LOS COMPAÑEROS DE BILL
Un hombre se había levantado del césped, y después de aquella exclamación habíase dirigido hacia los expedicionarios, parándose, sin embargo, de trecho en trecho para restregarse los ojos, como si no diera crédito a lo que veía.
¡Qué hombre aquél! Era alto, delgado, como si hiciera semanas que no comía, extenuado, lívido. Una barba hirsuta y rojiza le caía hasta la cintura, y sus cabellos, largos y descuidados, le caían por los hombros esqueléticos; tan seco y consumido estaba.
Algunos sucios pingajos, que recordaban vagamente la forma de una casaca y unos calzones destrozados, trataban en vano de cubrir aquel cuerpo delgadísimo y lleno de contusiones.
—Pero ¿eres tú, Bill? —volvió a preguntar aquel desgraciado.
—¡MacBjorn! —exclamó el náufrago—. ¡En qué estado te encuentro!
—Un poco delgado, no digo que no; pero todavía vivo a despecho de esos pillos antropófagos, que me han dado muy malos ratos… Pero, por lo que veo, no estás solo.
—Da, ante todo, las gracias a este señor, el capitán Hill, dueño de la «Nueva Georgia», que viene expresamente para salvaros a todos.
El hombre delgado se inclinó, haciendo sonar todos los huesos de su cuerpo, y dijo:
—Os doy las gracias en nombre de todos mis compañeros, que se alegrarán mucho de veros, os lo aseguro, si todavía están vivos.
—¿Por qué dudáis de que vivan? —dijo el capitán, después de corresponder al saludo.
—Porque si se pierde el tiempo estarán en la fosa del rey… ¡By-good! ¡Tienen prisa esos buenos salvajes!
—¿Están prisioneros? —preguntó Bill.
—Todos.
—¿Y tú por qué estás libre?
—¿Yo? —contestó el náufrago riendo—. Me ataron perfectamente, pero estoy tan delgado, que pude deslizarme por las cuerdas y apelé a la fuga.
—¿Y os han seguido? —preguntó el capitán.
—Sí; pero yo tengo las piernas largas y el cuerpo ligero, y pude en seguida ganar el bosque.
—¿Cuándo huiste? —preguntó Bill.
—Hace poco.
—¿Qué gritos son esos que hemos oído, entonces?
—Gritos de rabia que daban los antropófagos. Cuando descubrieron mi fuga ya estaba yo lejos, y dieron la voz de alarma; pero yo…, yo me burlo ya de toda esa canalla. ¿Y dónde está Sangor, que no lo veo? Tú partiste con el indio.
—Ha muerto —respondió Bill, haciendo una señal de inteligencia a su compañero—. ¿Y están vivos todos los demás?
—Sí, vivos, pero en pésimo estado; delgados como bastones, y tan débiles, que casi no pueden tenerse en pie, porque hace varios días que no comen. Parece que los salvajes quieren mandarlos a otro mundo con los intestinos vacíos y una gran dosis de apetito. ¡Qué quieres! ¡Costumbres de los antropófagos!
—¿Os sentís con fuerzas para conducirnos a la aldea? —le interrogó el capitán.
—Lo espero, si me dais una galleta y un sorbo de gin o de brandy.
Un marinero le ofreció su propio frasco, mientras otro le llenaba de galletas los bolsillos del pingo que llevaba por casaca, y un tercero le obsequiaba con una lata de sabroso pescado en conserva.
El náufrago tomó ávidamente el frasco y lo vació en tres sorbos.
—¡Excelente, a fe mía, este whisky! —dijo haciendo chasquear la lengua en el paladar—. Vamos ahora, o será demasiado tarde; pero silencio y mucho oído.
Empuñó con la diestra un hacha de abordaje que le había dado un marinero, y con la izquierda una pistola ofrecida por otro, poniéndose en seguida en camino. Aquellas dos piernas largas, llevando de un lado para otro su tronco, casi igual de delgado, y haciendo sonar todos los huesos a cada movimiento, producían un efecto raro. Bill le seguía inmediatamente, diciéndole al oído palabras que el capitán no podía oír, aunque marchaba dos pasos detrás.
¿Le preguntaba por los camaradas o le hablaba de cosas más graves? MacBjorn, el hombre esqueleto, no respondía, pero se le veía sacudir la cabeza, como si aprobara cuanto el otro le iba diciendo.
Quien les hubiera observado mejor y de frente, habría podido notar en los pequeños ojos hundidos de la calavera del náufrago recién encontrado ciertos extraños relámpagos y en sus labios una sarcástica sonrisa, que se dibujaba de cuando en cuando.
Caminando con precauciones, el oído siempre atento y la vista pronta, la pequeña columna expedicionaria se halló, después de una hora, en un espacio descubierto entre los árboles.
MacBjorn, con un gesto, hizo que se detuvieran los marineros que le seguían.
Se inclinó a tierra para recoger mejor todos los rumores, venteó el aire, como si fuera un perro y luego dijo volviéndose hacia el capitán, que no perdía de vista uno de sus gestos.
—Estamos cerca de la aldea de los antropófagos. Apenas traspasemos esos árboles, veremos las primeras cabañas.
—¿Dónde están nuestros compañeros? —le preguntó Bill.
—En una choza cerca de la habitación del rey —respondió MacBjorn.
—¿Vigilada por muchos guerreros?
—Sí, unos veinte, armados de afiladas lanzas y de unas pesadas mazas.
—Si hiciéramos irrupción en la aldea, ¿creéis que los podríamos liberar? —preguntó el capitán.
—No lo creo, porque la choza es fuerte y nuestros compañeros están sólidamente atados. Antes de llegar junto a ellos, los salvajes los matarían. Es mejor esperar el momento en que dé principio la ceremonia fúnebre, porque entonces el pueblo estará indefenso. Nuestra inesperada aparición causará un pánico general; las mujeres y los niños producirán una gran confusión, que nosotros aprovecharemos para dispersar a esa canalla y salvar a los prisioneros. Seguidme.
MacBjorn, que conocía el camino mejor que Bill, se puso a la cabeza de los expedicionarios y se encaminó, con mil precauciones, hacia el Norte, evitando hacer crujir las ramas de los árboles, y parándose de cuando en cuando para oír si el bosque seguía silencioso.
Después de andar quinientos pasos, abandonó la selva de bananos y se aventuró en otra más extensa, compuesta de soberbias artocárpeas, árboles que dan grandes frutas de corteza rugosa que contiene una pulpa amarillenta y que cocida sirve de pan. Por esto dichos árboles son también llamados del pan, aunque la mencionada pulpa es más parecida al sagú que a la harina.
MacBjorn atravesó el bosque, abriéndose paso por los bejucos, que se enredaban de tronco en tronco, formando una espesa red, y se detuvo ante un grupo de gigantescas hierbas.
—Mirad allí a través de las ramas —dijo, volviéndose hacia el capitán.
Bill apartó algunas ramas para ver mejor y descubrió, a cerca de doscientos metros, una doble fila de grandes cabañas, cuyas formas tenían semejanza con cúpulas y estaban rodeadas de empalizadas.
Numerosos fuegos ardían a lo largo de la gran calle que dividía las habitaciones, y al fulgor de las llamas vio varios grupos de salvajes que vivaqueaban cerca de la lumbre, teniendo en las manos sus lanzas con punta de hueso o hierro y sus pesadas mazas, llamadas con gran propiedad rompecabezas.
Aguzando mejor la vista, el capitán descubrió, un poco separada de las otras, una gran choza, en cuyo techo ondeaban trapos y ramas y alrededor de la cual había mucha gente moviéndose con cierta animación.
—Es la cabaña real —le susurró al oído MacBjorn.
—¿Ha muerto el rey?
—Ayer por la mañana estaba todavía vivo y no me pareció tan enfermo que pudiera esperarse un próximo fin. Yo aseguraría que, si no lo enterrasen vivo, podría todavía esperar a la muerte un buen número de años.
—¿Está contento con hacerse enterrar?
—No me parecía muy triste. Más bien animaba a su hijo, que se mesaba el cabello de desesperación.
—¿Su heredero?
—Justamente.
—¿Y por qué no impide que entierren vivo a su padre?
—Porque dice que es mejor ser rey que hijo de rey y que su padre ha vivido ya bastante tiempo. Costumbres de antropófagos, señores —dijo BacBjom sin manifestar el menor horror—. ¡Oh! Pero atención, que empieza a amanecer.
En efecto, hacia Oriente iba apareciendo una luz rosada que hacía palidecer los astros. Dentro de pocos minutos debía brillar el sol, porque en aquellas latitudes puede decirse que no hay crepúsculo. Desaparecido el sol, llega de pronto la noche, y viceversa.
A poco se oyeron sonar nuevamente en la aldea las conchas marinas, y se vio salir de las chozas hombres, mujeres y niños en gran número, ataviados con sus mejores adornos, filas de dientes de pescados como collares y trozos de huesos de ballena. Alrededor de la cabaña real se oyeron agudos gritos, de los que sobresalían ayes desgarradores.
—Son las esposas del rey, que lloran —dijo MacBjorn—. Esas estúpidas se desesperan porque todas no pueden ser sepultadas, y en tanto nuestros compañeros se desesperarán pensando que deben acompañar en el gran viaje al borrachón de Vavanuho que deja de ser rey.
—Confiemos en salvarlos —dijo el capitán—. Estad dispuestos a todo. Cuando dé la señal, descargáis los fusiles en lo más compacto de la multitud y después entrad a la carga con las hachas y las pistolas.
Ya era completamente de día. El sol, iluminando los grandes picos que se elevaban de la isla, derramaba una lluvia de oro sobre los bosques y las chozas de la aldea.
La multitud aumentaba de minuto en minuto. Se veía acudir muchos salvajes del vecino bosque, que ocultaba muchas otras cabañas, así como de la parte del mar y de los montes. En todos lados compañías de músicos hacían sonar las conchas marinas.
De pronto se hizo un gran silencio. Los guerreros se ordenaron rápidamente, formando una larga columna, que se destacó de la gran choza, dirigiéndose hacia el bosque donde se escondía la tripulación de la «Nueva Georgia». Detrás de ellos se veía al viejo rey, conducido en una especie de palanquín, llevado por los más famosos guerreros de la tribu, que se adornaban con numerosos collares y tenían tatuados las piernas y los brazos.
El pobre déspota iba vestido de gran gala. Tenía los brazos y las piernas envueltos en tiras de tela de amarilla, el pecho pintado de negro con «aluzzi», la cabeza envuelta en un pañuelo rojo que remataba en una extraña diadema formada de conchas, y al cuello ostentaba numerosos collares de huesos de tiburón y de ballena.
Tendría unos sesenta años; pero el abuso de las bebidas alcohólicas y tal vez alguna larga enfermedad le habían envejecido bastante. Aunque sabía la suerte que le esperaba, parecía contento y sonreía amablemente a su primera mujer, que le aireaba con un abanico de hojas de coco.
MacBjorn y Bill, que aguzaban la vista, distinguieron a la derecha del rey, y rodeados por el pueblo, a sus infelices compañeros, sólidamente atados, esqueléticos, abatidos y sufriendo pacientes la lluvia de golpes que caía sobre ellos cada vez que la extenuación les obligaba a detenerse. Junto a ellos caminaban diez muchachas jóvenes, vestidas de fiesta y atadas también, cuyo destino debía ser el de que las mataran y arrojaran a la sepultura del rey para que le hiciesen compañía en la otra vida. Estas muchachas no parecían, ni con mucho, abatidas ni tristes, sino felicísimas por haber sido escogidas para tan honorífico destino.
—¡Ahí están! —exclamó Bill, que se había puesto mortalmente pálido al ver a sus compañeros.
—Los veo —respondió el capitán, sin poder contener un gesto de compasión—. ¡A qué estado se ven reducidos! Pero ya pagarán sus cuentas esos feroces devoradores de carne humana.
En seguida apuntó con su fusil, diciendo:
—¡Preparen!
Los marineros dirigieron los cañones de sus armas a lo más compacto de la comitiva.
—¡Fuego! —gritó el capitán.