CAPÍTULO XV

BILL SE REBELA

La «Nueva Georgia», libre del naufragio y del asalto de los antropófagos, seguía huyendo hacia el Sudoeste, tratando de pasar ante las últimas islas del archipiélago de las Nuevas Hébridas y de evitar las peligrosas costas de la Nueva Caledonia, que en aquel tiempo gozaban una triste celebridad, por no haber sido aún ocupadas por Francia.

El capitán mantenía las velas desplegadas, así como las de reserva, ansioso de ganar cuanto antes la costa australiana. Comenzaba a preocuparse aquel bravo marino, no por el tiempo que había perdido ni por su buque, que no habría sufrido avería alguna en los escollos, ni por los tigres, que permanecían sólidamente encerrados en sus jaulas de hierro, sino por los náufragos a quienes había salvado a costa de tantos trabajos y fatigas.

En el momento en que aquellos hombres vieron a flote el barco, cambiaron por completo de actitud, y hasta parecía pesarles el reconocimiento que debían a la tripulación americana. No eran ya humildes y serviciales como durante el peligro; no se notaba en ellos la menor señal de gratitud; no eran los más obedientes.

Ociosos desde la mañana a la noche, sin tomar parte en las fatigosas maniobras del velero, respondían altaneros al piloto Asthor, jugaban a las cartas y a los dados en el fondo de la estiba, y se tomaban cada vez más insolentes y descontentadizos.

El mismo Bill había cambiado mucho. Trataba de igual a igual al capitán, y hasta parecía alentar secretamente las inconveniencias de sus compañeros. Ante miss Ana tampoco se mostraba tan respetuoso como antes.

La tripulación adivinaba por instinto que aquellos náufragos no eran marineros leales, sino gente mala y viciosa, muy capaz, si las circunstancias se mostraban favorables, de rebelarse abiertamente contra la autoridad de a bordo.

El capitán y Asthor no los perdían de vista, y cada vez más convencidos de que tenían que habérselas con forzados evadidos de la isla de Norfolk, se mantenían en guardia, prontos a reprimir, con la mayor energía, el menor asomo de rebelión.

Aquella incesante vigilancia no debía tardar en conducirlos a un descubrimiento de gravedad incalculable.

Una noche, mientras el capitán y Ana reposaban en sus camarotes y Asthor velaba sobre cubierta, un gaviero advirtió que los náufragos habían abandonado secretamente su dormitorio. Sorprendido ante este hecho, se apresuró a ponerlo en conocimiento del piloto.

—¡Ah tunos! —exclamó el viejo marinero, arrugando la frente—. ¡O soy muy bestia, o aquí se oculta algo grave!

Sin advertir a nadie, para no alarmar inútilmente a la tripulación, se proveyó de una linterna, se escondió en el bolsillo una pistola, y bajó a la estiba seguro de encontrar allí a los náufragos.

En efecto, los vio a todos formando círculo junto a las jaulas de los tigres y hablando secretamente, como si tramaran algo malo. Bill estaba en medio y en aquel momento tenía la palabra.

El piloto, sorprendido, palideció. ¿Qué podían tramar cuando habían buscado aquel sitio aislado, lejos de la vista y el oído de la tripulación americana? Nada bueno, sin duda.

El viejo marinero tuvo intenciones de despertar al capitán y llamar en su ayuda a los tripulantes; pero ante el temor de provocar una agitación injustificada, bajó solo y se dirigió resueltamente hacia los náufragos.

Apenas descubrieron éstos la luz de la linterna, se levantaron como un solo hombre, haciendo gestos de descontento, tal vez avergonzados de que les hubieran sorprendido en conciliábulo, o más probablemente irritados y decididos a todo.

—¿Qué hacéis aquí reunidos en las tinieblas, como conjurados? —les preguntó el piloto con voz acre—. ¿Es por miedo de que nuestros camaradas oigan lo que tramáis?

—¡Oh, por mil diablos! —gritó Bill con ironía—. ¿Estamos tal vez prisioneros en vuestro buque? ¿No somos dueños de movernos de un sitio, señor piloto de la «Nueva Georgia»?

—¡Truenos y rayos! —exclamó el escuálido MacBjorn—. ¡Otra vez traeremos con nosotros todas las linternas y hachones de a bordo!

—¡Eh, tú, pájaro de mal agüero! —dijo el piloto plantándose ante el escuálido Mac—. Te advierto, de una vez para siempre, que Asthor es capaz de hacerte tragar esas palabras. Conque, ojo, y si no caminas derecho con esos dos leños que tienes por piernas, te las rompo.

Los náufragos se echaron a reír, pero el piloto permanecía bien serio. Le ahogaba la rabia y sentía invencibles deseos de encerrar a todos aquellos hombres en un fuerte camarote, con hierros en los pies y en las manos.

—¡Fuera de aquí! —dijo—. ¿Qué hacéis?

—Ya lo veis —respondió Bill—. Discurríamos el medio de abandonar lo antes posible vuestro barco.

—Y ¿por qué? —le preguntó el viejo, dirigiéndole una mirada aguda como un puñal.

—Porque no queremos desembarcar ni en Australia ni en la isla de Norfolk.

—¡Ah! ¿Tenéis acaso cuentas que saldar con aquellas autoridades?

Bill se puso pálido e hizo un gesto amenazador, mientras sus compañeros miraban torvamente al piloto, en actitud también amenazadora.

—¡Basta! —bufó Bill con voz ronca—; ya tenemos bastante con vuestras sospechas, señor piloto de la «Nueva Georgia». Muy pronto sabréis quiénes somos.

—¿Es una amenaza?

—Tomadlo como queráis; poco me importa.

—Mañana contaré lo sucedido al capitán.

—Hacedlo cuando gustéis.

—Os lo prometo, Bill. Ahora dejad este sitio y volved a vuestro dormitorio, o hago acudir a los marineros para que os encierren inmediatamente.

Los náufragos se alejaron sin responder y entraron en la cámara común, aparentando perfecta tranquilidad.

Asthor les siguió con la vista. Después, moviendo la cabeza, murmuró:

—¡Ojalá me engañe, pero estos hombres nos van a dar que hacer!

Examinó perfectamente las jaulas de los tigres, inspeccionándolo todo, y cuando se aseguró de que los náufragos se habían acostado, volvió a cubierta muy inquieto y pensativo.

Antes del alba estaba ya Bill en el puente. Pasó ante Asthor con la frente alta y lanzando sobre él una mirada de reto, en tanto que sus compañeros se paseaban ociosos por el castillo de proa, mirando tranquilamente las maniobras de los marineros americanos. Tres veces pasó Bill ante Asthor, como si buscara un pretexto para ser interrogado por la escena de la noche; y se sentó sobre la amura de babor, observando con profunda atención el mar, que se extendía ante sus ojos, terso como un espejo.

Cuando el capitán Hill apareció en el puente, el náufrago estaba todavía absorto en su contemplación y no pudo ver a Asthor acercarse al comandante.

—¿Qué hay de nuevo? —le preguntó éste al ver que el piloto se le acercaba con cierto misterio.

—Malas noticias —respondió Asthor.

El capitán arrugó la frente.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que a bordo de la «Nueva Georgia» se conspira —respondió el piloto.

—¿Contra quién?

—Lo ignoro, capitán; pero sin duda se trama algo en nuestro daño.

—¿Por quiénes? ¿Tal vez la tripulación?

—No, a Dios gracias. Nuestra tripulación es fiel. Son los náufragos.

—¿Qué? ¿Esa gente se atrevería?

—Sí, señor. Los he sorprendido esta noche en misterioso conciliábulo en el fondo de la estiba, ante la jaula de los tigres.

—¿Quieres asustarme, viejo Asthor? —preguntó el capitán con voz alterada.

—Sería inútil. Os digo lo que he visto y nada más.

—Y ¿esos hombres, a quienes he salvado poniendo en grave peligro mi nave y la vida de todos nosotros, se atreven a conspirar contra mí? ¡Qué Ana no sepa nada, viejo amigo, para no inquietarla!… ¡Ah perversos!… ¿Dónde está Bill?

—Miradle allí, sentado en la amura de babor.

—Está bien; será el primero que la pagará por todos.

Aseguróse de que tenía la pistola al cinto, sabiendo ya que iba a habérselas con un tuno decidido a todo; se acercó a la amura y, tocándole en un hombro, dijo:

—¡Aquí estamos, señor Bill!

El náufrago se volvió con toda tranquilidad, pero al verse ante el capitán, que tenía la faz contraída, se puso ligeramente pálido y su mirada se dirigió a Asthor.

Bien pronto logró serenarse y, bajando de la amura, quedó en pie ante el capitán con los brazos cruzados.

—¿Qué deseáis, capitán?

—Ante todo, una explicación.

—Hablad, señor.

—Lo primero: ¿de dónde procedéis?

—De… un buque naufragado. Ya lo sabéis.

—¡Mientes!

Bill se estremeció y en sus ojos brilló una luz siniestra.

—¿Yo? —exclamó apretando los puños; en seguida logró refrenarse y, ya al parecer tranquilo, añadió—: Pues decid vos de dónde vengo, ya que parecéis saberlo mejor que yo.

—Me basta lo que sé para juzgarte. Ahora dime: ¿por qué motivo te has reunido la pasada noche en la estiba con tus compañeros?

—Ya esto es otra cosa y habláis en razón —respondió el asesino de Collin—. ¿Queréis saberlo? Pues nos hemos reunido para deliberar acerca de la ruta que lleva el buque.

—¡De la ruta de mi buque! —exclamó el capitán en el colmo de estupor.

—Sí, señor, porque esa ruta no nos conviene ni a mí ni a mis compañeros.

—¿Qué queréis decir?

—Que no queremos que vuestro buque toque ni en Australia ni en la isla de Norfolk —respondió resueltamente el náufrago.

—¡Ah! ¿Y crees…?

—Que obedeceréis —respondió Bill con tono amenazador y mirándole fijamente.

El capitán Hill, ante tan inesperada audacia, permaneció algunos instantes sin poder hablar. Estaba sorprendido y confuso. Y tenía motivos para sorprenderse, pues sabía que la tripulación era dos veces más numerosa que los náufragos, y tan fiel, que a la menor palabra arrojaría a éstos al mar.

—¿Estás borracho? —le preguntó.

—No, señor —respondió el náufrago imperturbable—. No he bebido un sorbo de gin, ni de whisky, ni de brandy.

—Y ¿no sabes que puedo colgarte de un palo?

—No os atreveréis.

—Y ¿quién me lo impedirá? ¿Tus compañeros tal vez? —preguntó el capitán, cuyos dientes rechinaban.

—No; pero no os atreveréis, si es que deseáis que el buque llegue a puerto y se salve vuestra hija.

¡Aquello era demasiado! La paciencia del capitán había sido bien puesta a prueba.

—¡Miserable! —exclamó levantando el puño contra el náufrago, que nada hizo por evitarlo.

La mano del gigantesco Hill cayó como rumor sordo sobre el náufrago y lo inclinó con fuerza irresistible, haciéndole caer sobre el puente.

Al ver en el suelo a su compañero los otros náufragos, que esperaban en el castillo de proa, afectando gran calma, se levantaron de pronto; pero Asthor tocó el pito y mandó a la tripulación que estuviera dispuesta a reprimir cualquier intentona.

—Matadme si os parece, o, mejor dicho, asesinadme —dijo Bill con fría ironía, permaneciendo en el suelo.

—¡No, canalla! —respondió el capitán furibundo—. Yo no soy de esos hombres que asesinan, pero te pondré en la imposibilidad de hacernos mal a mí, a mi hija y a mi tripulación.

—¿Y luego? —preguntó, siempre irónicamente, el náufrago.

—¡Después te haré azotar! Así aprenderás a guardar el debido respeto, primero, a tus salvadores, y después, a tus superiores.

—¡Probadlo!

—¿Me desafías?

—¡Os desafío!

—¡A mí, marineros!…

Ante aquella voz, siete u ocho marineros se precipitaron sobre el audaz Bill, reduciéndole a la impotencia.

En aquel mismo momento apareció en el puente miss Ana.

—¡Padre mío! —exclamó corriendo al encuentro del capitán, que tenía en la mano una pistola, pronto a descargarla contra los camaradas de Bill—. ¡Gran Dios!… ¿Qué pasa?

—Retírate, Ana —respondió Hill—. Son cosas que no te importan.

—Pero ¿por qué está ese hombre tirado en el puente?

—Es un miserable, a quien voy a castigar.

—¿Qué? ¿Bill castigado?… ¿Él, que nos ha salvado de los antropófagos?

—Y que ahora amenaza a mi buque y a tu vida, Ana.

—¡Es imposible, padre!

—La tripulación puede testificar.

—Y ¿qué vais a hacer a ese desgraciado?

—Matarlo como a un perro.

—¡Oh, no!… ¡Le perdonaréis!

—Pero… ¡Ana, retírate!… ¡Lo mando!

La joven comprendió que todo ruego habría sido inútil y se retiró lentamente, mientras el náufrago, alzando la cabeza, la miraba con ojos que despedían rayos.

Cuando desapareció, el capitán, volviéndose hacia los marineros que sujetaban a Bill, les dijo:

—Ahora, ¡azotad a ese miserable!

—Aquí estoy dispuesto, señor —dijo Asthor, haciendo chasquear el látigo—. ¡Mi brazo es fuerte y no parará hasta descargar los veinte golpes!