CAPÍTULO XIII

EL DOMADOR DE TIGRES

La victoria de los caníbales era completa. Aquel ataque furioso e irresistible, sus lanzas, sus pesadas mazas, y sobre todo la superioridad de su número, veinte veces mayor al de los defensores, habían triunfado sobre el valor y las armas de fuego de los hombres blancos.

Los marineros, después de haber hecho prodigios de valor y de haber visto caer a seis de los suyos, se hallaron impotentes para contener la furiosa irrupción del enemigo. Así es que apenas fueron intimados por la voz de Bill, se apresuraron a ponerse a salvo en lo alto de los palos, asiéndose al que les permitía más fácil defensa, en tanto que el capitán, después de ver el barco asaltado por los caníbales y de rendirse el brazo dándoles hachazos y cuchilladas, se retiró a toda prisa al camarote de miss Ana, cerrando y atracando la puerta para impedir, o retardar al menos, la bajada de los antropófagos al cuadro de popa.

Los vencedores, reducidos a una tercera parte, pues gran número de ellos yacían muertos o se retorcían por los agudos dolores de sus heridas, celebraron su triunfo con tres poderosos gritos, a los cuales respondieron con entusiasmo los guerreros que quedaron en la playa. Aquél era el anuncio de que el barco estaba en poder de los caníbales y de que el asado de carne humana no se haría esperar.

Sin embargo, dicho asado estaba aún lejos de sus manos, pues los marineros, salvados y en seguridad sobre las antenas, las cofas y las crucetas, tenían todavía sus armas y respondían a los gritos de triunfo con descargas frecuentes que no dejaban de producir bajas en el enemigo.

Los caníbales no se espantaban por tan poca cosa y se aprestaron al ataque de la arboladura, intentando subir por las cuerdas y escalas, pero aquello era punto menos que imposible. Todo hombre que conseguía subir caía herido sobre el puente.

Comprendiendo que no llegarían nunca hasta donde estaban los defensores, pues éstos poseían balas y pólvora, cambiaron de táctica y comenzaron a atacar los palos con las hachas halladas en el puente. Caídos los palos, caerían también los marineros. No era más que cuestión de pocos minutos: de un cuarto de hora a lo sumo. Ya los marineros se consideraban perdidos, cuando se oyó la voz de Bill que salía de las profundidades de la estiba:

—¡«Sus»!… ¡«Sus»!… ¡Tigre! —gritaba amenazador—. ¡Adelante, cordera mía!…

Un instante después, una tigresa enorme, la más grande de las doce que había en las jaulas, se lanzaba fuera de la escotilla.

Pareció a lo primero sorprendida de encontrarse en tan numerosa compañía; pero en seguida, avivados sus instintos salvajes por la presencia de seres humanos, se encogió como un gato y saltó tratando de alcanzar a los caníbales, lanzando, a la vez, un poderoso rugido.

Ante aquel animal tan feroz y fuerte los salvajes, que no lo habían visto jamás y que no sabían a qué raza pertenecía, fueron presa de un supersticioso terror y huían como alma que lleva el diablo, verdaderamente espantados.

Aquello fue una fuga general. Locos por el terror se precipitaban al mar desde las amuras, desde el puente, desde el castillo de proa, cayendo en confuso montón sobre los que estaban en las canoas y abandonando las armas. Los remeros, presa también del pánico, bogaron a toda prisa y huyeron desesperadamente hacia la costa sin detenerse para recoger a los que nadaban con el fin de alcanzar las canoas, y que al verlas huir daban gritos de rabia y de desesperación, imaginando que aquel monstruoso animal iba a lanzarse al agua para devorarlos.

En pocos minutos en el puente de la «Nueva Georgia» no quedó ni un salvaje.

—¡Hurra, hurra! —gritaron los marineros desde los penóles—. ¡Viva Bill!

Entonces se abrió la escotilla de proa que comunicaba con la cámara de los marineros y apareció el náufrago con un hacha en la mano. Viendo el puente desembarazado de enemigos, avanzó con intrepidez hacia la enorme tigresa, que daba furibundos zarpazos en el borde del puente, exasperada por no haber podido llegar a todos ellos.

—¡Bill! ¡Bill! —gritaron los marineros—. ¡Cuidado, que la tigresa te va a destrozar!

La tigresa permaneció inmóvil, mirándole con ojos de fuego. Cualquier otro hubiera huido apresuradamente ante aquella manifestación hostil, pero Bill siguió avanzando.

El extraño hombre parecía transfigurado. Sus facciones demostraban en aquel instante una energía suprema y una voluntad increíble, y de sus ojos parecían brotar chispas.

Se paró a tres pasos de la tigresa, que continuaba rugiendo, y señalándole otra vez la entrada de la escotilla repitió con una voz que tenía una entonación particular:

—¡Vete!

Entonces la tripulación, que desde las vergas presenciaba con estupor aquella inesperada escena, vio a la terrible fiera dirigirse lentamente, con el lomo agachado y la cabeza baja, como si no pudiera resistir la fascinadora mirada de aquel hombre, hacia la escotilla y bajar a la estiba.

Bill siguió con el brazo siempre levantado, descendió al interior del buque detrás de la tigresa, y poco después se oyó el rechinar de los hierros de la jaula, donde había vuelto a encerrarla. En seguida volvió el náufrago al puente.

—Podéis bajar —dijo alzando la vista hacia la tripulación, todavía admirada—. La tigresa está ya en su jaula.

Dirigiéndose a la escalera de popa, llamó al capitán Hill, que se decidió a subir a cubierta, acompañado de Ana.

—¿Y los salvajes? —preguntó con ansia el americano al ver el puente libre.

—Huyeron —respondió tranquilamente Bill.

—¿Les soltasteis los tigres?

—Bastó uno para poner en fuga a los antropófagos.

—Muchas gracias. Bill, por lo que has hecho. Sin ti estaría perdido mi buque a estas horas, y todos seríamos prisioneros de los salvajes.

—Vos me salvasteis a mí, y yo os he salvado —respondió el náufrago con voz sorda—. Ni nada os debo, ni nada me debéis; estamos en paz.

El capitán Hill le miró sorprendido.

—¿Por qué esas palabras, Bill? —le preguntó en tono de reconvención.

—Porque no me gusta ser deudor de nadie —contestó con acento marcado.

—Eres orgulloso, Bill.

El náufrago movió la cabeza y arrugó la frente.

—No —dijo—. Algún día sabréis la razón.

Giró sobre sus talones, después de dirigir a Ana una mirada de fuego, y se alejó con el semblante contraído y una irónica sonrisa en los labios.

—¡Qué hombre tan singular! —dijo la joven.

—No podré comprenderle nunca, Ana —añadió el capitán Hill—. Y, sin embargo, sus palabras me han producido una extraña impresión. ¡Bah! No pensemos en esto.

Hizo un ademán como para lanzar de sí un pensamiento triste, y salió al encuentro de los marineros que descendían de la arboladura.

—¿Cuántos hombres hemos perdido? —preguntó a Asthor.

—Seis, señor, y de los más valientes.

—¿Todos de los nuestros? —volvió a preguntar dando un suspiro.

—Todos, señor, por desgracia. Parece que la fortuna protege a los náufragos, porque éstos ni siquiera han recibido una herida. A propósito, ¿qué os parecen esos hombres?

—Me parecen unos pobres diablos —respondió el capitán—. Pero…

—¿Sospecháis algo?

—He descubierto en sus puños y tobillos señales de haber estado esposados y me han dado mucho que pensar, mi viejo Asthor. Podrán obedecer esas señales a las ligaduras de los salvajes; sin embargo…

—Comprendo —dijo el piloto, cuya frente se había nublado—. El teniente Collin había notado las mismas señales en las muñecas de Bill. ¡Estaría bueno que se hubiera derramado tanta sangre por hombres de esa clase, recluidos en la siniestra isla que se llama de Norfolk!

—Tal vez nos engañemos, Asthor, y además…

Se interrumpió e hizo un gesto de sorpresa. Le habían venido a la imaginación las enigmáticas palabras pronunciadas poco antes por Bill.

—Tengo mis temores, Asthor —dijo.

—¿Qué teméis?

—Nada por ahora; pero vigilemos.

—Los observaré atentamente, capitán. Y ¡ay de ellos si osan tramar algo! El viejo Asthor está todavía fuerte y es capaz de aplastar la cabeza al que pretenda sólo lo más insignificante contra vos o contra miss Ana.

—Está bien, mi querido lobo de mar. Ahora pensemos en los muertos.

Hizo retirar a Ana para que no asistiera a tan desagradable espectáculo, y los marineros, por orden del capitán, arrojaron al mar los cadáveres de los caníbales que cubrían la cubierta. La resaca, que se hacía sentir muy perceptiblemente, los arrojó a las playas de la isla.

Por la noche fue izada la bandera americana en señal de duelo, y después del oficio de difuntos recitado por el capitán y por toda la tripulación, fueron arrojados al agua los cadáveres de los seis marineros que cayeron durante la lucha, y a los que se envolvió en una gruesa hamaca a cada uno, con una pesada bola de hierro sujeta a los pies, para sustraerlos a la voracidad de los monstruosos habitantes del archipiélago fidjiano.