LOS ESCOLLOS
Ni el capitán Hill, que se hallaba sobre el puente de mando; ni el viejo Asthor, que concentraba todos sus esfuerzos en la barra del timón para mantener el barco en el buen camino; ni la tripulación, muy ocupada en las maniobras, en eludir las olas que a cada momento inundaban la cubierta, y, sobre todo, en cuidar de las velas bajas, se dieron cuenta de la caída del teniente Collin.
El irritado mar y las tinieblas habían ocultado aquel asesinato, tan detenidamente premeditado por el siniestro hombre y tan fríamente consumado.
Una vez en cubierta, el náufrago se había deslizado cautelosamente a proa y parecía ocupado en la maniobra de los foques, seguro de no haber sido visto por nadie, pues la oscuridad no permitía distinguir nada a pocos metros de distancia. A pesar de su aparente calma, más de una vez se había inclinado sobre la proa para observar profundamente aquellas aguas irritadas, y escuchando con atención, ante el temor de que el pobre teniente siguiera al barco y pidiese socorro.
Seguramente la conciencia de Bill, por ducho que fuera en los delitos, no debía de estar tranquila en aquellos momentos, porque cada vez que tropezaba con las miradas de algún marinero palidecía horriblemente y se dibujaba en sus labios la extraña sonrisa que casi nunca le abandonaba y que era como una mueca de su perversidad.
Pasaron diez minutos, y la «Nueva Georgia», impelida por el huracán, había recorrido una milla, cuando el capitán Hill, viendo todavía semidesplegada la vela y no distinguiendo entre la tripulación al teniente, se puso a gritar.
—¡Eh, señor Collin! ¿Dónde estáis? ¿Queréis algún auxilio?
Sólo contestaron a aquella pregunta los mugidos de las olas y los silbidos cada vez más estridentes del aire.
Creyendo el capitán que no le había oído, abandonó el puente de mando y se colocó al pie mismo del palo trinquete, tratando de distinguir al teniente entre las velas y el cordaje; pero la oscuridad era tan profunda que nada pudo ver.
—¡Señor, Señor Collin! —replicó con voz potentísima.
También esta vez quedó sin contestación la pregunta.
—Apostaría un penique contra una libra esterlina a que el señor Collin está en lo alto del palo —dijo un marinero que salió del castillo de proa, y se acercó para ver mejor.
—¡Imposible! —exclamó el capitán, poniéndose pálido.
—Sin embargo, señor, yo no lo veo ni en la cofa, ni en la cruceta, ni en los penóles —añadió el marinero.
—¿Le habrá ocurrido alguna desgracia? Pero ¿cuándo?… ¿Cómo?… ¿Habéis oído algún grito?
—Ninguno, señor —respondieron los marineros, que se habían agrupado cerca del palo.
—¿Ni le habéis visto descender?
—No.
—¿Se habrá caído al mar?
En aquel momento un relámpago rompió la oscuridad que pesaba sobre el Océano. Todos los ojos se fijaron en la alta vela y todos vieron perfectamente que el segundo no estaba allí en el palo.
—¡Dios mío! —exclamó el capitán, haciendo un gesto de desesperación.
Lanzóse hacia la amura de babor, escudriñando las olas, y gritó lo más fuerte que pudo:
—¡Señor Collin!… ¿Dónde estáis?… ¡Responded, en nombre de Dios!…
Tampoco tuvo aquella llamada mejor éxito que las otras. El mar seguía rugiendo, el viento silbaba a través de la arboladura, pero no se oía voz humana alguna mezclarse a la enfurecida voz de la tempestad.
—¡Perdido! —exclamó el capitán Hill con desesperado acento—. ¡Asthor, viremos a bordo!
—La tempestad es violenta, señor, y las olas combaten los flancos —dijo el viejo marinero.
—¡Es preciso intentar salvarle!
—¡Reparad, señor, que ponemos en peligro el buque!
—¡No importa, Asthor!… ¡Hay que afrontarlo todo por salvarle! ¡Vosotros, a las velas! ¡Dispuestos, que se va a virar!
Era una locura pretender virar de bordo con aquel huracán que asaltaba furiosamente a la a «Nueva Georgia». Las olas, al estrellarse contra un costado, podían remover la carga de la estiba y determinar la catástrofe; pero el capitán Hill era un hombre de gran corazón, que quería mucho a sus gentes, y pretendía intentar a todo riesgo la salvación del desgraciado teniente.
Bajo la robusta mano del viejo piloto, la «Nueva Georgia» viró de bordo, presentando por algunos instantes el costado a la fuerza de las olas. Bajo el impulso formidable de aquella masa líquida, a la que el viento empujaba con extraordinario poder hacia el Este, se llegó a tener por inevitable el naufragio; pero el barco pudo dar prontamente la vuelta y se halló sobre el camino recorrido, afrontando con su afilada proa el huracán, que entonces se le presentaba de frente.
El capitán Hill y gran parte de la tripulación, agarrados al castillo de proa, escudriñaban ávidamente entre las tinieblas y de cuando en cuando llamaban a gritos al teniente. El artillero de a bordo había hecho conducir a cubierta el pequeño cañón y lo descargaba a intervalos de dos o tres minutos.
Alguna vez, entre el fragor de las olas, parecía oírse una lejana voz y un grito de angustia; pero en seguida la tripulación se convencía de haberse engañado. El viento, cuando silba entre la arboladura, produce muchas veces sonidos tan extraños que se les suele confundir con gritos de náufragos.
—¡Está perdido! —exclamaba el capitán, mesándose los cabellos—. ¡Pobre Collin!… ¡Tan bueno, tan valiente y tan joven!… ¡Oh, temo que no voy a verle más!
—Si estuviera vivo, hubiera respondido a nuestros gritos y a nuestras señales, señor —dijo el viejo Asthor, que había confiado el timón al contramaestre.
—Pero ¿cómo ha podido caer sin dar una voz y sin que le viéramos?
—Le faltarían de pronto las fuerzas, y el viento lo arrancaría del peñol. Tal vez le derribara una sacudida.
—Pero ¿sin dar un grito?
—Quizá recibiría un golpe que le privó de sentido.
—Hay que suponerlo así, Asthor.
—Si cayó, a estas horas el pobre oficial reposa en el seno de las aguas. Volvamos ruta, capitán.
Seguir luchando contra la tempestad, que había girado al Oeste, no era prudente. Es verdad que el buque era sólido, pero de un instante a otro podía ceder ante los esfuerzos, cada vez más poderosos, de aquella masa líquida.
La «Nueva Georgia», guiada por Asthor, que había recobrado la barra del timón, viró nuevamente de bordo y recobró la ruta primera, dejándose llevar por el huracán, que no parecía con tendencia a ceder.
No obstante, ni el capitán Hill ni la tripulación dejaban de mirar ansiosos hacia el Océano, cuyas ondas se habían tragado al teniente Collin, y aunque ya estaban lejos del sitio en donde debió de ocurrir el accidente, no por eso dejaban de inclinarse sobre las bordas, como si tuvieran la esperanza de ver flotar el cadáver del audaz y esforzado marino.
Un hombre solo parecía contento de alejarse de aquellos sitios, y este hombre era el náufrago, que ya se consideraba seguro, sabiendo que el Océano no restituye sus presas y que sabe guardar muy bien los secretos. Al principio había tenido miedo, sobre todo cuando el buque viró, no estando cierto de que el teniente hubiera muerto; pero ahora nada tenía que temer y podía respirar tranquilo.
El delito no había tenido testigos; nadie había presenciado la escena que se desarrolló en el peñol. ¿A quién, pues, temer?
Entretanto, la «Nueva Georgia» seguía huyendo ante el huracán, con una velocidad que el capitán Hill estimaba superior a trece nudos. Se acercaba a la isla en la que, según había dicho el náufrago, debían encontrarse los superviviente de la catástrofe que relató.
Podía asegurarse que no estaba lejana la isla, porque ya el Océano rompía sus olas con mayor furia, señal evidente de que estaba para ser encerrado entre las islas del archipiélago fidjiano.
Hacia las dos de la mañana, un marinero que había subido al castillo de proa para enrollar la vela del trinquete, señaló un fuego que se divisaba hacia el Sudeste.
El capitán dirigió el anteojo en aquel sentido y descubrió un punto luminoso que aparecía y desaparecía, según las montañas de agua subían o bajaban.
«¿Estamos ya en el archipiélago fidjiano?», se preguntó. «Quisiera estar todavía a trescientas leguas de distancia, más bien que encontrarme cerca de esa tierra con esta tempestad».
En aquel momento apareció miss Ana sobre el puente. La valerosa joven llevaba puesto un largo abrigo de tela impermeable y no parecía asustada, aunque la «Nueva Georgia» seguía cabeceando con fuerza y las olas barrían la cubierta, corriendo de proa a popa.
—¿Dónde estamos, padre mío? —preguntó.
—¡Qué locura, Ana! ¡Subir al puente, con este huracán! —dijo el capitán, saliendo a su encuentro.
—Estoy intranquila, papaíto, y me parece que cerca de ti no corro peligro alguno. ¿No tiende a cesar el temporal?
—Todavía no, y me temo que se prolongue mucho.
—¡Qué noche tan horrible!
—Tremenda, Ana, y desgraciada para uno de nosotros.
—¿Qué quieres decir?
—Collin no está ya en el buque.
—¡Muerto!
—Ha desaparecido mientras hacía una maniobra en la arboladura.
—¡Qué desgracia! —exclamó la joven, con la voz sofocada—. ¡Muerto!… ¡Él, muerto!…
Dos lágrimas cayeron por sus mejillas y un sollozo desgarró su pecho.
—¡Muerto! —repitió por tercera vez—. ¿Y tú no le has salvado?
—Nadie le vio caer al mar, y cuando me enteré de su desaparición estábamos ya muy lejos.
—¿Y no volvisteis atrás?
—Viramos de bordo, con riesgo de naufragar, y buscamos detenidamente, pero el desgraciado había desaparecido.
—¡Ah, padre mío!
—¡Tierra a proa! —gritó en aquel momento un marinero.
—¡Los escollos a estribor! —gritó otro que se mantenía derecho sobre la amura, agarrado a las escalas del palo mayor.
—¡Dios mío! —exclamó el capitán Hill—. ¿Dónde estamos?
Iba a dirigirse a proa cuando un hombre le cerró el paso; este hombre era el náufrago.
—¿Qué queréis, Bill? —le preguntó.
—Si deseáis conservar la vida, mandad enrollar las velas y procurad pasar de largo —respondió el náufrago con voz sorda.
—¿Conocéis estos lugares?
—Sí, capitán.
—¿Dónde estamos?
—Ante los escollos de Fidji-Levu.
Echóse a un lado para dejar paso al capitán y se acercó a miss Ana, que aparecía todavía aterrada por la desgracia de Collin y que se esforzaba en sofocar sus sollozos.
—Señorita —le dijo, mirándola con ojos que lanzaban relámpagos—, ¿queréis que los salve a todos o que todos perezcan?
La joven levantó la cabeza, que tenía inclinada sobre el pecho y miró con estupor a aquel hombre que le dirigía tan extraña pregunta.
—¿Qué habéis dicho, Bill? —le preguntó.
—El buque está perdido, señorita.
—¿Cómo lo sabéis?
—Está sobre los escollos, y dentro de pocos minutos embarrancará en los arrecifes coralíferos de Fidji-Levu.
—Pues ¡salvadle!
—¿Lo queréis, miss Ana?
—¿No va en ello la vida de todos?
El náufrago levantó los hombros con indiferencia y añadió con voz sorda:
—Es a vos a quien deseo salvar, porque no quiero que muráis entre los dientes de los caníbales.
Se lanzó en seguida a popa y miró por algunos instantes alrededor de la nave. El mar bullía furioso por todas partes, levantándose en olas altísimas, que producían al romperse fragor de truenos. Rugía terrible sobre los fondos que lo aprisionaban, tratando de destruirlos.
Al Este, a través de las tinieblas, se alzaba confusamente una enorme masa rodeada de una serie de agudos picos, cuyas puntas se perdían entre las nubes, que corrían en todas direcciones llevadas por el viento, que parecía loco.
El náufrago, de un salto de mono, logró ponerse ante el capitán, que corría hacia el puente de órdenes.
—¡Señor! —dijo.
—¿Qué queréis, Bill? Explicaos pronto, que los minutos son preciosos.
—Si queréis que vuestro buque no se estrelle contra los escollos, es necesario que me confiéis el mando sólo por algunos instantes.
—¿Qué vais a hacer?
—Salvar a vuestro buque, he dicho.
—¿Sois capaz de realizar ese milagro?
—Conozco esta isla y sus escollos, señor.
—Mandad, pues.
El náufrago subió al puente, tomó el portavoz y gritó:
—¡Asthor, orza la barra!… ¡Dos anclas a pico a proa!
El viejo timonel obedeció. La «Nueva Georgia», ante aquel cambio del timón, viró en seguida, presentando la proa a las olas. Al mismo tiempo, los marineros dejaron caer las dos anclas, que se afianzaron sólidamente en el suelo rocoso del bajo fondo. Cuando vio detenerse al buque, el náufrago se acercó al capitán, que lo había dejado en el puente, y le dijo:
—¿Tenéis aceite a bordo?
—¡Aceite! —exclamó Hill, mirándole con profunda sorpresa.
—De vuestra respuesta depende la salvación del buque.
—Pero ¿qué queréis hacer?
—Ya lo sabréis. Haced traer a cubierta todo el aceite que haya.
Dos marineros, obedeciendo al capitán, bajaron a la despensa y volvieron en seguida al puente, llevando dos barriles de sesenta o setenta litros de capacidad cada uno. El náufrago, sin perder tiempo, porque la nave, anclada como estaba, subía de proa por los esfuerzos del agua, que amenazaba romper las cadenas y echarla a pique, hizo llenar de pequeños agujeros dos sacos de tela muy fuerte, vertió el aceite en los sacos y los mandó llevar uno a babor y otro a estribor.
Entonces, ante la mirada estupefacta de toda la tripulación, sobrevino un fenómeno extraño, maravilloso. Apenas aquellos dos sacos, por cuyos pequeños agujeros salía lentamente el aceite, tocaron el agua, las olas cesaron como por encanto en aquel sitio.
Donde tocaba el aceite, que se extendía rápidamente, el agua se tornaba tranquila, sin contracciones, sin oleaje, manteniendo el buque casi inmóvil; pero fuera de aquella zona se veía al mar debatiéndose con extremada rabia, como si quisiera protestar de aquella calma forzada.
El náufrago, acercándose entonces al estupefacto capitán, le explicó:
—Si las anclas no ceden podremos esperar con plena seguridad al alba de mañana, y tal vez veamos que el huracán se calma. Si las cadenas se rompen, todo ha concluido para nosotros y para nuestros compañeros, porque ante nosotros se halla la isla de los caníbales… ¡Esperemos!