EL ASALTO DE LOS ANTROPÓFAGOS
Ante aquella inesperada descarga que hizo caer en tierra una docena de personas, las cuales se revolcaban en el suelo lanzando desesperados aullidos de dolor, una confusión indecible se produjo entre la multitud de los caníbales.
Los hombres, las mujeres, los niños, los mismos guerreros que rodeaban el palanquín, atacados de un loco terror y no sabiendo todavía a qué atribuir aquella detonación, huyeron en todas direcciones dando gritos agudos y abandonando al viejo rey, que había caído en tierra, a los seis prisioneros y a las diez mujeres destinadas a la muerte.
El capitán Hill se adelantó, corriendo con el hacha de abordaje en la mano dando voces de:
—¡Adelante, marineros!
Bill, MacBjorn y los marineros de la «Nueva Georgia» le siguieron veloces como relámpagos y se dirigieron hacia la aldea, dando terribles gritos para hacer que aumentaran el terror y la confusión.
Algunos guerreros, viendo que se acercaban al rey y creyendo que trataban de matarle para comérselo, volvieron atrás agitando con rabia sus pesadas mazas; pero una descarga de pistola bastó para ponerlos en fuga.
Tres o cuatro de ellos, heridos por las balas, cayeron en tierra.
El capitán Hill, MacBjorn y Bill rodearon a los prisioneros blancos, que parecían estupefactos ante aquel impensado socorro, cortaron con los cuchillos sus ligaduras y los empujaron hacia el bosque, gritando:
—¡Presto! ¡Huid, o después será tarde!
Los marineros, al ver correr en todas direcciones a la multitud que empezaba a enfurecerse al ver que aquel ataque tenía por objeto la fuga de los prisioneros, hicieron una última descarga y en seguida se dieron a correr detrás de los fugitivos.
Ganado el bosque, se perdieron entre los árboles, a fin de que los salvajes no encontraran sus huellas, y se dirigieron a la playa, cargando otra vez las armas. A sus oídos llegaban siempre los gritos de la tribu entera, que se había puesto en persecución de las víctimas y de sus raptores.
—¡Pronto, pronto! —repetía el capitán, que a cada momento temía que le cortaran la retirada al mar.
—Corre, MacDoil; un esfuerzo todavía, Kingston; alarga esas piernas, O’Donnell —decía Bill, animando a sus camaradas—. Aprieta, Brown; duro, Dickens, y tú Walker, a ver si no te quedas atrás.
Aquellos pobres diablos, a quienes los padecimientos y el hambre habían reducido a los huesos y que estaban por completo extenuados, corrían haciendo desesperados esfuerzos, ayudándose con saltos de cigarrón, jadeantes y rendidos.
Los gritos cada vez más agudos de los salvajes, que parecían acercarse siempre, bastaban a animarles, pues sabían muy bien que si entonces escapaban de la tumba, otra vez no serían tan afortunados.
A doscientos pasos de la bahía dos de aquellos desgraciados cayeron sin poder dar un paso más; pero los marineros, que venían corriendo detrás en grupo cerrado, los recogieron y a costa de grandes esfuerzos lograron llegar con ellos a la resguardada bahía.
Las dos chalupas estaban todavía allí. Los marineros apartaron el ramaje que las cubría, las pusieron a flote y se embarcaron.
—¡Andando a toda prisa! —gritó el capitán Hill cuando vio que todos estaban embarcados.
Las chalupas se alejaron rápidamente, dirigiéndose a la salida de la bahía.
Algunos salvajes, los más ágiles, llegaban entonces a la orilla.
Viendo que la presa se les escapaba, lanzaron furiosos clamores y empezaron a descargar una lluvia de piedras contra las embarcaciones; pero el capitán, que no los perdía de vista, puso de un balazo fuera de combate al más decidido de la banda.
Los otros volvieron a internarse en el bosque al ver el pleito malparado, pero sin abandonar la orilla, cerca de la que corrían dando amenazadores gritos.
Las dos chalupas, impulsadas por vigorosos remeros, ganaron bien pronto la alta mar y se dirigieron a la «Nueva Georgia», cuya masa se destacaba en el luminoso horizonte.
—¡Gracias a Dios! —exclamó el capitán cuando vio su buque—. Ahora ya no temo a estos salvajes.
Después se volvió a los prisioneros, que se habían dejado caer en el fondo de las chalupas, exhaustos de fuerzas. Eran seis verdaderos esqueletos, que podían hacer digna compañía a MacBjorn. Delgados, amarillentos, mustios, lacios y cubiertos de contusiones, se leía en sus rostros una serie inenarrable de padecimientos y de miserias.
Casi todos ellos tendrían, poco más o menos, los cuarenta años, cabellos rubios que denotaban la raza anglosajona, y, cosa verdaderamente particular, cierto no sé qué que no inspiraba la menor confianza: sus ojos lanzaban unas miradas que tenían mucho de falsas y de bestiales.
Observación poco tranquilizadora: todos llevaban en las muñecas y en los tobillos profundas señales, semejantes a las que se advertían en Bill.
El capitán no fijó en eso mucho la atención, atribuyendo las señales a las ligaduras de las cuerdas de los salvajes.
A las ocho de la mañana las dos chalupas llegaban a la escollera donde estaba presa la «Nueva Georgia».
Ana, Asthor y los marineros de guardia saludaron con gritos de alegría el regreso de los expedicionarios. El capitán Hill, que fue el primero en llegar al puente, estrechó fuertemente entre sus brazos a la valerosa joven, que no había tenido miedo de quedarse casi sola en el barco, estando tan cerca de los antropófagos.
—¿No estás herido, padre mío? —le preguntó ella.
—Vuelvo incólume, y lo mismo que yo regresan todos los demás.
—¿Los habéis salvado a todos?
—A todos, Ana; pero estos infelices están en un estado tal, que da miedo.
—¡Desgraciados! —exclamó la joven, inclinándose sobre la borda para verlos—. ¡Parecen esqueletos!
—¡Pronto, subidlos a cubierta y a la enfermería en seguida! —dijo el capitán.
MacBjorn y sus compañeros, que no tenían fuerzas ni aun para permanecer de pie, ni mucho menos para dar un paso, fueron subidos en brazos al puente y en seguida llevados bajo cubierta, donde se les colocó convenientemente en el espacio destinado a los enfermos y heridos.
Asthor se encargó de su curación, la cual, después de todo, no debía ser ni larga ni difícil, tratándose como se trataba de gente que sólo tenía hambre y cuya complexión robusta debía bien pronto recobrar fuerzas con buena alimentación y frecuentes tragos de vino generoso.
El capitán hubiera querido atenderlos él mismo, pero en aquellos instantes era muy necesaria su presencia en el puente, porque a la «Nueva Georgia» la amenazaba un segundo y más terrible peligro.
La playa, hasta donde alcanzaba la vista, aparecía cubierta como por ensalmo de una multitud de antropófagos, furiosos por la burla de que habían sido objeto y por la huida de sus prisioneros. Desde allí lanzaban horribles imprecaciones contra los extranjeros, los desafiaban con roncos gritos que no tenían nada de humanos, y les amenazaban, agitando en sus convulsas manos las mazas, las lanzas y las hondas.
Parecía que de un momento a otro toda aquella gente iba a precipitarse al mar para intentar el abordaje de la «Nueva Georgia».
—Es un ejército —dijo el capitán, en cuya frente se marcaba cada vez más una profunda amiga—. Si todo ese pueblo nos asalta, no sé como terminaremos.
—Yo preveo un asalto impetuoso —dijo Bill, que parecía más inquieto que los otros—. ¡Oh, si este buque no estuviera encallado!
—Afortunadamente, estamos dispuestos a recibirlos, y hemos reforzado el número de defensores. ¿Son, sin duda, valientes vuestros amigos?
—No sólo valientes, sino muy buenos tiradores —dijo Bill con cierto orgullo—. ¡Oh, oh! ¡Ya están ahí las canoas!
El capitán, Ana y los marineros que les rodeaban volvieron la vista hacia la isla y vieron, no sin cierta emoción, una veintena de grandes canoas que venían de la costa Norte a toda velocidad.
El capitán Hill se alzó autoritario y dijo con toda energía y a gritos:
—¡Cada uno a su puesto de combate!
Después, dirigiéndose a Ana, que se había puesto pálida, aunque afectando una gran calma:
—Hija mía —le dijo con voz conmovida—, retírate a tu camarote, porque dentro de poco lloverán aquí las flechas y las piedras de los caníbales.
—Es que si tú afrontas la muerte, quiero yo también afrontarla a tu lado —respondió la joven—. No tengo miedo, padre, y tú sabes muy bien que sé manejar el fusil como tus mejores marineros.
—Lo sé; pero pelearía mal viéndote expuesta a los proyectiles de esos brutos. Si necesitamos un fusil más, yo te prometo llamarte a cubierta.
La besó en la frente y la condujo al cuadro de popa, cerrando la puerta del camarote. Cuando volvió al puente, los salvajes se embarcaban en las canoas dando gritos de furor y agitando las armas.
Los marineros, dispuestos a lo largo de las dos bandas o apoyados en las cofas de los palos, o detrás de los parapetos dispuestos en el castillo de proa, esperaban intrépidos el ataque con el fusil en la mano y el cuchillo y el hacha a la cintura. Los mismos náufragos, a pesar de su extenuación y debilidad extremada, habían dejado las literas de la enfermería prontos a combatir hasta la muerte.
—¡A nosotros, feroces antropófagos! —exclamó el capitán—. ¡Eh, Asthor, haz desplegar la bandera americana sobre el palo más alto, y tú, armero, manda conducir las espingardas y el cañón al castillo de proa!
¡Era tiempo! Las veinte grandes canoas, tripuladas por doscientos guerreros armados de lanzas, arcos y hondas, habían abandonado la costa y se acercaban a todo correr a la «Nueva Georgia», que, encallada como estaba, no podía en modo alguno escapar al abordaje.
Los otros salvajes que habían permanecido en tierra por falta de sitio en las canoas, animaban a gritos a sus compañeros, chillando tan fuerte que el vocerío llegaba al cielo y hacía hervir la sangre de los de las canoas.
Estas, en medio del camino, se dividieron en dos columnas, para asaltar por ambos lados el barco, por babor y por estribor.
El capitán Hill, que aun ante aquel serio e inminente peligro conservaba una calma admirable y no perdía de vista las canoas, dividió en dos grupos a los defensores de la o «Nueva Georgia», confiando el mando de uno de ellos a Asthor, viejo marinero que había peleado muchas veces contra los salvajes.
A trescientos metros, el armero disparó el cañón, haciendo caer sobre la horda asaltante una verdadera lluvia de metralla; pero aunque muchos caníbales cayeron al agua o al fondo de las canoas, éstas siguieron avanzando sin perder su velocidad.
—¡Ahora, valientes! ¡Fuego a discreción!
Ante aquella orden, veinte relámpagos brillaron en el puente de la nave encallada, seguidos de las agudas detonaciones de las dos espingardas, que lanzaban balas de media libra de peso.
Gritos indescriptibles de dolor y de rabia se alzaron entre los asaltantes. Quince o veinte de ellos cayeron al fondo de las embarcaciones, y muchos otros cayeron al mar; pero las canoas siguieron acercándose sin temor al peligro.
En menos tiempo del que se tarda en decirlo, las veinte grandes canoas se encontraron bajo las bordas del buque, y aquellos diablos de color castaño o de bronce brillante se lanzaron al abordaje, subiendo los unos por los hombros de los otros para ganar la amura, y agarrándose a todos los salientes, mientras llenaban el aire de clamores feroces y agitaban desesperadamente sus armas.
El capitán Hill, los náufragos, Asthor y los marineros luchaban con las fuerzas y la energía que da la desesperación: disparaban las pistolas y hacían uso de los cuchillos y las hachas de abordaje; se defendían a culatazos; hacían, en fin, heroicidades. Los salvajes caían a mansalva, pero en seguida otros les sustituían, aumentando cada vez más en número, pues si caían diez se ponían en su lugar veinte, cuarenta, cincuenta, subiendo como una legión de demonios por los flancos del buque y desafiando sin temor alguno la muerte, decididos a todo por recobrar a sus prisioneros y por entregarse con la tripulación a un banquete de carne humana.
El capitán Hill, a riesgo de matar a sus propios marineros, había hecho volver el cañoncillo y las espingardas hacia el mar, con el fin de hacer mayores destrozos entre los asaltantes; Asthor había ya mandado romper las botellas y esparcir los vidrios por la cubierta; y, sin embargo, los caníbales subían a despecho de la metralla y corrían por encima de los vidrios sin hacer caso de las horribles heridas que se producían en los pies.
La lucha parecía ya perdida para los del buque, cuando en medio de los gritos de los antropófagos, casi vencedores, de las imprecaciones de los marineros y del retumbar de los tiros se oyó una voz gritar:
—¡Todo el mundo arriba, a la arboladura!… ¡Capitán Hill, atrancad bien el camarote de miss Ana!… ¡El buque está salvado!…
En seguida Bill, el que parecía peor de todos los náufragos, se lanzó por el puente, abrió la escotilla y miró a la bodega, en cuyo fondo, espantados por el ruido de la batalla, mugían furiosos los tigres.