CAPÍTULO XVII

EL ASALTO DE LOS TIGRES

No hay nada más horrible que el incendio de un buque en alta mar.

Parece imposible que un cuerpo completamente rodeado de agua pueda ser destruido así, cuando lo más lógico sería que la misma abundancia del líquido elemento apagara el fuego. Y, sin embargo, son raros los casos en que un buque puede salvarse cuando se declara a bordo un incendio.

Los esfuerzos de la tripulación resultan casi siempre ineficaces para poner un freno al destructor elemento. Las bombas funcionarán sin descanso, la energía de los hombres no se abatirá un momento, los torrentes de agua caerán sin cesar en las entrañas del buque, pero el fuego crecerá siempre, porque ha prendido en una armazón de madera y en ella está prisionero, aunque por fuera la bañen las aguas. Si el exterior es incombustible, el interior, siempre seco y compuesto de materias combustibles, forma un medio perfectamente adecuado para que el fuego crezca siempre.

Las llamas crepitan, se dilatan con rapidez espantosa, invaden los camarotes, se extienden por techos y paredes, prenden en los palos de la arboladura, destruyen los puntales, devoran los corredores y escaleras, trepan por el puente, y la cubierta toda, privada de punto de apoyo, cae sobre la estiba, arrastrando consigo la arboladura, las bombas, el castillo de proa, el puente, todo, y aún los hombres, si no se apresuran a abandonar el casco.

Ya nada puede contener la destrucción; las implacables llamas, después de haber devorado todo el contenido del buque, atacan los flancos, prenden en las tablas que cubren el costillaje, abren, al fin, inmensas heridas, y el mar entra impetuoso por ellas. Entáblase entonces la última batalla entre el agua y el fuego; las llamas tratan de defenderse ante la invasión del elemento enemigo, y por último, el pobre buque, convertido en pavesas, se hunde para siempre, pues poco tardan en desaparecer en los abismos aquellos negros y requemados restos de lo que poco tiempo antes era esbelta y hermosa nave.

Tal debía ser la suerte de la «Nueva Georgia», si el azar no venía en su ayuda. El fuego ya se había hecho dueño de casi todo el buque. El hundimiento final era cuestión de pocas horas.

La tripulación, extenuada por las fatigosas maniobras de las bombas, espantada de ver la columna de fuego que se elevaba a lo más alto de la arboladura, cegada por el humo que la asfixiaba, no podía más. Para colmo de desgracias, comenzó a sentirse el temor de que el puente, cuyas tablas estaban ya tan caldeadas que quemaban los pies, acabara por hundirse de un momento a otro. Si los marineros permanecían en sus puestos, era con grandes esfuerzos y ante el temor que les producían las pistolas del capitán y de Asthor, quienes por deber, y no por esperanza, se mantenían firmes, pues ya no se hacían ilusiones acerca de la posibilidad de salvar el buque.

Aunque los chorros de todas las bombas apuntaban a la cámara común, las llamas crecían a ojos vistas, iluminando como en pleno día las aguas del Océano. Como si sintiera irritación por encontrarse preso en las paredes del barco, el fuego se debatía en horribles contorsiones y extendía sus flotantes greñas de humo y sus lenguas de destructoras llamas, como buscando nuevas presas; después rompía su corona de negros vapores en millares de chispas, que corrían por todas partes, como constelaciones sangrientas, hasta prender en los sitios libres hasta entonces, o morir en el mar, apagadas por el beso de las aguas.

Abajo no cesaban de resonar, cada vez más roncos, más amenazadores, más terribles, los rugidos de los tigres, que saltaban como locos en sus jaulas, temerosos de morir quemados. ¡Pobres habitantes de las junglas indianas, ellos tan libres y magníficos en sus bosques vírgenes, obligados a morir por asfixia allí entre los barrotes férreos de una jaula!

Miss Ana, aterrada ante el fuego y ante aquellos rugidos, se había retirado a popa, para estar dispuesta a embarcar en una de las dos piraguas; pero el capitán Hill y Asthor, que aún conservaban alguna esperanza, hacían obstinadamente la guerra al incendio, intentando todos los medios para apagarle.

Con la pistola empuñada para imponerse a los marineros y obligarles a seguir su rudo trabajo, dirigían el agua de las bombas, ora a un sitio, ora a otro; hacían derribar tabiques para aislar el incendio y dirigían la maniobra encaminada a librar del fuego el palo trinquete y a amainar las velas y penóles que corrían mayor peligro.

Sin embargo, todos aquellos esfuerzos parecían resultar infructuosos.

A las diez de la noche fue preciso transportar las bombas junto al palo mayor, pues el incendio seguía abriéndose paso. El castillo de proa ardía en todas sus partes, y el árbol del bauprés podía considerarse como perdido. A las once, el palo trinquete, cuya base debía de estar carbonizada, cayó de través en la proa del buque, arrastrando casi toda la arboladura y rompiendo al caer las dos lanchas que aún colgaban de las grúas.

Por algunos instantes el enorme palo permaneció en suspenso, apoyado en la cubierta del barco; pero a poco rompió una gran parte de la obra muerta y cayó al mar.

—¡Uno que huye del fuego! —gritó el escuálido MacBjorn—. ¡Con que lo siga otro por el estilo, nos freímos todos!

—¡Calla, pájaro de mal agüero! —exclamó Asthor.

—¡Todo ha concluido! —dijo Ana, estremecida—. ¡Pobre padre mío!

—¡Sí, ha concluido! —añadió el capitán Hill con voz sorda—. Sólo nos queda para salvarnos el recurso de las embarcaciones. Pero antes, Asthor, vamos a ver los progresos del incendio.

—Vamos, señor —respondió el piloto.

Se aventuraron por entre el humo y las chispas que envolvían el barco y se dirigieron a la escalera del palo mayor, en tanto que la tripulación seguía manejando las bombas.

Las voraces llamas, como satisfechas de haber derribado el palo, trabajaban con toda rapidez en destruir el castillo de proa. Bajo el puente se oían arder las maderas y caer los puntales del entrepuente, mientras que la estiba aparecía iluminada en toda su extensión. El capitán y Asthor bajaron con mil precauciones al entrepuente y se dirigieron a proa. El incendio avanzaba siempre y ya comenzaba a invadir la sotacubierta, amenazando hundirla bajo los pies de la tripulación.

—¡Todo es inútil! —exclamó el capitán—. La «Nueva Georgia» arde por completo.

—¡Ya lo veo! —dijo el piloto, sacudiendo tristemente la cabeza—. Pero ¿de dónde proviene ese humo?

—¿Qué humo?

—Ese que sale de la estiba.

Se inclinaron sobre la escotilla y miraron atentamente. Trozos ardientes de madera, lanzados sin duda por los barriles de alcohol al estallar, ardían en el fondo de la estiba, junto al nacimiento del palo mayor, al que ya habían prendido.

—¡Huyamos! —exclamó el capitán—. ¡Es un nuevo incendio y podemos ser cogidos en medio!

—¡Adiós, «Nueva Georgia»! —dijo el piloto—. ¡Estás perdida para siempre!

Salieron apresuradamente a cubierta, mientras los tigres, medio sofocados ya, rugían más fuerte que antes al ver las nuevas llamas que avanzaban.

—Ana —dijo el capitán, abrazando a su hija—, todo está perdido y no nos queda más recurso que abandonar la nave.

—¿No hay ninguna esperanza? —preguntó Ana con lágrimas en los ojos.

—Ninguna. Mientras yo lo dispongo todo para el salvamento, baja a mi camarote y recoge las cartas de a bordo y los valores y vuelve aquí en seguida.

—Sí, padre mío.

En tanto que Ana bajaba al cuadro de popa, el capitán gritó:

—¡Abandonad las bombas y recoged cuantos víveres podáis encontrar!

—¿Dejamos el barco? —preguntaron los marineros.

—Sí, amigos míos —respondió, conmovido, el capitán—. ¡La «Nueva Georgia» está perdida!

—¡Apresurémonos! —añadió Asthor—. El palo mayor puede caer de un momento a otro.

—Vamos a ver si se puede salvar algo de la despensa —dijo Bill a los náufragos.

—¿Queréis arder vivos? —les dijo Asthor—. Allí hace bastante calor, queridos.

—Tenemos el pellejo duro —añadió MacBjorn con una mueca—. ¡Vamos, amigos!

Bill y sus compañeros, a pesar del humo y las llamas, bajaron la escotilla, mientras los tripulantes se esparcían por el puente para recoger los barriles de agua y las cajas de galletas y de carne salada que sacaron de la cámara común antes de que el fuego la invadiera.

El capitán Hill, Asthor y los gavieros Maryland, Grinnell y Fulton se dirigieron a popa para disponer las dos chalupas, únicas que quedaban, y llevarlas a la escala de estribor.

Ya estaban para retirar las cuerdas, cuando en el fondo de la estiba se oyeron gritos feroces y rugidos formidables.

—¡Dios mío! —exclamó el capitán—. ¿Habrán roto las jaulas los tigres?

—¡Imposible! —respondió el piloto—. A menos que alguien…

No acabó la frase. Dos marineros, que habían bajado al entrepuente con idea de ayudar a los náufragos en la busca de comestibles, salieron a cubierta con el cabello erizado y los semblantes descompuestos por el más loco terror, gritando con voces desesperadas:

—¡Los tigres! ¡Sálvese quien pueda!

—¡Traición! —gritó una voz.

En seguida, a través del humo y de la cortina de llamas del incendió, cayeron sobre el puente dando saltos enormes los doce tigres, libres, hambrientos, furiosos por su larga prisión y más temibles aún que millares de antropófagos.

La escena que se desarrolló entonces sobre la cubierta del desgraciado velero fue indescriptible. En su desesperado afán de librarse de aquellas fieras, caían unos sobre otros, entorpeciéndose mutuamente, con lo que facilitaban el ataque de los tigres.

En seguida retumbaron dos disparos de pistola y la voz del capitán Hill, que decía:

—¡A los palos!… ¡Salvaos en la arboladura!… ¡Ana, Ana, atranca bien la puerta del camarote!…

Uniendo la acción a la palabra, el capitán se subió de un salto a la cruceta del palo de mesana. Dos hombres le siguieron bien pronto: el piloto y el gaviero Grinnell.

—¡Mi tripulación! —decía el capitán, enloquecido y mesándose los cabellos—. ¡Ana!… ¡Oh mi Ana!…

—¡Traición! —repitió el piloto—. ¡Ah, miserable Bill!

—¡Dadme al menos un fusil! —gritaba el capitán, enrojecido por la rabia—. ¡Fulton, Maryland, O’Riel! ¿dónde estáis?

—¡Perdidos todos! —dijo Grinnell, que estaba blanco como el papel.

—¡Ah miserables forzados!…

—¡Sí, son ellos quienes han abierto las jaulas! —dijo el viejo piloto que lloraba como el capitán.

—¡Oh!… ¡He de partirles el corazón! —gritó el americano con odio profundo—. ¿Hay alguien sobre el palo mayor, Asthor?

—Sí; a través del humo veo dos hombres refugiados en la cruceta.

—¿Y los otros?

—Los han devorado los tigres —respondió Asthor con voz ronca—. ¡Ah, malditos náufragos!

—¿Y Ana?

—No temáis por ella, capitán —respondió Grinnell—. Veo que está cerrada la puerta de popa.

—¿Estaba antes abierta?

—Sí, estoy seguro, capitán.

—¿La habrá cerrado Ana?

—Debe de haber sido la señorita, que quizá iba a subir entonces a cubierta.

—¡Silencio!

—¡Se oyen gritos! —exclamó Asthor, temblando.

—¡Sí!… ¡Salen de popa!… ¡Ana mía!…

—¡Oigo la voz de Bill! —gritó Grinnell.

—¿Se habrán refugiado esos miserables en el cuadro de popa?

—¡Oíd! —dijo Asthor.

Entre los rugidos de las fieras que despedazaban los cadáveres y los chasquidos del incendio se oyó un disparo de pistola seguido de un grito de dolor y de una maldición.

—¡Bajemos! —exclamó el capitán, fuera de sí.

El piloto le sujetó con todas sus fuerzas.

—¡No!… ¡No permitiré que os devoren los tigres, señor!

—¡Déjame, Asthor! —decía el capitán, tratando de librarse del piloto, que le sujetaba fuertemente.

—¡No!… ¡Socorro, Grinnell!… ¡En el puente está la muerte!

El capitán, que parecía como loco, iba a arrastrar consigo a los dos hombres, cuando la puerta de popa se abrió, dando paso a un hombre. El americano lanzó un rugido.

—¡Bill! —exclamó con acento de odio infinito—. ¡Bill!