CAPÍTULO IX

EL ARCHIPIÉLAGO FIDJI

El archipiélago de Fidji, llamado también de las Vidas, se extiende entre el 16° y el 21° de longitud Sur y el 174° y el 179° de longitud Oeste. Se compone de doscientas veinticinco islas, de las cuales están habitadas ochenta o noventa, y cuya población se calcula superior a doscientos mil individuos.

Por su extensión y el número de sus habitantes ocupa el primer lugar Fidji-Levu, o Vida-Levu, de noventa millas de largo y cincuenta de ancho; después va Vanua, que tiene ciento por veinticinco, y que por su forma parece una pera. Tiene montes elevados, valles profundos y vegetación riquísima; Candabú, de cuarenta millas de largo y diez de ancho, y que al Sur termina en un monte de estrecha base, pero altísimo; Orco, que tiene un circuito de cincuenta millas; Tabe-Uni, con sólo cuarenta. Las otras son de extensión más limitada, y algunas son meros bancos de tierra.

Todas estas islas son rocosas, coralíferas o volcánicas; tienen picos elevados, algunos de los cuales alcanzan cincuenta pies, y, cosa extraña, todas afectan la forma cónica, por lo que desde lejos parecen pilones de azúcar. Su feracidad es increíble, y su belleza es tal que parecen un auténtico edén, aunque sea una tierra poblada de antropófagos.

Los habitantes tienen ya un cierto grado de civilización, logrado, más bien que por propio instinto, por su contacto continuo con los isleños de Tonga, que hacen frecuentes irrupciones en este archipiélago para proveerse de carne humana.

Visten decentemente, llevan turbantes y mantos que se fabrican con filamentos tejidos de una especie de morera. Ahuecan grandes canoas en los troncos de los más corpulentos árboles, construyen espaciosas chozas, fabrican cuerdas y cultivan con pasión sus fértilísimos campos. A pesar de estos perfeccionamientos, aquella raza de hombres no renuncia a la abominable costumbre de comer carne humana, y basta entrar en sus habitaciones para ver colgados de los techos grandes trozos de carne cortada, no sólo a los enemigos vencidos, sino a sus propios hermanos.

Belicosos hasta donde se pueda imaginar, porque no temen la muerte, a la que consideran sólo como un cambio de vida, están siempre guerreando entre sí, y sobre todo, con los isleños de Tonga, para renovar sus provisiones de carne humana. ¡Ay del barco que naufrague en sus playas! No dan cuartel a nadie, y los desgraciados marineros que caen en sus manos van a morir en grandes hecatombes sobre las agudas puntas de gigantescas lanzas. Se comprende, pues, con qué angustia había visto la tripulación de la «Nueva Georgia» embarrancar al buque, sabiendo la terrible fama de los isleños. Por fortuna, la nave no había sufrido averías y se esperaba aún ponerla a flote.

Pasado el primer momento de terror, el capitán Hill había recobrado su primitiva energía, y se hallaba resuelto y dispuesto a todo. Seguro de que la «Nueva Georgia», defendida por el aceite que refrenaba el ímpetu de las olas, no corría peligro alguno, al menos por el momento, mandó transportar a babor todos los objetos pesados que había sobre cubierta, a fin de enderezar algo el buque y hacer menos probable el peligro por la parte opuesta. Después hizo abrir la armería y conducir al puente los fusiles, pistolas y demás armas de a bordo, así como las hachas y el pequeño cañón de señales, que fue cargado de metralla. Terminados los preparativos de defensa, llamó al náufrago, que hasta entonces no había dejado la proa, ocupado, a lo que parecía, en estudiar la costa de la isla, que ya empezaba a divisarse a las primeras luces del alba.

—¿Qué harías en mi lugar? —le preguntó.

El náufrago miró al puente del buque y las olas que venían a morir contra las bordas, arrugó el entrecejo, y dijo:

—Aguardaría la marea alta, porque las ordinarias son débiles en el Océano Pacífico.

—Tendré que esperar cuatro días.

—¿Cuándo sobrevendrá la marea alta?

—El sábado a medianoche, y hoy es martes. ¿Crees que echando anclas a popa y funcionando el molinete desembarrancará el buque?

—No, porque estamos sobre un fondo rocoso. Si se tratase de un banco de arena, la nave podría girar; pero estos bancos son de naturaleza volcánica y coralífera y, por lo mismo, escabrosos.

—¿Y en este intervalo nos dejarán tranquilos los salvajes?

—¿Habéis oído hace poco sus gritos? Eran gritos de guerra, y ya veréis cómo apenas se calme el mar vendrán en sus canoas.

—Está bien; pero yo sé el pan que encontrarán para sus dientes. Yo también conozco a los salvajes del Gran Océano, y aun me he batido con ellos varias veces, venciéndolos siempre.

—Estad en guardia, señor, porque éstos son muy valientes y astutos. No se nos presentarán, desde luego, con intenciones hostiles; tratarán antes de conquistar nuestra confianza para poder subir a bordo; os harán ofrecimientos de paz y hasta enviarán víveres y regalos; pero luego caerán a traición sobre los tripulantes, y si no lo podemos evitar, nos exterminarán a todos.

—Ninguno de ellos pondrá el pie sobre el puente de mi nave, yo te lo aseguro, Bill. Ahora iremos en busca de tus compañeros: ¿dónde crees encontrarlos?

—No os lo sabría decir. De seguro están en el interior de la isla, guarnecidos en los montes o quién sabe si escondidos en cualquier bahía.

—¿Cómo haremos para que sepan nuestra llegada?

—Tenéis un cañón a bordo. Que se hagan algunos disparos.

—¿Los oirán?

—Lo espero, señor. Si están todavía vivos, comprenderán que ha llegado a estas costas una nave y se harán presentes. Si no obtenemos ningún resultado, interrogaré a los indígenas, y cuando hayamos puesto el barco a flote daremos vuelta a la isla, disparando el cañón de vez en vez.

—Bueno; ahora esperemos el alba y después veremos —dijo el capitán—. Entretanto, preparemos nuestra defensa para recibir como se merece a esos devoradores de hombres.

La calma que reinaba alrededor de la nave que, varada como estaba, sólo se movía en ligerísima ondulación y sólo hacia popa, pues la proa estaba embarrancada, permitía emprender algunos trabajos de defensa.

El capitán Hill, que había sostenido otros asaltos por parte de los salvajes, llamó a los marineros y les hizo bajar primero el palo trinquete y después el de mesana, colocándolos hacia proa y popa, a fin de que sirvieran de trinchera para defender mejor el buque en caso de abordaje.

Detrás de estos palos hizo colocar todas las armas, y el cañón fue puesto en sitio conveniente, cargado de metralla.

No satisfecho aún, hizo subir al puente dos cajas de botellas vacías que debían ser rotas y esparcidos los vidrios por la cubierta, a fin de que hiriesen los pies de los asaltantes, que ignoraban aún el uso del calzado.

Hecho esto, esperó tranquilamente la llegada del día.

A medida que el cielo iba aclarándose, disminuía la fuerza del viento y el mar se calmaba. Las olas seguían estrellándose ante la zona oleaginosa y en torno a los bancos; pero ya lo hacían más débilmente y no se elevaban a tan gran altura.

Dentro de pocas horas, el huracán debía cesar por completo, cosa que si por un lado era deseada por el capitán, ansioso de salvar su buque, por otro espantaba a la tripulación, porque sin duda los salvajes aprovecharían la calma para lanzarse al mar en sus canoas.

A las cinco, un rayo de sol, pasando por un desgarrón de las nubes, iluminó el mar y la isla, la cual podía divisarse en su totalidad, con sus picos elevados, sus bosques, sus verdes valles y sus bahías.

No sin bastante emoción, los tripulantes distinguieron confusamente agrupados en la playa más cercana un centenar de salvajes, armados de lanzas y de pesadas mazas.

Aquellos hombres eran de color casi negro, de estatura alta y bien proporcionada, con el pelo largo y crespo. Algunos llevaban turbantes adornados de conchas y de pedazos de dientes de ballena, distintivo especial de los jefes y de los guerreros famosos; pero todos llevaban envuelta en la cintura una especie de banda, cuyas extremidades les caían por delante. En la longitud de estas flotantes puntas se conocía a los personajes más importantes, y se dice que sólo el rey y los grandes jefes tienen derecho a dejarlas colgar hasta el suelo. En medio de aquel grupo, el capitán distinguió a algunas mujeres, que se daban a conocer por su cinturón adornado de franjas de «clika», que en las muchachas mide apenas veinte centímetros de ancho, mientras en las casadas desciende hasta las rodillas. Parecían no menos excitadas que los hombres, y dirigían al buque los puños crispados, pronunciando palabras que el marinero Bill aseguró significaban terribles amenazas.

Algunos hombres, provistos de ondas, se acercaron a la orilla y arrojaron piedras; pero el barco estaba muy lejos para que llegaran hasta él y caían al agua.

—Capitán —gritó el náufrago, que parecía no menos inquieto que los otros—, haced disparar el cañón para que esa canalla sepa que tenemos armas de potente voz.

A una seña del capitán, el armero de a bordo disparó el cañón, y una nube de metralla cayó sobre los árboles de la costa.

Ante aquella detonación, y sobre todo al silbido de los numerosos proyectiles, los isleños se calmaron como por encanto. Debían de conocer ya de largo tiempo los efectos de las armas de fuego, grandes y pequeñas, pues si bien en un principio parecieron sorprendidos, no fueron sus demostraciones las de un gran pánico. Momentos después de disparar el cañón, arrojaron los isleños sus armas al suelo y comenzaron a hacer señales amistosas.

—¡Canallas Canallas! —murmuró el náufrago.

En seguida levantóse cuan alto era y se puso a escuchar atentamente.

—¿Qué escucháis? —le preguntó Ana.

Bill se volvió hacia ella con el rostro alterado.

—¿No habéis oído nada? —le demandó con agitación.

—Los gritos de los salvajes y nada más.

—Yo he oído una detonación lejana —exclamó—. No me equivoco.

—Yo he oído un lejano disparo de fusil —confirmó Asthor.

—¿Serán vuestros compañeros? —preguntó el capitán.

—Haced, señor, que disparen otra vez.

El armero, que ya lo había vuelto a cargar, lo disparó contra los picos de la isla, que retumbaron al rimbombazo.

Toda la tripulación aguzó los oídos; pero nada pudo percibirse, porque en aquel mismo momento se oyeron hacia la playa voces agudas, y se vio a casi todos los salvajes abandonar las orillas del mar y desaparecer corriendo bajo los bosques.

—¿Qué sucede? —preguntó Ana al náufrago.

Este, en vez de responder, se dirigió a babor y comenzó a subir por el palo mayor hasta llegar a lo más alto, donde se afianzó bien. Desde aquella elevada posición miró a lo largo de la costa, tratando, sin duda, de inquirir la causa de la precipitada fuga de los salvajes.

—¿Ves algo? —le preguntó el capitán, después de aguardar algunos instantes.

—No, señor —contestó el náufrago—. Los bosques me impiden distinguir el interior de la isla.

—¿Ves alguna canoa?

—Ninguna, capitán.

—¿Te parece que dispare otra vez el cañón?

—Hacedlo.

Por tercera vez, la pequeña pieza de artillería retumbó en el aire; pero a su detonación no respondió ninguna otra.

El náufrago permaneció todavía algunos minutos sobre el palo mayor, escudriñando las playas de la isla. Después murmuró:

—Si se pierden ellos, me pierdo también yo.

Hizo un gesto de rabia y sus ojos se iluminaron con un relámpago siniestro.

Cuando descendió al puente, había adquirido otra vez su calma habitual. En su frente, sin embargo, se marcaba una profunda arruga.

—¿Y bien…? —le preguntó el capitán.

—No he oído otras detonaciones.

—Pero ¿cómo explicas la fuga de los salvajes?

—Tal vez haya ocurrido en la isla algún inesperado suceso, y no quisiera…

—¿Qué?

—Que este suceso afectara a mis compañeros. Tengo un siniestro presentimiento.

—¿Temes que los hayan hecho prisioneros ahora que estamos nosotros aquí?

—Aquel disparo de fusil en la isla me da mucho que pensar.

—De todos modos, los salvaremos —dijo Ana con animación—. De ninguna manera consentiremos que los salvajes devoren a esos desgraciados…

—¡Una canoa! —exclamó un momento después un marinero que inspeccionaba la costa.

Todas las miradas se dirigieron hacia el sitio indicado, y vieron una gran canoa, hecha del tronco de un árbol enorme, destacarse de la orilla y dirigirse hacia el buque.

Doce salvajes medio desnudos, pero armados con pesadas mazas, remaban con un acuerdo perfecto, mientras a proa se mantenía derecho un hombre de alta estatura, con turbante en la cabeza y una ligera barba pintada de rojo.

Los marineros aferraron los fusiles y dispusieron el cañón; pero el náufrago los detuvo con un gesto imperioso.

En pocos minutos la embarcación atravesó la zona de aceite y se halló cerca de la «Nueva Georgia» por estribor. Entonces el hombre del turbante, alzando la cabeza, se dirigió a la tripulación, diciendo en su lengua:

—¿Qué buscan aquí los extranjeros?

Bill se inclinó sobre la borda y contestó en el mismo idioma:

—Buscamos a unos hombres blancos naufragados en tu isla hace algún tiempo y que se encuentran en tus bosques.

El jefe salvaje lo miró con ojos feroces, y en seguida lanzó una carcajada.

—Nuestro rey está para morir —gritó—, y los hombres blancos que buscas le harán escolta de honor en la otra vida; pero nosotros nos comeremos a vosotros.

Dicho esto, la canoa viró prontamente y se alejó con la velocidad de una flecha.

El náufrago, al verla huir, hizo un gesto de furor.