ENCALLADOS EN LOS ARRECIFES DE FIDJI-LEVU
El medio de calmar el oleaje derramando aceite no es tan moderno como generalmente se cree. Aunque este recurso, que puede prestar inmensos servicios a los navíos combatidos por las fieras tempestades del Océano, sea desconocido por muchos capitanes y marineros, es, sin embargo, antiguo, toda vez que clásicos escritores hacen mención de sus sorprendentes resultados. Plinio, por ejemplo, en su «Historia Natural», demuestra su eficacia, y Plutarco dice también algo sobre esto; pero es lo cierto que durante varios siglos nadie se cuidó de comprobar el fenómeno. El mérito debía de corresponder al célebre defensor de la independencia de los Estados Unidos, Franklin, el cual, en 1757, habiendo observado que los pescadores de las islas Bermudas echaban aceite en el mar para calmar, como ellos decían, las ondas tembladoras, tuvo ocasión de demostrar su eficacia. Sin embargo, bien pocos adoptaron el sistema, y, como decimos antes, hoy mismo lo ignoran muchos.
Los balleneros, cuyas naves están siempre más o menos impregnadas de aceite, habían notado que las olas se calmaban junto a sus barcos, especialmente durante la fusión de las materias grasas, y habían notado también que el aceite de pescado, especialmente el de foca y el de delfín, es más eficaz, habiendo comprobado que los aceites minerales eran demasiado ligeros, y los aceites vegetales, de poca eficacia en las latitudes altas, porque se descomponen fácilmente.
Han tenido que pasar muchos años antes que este maravilloso descubrimiento haya sido adoptado, si no por los buques pequeños, al menos por los de gran porte que emprenden largos viajes. Puede decirse, pues, que sólo en estos últimos años ha sido tomado en consideración el hecho combatido antes con gran energía, pues se creía que el mar se tornaba después de la experiencia tan borrascoso que era fatal para otras naves aventurarse por las aguas donde algún tiempo antes se había derramado aceite.
La oficina hidrográfica de Washington ha demostrado plenamente los grandes beneficios que reporta a las naves dicho recurso, haciendo muy repetidas experiencias, lo mismo con barcas que con grandes navíos.
Las barcas de salvamento de la Australia, que desde hace muchos años se ejercitan en pasar entre los escollos durante el mal tiempo, han demostrado, con ayuda del aceite, que el mar se aplaca de pronto, y que la superficie que se torna en calma es la que se engrasa, continuando en la otra el oleaje.
Al aceite debieron su salvación el piróscaf «Stokolm City», en su travesía de Boston a Inglaterra; la «Nehemiah Gilson», del capitán Bailey; el «Emily Witney», del capitán Rollin, sorprendido por un furioso huracán el 25 de agosto de 1886; la «Marta Cobb», en su viaje de América a Europa; el «Meno», del Lloyd Alemán, al mando del capitán Kuhlmann, etc. Sin el recurso del aceite, todos estos buques hubieran zozobrado, y quién sabe si no hubiera sobrevivido ni uno siquiera de sus tripulantes para dar al mundo la noticia del siniestro.
No se crea, por otra parte, que sea necesaria una gran cantidad de aceite para lograr el efecto deseado. La sustancia grasa se dilata con rapidez creciente, permanece rodeando la nave, aunque ésta camine, y bastan dos sacos de tela gruesa, con pequeños agujeros, llenos de aceite y suspendidos a proa y a popa o a babor y estribor, siguiendo la dirección del barco, para hacer un largo recorrido en seguridad.
A falta de sacos, basta hacer caer el aceite en las toldas, después de haberles hecho pequeños agujeros, y colocarlas sobre el mar, de modo que el aceite vaya cayendo poco a poco.
Se ha comprobado en diecisiete experiencias que el gasto del aceite fue sólo de 1,83 litros por hora; otras doce experiencias dieron un consumo de 2,70 litros, también por hora; pero se trataba de barcos que huían en dirección del viento, y por tanto, el aceite se consumía con mayor facilidad.
Las causas que producen este fenómeno son muy fáciles de explicar.
No siendo el aceite permeable ni al aire ni al agua, la cohesión de sus moléculas es tal, que al ser arrojado no se convierte nunca en lluvia. El viento que no puede penetrar a través de una capa grasa, deja intacta la que cubre el agua, y ésta, al no ser empujada por el aire, permanece tranquila. Lo mismo ocurre considerando el fenómeno al revés. Las olas se dilatan debajo del aceite, pero como no pueden penetrarle, sólo forman ondulaciones ligeras, perceptibles solo en alta mar.
La «Nueva Georgia», apoyada sobre la capa oleosa, que oponía una fiera resistencia al reflujo de la resaca, por más que su espesor era sutilísimo (se calcula que no pasa de 1/90.000 de milímetro), permanecía casi inmóvil, hallándose inmediata a los bajos fondos de la isla.
Las montañas de agua que el viento levantaba a prodigiosa altura, rompíanse violentamente en cataratas coronando de blanca espuma los bordes de la capa de aceite, y al extenderse éste, las calmaba de pronto.
Su curvatura enorme bajaba como por encanto, y pasando tranquilas bajo la zona invulnerable, salían al otro lado, volviendo a levantarse con furor extremo, hasta que chocaban contra los escollos.
—¡Es maravilloso este fenómeno! —dijo miss Ana, que contemplaba el mar desde la amura de popa.
—Maravilloso y fácil de explicar —añadió el capitán Hill—. Sin embargo, he necesitado que me lo enseñe un marinero, a mí, que navego hace treinta años.
—¿Lo habrá usado Bill en otras ocasiones?
—O él o algún capitán, sin duda.
—¿Cualquier aceite tiene la propiedad de calmar el mar?
—Sí, y ahora que recuerdo, te diré que cualquier materia oleosa puede prestar igual servicio. He observado muchas veces que todos los desperdicios de las cocinas de los barcos y todos los cuerpos grasientos producen en las olas, al caer al mar, una paralización.
—Es cierto —dijo una voz detrás de ellos.
—¡Ah! ¿Eres tú, Bill? —exclamó el capitán, tuteándole—. Deja que te dé las gracias por habernos salvado Sin ti, la «Nueva Georgia» estaría ya destrozada.
Una enigmática sonrisa desfloró los sutiles labios del náufrago.
—No hablemos de esto —rehusó—. Bastante habéis hecho por mí. Estamos en paz.
—¿Has hecho alguna vez esta experiencia? —preguntó el capitán Hill.
—Sí, a bordo de una nave ballenera. El capitán había observado varias veces que durante la fusión de las grasas de ballena, cuyos residuos se arrojaban al mar, las olas no se estrellaban contra el barco. Durante una horrible tempestad en el Mar de Behring, se acordó de aquel fenómeno, y echando aceite en el agua vio calmarse las olas.
»Además, no es solamente el aceite el que tiene la propiedad de hacer cesar el oleaje, porque después se ha demostrado que todos los cuerpos oleaginosos en masa compacta oponen una gran resistencia a la disgregación de las partículas del agua del mar. En la bahía de Bristol, que se encuentra en la América septentrional, al lado de la península de Alaska, mientras atravesábamos un espacio de mar cubierto de numerosos bloques de hielo, vi que las olas se debatían furiosas alrededor de nosotros, mientras el agua permanecía tranquila bajo los bloques. Entonces noté que algunos balleneros habían arrojado allí los residuos del aceite.
—Te creo, porque yo mismo he observado un hecho semejante. Atravesando un banco inmenso de sardinas, que son grasosas, hallé el mar en perfecta calma, mientras en las inmediaciones las olas se alzaban a prodigiosa altura.
—¿Conocéis la isla que tenemos delante? —preguntó Ana al náufrago, mostrándole la masa enorme que se distinguía confusamente en la oscuridad.
—Es Fidji-Levu; no me engaño —respondió el marinero.
—¿Y en esa tierra se encuentran vuestros compañeros?
—Sí, señorita.
—¿Sabéis dónde están?
—Cuando dejé la isla quedaron acampados junto a una pequeña bahía en la costa occidental; pero sé que pensaban dejarla porque habían sido descubiertos y amenazados por los salvajes.
—¿Dónde están ahora? —preguntó el capitán.
—Lo ignoro; pero los encontraremos.
Dicho esto, el náufrago pareció abismarse en profundos pensamientos y no habló más.
El capitán Hill y su hija abandonaron la popa y se dirigieron a proa, donde la tripulación se ocupaba de lanzar otra ancla, llamada de esperanza, que es la mayor, y que en vez de cadena lleva una gruesa maroma.
El mar se mantenía en calma alrededor de la nave; pero más allá de la zona engrasada las olas se debatían furiosas, con tremendos mugidos y produciendo algunas oscilaciones bajo la capa aceitosa, oscilaciones que se notaban en la «Nueva Georgia».
La materia grasa, que se veía brillar a la luz de los relámpagos en una extensión de tres cuartos de milla a sotavento y barlovento, tendía a ser rota por el aire y el agua; pero en seguida sus partículas, por la fuerza de la cohesión, se unían nuevamente, oponiendo una resistencia increíble a los desencadenados elementos.
El aceite no faltaba, y en él estaba la única esperanza de salvar la nave. Sin embargo, el capitán y Asthor notaron bien pronto que las anclas, tal vez porque el fondo era poco resistente o demasiado blando, empezaban a ceder, dejándose llevar hacia las islas de los antropófagos.
—¡Mal descubrimiento! —dijo el capitán a Ana—. Si las anclas no encuentran un fondo rocoso, dentro de dos horas estaremos a muy pocas millas de la isla.
—Sin embargo, el mar está muy tranquilo alrededor de nosotros —observó la joven miss.
—No es el mar lo que nos empuja; es el viento, que arrastra nuestro buque hacia el Sudeste.
—¿Son feroces los habitantes de Fidji-Levu?
—Tan feroces que los mismos hermanos se devoran unos a otros. Se dice que son los antropófagos más crueles de todas las islas del Océano. No quisiera que nos tocara a nosotros la desgracia que cupo a la «Unión».
—¿Qué era la «Unión»?
—Un hermoso y sólido buque americano perteneciente al departamento marítimo de Nueva York, y con una tripulación numerosa. Había partido hacia fines de 1799 con dirección a Tonga-Tabu, una gran isla que dista de aquí pocas docenas de leguas, pero que tiene triste celebridad.
Llegado el buque a la isla, los salvajes lo asaltaron y mataron al capitán y a tres marineros. Iban ya a hacerse dueños del barco, cuando el segundo de a bordo tuvo la feliz ocurrencia de cortar las amarras que sujetaban las anclas y huir.
Los isleños, que son tan hipócritas como feroces, fingieron mostrarse pesarosos de lo ocurrido, y mandaron a decir al oficial que volviera a Tonga para hacer las paces. Cayó éste en la emboscada y volvió hacia la isla; pero percatado a tiempo de que los salvajes trataban de apoderarse del barco; huyó de veras.
La desgracia pesaba, sin embargo, sobre aquel buque, pues cinco días después naufragó cerca de Fidji-Levu, y la tripulación toda fue devorada por aquellos feroces aficionados a la carne humana.
—¿Y no pudieron defenderse aquellos desgraciados marineros?
—Los polinesios son valientes y no temen a las armas de fuego. Cuando un barco se acerca a sus costas, nada les contiene, y saltan al abordaje con una intrepidez que espanta, deseosos de adueñarse de la nave. Además…
Calló de súbito. Se inclinó bruscamente sobre la borda y miraba con profunda atención al agua, que tomaba la forma de una ola sacudiendo a la «Nueva Georgia».
—¡Hemos tocado! —exclamó.
—¿Dónde? —preguntó Ana, poniéndose pálida.
—En el fondo.
—¿No te engañas?
En aquel momento, por la proa, se elevó un clamor agudo. Los marineros corrían de babor a estribor, mirando al agua e interrogándose con ansiedad.
—¿Estamos sobre un escollo?
—No veo nada.
—¿Hemos embarrancado?
—¡No!
—¡Sí!
—¡El barco arrastra la quilla por el fondo!
—¡Todo el mundo en silencio! —gritó Asthor—. ¡Echad la sonda o será demasiado tarde!
El capitán Hill, presa de la más viva emoción, como puede comprenderse, porque la nave podía quedar sujeta de un momento a otro, corrió a proa, seguido de Ana.
—¿Hemos varado? —preguntó.
—Lo temo, capitán —respondió Asthor con voz alterada.
—¿Cuántos pies de agua tenemos?
—¡Siete! —exclamó el marinero, que en aquel momento retiraba la sonda.
—¡Dios mío! —exclamó el capitán Hill—. ¿Dónde está el náufrago?
—Aquí, señor —contestó Bill, presentándose.
—¿Tú dices que conoces estos parajes?
—Sí, señor.
—Sin embargo, hemos embarrancado.
—Ya lo he notado.
—¿Tenemos un banco bajo nosotros o tal vez las arenas de la isla?
—Más bien creo que sea un banco.
—Pero ¿tú lo desconocías?
—Sabéis muy bien que los pólipos cambian muchas veces de sitio alrededor de las islas del gran Océano. Hace un mes, el fondo no estaba tan alto. Sin duda lo han levantado esos microscópicos constructores de bancos y escollos.
—¿Habrá bastante agua al lado de allá del banco?
—Lo supongo.
—¿Y si tratáramos de ganarla?
El náufrago sacudió varias veces la cabeza y luego dijo con voz lenta y tranquila:
—Estamos en manos del Destino.
—¿Perdidos? —preguntó Ana, estremeciéndose.
—Todavía no —respondió el capitán Hill—. No te asustes, Ana, que a bordo tenemos medios suficientes para lanzar la nave al agua libre y armas sobradas para contener los asaltos de los isleños si éstos intentaran el abordaje.
Después, alzándose cuan alto era, gritó con voz tonante:
—¡Desplegad las velas de trinquete! ¡Asthor, al timón!
En pocos segundos fueron cumplidas aquellas órdenes. La «Nueva Georgia», impulsada por el fuerte viento, giró lentamente sobre sí misma tratando de salir del escollo; pero retrocedió, acercándose a las playas de Fidji-Levu. Un pavoroso grito de angustia se escapó de la tripulación, que ya se creía perdida y próxima a tener que arribar a la tierra de los antropófagos. Las anclas resbalaban por el fondo, que parecía no dar el menor punto de apoyo a las flechas de hierro.
A proa se oyó un grito, primero leve, pero que después se fue acentuando, mezclado con otros ayes que cada vez aumentaban más, hasta que por toda la nave se oían tristes voces de desesperación.
—¡Un ancla a popa! —gritó el capitán Hill—. ¡Pronto, o estamos perdidos!
A bordo no quedaba ya más que una pequeña ancla. En seguida la llevaron a popa y fue prontamente arrojada al mar. Parecía que había logrado buen fondo, porque el buque viró de bordo, volviendo la proa hacia la isla; pero fue de pocos momentos, porque el ancla comenzó también a resbalar por la superficie lisa del banco.
De improviso sobrevino un choque violento, que hizo temblar la arboladura y saltar algunos fragmentos de leña. La «Nueva Georgia», empujada por las ondas, se alzó de pronto, y en seguida bajó, depositando su quilla en el fondo para permanecer inmóvil, algo inclinada de estribor. ¡Estaba embarrancada!
Casi en el mismo momento, bajo los tenebrosos bosques de la isla, se oyeron espantosos clamores que parecían de bestias más bien que de gargantas humanas.
La tripulación entera se estremeció, y hasta en la frente del náufrago, ordinariamente serena, se dibujó una profunda arruga.