Asthor, temblando.
El tigre permaneció inmóvil algunos instantes, mirando siempre a la puerta con sus ojos, de un color amarillento verdoso. Luego se dirigió en silencio hacia popa, dando señales de indecisión.
—¡Ana!… ¡Ana!… ¡El tigre! —gritó el capitán.
Grinnell levantó el pesado madero y lo lanzó contra la fiera, la cual evitó el golpe de un salto, huyendo hacia proa.
En popa se oyó un golpe sordo, como de una puerta al cerrarse con violencia, y después la voz de Ana que gritaba triunfante.
—¡Padre, nos hemos salvado!
—¿Tienes las armas?
—Sí.
—Atranca la puerta.
—Ya lo está.
—Ahora te toca a ti —dijo el capitán, volviéndose hacia Asthor.
—Miss —gritó el viejo piloto—, ¿ocupáis vuestro camarote o el del capitán?
—El mío —contestó Ana.
—Y la ventana da…
—A babor, cerca del timón.
—Si arrojo una cuerda en ese sentido, ¿podréis alcanzarla?
—Creo que sí.
—¡Atención, pues!
El piloto recogió la cuerda de la bandera, sólida hasta poder soportar un peso de treinta o cuarenta kilos, ató a su extremo un cuchillo de maniobras y gritó en seguida:
—¡Miss, ahí va la cuerda!
Y la arrojó con fuerza, teniendo en la mano la extremidad opuesta. Fue tan certera su puntería, que el cuchillo quedó clavado al lado del timón. Un brazo, el de la joven, salió por la ventana del camarote y la mano se apoderó de la cuerda.
—¡Sujetad bien el otro cabo! —dijo Ana.
—Descuidad —contestó Asthor.
Pasaron algunos minutos. Los tigres habían interrumpido su monstruoso banquete y miraban con cierta inquietud aquella extraña maniobra, como si presintieran que debía tener para ellos fatales consecuencias.
—¡Izad! —gritó Ana.
Asthor y Grinnell tiraron de la cuerda, que se había hecho pesada y vieron con alegría que a su extremo iban atadas tres carabinas y un paquete voluminoso que debía contener las municiones.
—¡Salvados! —exclamó el capitán, recogiendo las armas—. ¡Ah, valiente niña!… Ahora cortad la cuerda para acabar más pronto, y fuego a voluntad.
Las fieras, que no debían ignorar el poder de las armas de fuego y que habían seguido con viva inquietud aquellas diversas maniobras, se habían reunido en medio de la cubierta y miraban ferozmente a los tres hombres, lanzando amenazadores gruñidos.
—¡Fuego! —gritó el capitán.
Tres detonaciones se oyeron formando casi una sola. Un tigre, que parecía capitanear a los demás, dio un salto enorme, lanzando un fiero rugido, y cayó sobre el puente con las convulsiones de la agonía.
Sus compañeros, aterrados ante aquella primera descarga, empezaron a ir y venir por el puente, rugiendo sin cesar, atropellándose unos a otros y saltando con gran facilidad de babor a estribor.
Los tiros empezaron a menudear y las balas, silbando, iban a dar en el blanco con precisión terrible. En vano las fieras se defendían dando saltos y rugidos; en vano pretendían llegar con sus garras hasta la altura de los palos, desde donde el capitán, Asthor y Grinnell las fusilaban, y en vano huían de acá para allá tratando de guarecerse detrás de los barriles y de las cajas de efectos esparcidos por el puente.
—¡Fuego! ¡Fuego! —gritaba sin cesar el capitán, mientras Maryland y Fulton, encaramados en otro palo, lanzaban ¡hurras! de entusiasmo.
El tiroteo seguía menudeando cada vez más, abatiendo una a una aquellas fieras, impotentes entonces, a pesar de su ferocidad indomable.
Al cabo de diez minutos siete tigres yacían sin vida sobre cubierta, dos estaban con las convulsiones de la agonía y uno, loco de terror, se había lanzado al mar, donde, apenas cayó, se le vio servir de pasto a los tiburones. El undécimo tigre revolcábase sobre su sangre herido de muerte y haciendo postreros y desesperados esfuerzos por lanzarse hasta la cofa, y, por último, el duodécimo se había retirado a proa, escondiéndose entre unas cajas.
—Dos descargas más —gritó el capitán Hill—, y podemos bajar.
A los tres disparos, el tigre herido acabó de morir, quedando tendido al pie del palo de mesana.
—¡Ahora el otro! —dijo Asthor, apretando el gatillo.
En aquel instante Grinnell lanzó un grito de rabia.
—¡El tigre ha huido! —exclamó.
—¿Dónde?
—A la cámara común.
—¿Se habrá extinguido el fuego?
—Eso debe de ser —dijo Asthor—. Y ahora…, ¿cómo haremos para matarle?
—¿Tenéis miedo? —preguntó el capitán.
—No —contestaron los dos marineros.
—Entonces, ¡abajo! ¡Se le hará frente!