EL DELITO DEL NÁUFRAGO
El Océano Pacífico se encrespaba a ojos vistas. Parecía que una fuerza misteriosa, subiendo desde los inmensos abismos del fondo, lo levantara cada vez más. Montañas de agua, que así podían llamarse, venían del Sur, montando las unas sobre las otras, hasta romper en espuma que se abría como un lienzo blanco sobre la pronunciada ondulación de las aguas. Con largos mugidos chocaban con los flancos de la nave, que se estremecía desde la sentina a la borda y se inclinaba, ora de babor, ora de estribor, con balanceos violentísimos, semejándose algunas veces a un caballo encabritado.
El mar había perdido su azul brillante y aparecía entonces oscuro, casi igual en negrura a las nubes, que corrían desordenadamente, acumulándose en los inmensos espacios del cielo.
El viento, que poco antes era ligero, parecía impaciente por volar y corría impetuoso de Norte a Sur y de Este a Oeste, con tendencias a adquirir un movimiento circular. Silbaba a través de mil cuerdas de la «Nueva Georgia», chocaba con furor en palos y escalas, haciéndoles curvarse, y hacía crepitar las velas hinchadas como si fueran a reventar.
El capitán Hill vio con gran emoción, al consultar el barómetro, que señalaba la cifra extraordinaria de ¡705 milímetros!
—Es un verdadero tifón lo que va a asaltamos —dijo al teniente Collin, que se había colocado cerca del timonel.
—Pero ¿cómo se forman esos tifones que han adquirido tan triste celebridad en los mares del Japón, de la China y del Gran Océano? —preguntó el teniente.
—Nacen generalmente del encuentro de dos o más corrientes de aire contrarias, las cuales provocan un movimiento de rotación peligrosísimo para las naves que se encuentran en medio.
—¿Y abarcan mucho radio?
—Cuatrocientos o quinientos kilómetros, comúnmente; pero se han observado ciclones de mil kilómetros de extensión, y temo que éste que se está formando sea tan amplio, porque la depresión barométrica es considerable.
—¿Qué dirección llevan ordinariamente?
—Van del Sudoeste al Nordeste, y su movimiento circular en el encuentro de las dos corrientes es de derecha a izquierda.
—¿Tendremos también tromba marina?
—Es probable, teniente, y por lo mismo haremos bien en preparar el cañoncito.
—¿Queréis deshacerla con la bala?
—Basta la detonación las más de las veces para romperla de un golpe. La bala sería inútil, porque se limitaría a atravesar la columna de agua.
—Pero eso, ¿no es peligroso para una nave que se halla a poca distancia?
—Sí, es verdad; porque la masa líquida, al precipitarse sobre el mar, levanta olas enormes; pero todo se debe intentar antes que dejarse abatir por esa furiosa columna líquida, dotada de tal fuerza rotatoria que puede levantar y transportar a larga distancia barcos enormes.
Un relámpago que hendió la masa de nubes como si fuera una gigantesca cimitarra, seguido a poco de un horrible trueno, cortó la conversación.
El capitán Hill dejó aquel sitio y subió al puente de mando para dirigir la maniobra, mientras el teniente Collin marchó a proa, donde los hombres se disponían a amainar los foques y a afirmar las velas bajas.
El huracán se acercaba con rapidez extraordinaria, revolviendo el mar y el cielo. Impetuosos golpes de viento, después de empujar y elevar las olas, que subían con tremendos mugidos, se encontraban, chocaban unas con otras, sobre la «Nueva Georgia», que huía hacia el Sudoeste con la rapidez de un pájaro.
El sol había desaparecido hacía ya algunas horas y una profunda oscuridad pesaba sobre el Gran Océano. A la luz de los relámpagos se veían voltear en el aire, impulsados por la fuerza del ciclón, los grandes albatros, con sus plumas blancas y negras, su pico grueso y fuerte hasta poder romper el cráneo de un hombre, y con sus amplias alas, que medían no menos de cinco metros de extensión.
Se les veía luchar con el viento, dar desordenadas vueltas sobre las velas, y se escuchaban, sobresaliendo de los mugidos de la Naturaleza irritada, sus gritos agudos y discordantes.
Los mismos habitantes del mar parecían inquietos, pues se divisaba cruzar rápidamente por las olas numerosos escualos con poderosas mandíbulas dotadas de tres hileras de dientes, y lanzarse al aire bandadas de «exocoetus evolans», extraños peces provistos de largas aletas, semejantes a las alas de los pájaros, y que, dando en el agua un coletazo, recorren volando una distancia de ciento cincuenta a doscientos metros, para elevarse otra vez apenas caídos al mar, ayudándose al efecto con las aletas pectorales, lo que hace creer que tienen cuatro poderosas alas.
A pesar de verse asaltada por todos lados por el oleaje, que barría por completo el puente, la «Nueva Georgia» se portaba bien y se mantenía valiente frente al huracán.
Guiada por la férrea mano del viejo Asthor, manteníase sobre la vía del Sudoeste, para refugiarse, en caso desesperado, en la ensenada de cualquier isla. Corría desenfrenadamente la pobre nave, cubriéndose de agua de proa a popa; caía en el fondo de los abismos espumosos y en seguida montaba hasta la cresta de las montañas de agua para hundirse otra vez tocando casi el mar con el árbol del bauprés, tanto se inclinaba de proa; pero siempre salía victoriosa de aquellos asaltos que no le daban un instante de tregua.
A poco, por la parte del Sur, cuando el viento, ya desencadenado, perdió toda dirección, girando en todos sentidos y provocando los encuentros de corrientes, que son generadores de los ciclones, apareció una especie de cono que parecía bajar de las nubes para caer velozmente sobre la revuelta superficie del Océano Pacífico.
El capitán Hill, aunque muy valiente y dispuesto a todo, palideció al ver el fenómeno.
—Se forma una tromba hacia el Sur —dijo, dirigiéndose al teniente Collin, que se le había acercado sobre el puente de mando.
—La «Nueva Georgia» huye rápidamente, señor —respondió el teniente—. Ya estaremos lejos cuando se haya formado la tromba.
—Confiemos en Dios. No temo por mí, sino por mi pobre Ana.
—Tengamos esperanza, señor…
El huracán crecía cada vez más. Los golpes de viento eran tan impetuosos, que parecían salir de un inmenso fuelle colocado cerca de la nave. Sacudían horriblemente los palos, rasgaban las velas, hacían voltear como plumas a los más pesados objetos. Era tal la desolación y el ruido en la arboladura, que podía temerse un total derrumbamiento.
Olas y más olas caían sobre la nave, barriendo la cubierta de proa a popa, de babor a estribor, haciendo gemir el cordaje y los palos, produciendo averías en los botes y abriendo brechas en la obra muerta. Parecía que iban a acabar por abrir los flancos del buque y hundirlo en los espantosos abismos del Océano Pacífico.
La noche había llegado, una noche negra como el fondo de un barril de alquitrán. No se veía más que tinieblas, las cuales se habían extendido por todo el Océano, como si de un momento a otro quisieran hacer más peligrosa y más horrible la situación de la «Nueva Georgia». Solamente en el horizonte brillaba de cuando en cuando algún relámpago, y a su rápida luz se veían correr por la cubierta marineros con el cabello en desorden, los rostros pálidos y los ojos desmesuradamente abiertos. Sobre el puente de mando veíase la alta silueta del capitán Hill, y a proa la tétrica figura del náufrago.
En medio de los ruidos de la tempestad, los silbidos agudísimos del viento y los rugidos de las olas, se oían incesantemente en las profundidades de la estiba los gritos poderosos de los doce tigres, los cuales, aterrados, locos de miedo, en el paroxismo de la rabia, se debatían con furia dentro de sus jaulas.
Hacia la medianoche, una ráfaga, más impetuosa que las otras, chocó con tal violencia con el buque, que materialmente lo levantó de popa, casi sumergiendo la proa.
El capitán Hill, temiendo que la «Nueva Georgia» cayera de costado para no levantarse más, ordenó amainar las velas del trinquete y de mesana, contentándose con mantener desplegadas las velas bajas.
Algunos marineros pretendieron subir a las vergas, pero las sacudidas que daba la nave y los golpes de mar, cada vez más densos, lo impidieron, viéndose obligados a bajar a cubierta para no ser lanzados al mar. Dos hombres, después de correr mil peligros, pudieron recoger la vela de mesana y enrollarla.
La de trinquete, impelida por las ráfagas, daba tan violentos golpes, que comprometían la seguridad del navío y amenazaban romper el palo. Era necesario arriarla, o por lo menos cortarla de una cuchillada.
El segundo, señor Collin, joven valiente que desafiaba con intrepidez los peligros, al ver que eran vanos los esfuerzos de los marineros, se lanzó a proa y, aferrándose fuertemente a la escala, se elevó en las tinieblas. Otro hombre le había seguido: era el náufrago.
Sin ser visto, había aprovechado la oscuridad profunda y el terror de los marineros, arrojados contra las bordas por los golpes de mar, y saltando a las escalas con la agilidad de un mono, subió a fuerza de brazos, llegando al mismo tiempo que el teniente a la vertiginosa altura.
—¿Vos aquí, Bill? —le preguntó el segundo, al verle cerca.
—Sí, señor teniente —respondió el náufrago con acento extraño—. ¿Os sorprende?
—¿Por dónde habéis subido?
—Por la escala.
—Ayudadme, pues.
El teniente montó en el peñol, manteniéndose sujeto a la barra de hierro que hay encima, y apoyando los pies en la cuerda que pasa por debajo, trató de recoger el cabo de maniobra para enrollar la vela. De pronto sintió que dos manos vigorosas le agarraban por la garganta, con tal fuerza que le imposibilitaban de dar un solo grito. Haciendo un esfuerzo desesperado volvió la cabeza y vio ante sí la tétrica figura del náufrago, en cuyos labios se dibujaba una satánica sonrisa. Abandonó con una mano la barra para poder defenderse, pero el náufrago era robusto y en aquel momento parecían haberse triplicado sus fuerzas.
El buque, castigado por las olas, cabeceaba furiosamente, y el viento sonaba con rugidos tremendos entre la arboladura y hacía oscilar a los dos hombres; pero la lucha continuaba, sin que entre ellos se cambiara una sola palabra. El pobre teniente, que no podía abandonar el peñol para no estrellarse sobre el puente del buque, sólo oponía una débil resistencia y comenzó a sentirse estrangulado por su enemigo.
Aquella lucha entre el cielo y el mar, en medio de negras tinieblas y de la borrasca que rugía, duró un solo minuto. El señor Collin se sintió arrastrado casi hasta la extremidad del peñol y perdió los sentidos.
El náufrago esperó a que la nave se inclinase de estribor, manteniéndose sujeto al peñol con las piernas, y entonces precipitó a la víctima en el revuelto Océano, cuyas aguas se abrieron para sepultarla.
—Uno que no hablará más —murmuró sordamente el náufrago—. ¡Anda a contar a los peces si vengo o no de la isla de los forzados!
Giró los ojos en torno suyo para ver si alguien le había visto y bajó silenciosamente a cubierta, confundiéndose bien pronto entre la tripulación.