EL INCENDIO DEL BUQUE
En el tiempo en que ocurrieron estos hechos, los castigos corporales se empleaban mucho a bordo de los buques, tanto de la Marina mercante como de la de guerra.
Azotar a un marinero indisciplinado o rebelde era cosa muy frecuente, y en particular entre los americanos y, sobre todo, entre los ingleses, que recurrían de cuando en cuando al «gato de nueve colas».
Este instrumento, que inspiraba un verdadero terror a todos los marineros, se componía de un puño o mango, al que estaban adaptadas con toda solidez nueve tiras de cuero, en las que había adheridas pequeñas bolas de plomo, que causaban en las espaldas del paciente surcos amoratados, que sangraban en más de una ocasión.
Veinte o treinta golpes bastaban para reducir a un deplorable estado al hombre más robusto. Los ingleses, sin embargo, solían condenar a los rebeldes, los ladrones y a los indisciplinados a cincuenta golpes, y algunas veces más; pero hacían presenciar a un médico la ejecución de tan tremendo castigo, a fin de que lo hiciera cesar si consideraba que estaba en peligro la vida del paciente. Aun así, la interrupción era momentánea, pues el castigo continuaba apenas se habían curado un poco las sangrientas llagas del paciente.
Toda la gente de mar del Reino Unido temblaba cuando oía hablar del «gato de nueve colas», al que temían más que a la muerte. Para demostrar el fondo de verdad que había en esto, baste decir que fue con esas famosas disciplinas con las que los jueces de Londres pusieron término a la banda de estranguladores que de noche se escondían en los quicios de las puertas y que con una cuerda de nudo corredizo mataban a los desprevenidos transeúntes nocturnos.
La pena de muerte, aplicada a varios de esos bárbaros, no fue bastante para aterrorizar a los otros; pero apenas se decretó aplicar a aquella gente un espantoso número de golpes con el «gato de nueve colas», hasta hacer morir al condenado, la banda se disolvió y no volvió a morir por estrangulación un solo transeúnte.
Bill, que había dicho ser un marinero inglés, no debía desconocer la gravedad de aquella pena; pero aquel hombre, que debía de poseer una energía a toda prueba y una audacia más que extraordinaria, miró fríamente a Asthor, que se acercaba sacudiendo las nueve correas de cuero endurecido.
—Desnudadle las espaldas —dijo el viejo marinero.
Ante esta orden, el náufrago tembló e intentó rechazar a los marineros, diciendo con voz aguda:
—¡Ah, no! ¡Eso, no!
—Y ¿por qué no? —preguntó Hill, en cuya mente nació una sospecha.
—No es necesario.
—¿Escondes quizá algo en tus espaldas?
El náufrago lanzó sobre el capitán una mirada feroz y pretendió levantarse haciendo un desesperado esfuerzo; pero los marineros le sujetaron.
—¡Os digo que no me desnudaréis la espalda! —gritó furioso.
—Una palabra, señores —dijo una voz.
El capitán Hill se volvió y halló ante sí al delgado MacBjorn, que hasta entonces había permanecido entre los marineros, cerca del palo mayor, para tener a raya a los otros náufragos.
—¿Qué quieres tú? —le dijo el capitán rudamente—. Tu sitio no está aquí.
—¿Permitís que diga una palabra en favor de mi camarada?
—¿Qué? ¿Pretendéis acaso impedir el castigo?
—No pienso en eso, señor —respondió el hombre caña, inclinándose humildemente—. Pero os rogaría que no mandaseis dar los veinte golpes de «gato de nueve colas» en las espaldas de ese desgraciado.
—¿Por qué motivo?
—Porque hace dos meses ese infeliz se fracturó un omoplato, y comprenderéis que…
—Comprendo más de lo necesario, MacBjorn —dijo el capitán irónicamente—. ¡Hola, amigos! ¡Apoderaos también de este esqueleto viviente!
—¡Pero señor! —exclamó MacBjorn, poniéndose pálido—. ¿Queréis matarme a disciplinazos?
—No; quiero ver también tus espaldas. ¡Desnudad a ese hombre de cintura arriba!
Los marineros iban a obedecer, cuando de improviso se oyó una voz que gritaba:
—¡Fuego! ¡Fuego!
Un rayo que hubiera caído entre la tripulación no habría producido mayor efecto que aquel grito lanzado en aquellos momentos.
—¡Fuego! —repitió la voz de antes.
Un marinero se lanzó fuera de la escotilla, pálido, convulso, transfigurado, gritando por tercera vez con una voz en que se notaba el espanto:
—¡El buque arde!
El capitán Hill se lanzó hacia él.
—¿Estás loco, Brown?
—No, señor —respondió el marinero—. ¡La despensa de los víveres está ardiendo!… ¡Mirad!…
Una nube de humo acre y denso salía de la escalera, primero con lentitud y después con más rapidez, envolviendo las velas bajas.
—¡Gran Dios! —exclamó el capitán.
Lanzó alrededor de sí una mirada terrible, fijándose primero en Bill, después en MacBjorn y luego en los compañeros de éstos.
—¡Ay de vosotros! ¡Sólo un indicio en contra vuestra, y os hago colgar a todos del más alto peñol! ¡A mí, Asthor!… ¡Vosotros, si estimáis la vida, a las bombas!
Dicho esto, se fue al lugar del incendio, seguido del viejo marinero, mientras la tripulación, abandonando a los dos prisioneros, disponía las bombas y las mangas, ayudados por los náufragos, que parecían haber abandonado todo propósito de venganza.
A pesar de las nubes de humo, que salían con gran fuerza por la enorme abertura, el capitán y Asthor bajaron la escalera que conducía al entrepuente.
El humo invadía ya casi toda la estiba. Salía en gruesas columnas del depósito de víveres, situado bajo la cámara común de proa, y se esparcía por todas partes.
Los tigres, que ya empezaban a sentir el humo y que presentían el cercano fuego, rugían y saltaban con ímpetu furioso, dando contra los hierros con sus cuerpos y haciendo oscilar las pesadas jaulas. Era aquél un concierto espantoso, una reunión de rugidos poderosos, de gritos roncos, de estruendosos bramidos que hacían erizar el pelo.
El capitán y el piloto, cubriéndose las bocas con los pañuelos y los gorros calados hasta los ojos, se lanzaron al sitio incendiado.
Allí vieron, a través del humo, que se hacía cada vez más negro y espeso, elevarse líneas de fuego, que lanzaban chispas contra las paredes de la estiba.
Escuchando con atención, se oía un chisporroteo ronco, interrumpido por sordas detonaciones, producidas al estallar los barriles de petróleo y otros líquidos espirituosos, y por los chasquidos de la madera al incendiarse. De cuando en cuando se aclaraba el humo, permitiendo ver con toda claridad las rojizas llamas, que se alargaban con contracciones de serpiente, lamiendo el suelo del entrepuente del buque; pero en seguida volvía a espesarse, envolviéndolo todo en una negra cortina, como si desde dentro le impulsara una corriente de aire.
—Es la despensa lo que arde —dijo el capitán, retrocediendo y secándose el sudor que le inundaba la frente.
—Sí, señor —respondió el piloto, cuya faz se había tornado sombría.
—Salgamos, o será demasiado tarde.
Envueltos ya por el humo, subieron rápidamente la escala y aparecieron sobre cubierta.
Los marineros, pálidos, sí, pero resueltos a combatir sin tregua al elemento destructor, habían ya preparado las bombas, sumergiendo al efecto las mangas en el mar por los flancos del buque.
—El incendio no es, por ahora, grave —dijo el capitán—. Pero puede serlo si no se le combate con eficacia y vigor. Os pido sólo calma y sangre fría, y os advierto que el que abandone las bombas sin orden mía es hombre muerto.
Luego se volvió hacia los náufragos, que contemplaban desde el castillo de proa a los marineros con toda tranquilidad y metidas las manos en los bolsillos, y les dijo con voz amenazadora:
—¡A trabajar vosotros también! ¡Y si rehusáis, os hago azotar; palabra!
No había que bromear con el capitán Hill, que tenía dadas muy repetidas pruebas de que sabía hacerse obedecer y remover cuantos obstáculos se le ponían delante. De buena o mala gana, los náufragos, incluso Bill y MacBjorn, que parecían contentos de haber escapado al castigo que les amenazaba poco antes, se pusieron alegremente a ayudar a los marineros. Mientras Asthor descendía a la estiba con algunos de éstos para colocar los tubos de salida del agua y los otros maniobraban enérgicamente en las bombas, apareció miss Ana, gritando:
—¡Padre, padre, hay fuego a bordo!
El capitán se le acercó apresuradamente.
—Lo sé, Ana —dijo con profunda emoción—. No te asustes, que espero, con la ayuda de Dios y de los marineros, que lograremos dominarle.
—A tu lado no tengo miedo, ya lo sabes; pero ¿lograrán apagarlo?
—Por ahora no lo puedo asegurar; pero de todos modos no quiero estar desprevenido. Llama a dos marineros y haz preparar dos embarcaciones, las más grandes, y que pongan en ellas víveres y armas.
Dos marineros se pusieron en seguida a disposición de la joven, en tanto el capitán iba a las bombas.
El incendio, aunque vigorosamente combatido por toda la tripulación, progresaba cada vez más y amenazaba extenderse a todo el buque.
La despensa de los víveres se había convertido en un homo, en el que ardían las grasas, se inflamaban los alcoholes, se tostaban y retorcían las pilas de bacalao y se consumían los barriles de carne salada, las lonjas de carnes secas y las cajas de galletas entre nubes de humo negro y fétido y penachos de chispas que envolvían las velas y el palo mayor.
Golpes sordos y chasquidos siniestros se oían bajo el puente, a los que hacían eco los rugidos, cada vez más espantosos, de los doce tigres, que se sentían sofocar, a pesar de las cubetas de agua que los marineros arrojaban contra las jaulas.
Las maderas crujían, los puntales del entrepuente caían requemados, las tablas de la cubierta ardían ya y en todos los compartimentos de la nave comenzaban a sentirse los efectos destructores del fuego.
Nadie podía permanecer ya en la cámara común de la tripulación.
Los hombres que formaban la cadena con los cubos habían tenido que retirarse de aquel sitio peligroso para no ser sofocados por el humo y ante el temor de que el pavimento se hundiera repentinamente bajo sus pies.
Las bombas, sin embargo, seguían funcionando con toda rapidez. Los marineros, que conservaban una sangre fría admirable, trabajaban con energía suprema, bajo las miradas del capitán y del piloto Asthor.
Cuando uno se rendía, sustituíale otro, y los torrentes de agua caían con silbidos agudos en la encendida cavidad del buque.
Tres veces el capitán Hill, con audacia inaudita, se había aventurado a través del humo y de las llamas, sin importarle nada el peligro, para ver mejor las proporciones del incendio; mas se había visto obligado a retroceder para librarse de la asfixia.
A las tres de la tarde, Asthor, que había osado entrar en la cámara común para salvar la caja y la documentación de a bordo, tuvo que volver con toda presteza al puente, chamuscados el cabello y la barba.
—Capitán —dijo, acercándose al americano—, las llamas han invadido la cámara y está para hundirse el pavimento.
—¿Se extiende, pues, el fuego? —replicó con acento doloroso Hill.
—Sí, a pesar de los torrentes de agua que caen en la despensa.
—¿Qué hacer? ¿Qué intentar? —murmuró, lanzando sobre Ana una mirada de desesperación.
A poco se estremeció y lanzó un grito de rabia.
—¡Gran Dios!
A proa se alzaron también gritos de terror y algunos marineros abandonaron la primera bomba situada junto al palo trinquete.
Una nube de humo y llamas salió de pronto por la escalera de proa, mezclada con penachos de chispas. El fuego, que había devorado ya las vigas y derrumbado el pavimento de la cámara común de la tripulación, prendía al pie del árbol del trinquete.
El capitán Hill se lanzó entre los fugitivos y tomando una hacha les gritó:
—¡A vuestros puestos!
Entre los marineros hubo un instante de excitación, pero ante la actitud decidida del capitán volvieron a la bomba y el agua cayó a ríos en la cámara.
Todos aquellos esfuerzos eran inútiles. A las ocho, en el momento en que desaparecían en el horizonte las últimas luces de la tarde, una gran llamarada salió de la escalera de proa, iluminando siniestramente, con reflejos de sangre, las aguas del Océano Pacífico.
¡La nave «Nueva Georgia» estaba perdida!