UN REY SEPULTADO VIVO
No existe en todo el mundo un pueblo que tenga tan poco miedo a la muerte como el pueblo fidjiano. Ya hemos dicho que para los habitantes del archipiélago de Fidji la muerte sólo representa un cambio de vida, porque en sus almas está muy arraigada la convicción de que les espera una resurrección próxima apenas dejada la Tierra. Y esta creencia ¡a qué extremos los lleva!
Omitimos, por excesivamente escatológico, el minucioso relato de las costumbres de estos salvajes. Baste decir, como muestra, que cuando el rey es viejo y está enfermo, el pueblo le insinúa que debe abandonar el trono al hijo primogénito. Y el pobre déspota de ayer ha de acomodarse, más o menos gustoso, al deseo de sus súbditos y no tiene más remedio que ceder el cetro y esperar tranquilamente la muerte.
La esposa principal pinta el pecho y los brazos del déspota con un color negro, sacado de una especie de nuez, que llaman «aluzzi», y en seguida es transportado con gran pompa, eso sí, a la sepultura que ocupará cuando muera, donde le dejan solo, esperando, apartado de todo trato humano, salvo el imprescindible para atender sus más elementales necesidades fisiológicas.
Estas costumbres, que no pueden haber nacido más que de las imaginaciones crueles de los antropófagos, parecen inverosímiles, y podría créerselas inventadas por la fantasía de los escritores o de los marinos, si muchos navegantes, que en distintas ocasiones han visitado aquel archipiélago, no las confirmasen todas como vistas por sus propios ojos.
* * *
La siniestra noticia que dio el salvaje de la canoa produjo en la tripulación, como es fácil imaginar, una impresión dolorosa, pues ninguno ignoraba las feroces costumbres de aquellos salvajes.
Los desgraciados náufragos de la nave inglesa, a quienes la tripulación de la «Nueva Georgia» esperaba hallar libres aún y salvarlos sin recurrir a las armas, iban a ser sacrificados para servir de escolta al moribundo rey en el gran viaje, del que no se vuelve. Por otra parte, y para aumentar aún más las angustias de los tripulantes, el buque iba a ser asaltado, y no se tenía el recurso de la fuga, por estar embarrancado en los escollos.
Durante algunos instantes reinó un profundo silencio a bordo: tan enorme fue la impresión recibida ante aquella grave noticia. Después, el capitán Hill, cuya resolución y energía no disminuía nunca, dijo:
—No hay que desanimarse; somos pocos, es verdad, pero todos valientes y acostumbrados al peligro. Tenemos armas, pólvora y balas en abundancia, y no debemos, por tanto, achicamos ante esos canallas antropófagos. Ahora bien, Bill, ¿qué me aconsejas que haga?
El náufrago, que miraba la isla con ojos que arrojaban llamas, los puños crispados y presa de una cólera furiosa, se volvió como una fiera. No era el mismo hombre frío y tranquilo de hacía pocos minutos: estaba pálido; en su rostro se marcaba algo de amenazador y siniestro que infundía miedo.
—¿Qué os aconsejo hacer? —dijo con voz ronca—. ¿Lo sé yo acaso?
—Tú conoces la isla y a sus habitantes mejor que yo y puedes darme preciosas indicaciones. ¿Crees que podremos salvar a tus compañeros?
Un relámpago de alegría brilló en los ojos de Bill.
—¿Queréis salvarlos? —preguntó cambiando de tono.
—Si es posible, estoy dispuesto a hacerlo.
—Podemos conseguirlo, pero habrá que recurrir a la fuerza, señor, y pelear con los salvajes.
—¿Tienes algún plan?
—Desde luego —respondió Bill, después de meditar algunos instantes.
—Explícamelo.
—La «Nueva Georgia» no corre, por ahora, peligro alguno; de esto estoy cierto. Mientras no termine la ceremonia del enterramiento, los salvajes no vendrán a inquietarnos, porque todos tienen que asistir a las ceremonias con que se celebrará el principio del nuevo reinado. Tenemos, pues, tiempo para obrar sin miedo a un inesperado asalto.
—Proseguid —dijo miss Ana.
—He aquí mi plan. Esta tarde, después de puesto el sol, dejaremos el buque bajo la vigilancia de seis hombres resueltos y desembarcaremos en una pequeña rada que yo conozco. Por un sendero ignorado de los salvajes atravesaremos el bosque y nos apostaremos en las cercanías del gran pueblo habitado por el moribundo rey. Cuando empiece la ceremonia fúnebre, caeremos sobre la multitud, rescataremos a mis compañeros y huiremos hacia la rada. Si más tarde, repuestos de la sorpresa que ciertamente les producirá nuestra inesperada aparición, quieren asaltar la nave, yo les prepararé un buen recibimiento, que les obligará a alejarse para siempre.
—Está bien. Intentaremos el golpe.
—¿Y no os seguiré yo? —preguntó Ana.
—Es imposible, hija mía —respondió el capitán—. Sé que eres valiente y hábil en el manejo de las armas de fuego, pero no podrías seguirnos a través de los bosques y menos si nos persiguen los salvajes. Quedará contigo una buena guardia, y Asthor no dejará acercarse al enemigo; puedes estar segura de ello.
—Haré lo que quieras, padre mío.
El mar, mientras tanto, se había calmado y la costa aparecía desierta.
El capitán hizo botar al agua las dos lanchas mayores, que armó con dos espingardas cargadas de metralla; escogió entre los mejores un gran número de fusiles, una buena provisión de pólvora y balas y algunos víveres, pues ignoraba lo que podría durar la expedición.
Hecho esto, el valiente capitán aguardó la noche para ponerse en marcha.
A las diez ordenó el embarque. Abrazó a Ana, profundamente conmovida por aquella separación que podía ser fatal para uno u otro; recomendó a Asthor y a los marineros la más estrecha vigilancia, y en seguida saltó al lanchón.
Los trece marineros designados para secundar el audaz golpe de mano estaban ya en las lanchas, llevando sus armas y esperando la señal de partir para echar mano de los remos.
—Vigila, Asthor —dijo el capitán, antes de marchar—. Te confío a mi hija, que es mi más querido tesoro en el mundo.
—Me haré matar si es preciso; pero os juro que la encontraréis viva, señor —contestó el lobo de mar.
El capitán dirigió un último saludo a Ana, que se mantenía inclinada sobre la borda, y en seguida dio la orden de remar.
Las dos chalupas, deslizándose con el mayor silencio y protegidas por las tinieblas, se alejaron, evitando los escollos, y pusieron la proa al Sur.
El náufrago, que estaba al timón de la mayor de ellas, indicaba el camino, marcando a los remeros los bajos fondos y los escollos para que los evitaran. De cuando en cuando les obligaba a detenerse, y sus ojos, que brillaban en la oscuridad como los del gato, inspeccionaban toda la costa para cerciorarse de que nadie les espiaba.
Después de media hora de bogar, Bill dirigió su chalupa hacia la costa, y evitando un banco, en el que rompían las olas con alguna violencia, la hizo entrar en una pequeña bahía bastante resguardada y en la que venía a morir un bosquecillo de bananos, «ficus indica», árboles de colosales proporciones, con troncos formados de nudos entrelazados, que llegan a alcanzar hasta treinta metros de circunferencia, y cuyas copas forman una masa de hojas tan grande que su sombra puede guarecer a cuatrocientas personas o más.
—¡Quietos! —murmuró el náufrago.
Los remeros se detuvieron a diez o doce metros de la orilla, y no sabiendo de lo que se trataba, prepararon sus fusiles.
—¿Qué ocurre? —preguntó el capitán, que guiaba la segunda chalupa.
—¡Escuchad!
Todos guardaron silencio y procuraron oír, contenido hasta la respiración.
A lo lejos, se oían los clamores de los salvajes, a los que se unían ciertos sonidos extraños que parecían producidos por conchas marinas. El capitán Hill palideció y sintió que el corazón le latía fuertemente.
—¿Están asaltando mi buque? —preguntó ansioso.
—No —dijo Bill—. Esos gritos no vienen de la parte del mar, sino del gran pueblo de los salvajes. O Vavanuho ha muerto, o algo grave acaba de ocurrir.
—¿Quién es Vavanuho?
—El rey a quien deben sepultar.
—Desembarquemos.
Las dos chalupas se acercaron a la playa, hasta tropezar con un banco de arena. Los quince hombres, armados de fusiles, pistolas y hachas de abordaje, desembarcaron entre el grupo de bananos, cuyos racimos casi tocaban las aguas de la bahía. Bill hizo tapar las dos chalupas con gran cantidad de ramas y de hojas para que no fueran descubiertas y después, poniéndose a la cabeza de los expedicionarios, se perdió en las sombras proyectadas por los gigantescos árboles.
Apenas habían dado seis o siete pasos, cuando Bill se paró bruscamente, apuntando con el fusil.
—¿Qué habéis visto? —le preguntó el capitán Hill.
—Una sombra que ha atravesado el sendero.
—¡Eh! —exclamó en aquel instante una voz—. ¡Bill aquí! ¡O sueño, o los caníbales me han vuelto loco!