LA FRESCURA DE BILL
Estaba el náufrago tan absorto en su contemplación, que no se percató de la presencia del capitán y del señor Collin. Con los brazos cruzados sobre el pecho, seguía con mirada ardiente, que a veces parecía lanzar relámpagos magnéticos, las evoluciones de las fieras, que continuaban lanzando fuertes rugidos y que hacían esfuerzos para arrojarse sobre él.
Sus ojos fijábanse especialmente, y con gran atención, en una gruesa tigresa, que parecía la más robusta y la más feroz, siguiéndola en todos sus movimientos con inexplicable obstinación. Se hubiera dicho que conocía a aquella fiera de la jungla indiana, o que intentaba magnetizarla con el poder de su mirada.
Al cabo de un rato, la tigresa, que parecía enfurecida hasta el paroxismo, se paró, mirando a su vez al náufrago que se mantenía firme ante la jaula y, cosa extraña, se la vio agacharse, batiéndose los flancos con la cola y permanecer inmóvil, como sí un poder oculto la hubiera sugestionado.
—¡Eh, amigo! —gritó el capitán, que había observado con viva curiosidad toda aquella escena—, ¿sois acaso domador de fieras?
Ante aquella pregunta, el náufrago se volvió haciendo un ademán de despecho. Levantó la cabeza hacia la escotilla y saludó a los dos jefes.
—No, señor —respondió después, esforzándose por sonreír.
—¿Conocéis acaso a esa tigresa?
—Tampoco, aunque he visto muchas durante mis viajes.
—Se diría que la habéis magnetizado.
—No lo creo, capitán.
—Os digo que tenéis una mirada que fascina. ¡Mirad! Las otras fieras tampoco se mueven y permanecen en el fondo de las jaulas, como si tuvieran miedo de vos.
—Bromeáis, señor —respondió el marinero con un tono brusco que revelaba su disgusto.
—Ya lo veremos. Pero ¿por qué habéis abandonado vuestro camarote?
—Oí rugidos y vine aquí para saber de dónde procedían.
—¿Queréis subir a cubierta? Si os sentís mejor venid a respirar el aire fresco.
—Gracias, capitán.
El náufrago, que parecía completamente restablecido, subió con ligereza la escala y apareció en el puente. Al ver a miss Ana se paró sorprendido fijando en ella una aguda mirada que despedía extraños fulgores; pero al notar que le observaban los marineros y el capitán, sacudió la cabeza, como quien trata de desechar un pensamiento importuno, y se quitó la gorra, inclinándose y murmurando una palabra que nadie pudo oír.
—¿Cómo os sentís? —le preguntó el capitán.
—Muy bien, señor —contestó, sin separar los ojos de la joven miss.
—Y ¿vuestras heridas?
—Cicatrizando a ojos vistas. Pero… ¿dónde estamos, señores?
—Navegamos hacia el grupo de las Nuevas Hébridas.
—¡Ah! ¿Entonces estamos todavía lejos de la isla de Fidji?
—Espero que llegaremos a ella dentro de cinco o seis días y a tiempo para salvar a vuestros compañeros. Si no los encontramos, mi hija sufrirá un gran dolor.
—¡Ah! ¿Es vuestra hija la señorita? —exclamó el náufrago con acento particular.
—Sí, miss Ana es hija mía.
—¿Y viaja siempre con vos?
—Desde hace pocos años.
—¡Hermosa y valiente joven! —murmuró el marinero, mirando otra vez a la muchacha—. Miss, os doy las gracias desde lo más profundo de mi corazón por el interés que os inspiran mis compañeros de desgracia. Os estaré reconocido por mucho tiempo.
—Es deber de toda mujer interesarse por los desgraciados —exclamó miss Ana—. No perdonaríamos nunca a la tripulación que hubiera vacilado en socorrer a unos infelices amenazados por los dientes de los antropófagos.
—Gracias, miss. Sois demasiado buena.
—Decidme, Bill —dijo de pronto el segundo, acercándose al náufrago—. ¿Habéis oído hablar de la isla de Norfolk?
El marinero, ante aquella brusca pregunta, que estaba muy lejos de esperar, quedó como petrificado y una lívida palidez seguida de una subida de sangre le pasó por el rostro. Volvióse hacia el teniente, que parecía no haber dado importancia a su pregunta, y lanzándole miradas que eran rayos, le dijo:
—¿Qué queréis decir?
—Nada. Os hago una sencilla pregunta.
—¡Ah! ¡Ahora comprendo! —exclamó Bill, golpeándose la frente—. Me preguntáis si conozco una isla en la que se refugian los forajidos ingleses. Pero ¿a qué viene esta pregunta?
—Ya os lo he dicho: por mera curiosidad.
—Conozco esa isla, de fama siniestra. Arribé a ella una vez a bordo del «Alert», un buque americano que hacía el tráfico entre las islas del Pacífico, como el vuestro. Mala isla, señores, y peores habitantes.
—Me lo imagino.
—¿Dónde estamos ahora? —preguntó el náufrago, como si quisiera cortar aquella conversación, que le disgustaba.
—Hace una hora que dejamos la isla de Vanikoro, y como os he dicho, llevamos rumbo a las Nuevas Hébridas.
—Gracias, señor.
Se inclinó ante miss Ana, saludó al segundo y se sentó a proa sobre un lío de cuerdas, sin decir una palabra más. Aquel hombre parecía presa de una gran inquietud desde que el teniente, señor Collin, le hizo la pregunta.
Sus ojos, que tenían una luz falsa, giraban en sus órbitas, fijándose ya en el teniente, que paseaba sobre cubierta, o ya en miss Ana, que paseaba con su padre. De vez en vez sus puños se crispaban con rabia, como si estrujara alguna cosa. Su rostro palidecía o se ponía color escarlata y sus músculos experimentaban sacudidas nerviosas. Se habría dicho que una cólera tremenda, a duras penas contenida, rugía en el corazón de aquel marinero, recogido casi moribundo sobre las olas del Océano.
Por fortuna para él, la atención de los tripulantes, fue atraída hacia el mar por la aparición de un magnífico pez velero o «swordfish», que es como lo han bautizado los ingleses. Pertenece a la especie del pez espada, con el cual tiene bastante semejanza, y se encuentra sólo en el Océano Pacífico, donde es perseguido con encarnizamiento por los isleños, que aprecian mucho su carne, que es delicadísima, especialmente cuando se trata de un pez joven. Hay que tener cuidado al pescarlo, porque es de un temperamento violento.
El que navegaba al lado de la «Nueva Georgia» medía, por lo menos, diez pies de largo y tenía una especie de cuerno largo de dos metros, redondo en su nacimiento y aplanado en el extremo, como el del pez espada. Había desplegado su aleta dorsal, de la que se servía como de una vela, dejándose conducir por el viento.
—¿Son peligrosos esos peces, padre mío? —preguntó Ana al capitán, que seguía con curiosidad el rumbo del pez.
—Todos los isleños le temen, pues es tan valiente, que no retrocede ante los tiburones ni las ballenas.
—Pues no es muy grande.
—Es verdad; pero su arma de defensa es fuerte y sabe servirse de ella. Es casi imposible encontrar uno que tenga el cuerno entero, y repara que ese mismo lo tiene roto. En su rabia, se le ha visto precipitarse contra los buques, que sin duda toma por ballenas, y hendir profundamente su cuerno en ellos. Nuestra «Georgia» tuvo una vez su proa atravesada por el arma de uno de esos peces.
—Y ¿qué hace después de hincar el cuerno?
—Permanece sujeto a la nave hasta que muere o lo mata la tripulación.
—¿Es fácil la pesca de esos animales?
—Muy difícil, Ana. Cuando son jóvenes, no cuesta mucho trabajo cogerlos con redes fuertes; pero cuando son grandes y tienen el cuerno desarrollado, rompen fácilmente las mallas, por fuertes que sean, y huyen. Queda el recurso del arpón; pero apenas notan esos peces intenciones hostiles en los barcos, dejan de acercarse.
El pez velero no sigue a los buques más que un corto trayecto, y de improviso plega su aleta natatoria y se sumerge, desapareciendo de la vista de la tripulación en el momento en que ya habían hecho sobre cubierta todos los preparativos de arpones, etcétera, para darle caza, en la esperanza de aprovechar su delicada carne.
La «Nueva Georgia» seguía en tanto filando hacia el Oeste, acercándose al archipiélago de las Nuevas Hébridas, a la derecha del cual y a una distancia de doscientas treinta o doscientas cincuenta millas se encuentran el de Fidji. El viento se mantenía favorable, pero no era todavía regular, sino que parecía tender a una nueva perturbación atmosférica, empujando ante sí negros nubarrones.
Después de la puesta del sol, aquellos vapores que se habían visto hacia el Sur invadieron con rapidez la bóveda celeste, en tal forma, que los astros quedaron ocultos y el mar perdió su brillo. El viento, en vez de crecer, cesó completamente, lo que no dejaba de ser extraño, y la «Nueva Georgia» permaneció casi inmóvil y rodeada de negruras.
A poco ocurrió un fenómeno, frecuente en los climas cálidos y en virtud del cual se rompieron aquellas tinieblas. El mar, un momento casi negro, se iluminó extrañamente, como si bajo sus ondas hubieran encendido una lámpara eléctrica de fuerza extraordinaria.
El agua parecía haberse convertido en bronce fundido, con reflejos argentados, a los que se mezclaban líneas que parecían de fuego y que cambiaban de forma a cada instante, hasta hacerse circulares, para volver otra vez a ondularse caprichosamente. Las olas, al romperse contra los negros flancos del buque, parecía que lanzaban millares y millares de encendidas chispas de los más fantásticos y brillantes colores.
Bandadas de peces de formas a cuál más extraña, alargados y negros, cortos, gruesos y de variados colores, corrían y jugueteaban en aquel mar de plata, sumergiéndose para subir en seguida, devorándose los unos a los otros y haciendo mil giros caprichosos y variados.
En tanto, inmóviles como sombrillas abiertas o como gigantescas setas, mostrábanse los pólipos, de carnes transparentes y gelatinosas.
Millones de fosforescentes moluscos iban a la deriva, dejándose llevar por el flujo y desplegando resplandores de tonos diversos; las pelagias, que andaban con majestad, semejantes a paracaídas a merced del viento; las meliteas, en cuyos brazos, extrañamente cruzados, sujetan lámparas de una luz rojiza; las acalefas microscópicas, que parecen constelaciones de diamantes de las más hermosas aguas; las veletas, en cuyas crestas tiembla una luz azul de infinita dulzura, y los boreos, las medusas, los osgris, y otros más cuyos resplandores, unidos a los que producen ciertos pequeños moluscos de forma cilíndrica y de consistencia delicadísima que se encuentran amazacotados a miles de millones, invaden una larga zona del mar, haciéndolo maravillosamente bello.
La «Nueva Georgia», inmóvil sobre aquellas aguas, destacaba vivamente su negro casco de aquel mar de plata fundente, y parecía, no que navegaba, sino que se hallaba como suspendida en una atmósfera de encendidas fosforescencias.
Miss Ana, el capitán Hill, el teniente Collin y todos los marineros contemplaban con admiración aquel fenómeno, que es frecuente, como hemos dicho, en tales regiones, pero cuya hermosura encanta y subyuga siempre.
El náufrago, por su parte, habíase levantado lentamente y recostado sobre la borda del buque; pero en vez de una mirada de admiración, aquel extraño hombre derramó sobre el mar una ojeada opaca e hizo un ademán de despecho, lanzando al mismo tiempo una sorda imprecación.
Poco a poco el fenómeno luminoso se alejó en dirección al Este, y la nave, que filaba despacio en sentido contrario, permaneció otra vez envuelta en tinieblas densas, que el fanal de proa no bastaba a romper.
El náufrago, que había vuelto a sentarse a proa, cuando vio brillar el mar a lo lejos, se levantó con cautela, y parecía que su vista buscaba a alguien.
Repitió el gesto de despecho que ante hiciera, al no ver sobre el puente ni al capitán, ni a miss Ana, ni al segundo.
Una profunda arruga se marcó en su frente y permaneció como perplejo. Al ver pasar cerca a un marinero joven que acababa de dejar la cámara de proa, y que no había oído la brusca pregunta del señor Collin acerca de la isla de Norfolk, le detuvo, diciéndole:
—¡Eh, camarada! ¿Qué hora tenemos?
—Deben de ser las diez —respondió el marinero.
—¿Cuál de los oficiales está de guardia para el primer tumo?
—Asthor, el piloto.
—Y ¿el señor Collin?
—Hará la guardia de medianoche.
—¿Es un valiente oficial el señor Collin?
—Bravísimo, os lo aseguro.
—¿Goza de gran confianza a bordo?
—De la misma que disfruta Asthor, que navega hace veinte años con el capitán Hill, y quizá de más.
—¿Es verdad que es el novio de miss Ana?
—No lo he oído decir, ni lo creo.
—Dime, camarada: ¿se cree de veras que yo sea un pobre marinero que ha tenido la desgracia de naufragar?
—¡Por Baco! ¿No os hemos recogido en pleno mar a bordo de una balsa?
—Es verdad; pero me parece que el señor Collin me mira con cierta desconfianza.
—Es un hombre desconfiado el teniente; pero no creo que tenga motivos para desconfiar de vos.
—Tienes razón, camarada. Soy un loco al pensar que a bordo de la «Nueva Georgia» se me mira con malos ojos. ¡Buenas noches!
El náufrago atravesó el puente con la frente arrugada y los brazos cruzados sobre el pecho. Parecía muy pensativo y abstraído.
Al pasar junto a la escotilla se detuvo para escuchar a los tigres, que lanzaban profundos rugidos.
—Tienen hambre —murmuró con voz sorda—. Y, sin embargo, aquí hay carne para los doce tigres.
Después retrocedió lentamente hacia proa y fijó los ojos en las nubes, que corrían alocadas por el cielo.
—La tempestad —articuló en voz baja— será fatal para alguien.
Reprimió una sonrisa helada que se dibujaba en sus labios y desapareció por la cámara de proa.