LA GRAN MAREA
Durante la noche no ocurrió nada de particular. Los isleños hicieron oír sin interrupción los roncos sonidos de sus conchas marinas, aunque sin abandonar la playa, para intentar un nuevo ataque al buque.
Los marineros, que aguardaban a cada momento ese segundo ataque, no abandonaron un solo instante la cubierta, y para hacer comprender a los salvajes que vigilaban bien, dispararon varias veces el cañón y las espingardas, provocando con ello un nuevo vocerío de los enemigos, acampados en la playa, bajo los grandes árboles que festoneaban.
Cuando despuntó el alba, el capitán, que no había cerrado los ojos en toda la noche, dispuesto a evitar un segundo asalto, vio que había aumentado el número de los enemigos. Sobre las playas había lo menos cinco o seis mil salvajes, y a algunos se les veía llegar de las islas cercanas; pero ninguno de ellos se atrevía a acercarse a la «Nueva Georgia», que parecía infundir a toda aquella gente un supersticioso terror.
—¿Intentarán un nuevo asalto y esperarán a ser más para que les resulte más seguro? —preguntó el capitán a MacBjorn, que observaba atentamente a los salvajes.
—No —respondió el hombre esqueleto—. Esos pillos han cobrado demasiado horror a nuestra tigresa para que vuelvan a la carga. Sin embargo, creo que confían en la tempestad para podernos comer.
—¿Sí?
—Sí. Creen, sin duda, que nuestro buque, preso como está en las escolleras, no podrá moverse y esperan que un temporal les ayude. También sospecho que temen que pueda desembarcar la tripulación y por eso se mantienen vigilantes, sin ganar los bosques del interior.
—Afortunadamente, estaremos lejos cuando la tempestad que ellos esperan descargue en estos sitios. Estoy seguro que la «Nueva Georgia» saldrá sin averías de este banco.
—También lo creo yo, señor, porque he observado el banco y he visto que no hay puntas rocosas y que el buque apoya sólo el asta de proa.
—Cierto, MacBjorn. Y en el caso en que la gran marea no bastase para ponerle a flote, haremos echar dos anclas por popa y la tripulación trabajará bien.
—¿Y dónde nos conduciréis cuando estemos libres, señor?
—A Melbourne —respondió el capitán—. Es mi puerto de arribo.
—¡En Australia! —exclamó el náufrago, arrugando la frente y haciendo una mueca de desagrado.
—¿Os disgusta? —preguntó el capitán Hill, que había notado aquel gesto.
—No, señor —respondió vivamente MacBjorn.
—Si os parece mejor, podréis desembarcar en la isla de Norfolk, en la que me detendré algunas horas —dijo el capitán, mirándole fijamente.
Apenas oyó el nombre de esa isla siniestra, que sirve de prisión a los forzados ingleses, MacBjorn se estremeció vivamente y de pálido que estaba se tomó lívido.
—¡No, no! —exclamó—. Aquella isla tiene una reputación demasiado mala, señor. Preferiría más bien desembarcar en una isla habitada por salvajes.
—Entonces vendréis a Melbourne.
—A falta de otra cosa mejor nos quedaremos en Australia. Allí encontraremos de seguro algún buque que nos lleve a nuestra patria.
—¿Hace mucho que no la veis?
—Seis años, señor —respondió el náufrago, mientras una nube le pasaba por la frente.
—¿Y desearéis ardientemente volverla a ver? ¿Tenéis allí familia? ¿Esposa quizá?
MacBjorn miró al capitán, que afectaba completa calma, y en sus ojos brilló un relámpago.
—¡Mi mujer! —exclamó con voz ronca—. ¡Ah, señor! ¡Murió hace mucho tiempo!
—¡Pobre hombre! —murmuró el capitán con sutil ironía, pues al fin había comprendido con qué clase de individuo tenía que habérselas—. Andad a beber un buen trago de gin, y perdonadme si involuntariamente he provocado un doloroso recuerdo.
MacBjorn, que se había puesto sombrío y tomado un aspecto salvaje, se alejó sin responder, caminando como un borracho.
—¡Truenos y relámpagos! —murmuró el capitán—. ¿Qué especie de náufragos he embarcado yo? Este hombre debe de haber asesinado a alguien, tal vez a su mujer. Ahora estoy convencido de tener a bordo, no seis desgraciados, sino seis presidiarios fugados de la isla de Norfolk. ¡Oh! Pero ¡ay de ellos si se atreven a intentar algo contra mí!
—¿Qué murmuras, padre mío? —le preguntó Ana, apareciendo en el puente.
—Nada, Ana —respondió el capitán esforzándose por sonreír—. Me desahogaba contra esos salvajes que nos atacaron y pueden hacerlo aún.
—Bill soltará otro tigre contra ellos, y volverá a ponerlos en fuga, si osan aparecer nuevamente a bordo de la «Nueva Georgia».
—¡Bill, Bill! —articuló el americano apretando los dientes… —Sí, soltará los tigres, Ana.
—¿Por qué lo dices con ese tono? —preguntó la joven—. Se diría que no te es simpático ese pobre náufrago.
—Y quisiera que no hubiese puesto los pies en este buque.
—Pero ¿por qué?
—¡Silencio, hija mía! Por ahora no puedo decirte nada.
—¿Y por qué, señor? —dijo una voz.
El capitán se volvió y se encontró ante Bill, que le miraba con ojos llameantes, en tanto que cada vez se ponía más pálido.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó el americano arrugando la frente—. ¿Me estabas espiando?
—No, señor —respondió Bill, tratando de aparecer tranquilo—. Me dirigía hacia esta parte para observar mejor los movimientos de los salvajes y he oído involuntariamente vuestras palabras, que son bien amargas para mí. ¿Tenéis algún motivo de queja de este náufrago desde el día en que lo recogisteis moribundo del tempestuoso Océano?
—No, es cierto. Más bien he tenido que darte las gracias en dos ocasiones.
—¿Por qué entonces esas severas palabras?
—No puedo explicarme.
—¿Qué teméis? Si yo y mis compañeros os estorbamos en vuestra nave, nos podéis desembarcar en la primera isla que encontremos.
—Lo pensaré. Todo dependerá de vuestra conducta.
—Está bien, señor —dijo Bill, resentido.
Saludó a miss Ana y se alejó, dirigiéndose a popa; pero aquel hombre estaba lívido y sus dientes entrechocaban con fuerza, como si hubieran querido destrozar algo.
—Eres severo, padre mío —dijo Ana con tono de reconvención—. No sé por qué se te haya atravesado ese hombre.
—Más tarde lo sabrás. No aventuro ahora una opinión terrible.
Durante la noche dos veces tuvo la tripulación que subir al puente, alarmada, pues fueron vistas algunas canoas que se destacaban de la isla; pero huyeron al primer cañonazo.
Al día siguiente la situación era la misma.
La «Nueva Georgia» seguía siempre encallada y los antropófagos acampados en la playa. Pero dentro de pocas horas debía tener fin aquella prisión, porque a mediodía alcanzaría la gran marea su máxima altura y pondría el buque a flote.
El capitán, que suspiraba por el momento de dejar aquellos funestos parajes, dio las órdenes necesarias a fin de que todo estuviera dispuesto para la hora de la gran marea.
Hizo aligerar la proa del buque, llevando a popa las anclas gruesas, las cadenas, las cajas del equipaje, los barriles de agua dulce, gran parte de los penóles de recambio y hasta las jaulas de los tigres, que ocupaban la parte anterior de la estiba. Hecho esto, mandó botar una de las lanchas y arrojar por popa dos anclas, cuyas cadenas estaban fijas al torno para operar una fuerte tracción; mandó además desplegar todas las velas para aprovechar el viento, que soplaba ligeramente de proa.
Terminadas aquellas diversas operaciones, el capitán colocó a la mayor parte de sus hombres, entre ellos los náufragos, cerca del torno, al que se había colocado ya la manivela.
La marea, en tanto, continuaba subiendo. A las once había ya cubierto casi todo el banco y se oían crujidos bajo el asta de proa, señal evidente de que el velero tendía a levantarse. Media hora después había dos pies de agua sobre el banco.
Era el momento oportuno para intentar un primer esfuerzo.
—¡Cada cual a su puesto! —ordenó el capitán Hill—. La marea va a alcanzar su altura máxima.
La tripulación se inclinó sobre las aspas y dio vuelta al torno con sobrehumana energía. Las cadenas de las dos anclas arrojadas al banco se pusieron en tensión bruscamente, pero las puntas de hierro resbalaron.
—¡Esperemos! —dijo el capitán—. ¡Ahora, amigos!…
Añadió luego:
—¡Un esfuerzo o nos eternizaremos en este banco!
Los marineros siguieron dando la vuelta al torno con una especie de furor, marcándose los músculos de sus brazos en tal forma, que parecía que iban a estallar.
Todos tenían las frentes empapadas en sudor, pues sabían que la propia salvación dependía de sus fuerzas.
La vida para ellos acabaría de modo desastroso si la nave no se ponía a flote, pues ninguno ignoraba que los salvajes esperaban cerca con los dientes afilados.
El buque crujía cada vez más al empuje de tantos vigorosos brazos, pero no acababa de ponerse a flote.
El capitán Hill, a pesar de su valor, se había puesto pálido y sentía que el corazón le saltaba en el pecho. Un vago temor comenzaba a invadirle, y dirigía sobre Ana miradas de desesperación.
—¡Un esfuerzo aún, muchachos! —exclamó con voz sofocada.
Asthor y los tres o cuatro hombres que dirigían la maniobra acudieron en ayuda de sus compañeros. Aquel nuevo esfuerzo fue decisivo.
El buque osciló bruscamente y se deslizó sobre el banco; primero, despacio; después, con mayor rapidez, y últimamente, quedó balanceándose en el mar libre.
Un inmenso grito de alegría se escapó de la tripulación, al que hicieron eco otros de furor, seguidos de espantoso vocerío.
Los salvajes, al ver como la nave se libraba del banco, y comprendiendo que se les escapaba la presa, se lanzaron en confuso montón sobre las canoas y acudían de todas partes para dar un desesperado asalto.
—¡Alerta! ¡Los salvajes! —gritó Asthor, que se había dirigido a popa.
—¡Demasiado tarde, mis queridos amigos! —exclamó el capitán Hill, triunfante—. ¡Orzar la barra y virar de bordo!
Aquella maniobra fue ejecutada con fantástica rapidez: tanto era el terror que imponían los salvajes. La «Nueva Georgia» giró alrededor de los escollos que formaban el banco y salió a plena mar con las velas desplegadas, dirigiéndose hacia el Oeste.
Las largas canoas de los fidjianos no se detuvieron por eso. Pasaron casi volando sobre el banco y continuaron la caza, maniobrando furiosamente con los remos; pero, como había dicho muy bien le capitán, era demasiado tarde.
El barco huía con la velocidad de una tromba marina, y en breve estuvo muy lejos de aquellos salvajes habitantes del archipiélago fidjiano, que perdieron toda esperanza de alcanzarle.
Cuando el capitán Hill no los vio ya, lanzó un suspiro de satisfacción.
—¿Vamos derechos a Australia, papá? —preguntó Ana.
—Derechos, sin detenernos en ninguna parte, porque no veo el momento de desembarazarme de dos cargas peligrosas.
—¿A cuáles te refieres?
—A los tigres y a los náufragos.
—Tú la tomas siempre con esos infelices.
—Te he dicho que tengo mis motivos.
—Si te estorban, ¿por qué no los dejas en cualquier isla?
—Si puedo, lo haré.
—¿No hay cerca alguna dónde no puedan correr peligro?
—Ante nosotros tenemos el archipiélago de las Nuevas Hébridas, y más al Sudeste la Nueva Caledonia; pero ambas están pobladas de salvajes peores que los fidjianos.
—¿Y no hay islas deshabitadas?
—Un tiempo fueron numerosas, pero después han ido siendo ocupadas poco a poco. La población humana crece constantemente, a pesar de las grandes bajas que producen las guerras y las epidemias, y llegará un día en que no haya sitio para todos en el mundo.
—¿Qué dices? Recuerda que hay continentes que tienen todavía espacios inmensos por habitar: África, Australia y las dos Américas.
—Es verdad; pero dentro de dos siglos no habrá un solo territorio desierto. Los hombres de ciencia han estudiado varias veces este problema y han deducido que antes de mucho la población del Globo no encontrará sitio suficiente y se verá obligada a diezmarse con continuas guerras, o… ¡volviendo a la antropofagia!
—¡Es increíble!
—Y, sin embargo, es cierto, Ana, y voy a explicártelo mejor. Los sabios saben que la superficie terrestre tiene veintiocho millones de millas cuadradas de tierras fértiles, catorce de estepas y cuatro de desiertos, y han calculado que el máximo de habitantes que esa superficie de tierra puede alimentar es de doscientas siete personas por milla cuadrada en los terrenos fértiles, diez en las estepas y uno en los desiertos. Resulta de esto que cuando la población del Globo alcance la cifra de cinco mil novecientos noventa y cuatro millones, no habrá terrenos disponibles para alimentar mayor número de personas. ¿Te parece exacto el cálculo?
—Y justo —respondió Ana, después de algunos minutos de reflexión—. Pero ¿cuántos años transcurrirán antes que la población sea tan numerosa?
—Por término medio, se cree que el número de habitantes aumenta en la Tierra cada diez años en un ocho por ciento.
Partiendo de este cálculo, los cinco mil novecientos noventa y cuatro millones de habitantes podrán vivir dentro de doscientos años. ¿Qué son dos siglos para la Humanidad? Nada.
—¡Espantan esos cálculos!
—No diré lo contrario, y yo no desearía estar vivo dentro de doscientos o trescientos años. Además, el progreso científico e industrial habrá hallado el medio de hacer más fértiles las tierras, habrá encontrado el modo de que sean productivos los desiertos y las estepas; pero esto será no más que un paliativo. La población seguirá creciendo, la Tierra no bastará a contenerla y nuestros nietos no tendrán otra alternativa que la de destruirse en guerras terribles o la de comerse los unos a los otros a menos que descubran el medio de llegar a la Luna o a cualquier otro planeta. Por fortuna, nosotros no estaremos ya vivos y hará ya quién sabe cuántos años que dormiremos el sueño eterno, o en la profundidad de los abismos marinos, o bajo unos cuantos pies de tierra. Pero dejemos a un lado estas filosofías y vamos a comer, Ana, que tenemos necesidad de ello.