LOS ANTROPÓFAGOS DEL OCÉANO PACÍFICO
Contrariamente a las previsiones de todos, el huracán, que parecía amenazar otra vez a la «Nueva Georgia», no se presentó, y durante la noche se aclararon las nubes y aparecieron las estrellas. Comprendíase, sin embargo, que aquello debía ser sólo una tregua y nada más, porque el viento seguía soplando del Sur, o sea, de la parte de donde se forman y arrancan los tifones, y el mar conservaba la tinta plomiza que indicaba como amenaza segura de un gran temporal.
Al día siguiente, al amanecer, la «Nueva Georgia», que durante la noche había recorrido unas setenta millas, se encontraba frente al archipiélago de las Nuevas Hébridas.
Este grupo es uno de los más importantes de aquella región, aunque en aquel tiempo era muy poco conocido, como el resto, y aun hoy mismo lo es imperfectamente, y se extiende sobre una superficie de ciento veinte leguas. Quirós, que lo descubrió en 1768, lo llamó Nuevas Cicladas, y Cook, que tenía la manía de cambiar el nombre a todas las islas, le dio el de Nuevas Hébridas.
Las principales son: Fauna, que es la más notable, fértilísima, de aspecto encantador, con un volcán y surtidores de agua caliente; mide siete leguas de extensión y tres de anchura. Koromango, de casi iguales dimensiones y que goza fama porque de sus bosques se extrae el precioso polvo de sándalo, de delicado perfume. Mallicolo, que tiene una longitud de dieciocho leguas, y siete de ancho. Sandwich, notable por la belleza de sus perspectivas. Santo Espíritu, que es la isla mayor y que se supone sea una de las más hermosas y fértiles del mundo. Muchas otras más pequeñas rodean el grupo principal y se extienden hacia el Sudeste, hasta sesenta y cinco leguas a la extremidad de la Nueva Caledonia.
Sus habitantes, exceptuando los de Fauna, no gozan mejor fama que los demás polinesios, porque los navíos que llegaron a fiarse de ellos se vieron obligados a hacer uso de las armas de fuego para librarse de sus rapiñas y de sus dientes.
Son de estatura baja, gráciles, de piel bastante bronceada, y la mayor parte de ellos salvajes como animales. Los de Mallicolo, especialmente, son de rostros tan horribles, que los monos junto a ellos resultan hermosos.
La «Nueva Georgia», que navegaba con bastante velocidad, se mantuvo prudentemente lejos de aquellas costas inhospitalarias, pero los isleños vieron el buque y acudieron en buen número a la playa, agitando sus lanzas y sus arcos en son de amenaza. Lanzaron algunas flechas, que cayeron bastante lejos del barco, y el capitán Hill, que no quería perder tiempo en desagradables aventuras, no se dignó contestar.
Hacia el mediodía, y a distancia de una treinta millas de la isla Barwal, la «Nueva Georgia» encontró dos canoas fuertemente amarradas la una a la otra y que se comunicaban por un puente, en el que había unos doce salvajes de pequeña estatura, piel bronceada, cabeza alargada y nariz chata, casi desnudos y armados de lanzas cuyas puntas parecían esquirlas de huesos probablemente humanos.
Al ver que el buque pasaba de largo, la canoa, maniobrada por diez remeros, trató de seguirlo con la esperanza de lograr alguna cosa, fuera de grado o por fuerza. El capitán Hill ordenó que la nave siguiera hacia el Norte y mandó disparar un pequeño cañón que llevaba escondido bajo el castillo de proa. La detonación y además la imposibilidad de alcanzar al velero, que corría con la velocidad de ocho nudos por hora, hicieron desistir a los feroces salvajes de su loco propósito.
—Dime, papá: ¿son muchos los habitantes de estas islas? —preguntó miss Ana al capitán.
—Cuando Bougainville los vio en 1799 estimó su número en doscientos mil, y Cook confirmó dicha cifra; pero actualmente quedará sólo la mitad.
—Y ¿por qué tal disminución?
—Porque los isleños están casi siempre en guerra entre ellos y los vencedores se comen a los vencidos, estén heridos o sanos.
—Y ¿asisten las mujeres a esos monstruosos banquetes?
—No, porque las mujeres no pueden comer en compañía de los hombres; pero se hacen sacar la parte que éstos les destinan de sus prisioneros.
—¿Ni siquiera con sus maridos pueden comer las mujeres?
—No, porque el marido la considera simplemente como una bestia de carga. Su condición es tan miserable y humillante, que suelen matar a las hijas para librarlas de tanta degradación.
—¡Qué horribles salvajes! Y ¿a qué raza pertenecen?
—A la melanésica; pero se nota en ellos la influencia de la raza polinésica.
—Dime: ¿son antropófagos todos los pueblos que habitan las islas del Océano?
—Casi todos.
—¿Por necesidad, acaso? Me han dicho que en las islas del Pacífico escasean los animales y los árboles frutales.
—Sí, pero no en todas. Algunas abundan en perros, gatos, pájaros y árboles que dan sabrosos frutos, y además, el mar que las rodea proporciona abundante pesca. A pesar de esto, los habitantes son antropófagos y se comen a sus enemigos en variadas salsas. Hubo un tiempo en que no se creía en la antropofagia; pero después de los viajes de Van-Diemen, Tasman, La Perouse, Bougainville, Cook, Quirós, Mendaña, y otros hubo de reconocerse su existencia. Algunas tribus sacrifican a sus enemigos por espíritu religioso, pero se los comen además; otras, por escasez de alimentos; otras, por odios y además por heredar el valor y las virtudes del muerto, como, por ejemplo, los australianos, que comen con preferencia el corazón de sus enemigos para adquirir mayor energía; los maoríes de la Nueva Zelanda, el ojo izquierdo ante todo, porque, según sus creencias, es el alma del muerto, y las tribus americanas del Amazonas, que queman el cadáver y tragan después las cenizas para apropiarse de los rezos que en vida hiciera su víctima.
—Y ¿la antropofagia existe sólo en las islas del Gran Océano?
—No, Ana —contestó el capitán—. Más o menos, todos los pueblos han practicado el canibalismo. Los galos, que son los antiguos franceses, comían hombres, y de ello dan fe los osarios descubiertos cerca de París, en Ville-Neuve-Saint-George y en Saint-Mauro. En Portugal, en una sola caverna u osario, fueron hallados nueve mil quinientos dientes humanos y gran número de huesos, en los que se advertían señales de haber sido cortados y asados cuando conservaban la carne. Comían hombres los habitantes del Asia Menor, los japoneses y los mejicanos por espíritu religioso, y añadiré que estos descendientes del gran imperio de Moctezuma reprochaban a los españoles el sabor amargo de sus carnes.
—¡Es increíble! —exclamó miss Ana con horror.
—Y, sin embargo, ciertísimo: hoy la ciencia lo ha puesto en claro. La antropofagia está todavía muy extendida. Se comen hombres entre los battias de Sumatra, donde el canibalismo toma el aspecto de castigo; entre los indios de la América del Norte, por venganza; entre los cafres, los caribes, los maoríes; en el Congo, en Tombuctu, en Dahomey y en el Ogoway, por puro placer. Añadiré, por último, que en Taiti, isla hoy civilizada, no hace mucho tiempo, en un periodo de carestía, fueron comidas tantas personas, que se llamó a aquella época la «estación de comer hombres», y que en Francia, en 1090, y en Egipto, en 1200, en tiempos de escasez, se salía a cazar personas para vender su carne.
—¡Es horrible!
—Pero histórico, Ana. Por otra parte, hoy mismo, de cuando en cuando, corre la noticia de escenas de canibalismo ocurridas entre náufragos. Las crónicas marítimas están llenas de estos espantosos relatos, aunque, afortunadamente, el canibalismo en tales casos obedece, no a la glotonería, sino al imperioso grito del hambre.
—¿Los salvajes dicen que es excelente la carne humana? —preguntó el teniente, que desde algunos minutos antes asistía a la conversación.
—Todos están conformes en elogiar el gusto exquisito y la delicadeza de la carne humana; pero dicen que la de raza blanca es amarga y muy salada.
—Tengamos siquiera el consuelo de que no quieran comernos, si llegamos a caer en sus manos.
—No dejan de tener medios para hacerla excelente, señor Collin —dijo el capitán, riendo—. Yo sé que los isleños de Fidji tienen un modo especial de cebar a sus prisioneros para que sean más suculentos.
—Compadezco a los compañeros de Bill que han tenido la desgracia de caer en poder de esa gente. Aunque ¡quién sabe si será una fortuna!
—¿Por qué, teniente? —preguntó el capitán, sorprendido.
—Yo me entiendo, señor Hill.
—Explicaos —dijo miss Ana.
—Ahora, no.
En aquel momento oyeron hacia su derecha una especie de gruñido.
El náufrago estaba a tres pasos de distancia y debió de haber oído las palabras del segundo.
Por fortuna para él, nadie le vio fijar en el señor Collin una mirada que lanzaba relámpagos y apretar los puños con tal fuerza que sus uñas se le clavaron en las palmas de las manos.
Se alejó silenciosamente, sin haber sido descubierto, y se sentó a proa; pero sus miradas se dirigían siempre, ya hacia miss Ana, ya al señor Collin.
¿Qué cosa meditaba en aquel momento aquel enigmático personaje, en cuya mirada podía leerse al mismo tiempo una extraña ternura y un relámpago de odio profundo?
En breve nos lo dirán los acontecimientos.
Hacia el mediodía aumentó la violencia del viento y el barómetro bajó bruscamente, mientras las olas que venían del Sur se hacían más frecuentes y cada vez más altas. Se veían subir a gran altura, mostrando sus crestas cubiertas de blancas espumas y venían a romperse con violencia contra la «Nueva Georgia», que cabeceaba vivamente.
Los tigres, como si presintieran la proximidad de la tempestad, se mostraban muy inquietos, y en la estiba se oían incesantemente retumbar sus roncos rugidos, que hacían palidecer a los marineros no habituados aún a tan desagradable concierto.
El capitán, para no dejarse coger desprevenido ante aquel huracán que desde hacía dos días parecía reunir fuerzas para desencadenarse con sin igual furor, hizo arriar las altas velas del trinquete y el contratrinquete y amainar la lona, que mandó desplegar por la mañana por ganar velocidad. No satisfecho aún, reforzó las amarras y ató sólidamente los botes, cuya pérdida hubiera sido funesta, así como mandó otras varias operaciones propias de un marino tan excelente y experto como él era.
—¿Teméis algún tifón? —le preguntó Ana, que no abandonaba la cubierta.
—Sí, y no te ocultaré que este huracán me da mucho que pensar, pues nos encontramos en un mar desprovisto de islas e islotes y además de una profundidad que espanta.
—¿Hay abismos inmensos en el Océano Pacífico?
—Horrorosos, Ana.
—¿En qué sitio es más profundo?
—Según los últimos sondeos, la mayor profundidad se encuentra al mediodía del Kamchatka, península de la cosa asiática. Allí la sonda tocó fondo a ocho mil quinientos quince metros.
—¡Ocho kilómetros y medio de profundidad!…
—Y se cree que hay aún mayores honduras, suponiéndose que en ciertos sitios llegan a catorce y dieciséis kilómetros.
—¿Y todos los océanos tienen tales abismos?
—La profundidad media del Gran Océano será de cuatro mil trescientos ochenta metros; pero se sabe que entre las islas Fidji, Tonga y Samoa existe un abismo de ocho mil ciento dos metros, según unos, y de ocho mil doscientos ochenta, según otros navegantes. En el Atlántico hay fondo a cuatro mil veintidós metros hacia el Norte y tres mil novecientos veintisiete al Sur; en el Océano Indico, a tres mil ochocientos tres. Hay que convenir, sin embargo, en que dichas profundidades serán aún mayores medidas con instrumentos o sondas más perfeccionadas.
—Pero la vida a semejante profundidad no podrá existir.
—¿Y por qué, querida?
—Por la gran presión que debe de ejercer tan inmensa masa de agua.
—En un tiempo se creía eso, y aun añadiré que se suponía que el agua tan espantosamente comprimida tendría una densidad semejante a la del hierro o el plomo. Creíase que una bala de hierro arrojada a ese mar profundo no llegaba al fondo del abismo, sino que se mantendría entre dos aguas apenas llegaba al punto en que la densidad del líquido era igual a la del hierro. Recientes experimentos han demostrado, no obstante, que la presión es tan ligera que no constituye un impedimento para que puedan vivir en el fondo de los abismos los peces que nadan en la superficie del mar. Además, si esa fuerza fuera tan enorme como se creía, ¿cómo vivirían los crustáceos que pueblan esos insondables fondos marinos? Sería preciso que fueran tan resistentes como el hierro, y lo son mucho menos.
—La demostración es clara, padre mío… Pero ¡está lloviendo!
—El tiempo se pone malo. Retírate, Ana, que pronto tendremos un huracán de los más furiosos, y en el puente no se podrá estar a causa del viento.
Efectivamente, la tempestad avanzaba con rapidez, ocultando la bóveda celeste y oscureciendo el Océano Pacífico, que una vez más iba a desmentir el nombre que le dio Magallanes.
La tripulación estaba toda sobre cubierta, dispuesta a sostener la lucha, y se veía a todos interrogar con ansiedad las nubes y las olas.
Aquellos lobos de mar presentían una tempestad terrible. Sólo el náufrago, que seguía sentado a proa sobre un lío de cuerdas, parecía tranquilo y sonreía a cada mugido de las olas, mirando con ojos de fuego al teniente Collin, como si meditara un siniestro proyecto.